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Publicado por:

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© 2014, Antonio Mestres Piñol

© 2014, De esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Cubierta

Francisco Rivas

http://www.franciscorivas.com/

Maquetación

Martina Ricci

Impresión

QP Print

Revisión

Carlos Cote Caballero

Primera edición: Octubre del 2014

Depósito Legal: DL B 20210-2014

ISBN: 978-84-16281-06-0

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)



A la memòria dels meus pares, Pau i Carme. Ell estaria silenciós, orgullós; ella hem diria, “nen, no t’eixuguis amb la màniga”.

A la musa, etèria i silenciosa que venia a les nits a visitar-me i em regalava el seu alè d’inspiració.

1.

El gris dominaba el horizonte y el color amarillo de los rayos lo arañaban horizontalmente. Una fina y persistente llovizna caía sobre aquellos campos infinitos de verde. Apenas había árboles que emergieran de aquella inhóspita tierra. El viento había amainado, pero si se escuchaba con absoluto silencio y concentración se podían percibir los embates del mar contra los acantilados que se encontraban a poco menos de cien metros de aquella mansión.

Lighthouse Neighboring, ese era su nombre desde que se plantaron sus cimientos, allá por el año de 1760.

Alistair Mc Dermott fue su dueño fundador hasta el día de su muerte, un hecho dramático este, no el de morir, sino la forma en que lo hizo: en un día parecido al de hoy se precipitó voluntariamente por los 102 metros de altura que separan la tierra emergente de las olas bravías.

Su cuerpo aún descansa, o tal vez se retuerce, en alguna parte del Atlántico.

Dedicó parte de su vida al tráfico de esclavos. Desde su Edimburgo natal, una flota de 5 navíos con una tripulación temerosa de Dios pero impía con los seres humanos viajaba constantemente desde tierras escocesas hasta las costas de África occidental. Allí, sin miramientos de ninguna clase, abarrotaba las bodegas de sus barcos con la preciada carga humana, hombres, mujeres y niños, y llenaba las entrañas del barco porque ya calculaba que durante el viaje una cuarta parte de aquella mercancía moriría y tendría que ser tirada al mar.

El destino final de aquel tráfico eran las costas del sur de lo que ahora serían los Estados Unidos, por aquel tiempo parte indisoluble de la Corona Británica, y también las islas del Mar Caribe.

Se dice que el remordimiento por aquel comercio que lo enriqueció fue la causa principal de su voluntaria muerte. Dejó esposa y cuatro hijos, dos varones y un par de hembras. El primogénito de ellos, de nombre Alistair como su padre, heredó la casa… pero no la mayor parte de la inmensa fortuna que acumuló durante su vil existencia.

¿El motivo?

Tan sencillo como misterioso: jamás se halló.

Durante la vida de Alistair hijo se revolvió toda la casa y terrenos adyacentes, incluido el pequeño cementerio que poseían, ya que al tener capilla propia en aquella mansión tenían derecho a camposanto particular.

La tercera generación de los Mc Dermott se limitó a sobrevivir de las pocas rentas que les quedaban y de los escasos ingresos que les daban sus tierras y ganadería hasta que decidieron vender la finca familiar.

A partir de esa fecha, fueron diversos los dueños que desfilaron por aquella casa, unos deseando encontrar la fortuna desaparecida y otros creyendo que era pura fantasía.

Desde mediados del siglo pasado la casa quedó definitivamente abandonada hasta que en el año 2014, un escritor catalán la compró para fijar su residencia allí. Era el lugar ideal para centrarse en el trabajo que le apasionaba: la literatura. Un año antes escribió una novela que le reportó fama y dinero, pero incapaz de repetir un éxito como aquel, y cuya causa no deseaba explicar a nadie, decidió ir en busca de la soledad y de una nueva musa que lo inspirara.

Poco imaginaba que la tenía a pocos kilómetros de allí.

2.

Glasgow, la mayor ciudad de Escocia, la más viva, abierta e industrial de aquel país, también la más violenta, sectaria y sucia de aquella nación, pero las oportunidades que ella ofrecía eran enormes.

Ella marchó de su país natal por diversos motivos, había el oficial y el personal.

El primero era sencillamente porque la empresa en la cual trabajaba deseaba ampliar horizontes y decidieron que en aquel país y en aquella ciudad se daban las coyunturas comerciales para expandir el negocio e internacionalizar la marca.

El segundo era porque su vida personal había dado un vuelco, ni para mejor ni peor, pero había cambiado. Su percepción de la vida había variado, el romanticismo habitual en ella estaba extinguido de su alma, era más fría y calculadora. Como los habitantes de aquel lugar pensaba más en sí misma y en su futuro.

Los motivos que la indujeron a aquel cambio de carácter se los guardaba para sí misma, y eso le molestaba en parte, y le molestaba sencillamente porque aquella huida hacia su interior le recordaba a alguien.

Y no deseaba pensar en ese alguien.

