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VICISITUDES DEL PEQUEÑO ACRÓBATA

Saúl Yurkievich

Vicisitudes del pequeño acróbata

Vestido con sus calzas rojas, su camiseta blanco cenizo y un casquete dorado, el pequeño acróbata, mientras espera su número, cavila.

¿Sabes qué haces? ¿Sabes qué vale lo que haces? Pero vivir implica sentarse y levantarse, abrir y cerrar, temer, osar, afanarse y solazarse. Mientras vives cada sentido, cada órgano, cada poro, cada pelo absorbe y secreta, toma y da de mí a ti así, de sí a ti a mí, de uno al otro y otrosí, entra en trato, intercambia, aspira, expira, intenta, paladea, desmenuza, tritura, ataca, disuelve, solidifica. Y por sobre todo, a cada rato de este palpitar sin pausa, mientras toda parte de tu cuerpo trabaja en silencio, tú cavilas.

Cualquier impresión –ese olor ácido de la cebolla, esos cirros que atenúan la resolana, esa aspereza pinchosa de tu barba– motiva en ti una imagen, de cualquier suceso deriva un pensamiento, y el desfile por dentro no cesa, aunque te aquietes, te inmovilices, te omitas. Aunque, aunque. Tus estelas a ritmo cambiante se suceden; mientras ves el revuelo de los mirlos, oyes chirriar los goznes del postigo, palpas la cáscara aterciopelada de la almendra, hueles el pasto después del chaparrón, gustas la primera uva del verano, sientes tu bonanza, tu ímpetu, el acicate de tus nervios, tu cólera, tu calma, el estremecimiento creciente que ese cuerpo te causa a medida que se acerca, quieres, lo quieres, repeles, tus afectos te dan efluvios y tus odios te azuzan, muerden.

Estas excitaciones sobrevienen en desorden, no se dejan disponer, son como ángel o alimaña, becerro o mastín. Suelen formar tumulto y aturullan, atribulan, pero no todo es turba, no todo aturde o te demuda. En medio del tropel de aconteceres, en plena mezcla de sensaciones, de lo mucho que activa tu excitabilidad, de las ideas momias, de las ideas locas que se plantan incólumes sin que toleres, cierras las puertas exteriores de tu mente, te encierras contigo mismo y concibes, fuera de la marea, ideas puras. Tus impasibles abstracciones conceptúas. Las consideras, las ponderas como atributo intrínseco con el que puedes abrazar al mundo. El mundo, coliges, noción de una totalidad inabarcable, es una muestra de tu capacidad de razonarlo. Y por momentos este paréntesis sesudo te distancia, te exceptúa y te serenas. O sueñas, te sueñas tal como quisieras que todo fuese, te sueñas mejor, de maravillas, sumamente aventajado, te sueñas otro, en otro mundo. Deslumbrante es, pródigo, pura dádiva, puro gozo.

El pequeño acróbata alcanza allá, en esa figura de su ensueño la moderada y perpetua saciedad. Allá desea quedarse, quedarse para siempre, pero los reflectores se encienden, barren la pista y en él convergen. Encaramado en su alta plataforma, en el tope de la carpa, el redoble de tambores le anuncia que debe intentar de nuevo su temeraria proeza.

Ilusionismo

En su malla de lentejuelas ella destella; tocado de plumas y boa de marabú, la asistenta, esplendorosa, aparece. Porta una mesa cubierta de negro mantel de felpa con estrellas plateadas. La coloca en el centro del escenario y, una mano en alto y otra en la cintura, saluda girando a uno y otro lado. Todos aplaudimos con fervor. Se inclina y con ambos brazos extendidos anuncia al mago. Majestuoso, el mago entra. Negro es su frac, negro su cabello y negra su chistera. Se la quita y la pone sobre la mesa. Hace unos pases con su varita y saca un ramo de pimpollos de rosa que en un santiamén se abren y de un amarillo pálido viran al rojo bermellón. Luego extrae del sombrero racimos de globos que suelta y remontan. Siguen palomas que baten sus alas y arman revuelo y son bandadas. Después, los pañuelos de color que anudados forman continuo cordón. Y el conejo blanco que sale tomado por las orejas, más el gris, el beige, el marrón. Saca el mago un papagayo que posa sobre el hombro de la emplumada asistenta y la cobra que enrolla alrededor de su largo y níveo cuello. Hace aparecer una familia de titíes que corren por la escena y trepan a los decorados. A continuación, saca una calabaza rosada. El mago estira la mano, la asistenta le alcanza un alfanje. De un vigoroso golpe, corta la calabaza en dos mitades iguales. Entre ellas, apelotonado, se aloja un puercoespín. El mago le acaricia el hocico y sus pinchos azules se erizan. Nuevo pase magnético, y del sombrero comienza a montar una gruesa soga de cáñamo que queda enhiesta. Unos negros brazos suben por ella. Sale un zulú que trepa y trepa. Música sincopada resuena. Saca el mago primero un clarinete, después una trompeta. Suspendidos en el aire, ambos instrumentos tocan de por sí. Surgen dos manos en ojiva, largos brazos arqueados, ondulada melena, un cuerpo grácil vaporosamente emerge. De un brinco, ya está afuera. En puntas de pie, la bailarina salta y gira, salta y gira. Envuelta por el humo sulfuroso, una llamarada aflora. Sus ojos como sol quemante, acorazado por su caparazón impenetrable, espinosa la panza, sale el Leviatán; por delante y por detrás, echa hachas de fuego. La punta de un ala blanca se insinúa; anuncia a un ángel con una azucena; lo acompaña un coro celestial. Sobre una nube rosicler, seguidos por los reflectores, los seráficos ascienden. Ya no los vemos pero, con embeleso, oímos su canto que se atenúa. Sale una desnuda Leda con el cisne que le mete el pico en la entrepierna. De una pirueta emerge Belcebú. La barbilla en punta, la frente con cornamenta, rojísima es su cara y su vestidura. Debajo de su capa, la flechuda cola asoma. Otro pase mágico y de un brinco aparece Lilith, la vampiresa de labios lascivos y ojos sanguinolentos. Como pantera ondula y fascina. Diablos que dan pavor alternan con beatíficos que nos sedan. Con sus poderes el mago nos amilana. Ya no atinamos a aplaudir. Hace que lo consistente se vuelva polvo, que lo corpóreo se licue, que mar y tierra se mezclen, que la luz se apague y que todo retorne al informe fondo. Con un pase logra que el teatro se esfume; con otro, que el público se evapore. Un ademán dirigido a la asistenta y la preciosa desaparece. Al fin, apunta con la varita mágica hacia su pechera y del mago nada queda.

