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El abuelo Cruz

Bajaba el río manso, amodorrado, que parecía que echaba la siesta entre los juncos. El aire quemaba. La tierra y el paisaje, después de la siega, estaban resecos.

Por el agua navegaba una pequeña barca de madera y, como un corto mástil, empuñando una larga pica, iba un hombre ya viejo. Ataba a los juncos de la orilla un cabo y se alejaba hacia el centro largando red. Los plomos iban rápidamente al fondo y arriba quedaban flotando ruedecitas de corcho.

El viejo clavaba el palo en el lecho del río y hacía palanca sobre este punto de apoyo para impulsar la barquichuela que se movía lentamente.

Un viajero que acababa de llegar de la ciudad y yo mirábamos la maniobra desde el puente. La sombra de los chopos me sabía buena.

El pescador llegó hasta la otra orilla y volvió al lugar inicial, cerrando un gran círculo. Después removió con su pica el agua para que los peces, al huir atolondrados, quedaran atrapados en la red.

—¿Quién es? —preguntó el viajero.

—El abuelo Cruz —contesté sin dar más explicaciones—. Cruz Echeberri.

Le vimos ir recogiendo la red y echando los peces en una cesta de mimbre para volver a realizar la misma operación un poco más lejos.

Cuando él se fue alejando corriente arriba, nosotros echamos a andar hacia el pueblo, sin decirnos palabra. Al llegar a las primeras casas, mi desconocido acompañante me preguntó:

—¿Dónde está la fonda?

—¡Ahí mismo! —le dije, señalándole la casa, y me fui hacia arriba.

Como casi todas las tardes de los días de vacaciones, leí tebeos del Capitán Trueno con los dos nietos del abuelo Cruz, esperando que bajara el sol, porque con aquel calor era imposible salir a la era a dar cuatro patadas a un balón.

Cuando estábamos a punto de hacerlo, llegó él, renqueante, con dos cestas de madrillas y de barbos tapadas con grandes hojas de berza, y se sentó a la sombra de la casa donde comenzaba a correr un vientecillo agradable.

—¿Dónde está el vinillo? Quiero echarle un tiento...

La abuela sacó el porrón de la bodega con un tintorro bien fresco y le puso encima un paño mojado para que no se calentara. El abuelo echó un trago interminable, mientras seguía lentamente con el ojo izquierdo toda la cresta de la sierra que se extendía delante; el otro, azul y sin niña, navegaba siempre en la oscuridad.

El vino parecía que le devolvía la voz y la risa. Entonces empezó a contarnos la historia de un soplador increíble que hubo hace muchos años en el pueblo y se nos olvidó que queríamos ir a jugar. En boca de un cojo que defendía con toda naturalidad que cazaba las liebres a zancadas y las anguilas a nado..., cualquier aventura parecía posible.

—¿Queréis un trago? —nos dijo.

—¡No les des vino! —gritó horrorizada la abuela.

Y en medio de una gran carcajada, al ver que había conseguido sacar de sus casillas a su mujer, guiñándonos el ojo bueno, comenzó a contar:

—Aquel día...

El duende del campanario

Nadie pensaba en las campanas a aquella hora intempestiva.

A principios de aquel verano, las noches eran serenas en Villaseca. El Orión y todas las demás constelaciones y todas las estrellas sin familia brillaban como puntitas de cigarro en millones de bocas negras de piratas. La luna apenas si era un trozo de uña grande.

Croaban las ranas en el barranco y a la orilla del río. Sobre el croar sólo se oía en el pueblo el mugido de la vaca de la tía Leocadia y algunas voces saliendo por las ventanas llenas de geranios.

En la Plaza de las Acacias, de amplias losas de piedra, jugaban unos niños al escondite.

—Te toca a ti, Juanito, la próxima partida —le dice Maribí al descubrirlo.

Juanito ha sido el primero a quien ha identificado la hija del panadero, porque se mueve como un elefante y sus amplios carrillos parecen fosforescentes.