Sumados, pues, ambos factores hicieron que se decidiera a aceptar aquella propuesta laboral. Ganaría un sueldo más que aceptable en libras esterlinas, neto, completamente limpio. La empresa le proporcionaba una casa de manera gratuita, de aquellas casas tipo victoriano tan habituales en aquella ciudad. Gastos de comida y demás lo cobraba aparte del sueldo estipulado, y a la Hacienda Británica también sería la empresa la que se rascaría el bolsillo. Todo ello equivalía a que unos años de estancia allí la llevarían a una jubilación extraordinaria en la parte del mundo que ella quisiese. Volviendo a su país o comprando un bungalow en alguna isla del Caribe, un iglú en Groenlandia, una tienda sioux en Estados Unidos o bajo un cocotero en Senegal, dispondría de lo que quisiera y en donde quisiese.

Pero también sabía perfectamente que hay cosas que el dinero jamás podrá comprar.

Había transcurrido un año y medio y aún se preguntaba el porqué. Tal vez fue demasiado precipitada su decisión, sí, debía reconocer que a veces dudaba, pero él debió contárselo.

Sí, le gustó, pero también le molestó.

En una cosa ella no había cambiado en nada, pues inspiró, encendió el cigarrillo y expulsó el humo con aquel erotismo característico tan suyo.

3.

Como casi cada día, entre las cinco y media de la mañana y las seis, sus ojos se abrían y ya no había modo alguno de conciliar el sueño de nuevo. Era una rutina que antes le gustaba, pero a medida que transcurrían los años le empezaba a incordiar levemente, y antes le agradaba aquello de levantarse y encontrar oscuridad y silencio, porque allí donde vivía carecía normalmente de eso y él lo necesitaba para escribir. Ahora era todo lo contrario, le sobraba. O para ser más exactos, tenía más de la que deseaba de noche, y mutismo, porque sencillamente era incapaz de crear una historia mínimamente buena. Lo intentaba, prácticamente todos los días, lo probaba a diferentes horas, no fuera que allí en el norte de Europa tuviesen un horario diferente que en su Mediterráneo, pero no podía lograrlo. Aquella inspiración tan fértil de un par de años atrás parecía haberlo abandonado definitivamente, y eso, en aquella soledad buscada, elegida, le empezaba a deprimir.

Llevaba viviendo en aquella mansión situada en la isla de Skye tres meses. Sus compras más básicas las realizaba en Portree, el pueblo más grande de aquella pequeña isla. Si era algo más complicado de encontrar, sencillamente cogía el transbordador de la Caledonian Mc Brayne y en una media hora llegaba hasta la ciudad de Oban, y si lo que deseaba ya eran cosas de índole muy, pero que muy personal e íntima, se llegaba hasta la capital de Escocia, la majestuosa Edimburgo, a pesar de que tenía mucho más cerca la bulliciosa Glasgow. Pero esta no era muy de su devoción: tan solo había ido en una ocasión a ver al Celtic, equipo de fútbol que llevaba en su corazón desde su adolescencia.

¿Y qué era aquello muy, pero que muy personal e íntimo por lo se debía desplazar hasta Edimburgo?

Lo personal era el vicio y lo íntimo, compañía.

El vicio, un poco de cocaína, y la compañía, femenina.

El joven que le enseñó la mansión por vez primera era de Edimburgo y representaba a unas fincas de aquella ciudad. Era un chico de 25 años, sobrino del dueño de dichas fincas, tatuado y lleno de piercings, pero eficaz y jovial, todo amabilidad en el trato profesional y personal. Cuando firmaron el contrato, allá en la capital, lo invitó a unas cervezas y le dijo, entre otras cosas:

—Tío, has hecho una compra increíble, te lo digo ahora que ya has firmado y es tuya para lo que la quieres, estar solo y escribir. Es de puta madre, pero si te entra el mal rollo… aquello es muy solitario. Mira, yo te doy esta tarjeta por si necesitas algo, ¿me entiendes? Compañía o algo para sentirte mejor. Me llamas, yo te acompaño el primer día y te presento a gente de fiar. Si no quieres tranquilo, rompes la tarjeta y ningún problema, ¿correcto?

Llevaba en aquel lugar tan solo un mes cuando llamó a Steve, ese era el nombre de aquel joven. Se desplazó hasta Edimburgo, en el parque de Princess Street, donde entre tanto turista nadie llama la atención. Allí le presentó a Andrew, un expolicía expulsado por traficar con mercancía robada, cocaína, exactamente. Allí compró el primer gramo. En cuanto a compañía femenina, Steve le dijo que podía presentarle a unas chicas que no eran profesionales, eran simplemente amigas suyas, universitarias de St. Andrew, una lituana, otra irlandesa y la última escocesa. Le enseñó tres fotografías de cuerpo entero. Señaló una. Había elegido a la pelirroja irlandesa, Mary, Steve la llamó. Estaba en clase. Quedaron para el próximo sábado.

Perdón, no he presentado al protagonista masculino de esta historia.