La contorsionista del Shangri-La

Alrededor de su malla cárdena un dragón bordado se espirala, y en el nacimiento de sus pechos lanza la bocanada de fuego. Ningún humano posee como ella semejante elasticidad. Con voluptuosa elegancia, se pliega y se ovilla, se comba hasta cerrar el círculo. Ondula como una víbora túrgida. Se comba, se alabea, sinuosa o tensa, coloca sus miembros donde le place, se anuda, con sus piernas abraza el cuello, la felina doblándose parece ablandar cada vez más sus huesos. Levemente, sin que parte alguna de su grácil cuerpo denote esfuerzo o resistencia, suave se tuerce la contorsionista, gira y vira esa enigmática, gira y vira su pura pulpa.

Me cautivó en Macao, en la semipenumbra de un cabaret rojo y negro, donde el bullicio tenía otro timbre. Sonaba en ese antro una música gangosa y un canto gemía en falsete, como maullido nasal. Al fondo, sobre la escena, una cama con cobertura aterciopelada. La dama de pelo azabache hace sigilosamente su entrada. Camina pero no posa sus plantas, se desliza, se para, mira al público, saluda con una reverencia discreta y se tiende en un lento reclinarse. Voluble y sin pausa, se enrosca y desenrosca la diosa de los cuatro tentáculos. Sueño que me entrelazan y sucumbo.

La espiralada esfinge

Felina es y enrosca el negro bulto de su cuerpo oblongo, esta contorsionista. Lustrosa anguila, hacia sí misma rota la doble voluta de sus nalgas. Así prolonga ella las dos mitades de su esfera carnal, como serpiente alrededor del caduceo. Así la modela Julio Silva, deleitosamente, dejándose envolver por la bilobulada espira. Acogedora esfinge, esa madona voluptuosa atrae hacia su centro; su acaracolada placidez aquerencia, convida a adentrarse, aposentarse en sus hendidas combas, en su regazo plantar pendón.

Nuestra mirada la circunda, concupiscente, su lisura acaricia; sigue el doble circuito helicoidal; del busto desciende hacia los muslos, de las pantorrillas remonta al cuello; seducida ronda la lasciva geología. Quieta está la bella boa, pronta a recibirte con una delicia que seda. La sedosa goza de su femenina plenitud. Guardiana del nadir, la esfinge ofrenda (o finge dar) su cálido, su mórbido arabesco. Con fruición impone el suave dominio de sus redondeces. Por ella el mármol, tal como Silva lo desea, sueña con emblandecer, adquiere la glútea molicie de esta mujer girándula, ídolo y molusco, víbora edénica, la tentadora del jardín paradisíaco. Diosa del ocio libidinoso, por ella gustosamente comienza toda gnosis.

Sueño con víbora

La víbora sale, de la boca de sombra emerge como un fantasma resbaladizo, del fondo pegajoso su frío cuerpo aflora. La guardiana del Nadir, diosa de las tinieblas, repta entre los húmedos pastos. Rumbo al gallinero serpentea. En su madriguera, enroscada hacia su centro, hondamente, durante su largo letargo no ha cejado de soñar con el aire caldeado de afuera y con los cuerpos calientes; no ha cesado de evocar el olor de la mujer, la noche que pasó metida entre las sábanas pegándose al túrgido vientre de la mujer dormida. Ahora se desliza sobre la paja seca hasta acercarse a los huevos recién puestos, los rodea, hinca su colmillo en uno y con regodeo sorbe el hialino manjar. Paladeándose vacía todos los huevos a su alcance. Una opulenta bataraza empolla otra decena, los suyos. La víbora anhela ser cubierta por ese suave colchón de plumilla y así, amorosamente protegida, amodorrarse. En su somnolencia, la gallina vigila. Aunque atenuado, mínimo, ha sentido un frote sobre la paja. Sigilosa, la víbora comienza a introducirse en el nido y una cálida bonanza la invade. Allí anidará ella también. Allí hallará pleno placer. Por fin, una paz inofensiva, la concordia completa. Ya introdujo la mitad de su cuerpo bajo el plumón maternal. Todo es acogedora blandura, muelle molicie. La gallina está alerta, siente la glacial intromisión. Se levanta y lanza un picotazo a la intrusa. La víbora quiere gozar en paz, que la gallina la acoja y la cobije, pero esa feroz acometida no cesa. Todo está perdido. Imposible la conciliación. La ira monta, atiza el deseo de morder, el veneno afluye, colma el colmillo. Ya.