A momentos de silencio casi absoluto siguen otros de alboroto. El chico se desentiende del juego, abstraído, y se sienta apoyado de espaldas al pie de una acacia, esperando que Maribí acabe de descubrir a todos. Parece que esté roncando. Pero no, mira al gallo de la veleta de la torre que en estos momentos tiene la luna como cresta luminosa.

—Mira —le dice a Maribí, señalando hacia el campanario—, eso es señal de alguna desventura.

Y al poco rato la campana más pequeña de las dos empezó a bandear to-lón, to-lón y el badajo caía como un mazo en aquel cristal de quietud haciéndolo añicos.

Juanito seguía resoplando y todos los que jugaban salieron de sus escondrijos o de las sombras y se juntaron en medio de la plaza bien apretados porque tenían miedo.

—¿Quién estará en la torre tocando las campanas?

—Yo he visto unas sombras...

—Parecían las sombras de unos brazos...

—Tal vez algún duende...

Y de la torre, eso sí, se oían salir bandadas de retoques que alguien estaba echando a volar.

Y se encendieron velas y candiles en todo el pueblo y se asomaban cabezas a las ventanas, diciendo:

—¿Tocan a fuego?

—No, es demasiado lento.

—¡Tampoco a muertos! ¡No es tan lúgubre!

Los tañidos iban siendo más alegres, pero a aquellas horas resultaban sobrecogedores.

—El sacristán se ha vuelto loco. Es que hoy se ha comprado una botella de anís en vez de caramelos de menta —exclamó alguien.

El sacristán salió al medio de la plaza chupando peladillas:

—¿Quién anda por ahí? ¡No tengo ni idea de quién puede andar allá arriba! Yo no he dejado las llaves a nadie.

El repiqueteo dejó de acelerar, se hizo más acompasado, y las campanadas caían sobre la plaza, espaciadas y solemnes, como pisadas de un gran fantasma que anda por el piso de arriba metiendo miedo.

—Tiene que haber alguien de verdad, no un fantasma —dijo Andresón—. Tendremos que subir a ver quién es.

—Está muy oscuro —contestó Luisito.

—¿Tienes miedo, Pocacosa? Yo, si llevo una tranca, no le temo a nadie.

Se juntaron muchos hombres en la plaza y, después de discutir qué harían, el señor alcalde creyó prudente montar guardia para que no se escapara nadie durante la noche. Antes de marcharse a dormir, porque al día siguiente había que estar muy despejado para afrontar los acontecimientos, el señor alcalde dijo:

––Mañana, con luz, será más fácil cogerlo.

—Pero, si es un duende, lo hemos de atrapar ahora, porque ¿quién ha oído decir que de día anden duendes? —protestó Mario, el padre de Andresón.

Juanito seguía resoplando cada vez con más suavidad y a intervalos más espaciados.

—¿Quién es ese que duerme ahí tan tranquilo? ––preguntó Perico, el Largavista, acercándose medio a tientas con sus gafas de cristal de lupa.

Juanito bufó a medio gas y le hizo tambalear.

—Muchacho, ¡qué resoplidos! ¡Podrían mover un molino!

—¡No me dejáis ni dormir a gusto! —refunfuñó Juanito, evitando que se viera lo divertido que estaba.

El volteo de las campanas se fue haciendo más lento y su vibración de bronce se consumió fundida en el silencio.

El pueblo quedó envuelto en un halo de misterio, como en los tiempos en que las brujas entraban por las chimeneas. Mientras todos se retiraban a descansar, esperando el asalto del día siguiente, el decidido Felipe quedaba de guardia en la puerta de la iglesia y los cuatro hermanos en sus cuatro esquinas.

—Quiero vigilancia también en las esquinas ––había dicho el alcalde—, no sea que el fantasma escape saltando por los tejados.

Las estrellas, a aquellas horas, hacían signos malignos al fantasma, mientras el gallo de la veleta debía dormir porque ya se le había apagado la cresta.