Se llama Calassanç, es de Vilanova i la Geltrú, 52 años y su oficio actual, escritor.

4.

Sábado lluvioso en Glasgow. Envuelta en una sábana blanca solo tenía en mente una cosa, no levantarse. Había elegido, de entre las 5 habitaciones de las que disponía aquella magnífica casa, la más pequeña, íntima y acogedora, la de la buhardilla. Como una autómata, alargó el brazo derecho y cogió el paquete de tabaco, colocó uno entre sus labios y observó el interior de la cajetilla. Le quedaban dos aún, eso equivalía a que podía estar una hora y media en la cama sin levantarse. 10:00 de la mañana. Con el mando a distancia encendió la inmensa pantalla plana del televisor. Fue pasando canales y más canales, dibujos animados, Postman Pat, rugby desde Nueva Zelanda, cricket desde Pakistán, película en blanco y negro, Casablanca, un documental de la vida de los cangrejos de Alaska, noticias y más noticias. Lo dejó en uno musical, de un concierto del año 1999 del grupo local Texas, pero volvió a apagar el televisor. Empezaba a dolerle la cabeza. El día anterior fue a dormir tarde, a pesar de que salió del trabajo a las 18:00. Fue con su compañera de oficina y un par de clientas, todas del sexo femenino, a un restaurante a comer, especialidad marisco autóctono, y luego a un pub a beber hasta emborracharse. Estadísticamente, relación número de habitantes mujeres y alcohólicas, Escocia ocupa el triste privilegio de ser la primera del mundo. Ella no era escocesa, pero colaboró ese día a mantener dicha estadística. Ebrias, fueron a casa de su compañera de oficina, Amy. Las dos clientas empezaron a bromear y a tocarse y, en el estado en que se encontraban, terminaron, como era previsible, teniendo una íntima relación en el cuarto de invitados. La dueña de la casa, lesbiana que nunca llegó a entrar en el armario, se sintió depresiva dada su soledad en amores y se encerró en su habitación a llorar, desoyendo los ruegos de quien pretendía darle consuelo afectivo. El resultado de todo aquel disparate fue que tenía dos opciones, quedarse a dormir en el sofá yendo a vomitar cuando el cuerpo lo pidiera o ir a su casa vomitando por la calle y llegar y dormir de un tirón en su cama.

Eligió la segunda opción. Aguantó bravamente sus náuseas 14 de los 15 minutos que la separaban de su morada, pero en la misma esquina, a pocos metros de su puerta y bajo un luminoso farol, su estómago no aguantó ni un segundo más. Olor a alcohol y sonidos de aplausos, estos provenían de un grupo de jóvenes que, sentados en un banco cerca del lugar, presenciaron en directo aquella escena.

Ahora lo recordaba bien. Se pasó una mano entre la mata de su pelo rubio y se tapó la boca. Debía levantarse y darse una ducha fría para despejarse y como auto castigo por haber bebido.

Apartó aquella sábana, mostrándose completamente desnuda. Anduvo así hasta la pequeña ventana que daba a la calle y terminó de apurar el cigarrillo allí. Abrió la ventana, mostrando su torso desnudo a la ciudad de Glasgow. No había nadie observando hacia aquella dirección, pero tampoco le hubiera importado si alguien le hubiese visto los pechos. Estaba harta de hacer topless a orillas de aquel mar tan suyo, el Mediterráneo.

Perdón, no he presentado a la protagonista femenina de esta historia.

Se llama Elba, tiene 48 años y su oficio actual es el de relaciones públicas en una editorial.

5.

Tres meses encerrado en aquella ansiada y deseada soledad y ni una página escrita. Cien empezadas, pero todas borradas de nuevo de su ordenador. Le había llamado su editor de Barcelona en un par de ocasiones. En la primera ocasión le dijo que no tenía nada en mente aún. Ya en la segunda le mintió para que callara y no le incordiara más, que tenía el libro encarrilado, que no podía avanzarle nada.

Llamó a Mary. Sí, estaba disponible, a las cinco de la tarde, en el pub Sherlock Holmes, en Piccardy Place.

Si cogía el transbordador de las 11:00 llegaría a Oban antes de las 12:00. Allí el tren hasta Edimburgo. Sí, llegaría sobre las 16:00, le daba tiempo.

Mary era una chica extraordinaria y no hablando de ella en el aspecto físico, pues cierto que era guapa y esbelta pero, como miles en aquella ciudad, su mayor cualidad era de espíritu e inteligencia. Nació en un pequeño pueblo cercano a Limerick, en Irlanda, la menor de 7 hermanos. Su padre murió cuando ella solo tenía 10 días en un accidente de motocicleta. Su madre crió a todos sus hijos sin pedir ayuda alguna, entre la pobreza y la fe católica. Fue a un colegio de monjas y allí, desde pequeña, ya demostró un coeficiente intelectual fuera de lo común. Ya de mayor consiguió una beca para estudiar en St. Andrews, la misma universidad donde cursa estudios la familia real británica. Física cuántica es su especialidad, la más joven entre el alumnado en esta rama, pero su familia, es decir, su madre, no la puede ayudar económicamente. Es por eso que, lamentablemente, alquila su cuerpo, normalmente los fines de semana, a 50 libras esterlinas la hora.

