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© 2014, Raquel Hernández

© 2014, De esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación Editorial

Carlos Cote Caballero

Cubierta

Vasco Lopes

Ilustración de portada

Raúl Ortega

Maquetación

Martina Ricci

Impresión

QP Print

Revisión

Carlos Cote Caballero

Primera edición: Febrero del 2015

Depósito Legal: DL B 1410-2015

ISBN: 978-84-16281-32-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

Raquel Hernández

LOS MORADORES DE LA BASURA

Nova Casa Editorial

Dedicada a todas las personas que, como yo, vivieron de cerca la tragedia y sintieron que perdían la fe en el ser humano.

Y especialmente a Alejandro Rayco Gonzalez,

quien ha sido una fuente de inspiración.

NOTA DE LA AUTORA

Amanecía en la isla de Tenerife. Un cálido día de mayo, que comenzaba con el sonido del despertador. Al llegar al trabajo uno de mis compañeros bromeó sobre el viernes 13, “hoy es viernes 13, ni te cases ni te embarques”. Nunca he creído demasiado en esas cosas, así que me reí. Pero a partir de ese día, soy algo más supersticiosa.

Durante la mañana, una señora entró y nos dijo que en un bazar cercano habían decapitado a una mujer. Mi primera reacción fue de incredulidad. Me resultaba inconcebible que a las diez de la mañana, en un lugar turístico y transitado por tanta gente, pudiese pasar algo tan terrible.

La gente que comenzaba a llenar el establecimiento hablaba sobre el hecho como si de una película se tratase. En busca de una explicación, llegué a la conclusión de que debían encontrarse en estado de shock. Hasta había alguien que estaba manchado de sangre, y presumía de haber chocado con el asesino.

Fui al baño y vomité el desayuno. Cuando estaba allí arrodillada, intenté calmarme y respirar profundamente. Me pregunté a mí misma por qué vomitaba, ya que no había visto nada. No se me ocurrió unirme a la muchedumbre, que observaba la cabeza que yacía en una acera esperando al forense. Caí en la cuenta de que vomitaba por la actitud de la gente ante la tragedia. Las personas que había visto estaban totalmente deshumanizadas. Sentí aversión y asco.

Al terminar la jornada, caminé atravesando la calle hasta el aparcamiento y sentí miedo. Por primera vez, sentí miedo por mi vida. Cualquier persona podría presentarse y quitarme la vida, a cualquier hora, delante de quien fuera. Era realmente aterrador.

Mientras conducía lloré. Lloré por aquella mujer, por su familia y por lo que habíamos perdido ese día, la seguridad y la fe. Porque sabía que también había mucha gente que se sentía como yo.

Al llegar, abracé a mi familia, porque le podría haber tocado a cualquiera de nosotros ser la víctima aquel día. Y no podía soportar la idea de no haber podido abrazarlos de nuevo.

Respiré profundamente y, como hago siempre, comencé a escribir esta historia, para curarme.

Esta historia está inspirada en ese día. Porque en esta historia no hay una víctima y un verdugo, solo víctimas. La mujer estaba en el momento y el lugar equivocados y él era víctima de un sistema en el que damos de lado a los más débiles, a los perdedores, a los que necesitan ayuda.

Hablamos de ayudas al tercer mundo, cuando a nuestro alrededor viven muchas personas que nos necesitan.

Así que he querido transmitir en este libro cómo se pudieron sentir ambas personas. Qué las hizo llegar a esa situación. Reflexionemos, que cualquiera de nosotros puede convertirse en alguno de los protagonistas de esta historia. Las decisiones equivocadas nos llevan ante un destino no elegido.

1

Sighisoara amanecía envuelta en nubes que amenazaban con convertir lo que debería ser un día primaveral de finales de mayo en tormenta. Pilip Arsenova caminaba deprisa por la calle adoquinada que separaba su casa del restaurante donde trabajaba, mirando con desazón el cielo.

Hoy llegaba un autobús con turistas desde Bucarest, y para que estos disfrutasen de la ciudad necesitaban que no lloviese. Pilip llevaba trabajando dos años en el restaurante, uno de los más importantes de la ciudad. Se sentía realmente afortunado al tener ese trabajo, ya que al acabar el instituto la mayoría de sus compañeros habían tenido que irse a Bucarest, la capital de Rumanía, para continuar sus estudios o conseguir trabajos con condiciones muy precarias ante la escasez de puestos de trabajo en su ciudad natal. Pero él había decidido quedarse junto a su amigo Alexei. Juntos habían planeado ahorrar lo suficiente para emigrar a Europa.

