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Akal / Hipecu / 45

Enrica Lisciani-Petrini

Tierra en blanco. Música y pensamiento a inicios del siglo xx

Traducción: Carolina del Olmo y César Rendueles

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Diseño de portada

Sergio Ramírez

Director de la colección

Félix Duque

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© Ediciones Akal, S. A., 1999

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4059-0

 

 

«In diesen Tagen denk ich des Albatros

mit dem Ich mich auf-

und herüberschwang

in ein unbeschriebenes Land…»1

(Ingeborg Bachmann)

1 [«Me acuerdo en estos días del albatros / con el que me elevaba / y pasaba al otro lado, / a una tierra en blanco»]

 

Prólogo

«…cuando al siglo pasado tan sólo le quedaban unos pocos años, los oídos más sensibles comenzaron a advertir un rumor «subterráneo» que se hacía cada vez más claro.»

(W. Kandinsky)

Al hojear La prisonnière, volumen VI de la Recherche de Proust, llama la atención una sugestiva página, en la que el escritor –como ocurre a menudo a lo largo del complejo y abigarrado itinerario de la obra– desarrolla uno de sus inolvidables análisis, suscitado por una simple, aunque fulgurante, intuición. A propósito de la música de Wagner, escribe:

Me daba cuenta de todo lo que hay de real en la obra de Wagner, al ver esos temas insistentes y fugaces que visitan un acto, que no se alejan sino para volver, y, lejanos a veces, adormecidos, desprendidos casi, en otros momentos, sin dejar de ser vagos, son tan apremiantes y tan próximos, tan internos, tan orgánicos que dijérase la reincidencia de una neuralgia más que de un motivo […]. Pero a pesar de la riqueza de esas obras […] pensaba yo hasta qué punto participan, sin embargo, sus obras de ese carácter de ser siempre incompletas –aunque maravillosamente– que es el carácter de todas las grandes obras del siglo xix, de ese siglo xix cuyos más grandes escritores han fallado sus libros, pero mirándose trabajar como si fueran a la vez el obrero y el juez, han sacado de esta autocontemplación una belleza exterior nueva y superior a la obra, imponiéndole retroactivamente una unidad, una grandeza que no tiene.

(Proust, 1979, VI, 188-190/trad. esp. 170-171)

Pocas frases, pero grávidas de sentido. En ellas se halla bosquejada la que, a partir del siglo xix, habría de convertirse en «cualidad específica» de las obras de arte en general y musicales en particular: la incompletud –en el sentido de que la organización formal de la obra representa simbólicamente una realidad que ha dejado de ser compacta, armónica o reconfortante, una realidad insuperablemente ambigua, incierta y dramática (como ocurre, por ejemplo, en la obra de Dostoyevski, a la que Proust también hace referencia en ese mismo libro). Aparece una belleza desconocida, «nueva y terrible», pero «quizá incluso más real», precisamente por no venir «exigida por el desarrollo artificial de una tesis» (Proust, id., 455, 191/pp. 407, 171). Se trata, pues, de una imposibilidad de «consumación» que, en los albores del siglo xx, llevará al arte a «desprenderse» de la forma acabada y perfectamente encerrada en sí misma, de la arquitectura armoniosa y nítida, fulgurosamente «expresiva», que había caracterizado la sólida estructura interna de las grandes obras del pasado. La pregunta que ahora se impone es ¿por qué acontece todo esto? ¿cuál es su sentido oculto? ¿qué «radical innovación» (Stuckenschmidt, 1960, 5) permite entrever?

El presente trabajo pretende afrontar estos interrogantes y tratar de darles una respuesta, en la convicción de que –como dice Kandinsky– «toda obra de arte es hija de su tiempo y, a menudo, madre de nuestra sensibilidad», pues «el arte que cada época genera, refleja primordialmente sus imágenes, es su espejo espiritual; pero, al portar también semillas de futuro, aviva las fibras del alma que permanecen aletargadas o que aún no se han expresado –y es por ello guía y profeta» (Kandinsky, 1974, 69, 43).

Este conjunto de consideraciones nos permite precisar, ya desde este mismo instante, el enfoque teórico de los análisis que se desarrollarán en los próximos capítulos. No se trata –como tal vez cabría esperar– de un planteamiento de tipo musicológico, ni tampoco historiográfico, aunque, obviamente, será preciso manejar tales ‘coordenadas’. La labor que aquí se pretende llevar a cabo posee más bien un carácter topológico. Se podría afirmar: si cada «época», retomando las palabras de Kandinsky, está caracterizada por una «imagen» específica, una interpretación topológica se propone identificar algunos «lugares» (topoi) privilegiados –en nuestro caso, musicales– en los que ésta encuentra su manifestación más significativa. El objetivo será sacar a la luz el «contenido de verdad» (Adorno, 19756, 9/trad. esp. p. 11), o bien el problema, que con frecuencia se halla oculto y pasa inadvertido, en torno al cual se desarrolla dicha «imagen epocal», habrá que explorar sus principales interrogantes y aceptar sus invitaciones a la reflexión. Por este motivo no expondremos una división ‘archivística’ o cronológica de autores y obras, ni tampoco nos limitaremos a recorrer someramente los aspectos manifiestos del período en el que habitualmente pensamos cuando se habla de principios de siglo xx. Antes bien –a la hora de trabajar las liaisons y los movimientos «subterráneos»– aparecerán seleccionados ciertos músicos y únicamente algunas de sus composiciones musicales (de ahí las «ausencias» y los «vacíos» que sin duda se apreciarán) que traslucen el sentido profundo de su tiempo, convirtiéndose en «su espejo espiritual». Por eso pueden ser considerados como «lugares», «perspectivas» (como reza el título mismo de este libro), de los que aquel «tiempo» –que es también nuestro tiempo– nos «habla». Obviamente, nos «habla» también de otros autores y de otras obras, y cada uno de ellos constituye una de sus voces posibles. Por lo demás, es precisamente en este sentido en el que, por poner sólo un ejemplo, Thomas Mann pretende crear con Doktor Faustus «la novela de mi [su] época, disfrazada en la historia de una vida de artista, altamente precaria» (Mann, 1958, 128/trad. esp. p. 32).

Se comprenderá entonces por qué un enfoque de esta índole sólo puede ser «entendido filosóficamente» (Adorno, id.). Se configura, en efecto, como un modo de remitirse a las expresiones artísticas, orientado ante todo por el afán de interrogarlas; pero no para obtener una ‘receta’ artística o una ‘fórmula’ cultural, sino más bien algo que dé que pensar. Algo que, todavía hoy, nos concierne a todos y sobre lo que, por tanto, nos vemos compelidos a reflexionar. Únicamente de esta manera el encuentro con el arte en general o, en nuestro caso, con algunas manifestaciones musicales específicas, puede constituir un verdadero ejercicio de reflexión capaz de despertar, para expresarlo de nuevo con Kandinsky, «las fibras aletargadas del alma», sumergiéndola en una experiencia que, a la vez que nos arranca de las confortables cadencias de lo ya conocido, de lo adquirido, nos sitúa en una fecunda inseguridad. En un saludable desasosiego.