Calassanç se duchó y afeitó. Se vistió como es habitual en él, pantalones tejanos desgastados, deportivas blancas y camiseta azul marino manga corta y una cazadora negra.

Llamó a un taxi para que lo fuese a recoger y lo llevara hasta Portree. Jamás quiso sacarse el carnet de conducir, ni tan solo llegó a planteárselo un solo día. Normalmente, cuando tenía que desplazarse al pueblo a comprar, lo hacía en bicicleta, pues tan solo lo separaba de su mansión apenas 6 kilómetros. El encargo se lo llevaban después en una furgoneta. Pero hoy prefiere ir en taxi pues la lluvia de los últimos días había embarrado considerablemente el pequeño camino de tierra que lo llevaba hasta allí.

Sacó el pase para el transbordador y le dio tiempo de tomar un café y charlar amigablemente con los pescadores del puerto, como siempre quejándose de las pocas capturas y del bajo precio del pescado, algo común en todos los lugares, pensó Calassanç, pues él tenía amigos pescadores allá en su ciudad y las mismas quejas que ahora oía eran idénticas.

El más joven de los pescadores, un chico de unos 18 años, y sabiendo que Calassanç era escritor, le pidió le aconsejara un libro. Calassanç sonrió diciéndole que lo tenía muy fácil y en el idioma original, que leyera a Shakespeare, el más grande de la historia junto con García Márquez, pero que para un anglosajón la lectura de este último era algo complicada, era otra cultura.

Con una puntualidad británica, a las 11:00 en punto el ferry soltó amarras y tomó rumbo a Oban en una mar solo ligeramente rizada, una temperatura fresca y una ligera llovizna.

6.

Por la noche se quedaría a dormir en el hotel, pues no le apetecía hacer de nuevo todo el mismo recorrido a la inversa. Tampoco se había planteado cuanto rato estaría con Mary. No era cuestión de dinero y tampoco dependía exclusivamente de él, pues no sabía el tiempo que Mary podía ofrecerle, ya que repartía el fin de semana entre sus estudios y esa fuente de ingresos.

A las dos menos veinte el tren iniciaba su andadura hacia Edimburgo. Sentado al lado de la ventana de aquel tren miraba el paisaje que se escurría entre sus ojos a una considerable velocidad. Allí donde el ser humano no daba muestras de presencia, el verde pálido lo dominaba absolutamente todo. En cambio, era el gris el que predominaba en donde daba muestras de su presencia, casitas aisladas, pequeños pueblos o aquella enorme ciudad llamada Glasgow, a la cual estaban a punto de llegar.

El día, de un plomizo habitual por aquellas tierras, invitaba a la reflexión si se estaba en soledad, y precisamente esa era la situación de Calassanç en aquellos instantes, y recordó algo o mejor dicho a una persona que no pasaba día que no se cruzara por su mente.

No sabía nada en absoluto de ella. A los dos meses de publicar su libro y alcanzar la fama, ella marchó sin decirle adiós. Hubiese podido indagar cual fue su destino, pero no quiso hacerlo: si algún día se tenían que cruzar de nuevo sus vidas, ese día ya llegaría.

¿Si se sentía culpable?

Solo en parte.

¿Si lo volvería a repetir?

Posiblemente.

O tal vez no.

Cierto, ella fue su musa e inspiración, pero el libro lo escribió él, únicamente él. Lo presentó medio en broma a una editorial y cuál fue su sorpresa cuando lo aceptaron, pero con una sola condición, ampliar el número de páginas e introducirle más acción, preferiblemente que hubiese sexo de por medio.

Él aceptó, era su gran oportunidad de publicar, el sueño de toda su vida, pero no le informó a ella exactamente lo que pondría.

—Solo unos retoques —le dijo.

Y ella se sintió traicionada por haberla desnudado y haberla follado.

Sin su permiso.

Prácticamente una violación.

Ella se lo dijo en su cara, dio media vuelta y se fue. Calassanç no la buscó para disculparse, sencillamente porque creía que no debía disculparse. Podía hablarse, pero no pedir perdón.

Era solo ficción, no había narrado unos hechos reales, era pura inventiva.

A las cuatro menos cinco minutos entraba el tren en la estación de Edimburgo.

7.

Tiró el cigarrillo por la pequeña ventana de la buhardilla. Tenía que llamar a su amiga Amy y preguntarle cómo se encontraba. La noche anterior estaba borracha como ella. La única diferencia era que su amiga estaba, además, deprimida, y Elba sabía muy bien uno de los motivos de aquella depresión, lo sabía perfectamente.

Mal de amores, y eso siempre es un problema, pero en aquel caso era mucho más que eso sencillamente porque Elba sabía a la perfección el nombre de la persona que no correspondía a su amiga en esos asuntos del corazón.