Llegó frente al restaurante, un edificio magnífico de tres plantas con grandes ventanas de madera oscura y dos pequeños balcones. Se decía que Vlad Tepes había vivido allí y, desde que la novela de Bram Stocker se había llevado al cine, la ciudad no dejaba de recibir turistas continuamente.

Entró precipitadamente en el comedor y vio que todavía no había llegado nadie. Con sumo cuidado comenzó a extender los manteles de lino blanco en las mesas, acompañándolos de un centro de mesa que se componía de un pequeño plato con una vela encima y por último un juego de cubertería y una servilleta donde se podía leer “la casa de Vlad Tepes”.

—Hola, ¿cuándo has llegado? —le preguntó Oana, la cocinera.

—Hará unos quince minutos —le contestó sin levantar la mirada de las mesas.

—Eres un buen trabajador —le sonrió dulcemente.

—Gracias Oana. —Levantó su mirada y le hizo una señal de agradecimiento.

Oana ejercía de cocinera en el restaurante desde su juventud. Tenía cincuenta años, con unos grandes ojos azules y una piel aterciopelada y blanca, la cual le confería un aspecto angelical, pero nada más lejos de la realidad. Con un carácter de acero, era la mano derecha del propietario y no regalaba ni sonrisas ni halagos. Pilip se sintió sumamente orgulloso y, mientras Oana se dirigía hacia la cocina para comenzar sus quehaceres, él, con una sonrisa dibujada en su rostro, terminó de preparar las mesas.

Colocando la última servilleta apareció su jefe.

—¿Ha llegado la cocinera? —preguntó.

—Sí señor —le dijo respetuosamente.

Sin dirigirle ni una palabra más, cruzó el comedor a grandes zancadas. Antes de cruzar el umbral de la puerta, se dio media vuelta.

—Baja las luces y sal a la plaza para dar la bienvenida a los turistas —y desapareció tras la puerta.

Su jefe era un hombre rollizo, que se había quedado calvo hacía demasiados años pero adornaba su cabeza con un absurdo peluquín. Aunque le estaba agradecido por darle el trabajo, era difícil trabajar con él ya que era un hombre detestable. Siempre estaba cabreado, gritaba las órdenes y nunca daba las gracias. Pero Pilip sabía cómo tratarlo y nunca contestaba a sus insultos.

El aroma a comida salía de la cocina y comenzaba a envolver el ambiente.

Se dirigió al cuadro de la luz, que estaba en un rincón, y bajó la intensidad. El comedor se sumió en la penumbra. Con los techos recubiertos de madera, las paredes adornadas con ruedas de carruajes y varios utensilios de tortura adornando la sala, el aspecto era realmente tenebroso, pero era lo que los turistas esperaban de la casa del antiguo gobernador.

Salió al exterior y se reunió con el grupo de turistas que rodeaban a la guía.

—Y llegamos a la casa del gran Vlad Tepes, héroe nacional... —les explicaba la guía, que se había subido a unos escalones para que el grupo les oyese mejor.

—¿Héroe? —preguntó un señor de mediana edad, de un grupo de españoles.

—Sí.

—Yo diría que era un asesino —replicó otra de las personas del grupo.

—Tenemos que pensar que este hombre estaba gobernando en una época muy compulsa, donde los turcos amenazaban continuamente la estabilidad del país. Su ejército era inferior y debía sembrar el terror en el campo de lucha. Digamos que utilizaba el terror psicológico.

—Dicen que acabó con la pobreza —dijo un joven de no más de veinte años.

Pilip la miraba con admiración, la había visto en varias ocasiones recitar el discurso en defensa del antiguo gobernador, y la pasión y destreza con la que lo defendía era grandiosa.

La joven había estudiado español junto a Pilip en el colegio, se llamaba Natalia Moracnikova. Él había estado enamorado de ella durante los años transcurridos en el instituto, pero nunca llegaron a ser más que amigos. Hasta que, el año anterior, ella conoció a un joven ruso y se habían casado mudándose más tarde a Bucarest.

