Cubierta

Coaching para niños

(o mejor dicho… para padres)

David Cuadrado

Plataforma Editorial

Índice

  1.  
    1. Prólogo
  2.  
    1. 1. Introducción
    2. 2. Tocando fondo
    3. 3. Una cuestión de hábitos
    4. 4. Trabajando en equipo
    5. 5. El compromiso: mejorando la cadena de suministro
    6. 6. Resolviendo conflictos
    7. 7. Coopetir: cooperar + competir
    8. 8. Jugando todo es más fácil
    9. 9. No nos olvidemos de la creatividad
    10. 10. Resumiendo: las tres claves del éxito

Prólogo

Éste no es un libro para exorcizar fantasmas. No está escrito contra nadie. Todo lo contrario. Éste es un libro que sale del alma de un padre que, en un momento determinado, tuvo que tomar una decisión para que la situación no se le escapara de las manos. Obviamente no se trata de dar lecciones a nadie, excepto a mí mismo. Pero sí de exponer aquellas conductas que me ayudaron a tomar el control de la educación de mis hijos… y la mía propia. Y si con la exposición de estos momentos puedo ayudar a alguien, aunque sólo sea a una sola persona, entonces el objetivo estará cubierto.

He pensado mucho en si debía cubrir el nombre de mis hijos con una identidad falsa, inventada…, pero he decidido que no. Ellos son los auténticos protagonistas de esta historia y deben vivirla con total pertenencia y orgullo.

No todo lo que se refleja en el libro ocurrió exactamente como lo escribo. Algunas anécdotas o sucesos puede ser que estén novelados de otra forma distinta a la realidad para dotar de coherencia al conjunto. Incluso un par de hechos no han sido realizados por los protagonistas de la historia pero encajan perfectamente con la misma y los han vivido personas muy cercanas a mí. Por eso los he incluido. Seguro que el lector sabrá perdonarlo.

Finalmente sólo me queda dar infinitas gracias a quienes lo merecen: Joel, Aloma y, al final del relato, Martina. Y a sus madres, claro está. A quienes más han sufrido para traerlos al mundo, cuidarlos, educarlos…, amarlos.

Quien es padre sabe cuál es el mayor tesoro.

1. Introducción

No me lo podía creer. Otra vez me había pasado. La realidad superaba mis más profundos temores. A veces la vida te sorprende con esos momentos en los que piensas que todo lo que has hecho hasta entonces es un profundo error.

Cuando conocí a la que luego sería la madre de mi segundo hijo, una preciosa niña llamada Aloma (un nombre en catalán antiguo, citado por Ramon Llull en su libro Blanquerna y que posteriormente sería conocido por la novela del mismo nombre de Mercè Rodoreda), jamás imaginé que eso supondría dejar a la que en ese momento era mi pareja.

Yo tenía un hijo pequeño, Joel. Su nacimiento fue duro, muy duro. Nació clínicamente muerto por un sufrimiento fetal que le causó una parada cardiorrespiratoria. Estando en la sala de partos se tragó el meconio de la placenta y, literalmente, se asfixió. Los médicos tuvieron que hacerle la cesárea a su madre sin anestesia. No daba tiempo. Cuando lograron recuperarlo, su cuerpo había quemado el surfactante, la sustancia que hace que los pulmones se abran y funcionen, sin que se hubiera producido la maduración pulmonar.

Recuerdo el momento en el que me lo pusieron encima del pecho. Su cuerpecito hacía enormes esfuerzos por respirar. Tanto que todavía noto cómo sus débiles pulmones golpeaban mi pecho buscando el aire para poder vivir.

En el hospital donde nació no quedaba ninguna incubadora libre que contara con respirador artificial. Tuvieron que programar una salida urgente al hospital de niños de San Juan de Dios en Barcelona. Y, por el camino, volvió a quedarse en parada y lo tuvieron que intubar y provocarle un coma artificial.

Todavía hoy, cuando recuerdo esos momentos, soy capaz de llenar mi cuerpo y mi alma de una energía que no se agota. Una energía que proviene de toda la ira que siento al saber que mi hijo estuvo al borde de la muerte y que yo, como padre, no podía hacer nada por salvarle.

Pero él… milagrosamente volvió a la vida después de cinco días. Estas cosas no se planifican. Sólo se viven y, a veces, se sufren. Y nosotros sufrimos mucho. Especialmente su madre, que siempre se ha portado con una entereza fuera de lo común.