Porque simplemente era ella.

Amy nunca se lo había dicho, ni tan solo insinuado, pero las personas maduras que ya han pasado por trances equivalentes, bien el de amar o de saberse amado, lo perciben en la actitud, miradas, gestos, rabias, celos, todo ello en el más absoluto silencio del que ama.

Cuando Elba aceptó aquel trabajo, el de relaciones públicas y directora comercial, Amy fue su primera compañera de oficina como directora ejecutiva. Ambas tenían el mismo poder de decisión y se complementaban a la perfección, y ellas fueron, de manera consensuada, las que eligieron a todos sus empleados. A las pocas semanas Elba ya se dio cuenta de que su compañera sentía predilección especial por ella, pero eso no le ofendía en absoluto. Al contrario, debería ser siempre un honor sentirse amado, lo único que hizo ella fue tratarla con absoluta normalidad y no darle esperanzas como tampoco decirle de manera contundente que se equivocaba respecto a ella.

Mientras estuvo fumando aquel cigarrillo pensó en sí misma y en Amy. Esta, aparte de ser una magnífica compañera de trabajo, era una persona excepcional, buena, amable, servicial y educada, y Elba pensó una cosa.

Mejor, pensó en dos cosas que podían complementarse.

La segunda en la que pensó fue que desde que tomó contacto en tierra escocesa no había tenido relaciones íntimas con nadie, ni las buscó, y no lo hizo porque no le apetecía estar con ningún hombre. Apenas salía de casa y, cuando lo hacía, era para ir al cine o al teatro, normalmente sola, aunque en alguna ocasión Amy la acompañó. Evidentemente sí satisfizo sus ocasionales deseos, pero lo hizo en íntima soledad.

Lo primero que pensó fue que podía invitar a su amiga a pasar el fin de semana en Edimburgo. Glasgow tenía de todo, pero quería cambiar un poco la rutina de ver siempre las mismas piedras. La invitaría a comer y a ver algún espectáculo. Luego le diría que ya que estaban allí podían alquilar una habitación de hotel y dormir en aquella ciudad, para por la mañana visitar algún museo o ir de compras, comer en algún restaurante de moda y regreso a Glasgow, pero ese no era exactamente el fondo de aquella invitación.

En el hotel, Elba le hablaría con claridad a Amy que no esperara reciprocidad en su amor, no se veía compartiendo hogar y vida con una mujer, pues ella no se sentía lesbiana. A cambio, si Amy lo entendía y lo aceptaba sin tristeza o trauma alguno, ella estaba dispuesta a experimentar con su cuerpo, no le prometía nada, solo le garantizaba una primera vez. Si física y espiritualmente era placentero y no afectaba su relación laboral, bueno, en ocasiones más vale acompañado que solo.

Esperaría aún un par de horas antes de llamarla y contarle su plan, medio plan, el resto ya se lo diría. Abrió el grifo de la bañera y de momento tan solo la llenó con un palmo de agua. Cortó el agua.

Hacía tan solo dos días había ido a depilarse a la cera. Llevaba, pues, el cuerpo suave y libre de vello, pero en ciertos aspectos más vale prevenir. Cogió una cuchilla de afeitar Venus, colocó en su mano un poco de espuma y la esparció con suavidad. Separó sus piernas: una fina línea rubia dividía su sexo en dos. La hizo desaparecer en unos pocos movimientos con la Venus y volvió a abrir el grifo de agua tibia hasta llenar su bañera.

Previamente, antes de la inmersión en aquella bañera, había preparado una radio con CD, y seleccionado el que escucharía mientras estuviera allí dentro. No sería nada estridente, por supuesto, sino todo lo contrario. Para reflexionar, escogió el Tubular Bells, primera edición, de Mike Oldfield. Este genio de la música publicó su mayor obra con tan solo 19 años y a Elba le encantaba. Lo había visto en concierto en una ocasión y siempre que necesitaba meditar o buscar solución a algún problema, era lo que escuchaba: la tranquilizaba.

Buscaba en su mente cómo se desarrollaría la película que iba a rodar con Amy, todas sus posibles secuencias y diálogos, en positivo o en negativo, para así tener que improvisar lo mínimo en una hipotética situación no calculada, pero por mucho que se esforzaba, hoy, precisamente hoy, un nombre extraño y un rostro conocido se introducían por su mente.

Y no deseaba pensar en eso. Y ahora, precisamente ahora, mucho menos.

Pero durante unos segundos no consiguió evitarlo, recordó donde estaba, en la ciudad o país. Le vino en mente conversaciones que tenían a través de facebook, de sueños que eran quimeras a no ser que le tocara la lotería. Si el azar se lo proporcionaba, compraría una casita en Escocia e iría allí a escribir una gran obra, publicarla. Las circunstancias de la vida establecieron que fuera al revés: inesperadamente, una apuesta o algo así, un juego quizás, pero con la inspiración como jamás había tenido, le empujó a escribir el libro de su vida y le vino el éxito, la fama, el dinero.