—Efectivamente. —Hizo una breve pausa—. Un día invitó a todos los ladrones, leprosos, enfermos, indigentes y tullidos a una gran comida. Los reunió a todos en una gran casa y les dio de comer y beber hasta saciarlos.

—Pero ¿les dio trabajo? —preguntó su interlocutor.

—No, digamos que no. Les preguntó si preferían vivir como antes o vivir sin privaciones ni preocupaciones. Todos contestaron que vivir sin privaciones, así que hizo cerrar las puertas de la casa y les prendió fuego.

—Madre mía —se oyó un suspiro contenido desde el pequeño grupo.

—Ese día murieron cientos, pero repitió por todo el país este acto acabando con la vida de tres mil seiscientas personas.

—Era una persona muy cruel —sentenció el joven.

—Sí, quizás sí. Pero pensad en vuestra patria, donde abunda la comida, la estabilidad y la cantidad de robos que se ven a diario. En una época tan dura como la que vivió no se robaba, ni tan siquiera una gran copa de oro que había depositado en una plaza pública para que el que quisiese beber de ella bebiese, pero nadie se la llevo.

—Claro, si no lo empalaba.

—Sí, quizás el miedo es el mayor de los poderes —les dijo sonriendo—. Y ahora vamos a comer a su casa. —Les indicó el edificio para que fuesen hacia el interior.

Se acercó a Pilip, que la esperaba junto a la puerta. No podía dejar de admirarla, con su metro ochenta de altura, de complexión delgada, un pelo lacio y rubio que rodeaba su pequeña cara en forma de corazón, era una belleza. Durante mucho tiempo intentó invitarla a una cita, pero él sabía que no tenía posibilidades, al lado de ella él parecía un simple bufón. Aunque no era realmente feo, no pasaba de ser un tipo normal. Excesivamente delgado, tenía una tez blanquecina y un pelo negro y lacio.

—Hola Pilip —le saludó con una radiante sonrisa.

—Hola, ¿cómo estás?

—No demasiado bien. —Miró de reojo y vio que todos los turistas estaban en el interior de la casa—. Me ha tocado un grupo de lo más... ¿cómo describirlo? —Bajó la voz, aunque Pilip dudaba mucho que ninguno de ellos hablase rumano—. Agresivo.

—Verás, yo creo que simplemente les desilusionas. —La miró divertido, mientras ella fruncía el ceño—. Vienen buscando a Drácula y tú les muestras un ser humano.

—Vaya, nunca lo había visto así —lo miró con admiración.

—¿Vas a comer? —Comenzaron a caminar hasta el salón.

—Sí, estaré en la cocina.

Pilip comenzó a coger las comandas del grupo de turistas. Cuando regresaba a la cocina para recoger varios platos con comida típica rumana, entró Alexei como una exhalación.

—¡Pilip! —gritó abrazándolo mientras lloraba y reía al mismo tiempo— .¡Por fin!

— Alexei, cuidado que tiras la comida —intentó deshacerse del abrazo.

—¡Rumania ha entrado en la Unión Europea! —le gritó eufórico.

—¿No es broma? —dejó los platos encima de una mesa cercana.

—No, amigo. —Se abrazaron.

—¿Qué ocurre? —preguntó Natalia.

—Somos europeos, amiga —le dijo Alexei, abrazándola.

—Vaya —lo abrazó pletórica—, por fin, pensé que no podríamos entrar.

—Libertad para circular por Europa —dijo el ayudante de cocina.

—Sí, ¿pero quedará alguien que se quede para sacar a Rumania adelante? —preguntó la cocinera.

—Nosotros nos vamos —dijo Alexei, mirando a su amigo, que se lo confirmaba con un leve asentimiento de la cabeza.

—Yo creo que también me iré. Francia, siempre he querido conocerla y he estudiado el idioma. Podría ser… —Natalia comenzó a buscar el móvil en su bolso para dar a conocer la gran noticia.

—¿A dónde vamos? —le preguntó Alexei—. ¿A Francia? Yo no sé francés —parecía un niño, la ilusión lo embargaba. Se abría ante él un futuro prometedor.

—A España —afirmó Pilip mientras miraba al grupo de turistas.