Al año y pocos meses de vida de mi hijo conocí a una persona… y mi vida cambió como en un torbellino. Si me preguntara fríamente qué sucedió, quizá diría que fue un error que no debería haber sucedido. Pero ocurrió, y lo único que queda es asumirlo con entereza, sinceridad y mucha fortaleza de ánimo.

Me separé de la madre de mi hijo para vivir una vida con la persona que yo creía que era la mujer de mi vida. Y me equivoqué. O quizá no. Muchas veces me pregunté si no debería haber elegido de otra manera. Y probablemente así tendría que haber sido. Pero esas decisiones suceden y en el momento en que ocurren piensas que es lo mejor que te puede pasar.

En nuestro caso, esa nueva relación duró sólo tres años de continua lucha y sufrimiento diario. Quizá la mochila que ambos llevábamos era demasiado pesada y las quejas y críticas del inicio fueron excesivas para lograr una relación estable. Yo me había separado de una mujer con la que había vivido una experiencia terrible y durísima. Y ella, la persona de la que me enamoré, se separó de su marido para iniciar una nueva vida conmigo y mi hijo.

Cuando al cabo de un año y poco más de nacer Aloma su madre y yo nos separamos, yo pensé que el mundo se hundía. Es imposible explicar la sensación de frustración, el inmenso sentimiento de culpa. Esa carga enorme, pesada, insufrible de llevar. Fueron noches eternas en la soledad de mi casa pensando qué había hecho tan mal.

Recuerdo aquellos días como los peores de mi vida. Había dejado a mi pareja, con un niño pequeño, porque quería ser coherente. Pensaba que había encontrado a la mujer de mi vida. Y al cabo de poco tiempo, me encontraba de nuevo solo y con dos niños. Uno de cuatro años, otra de año y medio.

No quiero buscar excusas. Aquello fue debido a mis propias decisiones y a mis propios errores. Pero la pena impuesta era terrible. Y mi propio sentimiento de culpa era todavía mayor. Podía decir que me había equivocado profundamente. Y ahora sólo me quedaba ser consecuente con mis propios actos.

Con la madre de Joel habíamos llegado rápidamente a un acuerdo para que el niño estuviera el mayor tiempo posible con los dos a pesar de que ella tenía la custodia. Y aunque Joel siempre había sido un niño muy, muy querido en el entorno de mi nueva familia, yo siempre pensaba que no le dedicaba el tiempo que como padre le debía.

Mi trabajo como consultor de recursos humanos con mi propia empresa (viajes, días enteros fuera de casa, una agenda muy apretada…) hacía que compaginar mi vida con la responsabilidad como padre separado fuera difícil de llevar. Pero jamás imaginé que eso me volvería a pasar. Que serían dos los niños que tendría que educar y amar de dos madres diferentes.

No es el momento de buscar culpabilidades. Sí de buscar responsabilidades. Y yo me sentía muy responsable de lo que había sucedido. Muy responsable… y muy triste.

Estaba intentando llevar una empresa, pequeña pero con mucho trabajo y un requerimiento de dedicación muy intenso. Y tenía dos hijos pequeños a los que, gracias a un convenio de separación pactado entre todas las partes, podía ver dos días entre semana (martes y jueves por la tarde), uno de cada dos fines de semana, y la mitad de las vacaciones de Navidad, Semana Santa y verano. Poco tiempo, pero enorme cuando se trata de hacer frente a una agenda que no controlas del todo.

Y sin olvidar a sus dos madres, dos mujeres a las que había querido y que luchaban con fuerza y valentía para conseguir educar a sus (mis) hijos de la mejor manera que podíamos hacerlo.

Si no me volví loco en aquella época, poco me faltó. Recuerdo a muchos amigos divorciados decirme que lo importante es el amor, la calidad y no la cantidad de tiempo que pases con ellos, y que es preferible vivir separados a estar dentro de un entorno familiar en el que los padres no saben convivir. Y yo por dentro tenía ganas de gritarles. De decir que no me agobiaran con frases hechas y tópicos sin sentido. Que no, que no tenían razón. Que lo mejor es que los hijos vivan con sus padres y que cuando eso no es posible, siempre es la historia de un fracaso.