Y ella era parte indisoluble de aquello.

Pero ya no sabía nada más de él ni lo deseaba.

Se preguntaba si habría cumplido sus sueños, pero no le importaba.

Tal vez la fama se le había subido a la cabeza y anulado sus principios éticos o filosóficos y estuviera en alguna playa tostándose con nenas medio desnudas, exprimiéndole su semen sencillamente por su puto dinero.

Traidor.

Pensamiento que acompañó con las manos golpeándolas contra el agua, provocando que esta salpicara su rostro y se enojara más aún.

Y una lágrima solitaria brotó de su lacrimal, dejando un reguero salado en su mejilla izquierda. Con el pulgar hizo el ademán de borrarla de allí, pero cuando su dedo estaba a punto de hacerla desaparecer desistió de aquel acto y quiso conservarla.

Porque, ¿y si ella sabía que aquella única lágrima no era de rabia?

¿Es que tal vez, en un rincón de su alma donde ella no podía llegar, había un rescoldo de lo había sentido por él?

Y un millón de hermanas gemelas de aquella primera lágrima manaron por fin de sus ojos. Se puso las manos en la cabeza y lloró desconsoladamente. ¿Por qué tuvo que tomar aquel rumbo su historia?

¿Por qué la vida le negaba por segunda vez compartir un fragmento de su existencia con él?

Respiró hondo varias veces hasta que se calmó. Debía olvidar aquello: fue lo que fue, y punto. Debía centrarse solo en ella y ahora, porque el futuro no existe. Presuntamente vendrá, pero solo hay de cierto en este mundo que hubo un pasado y hay un presente, el devenir nuestro lo sabremos minuto a minuto mientras sigamos vivos.

Se enjabonó y deslizó su esponja desde su espléndida mata de pelo rubio hasta el suave e íntimo lugar cuyo acceso necesita un código formado por cuatro letras, y al cual contadas personas han tenido acceso. ¿Qué tal quedaría un pequeño piercing allá? ¿Y un tatuaje significativo? Sería tan solo para ella, aunque podría poner también una frase de bienvenida en aquel lugar, algo así como “si has llegado hasta aquí, no te quedes ahora fuera, entra”.

Qué tonterías estaba pensando. Para qué coño —y nunca mejor dicho— necesitaba grabarse algo en aquella parte de su cuerpo. Además, alguien tendría que hacerlo, y por supuesto que no estaba preparada para que alguien hurgara por allí durante unas horas, aunque fuera una chica la que lo hiciera.

Eso le trajo a la mente que tenía que llamar a Amy.

Salió de la bañera y se cubrió con un albornoz azul celeste. Bajó hasta el primer piso de aquella magnífica casa estilo victoriano de ladrillo rojo y se sentó en una butaca. Marcó los pertinentes números de casa de su amiga y compañera de oficina. Un par de tonos y Amy contestó.

—¿Cómo te encuentras, cariño? —le preguntó Elba.

Le contestó que le dolía la cabeza, pero también el alma por las tonterías que hizo la noche anterior.

—No tienes que disculparte por nada, Amy. Te llamo también para decirte que te invito a pasar este fin de semana en Edimburgo, no acepto un no por respuesta, ¿qué dices?

Amy soltó una tímida sonrisa.

—Vale, si tú quieres.

—Iremos en mi coche. A las dos te paso a buscar por tu casa, ponte guapa y sexy, besos.

8.

La estación en la cual se bajó Calassanç caía al pie del imponente castillo de la ciudad, por debajo de la calle más conocida y comercial de Edimburgo, la Royal Mile, desde la cual se divisaban, debido a su altura, docenas de agujas de sus respectivas iglesias de la ciudad, apuntando piadosamente al cielo. Sin lugar a dudas aquella ciudad fue de las más religiosas de la Europa de su tiempo. Hoy, edificios consagrados a la fe anglicana, luterana, calvinista, metodista, católica y demás, se repartían la fe de aquellos hombres y mujeres, pero en clara recesión respecto a 30 o 40 años atrás. La prueba más evidente de ello era que algún obispado había vendido iglesias para su uso comercial, en concreto restaurantes. Así pues en Edimburgo, como en la mayor parte de la Europa occidental, o sobraban iglesias o faltaban almas que tuviesen fe.

Fue andando hasta Piccardy Place, lugar donde estaba situado el pub Sherlock Holmes. Aquel nombre en aquel local era de una lógica aplastante, casi insultante, pues en aquel edificio nació en el siglo XIX el creador del detective más famoso de la literatura policíaca, nada más y nada menos que Sir Arthur Conan Doyle, del cual Calassanç, desde su adolescencia, era un acérrimo fan.

Entró y pidió una Caledonian, cerveza local, y se dirigió hacia el lavabo. Allí se encerró y sacó una bolsita pequeña de su bolsillo, la mordió con los dientes y vació una parte de su contenido, levemente granulado, encima de la tapa del váter. Con una tarjeta de crédito fue aplastándola, dividiéndola o juntándola de nuevo repetidas veces hasta que quedó lo suficientemente fina para su cometido. Cogió un billete de cinco libras, de los del Bank of Scotland, que convivían con otros dos bancos más escoceses y con el del Bank of England. Lo enrolló en forma de tubo y después de taparse el orificio nasal izquierdo lo esnifó por el derecho, cerró los ojos y notó el típico gusto amargo que le corría por sus garganta. Una gota de sangre se deslizó por su nariz, una tan solo, que fue limpiada con un trozo de papel. Tiró de la cadena solo por hacer ruido y salió de allí en busca de la cerveza que aliviara aquel gusto amargo que percibía dentro de sí.

Ahora de sentía algo mejor, mucho mejor.

Para su sorpresa vio que Mary ya estaba allí sentada en una de las pocas mesas libres que quedaban disponibles. Cogió la cerveza y se sentó enfrente de aquella joven pelirroja, dándose previamente unos besos de bienvenida.

—¿Por qué no me habías dicho que eras un escritor famoso, Calassanç? Preguntó la chica.

Calassanç no esperaba aquella pregunta y sonrió.

—Bueno, tampoco lo soy tanto. Cierto que he publicado también aquí, pero ya veremos si cuaja mi obra en el mercado anglosajón.

—Dedícamelo, por favor —le pidió Mary acercándole el libro—. Quiero tener el recuerdo de un escritor famoso.

Calassanç accedió a la petición de Mary por infinidad de motivos, menos por el que él realmente creyera que fuese alguien digno de firmar autógrafos.

—“De alguien que jamás ganará el Nobel de Literatura para la chica que en un futuro será Nobel de Física, con sincero afecto, Calassanç”.

Mary pidió un agua. Aquella joven ni bebía alcohol ni fumaba y, por supuesto, tampoco tomaba drogas. Hacía lo que hacía por simple necesidad y sin abusar de ello. Observaba a los ojos con afecto a Calassanç mientras este le estaba dedicando el libro. Cuando el escritor terminó y se lo devolvió, Mary lo leyó enseguida.

—Oh gracias que bonito, aunque no creo que yo gane el Nobel jamás. Muy agradecida. Lo guardaré toda mi vida.

—Por cierto, ¿cómo te enteraste de que yo escribía? ­—quiso saber Calassanç.

—Por Steve. No te enfades, le pregunté a qué te dedicabas. Si me hubiese dicho otra cosa lo hubiese ignorado pero, ¡escritor! Es una chulada escribir. Entonces busqué por internet tu nombre, no es que haya muchos nombres de pila como el tuyo, y allí salió, tu cara y tu libro, “una cuenta pendiente”. Lo he comprado esta mañana y he leído 25 páginas. Está bien escrito y la idea es bastante original. Una cosa, el nombre del protagonista del libro es igual que el tuyo. ¿Por qué? No es algo muy habitual, ¿no?

Calassanç volvió a sonreír,

—Sencillamente porque soy yo mismo. El libro es mitad ficción y mitad realidad, tú coge como ficción o realidad la parte que prefieras.

—Entonces, la protagonista femenina de la historia, ¿Elba...?

—Realidad —se limitó a decir Calassanç.

Mary miró un rato a Calassanç sin atreverse a hacerle una pregunta, pero finalmente se la hizo.

—Entonces, ¿tú y Elba erais….?

Calassanç echó su cuerpo para atrás y reflexionó.

—No creo que llegáramos a eso.

—Grandes amigos, pues.

Calassanç ahora inclinó su cuerpo hacia delante, y con afecto le dijo:

—Realmente, no lo sé.

—Entiendo, perdona por preguntar, intentaba ser solo amable, me he equivocado, lo siento.

—No tienes nada de que disculparte.

Pasaron a hablar de otros temas menos trascendentes que derivaban hacia el porqué se encontraban ellos dos allí y ahora, cuando de pronto…

—Calassanç, tienes los ojos colorados, ¿qué te has tomado? Lo imagino.

—Nada, no he tomado nada.

Mary le cogió con ambos brazos y lo atrajo hacia sí, le besó de un modo que parecía pasional, pero era tan solo la búsqueda de una prueba.

—Tienes sabor amargo Calassanç. ¿Por qué tomas cocaína? Es la segunda vez que lo noto. ¿Qué problema te induce a ello? Tienes fama, dinero, vives en una formidable mansión, pagas por tener compañía femenina… —le dijo en la cara, pero con un hilo de voz apenas perceptible.

Calassanç no le contestó, solo miró hacia la calle.

—Anda, vámonos —le pidió Mary cogiéndole de la mano.

Ya anochecía en Edimburgo. Eran las 18:00 de la tarde, hora en la que abría las puertas la Catedral de St. Mary, y a la que en cada ocasión que debía realizar un “trabajo” Mary iba a encender una vela a su patrona pidiéndole disculpas. Calassanç la esperaba fuera fumando un cigarrillo. A los pocos minutos salió aquella jovencita pelirroja y agarrando por el brazo a Calassanç cruzaron la calle para entrar en el hotel Holiday Inn.