Es verdad que es preferible la educación desde el respeto que desde la vida en una familia donde no es posible la convivencia. Pero eso no oculta que la responsabilidad y el sentimiento de culpa hagan mella en una persona que, como yo, siempre había defendido la familia desde una concepción mucho más tradicional.

Por eso en aquella época fue tan difícil tratarme. Me sentía tan mal conmigo mismo que era incapaz de tratar bien a los demás. Excepto a ellos. A Joel y a Aloma intenté siempre demostrarles que podían tener una familia diferente y que eso no era negativo. Les decía que tenían el mismo padre y diferentes madres…, ¿y qué? No pasaba nada. Eran afortunados porque tenían dos familias y compartían muchas cosas en común. Vivían en dos casas diferentes. Pues mucho mejor, les explicaba, así podrían tener amigos, juguetes y espacios propios en dos sitios.

Pero una cosa es lo que les decía y otra, muy diferente, lo que yo realmente pensaba. Les estábamos robando una infancia «normal». Una vida como la de sus compañeros de clase.

Es cierto que los modelos de familia son tan diferentes ahora que lo nuestro no resultaba tampoco algo excepcional. Niños adoptados hijos únicos, familias con hijos propios y adoptados, padres separados y vueltos a juntar… Las combinaciones eran muchas y muestran que es cierto que se pueden establecer relaciones sanas y afectivamente ricas en esas situaciones.

De hecho, no juzgo. Creo que es enriquecedor y bueno que los padres e hijos vivan en entornos afectivos sanos antes de tener relaciones familiares enfermas. Aunque, si tengo que ser sincero, ésta era una conclusión cognitiva. Eso es lo que decía mi mente, no mi corazón. Yo, lo que hubiera querido, es haber estado siempre con ellos. No haber tomado decisiones erróneas…, no tener la sensación de haberme equivocado.

Aun así, si nos veías juntos, no podías imaginar nada de lo que te estoy explicando. Jugábamos mucho, siempre buscábamos la sonrisa y la complicidad pero, como se suele decir, la procesión iba por dentro.

Cuando la mamá de Aloma se fue a vivir a 100 kilómetros de mi casa, la situación se hizo ya muy difícil de manejar. Los martes y jueves mi jornada laboral se reducía a la mitad. Sólo podía trabajar por las mañanas, así como uno de cada dos viernes. Cuando acababan el colegio en verano, tenía que buscar un canguro que se hiciera cargo de ellos en mi oficina (menos mal que la empresa era mía) para que yo pudiera seguir trabajando. Llené la empresa de juguetes para que se encontraran más cómodos e intenté hacer una vida lo más parecida a la normalidad posible. Pero era difícil, muy difícil.

Hacía mil kilómetros a la semana para ir a buscarlos. A menudo me pasaba tres horas en el coche para estar con ellos sólo una hora en un Chiquipark cuando hacía mal tiempo o en un parque cuando la climatología lo permitía. Y todo esto en plena creación de mi empresa y con una crisis en ciernes que nos afectó de lleno.

No quiero echar la culpa a nadie más. Soy responsable de mis propios actos –me ha llevado bastante tiempo darme cuenta de eso–. Sólo quiero retratar una situación muy negativa que, en ningún caso, fue buscada. Recuerdo que en alguna ocasión, comentándolo con mi terapeuta (tuve que buscar algún tipo de ayuda profesional porque pensaba que era necesario en situaciones como la que estaba viviendo), él me preguntaba qué hacía para gestionar el estrés.

–Supongo que lo hago muy mal –le comentaba yo–. Cuando no puedo más y llego a casa agotado y con ese sentimiento de culpa, me pongo una copa por la noche y me fumo un habano intentando relajarme.

–¿Sólo eso? –me preguntaba él–. ¿Nada de drogas ni de conductas de riesgo?

Yo me reía…, como si el Jack Daniel’s no fuera una droga y estar permanentemente en la carretera no fuera una conducta de riesgo. La verdad es que mi vida no era nada envidiable.

Excepto si me veías con ellos. Tirado en el suelo de un parque de juegos. Tumbado en el sofá viendo una película infantil rodeado de sus cuerpos. Leyendo un cuento antes de irnos a dormir… En esos momentos el mundo se detenía y hacíamos juntos una burbuja de intensa complicidad.

Pero, a pesar de esos momentos, puedo decir que no era feliz. Me sentía culpable, demasiado culpable. Por mí. Por sus madres…, por ellos. Sobre todo, especialmente, por ellos.