9.

Elba se subió un poco el vestido para subir a su Rover Range todoterreno. Llevaba un vestido blanco, tipo ibicenco, con transparencias, sujetador y braguitas del mismo color, porque así lo evidenciaba el translúcido, botines del mismo color y seductoras medias de seda.

Se dirigía a casa de Amy, muy cerca del estadio del Glasgow Rangers, en Dargarvel Avenue, una zona de casitas unifamiliares típicamente británicas.

En pocos minutos aparcó delante de su casa y tocó el claxon, lo que provocó que algunos vecinos se asomaran por la ventana para vislumbrar si aquello iba dirigido a ellos o simplemente por pura curiosidad.

Amy estaba realmente formidable, un vestido corto y ceñido definía bien su esbelta silueta. Se evidenciaba claramente que llevaba solo un pequeño tanga y prescindía de sujetador alguno. También llevaba unos botines de tacón de aguja y el pelo como lo llevaba siempre, corto y rubio natural, piel blanquísima y ojos azules diáfanos. Realmente era una mujer bella a sus 50 años.

Se dieron un par de besos y un abrazo.

—¿Cómo estás, Amy?

—Mejor, mucho mejor, más animada, gracias por tu invitación.

Elba la miró y sonrió, dándole unas palmaditas en la rodilla.

—Y aquellas dos, ¿cómo terminaron la noche? —preguntó Amy.

—No me hables. Exactamente no sé lo que se hicieron entre ellas, pero se pasaron un par de horas entre gemidos y sollozos de placer, y yo en la habitación de al lado, borracha y depresiva. Me despertaron que eran casi las 8:00 de la mañana, con un rostro demacrado, que se iban a casa… ¡con sus esposos e hijos respectivos! Ni sabía que estaban casadas ni la explicación que debían dar con aquellas caras. Imagino que debieron responder a muchas preguntas.

—Sí, lo imagino. No desearía estar en su piel en estos instantes, horas antes… tal vez —se dejó insinuar Elba.

Amy la miró con expresión interrogativa pero sin decir nada aunque, y de reojo, le pareció verle algo así como una leve sonrisa en su rostro.

—No me acostumbraré nunca a eso de conducir por la izquierda, a pesar de que ya llevo más de un año aquí, pero ¿por qué no conducís por el otro lado como todo el mundo? —dijo Elba, medio en broma medio en serio.

—Sí, imagino que a mí me ocurriría lo mismo. ¿Quieres que ponga música?

—Vale, pero que no sea lenta. Mira en la guantera, algo hay.

—No hace falta, me he traído unos pocos CD´s. ¿Va bien George Michael?

—Claro, perfecto.

Estuvieron todo el corto trayecto de Glasgow hasta Edimburgo cantando o tatareando las letras del icono de gays y lesbianas del mundo musical. Cuando ya se dibujaban los magníficos edificios de la capital de Escocia, Amy apagó el CD.

—Paramos a comer algo, ¿te parece? —preguntó Elba.

—Perfecto, invito yo, vamos a The Witchery, al pie del castillo.

—¿Te has vuelto loca? Es el más caro de la ciudad. Además, habrá que hacer reserva previa.

—La dueña del local estuvo conmigo en el colegio internado. Tenemos muchas historias en común. Siempre hay una mesa en The Witchery para mí, te lo aseguro.

Elba no le quiso preguntar qué historias en común podían tener ambas mujeres, pero lo intuyó sin temor a equivocarse.

Aparcaron el Rover en un parking subterráneo y subieron por aquella empinada calle, la Royal Mille.

Majestuoso, esa era la palabra que podía definir a la perfección aquel lugar.

El lujo se desbordaba por todos los rincones. Espacios acogedores para la intimidad de las parejas y espacios enormes para banquetes de algún tipo de celebraciones, todo de madera de roble, y en la parte que daba a la calle unos enormes ventanales de cristal.

Amy preguntó por Christinne.

—No creo que pueda atenderla, señora, está realmente ocupada —le dijo una camarera con cierta altivez.

—Bien, usted solo dígale que Amy, su compañera de cuarto en el internado, está preguntando por ella, a ver cómo reacciona. Solo eso. O, si prefiere, la llamo yo a su móvil y le digo que estoy aquí hablando con usted.

De manera malhumorada, se dio la vuelta, presumiblemente en busca de Christinne.

No transcurrió ni un minuto. Elba entendió a la perfección el porqué de aquel nombre en el restaurante. Supuso que era la tal Christinne aquella que se abrazaba a Amy, alta, debía de pasar del 1´90, extremadamente delgada, huesuda sería mejor definición, pelo largo canoso, y vestida absolutamente de negro, la viva imagen de una bruja tal y cómo las narran en los cuentos.

—Esta es mi amiga y compañera de oficina, Elba —le presentó a Christinne.