Tulinet,-las-siete-vidas-del-gato

Tulinet, las siete vidas del gato

Para Silvia Corbera,

del colegio Salvador Llobet,

pues suya fue la idea.

Y para Joan Lorente,

donde quiera que se encuentre.

Ricardo Alcántara

TULINET, LAS SIETE VIDAS
DEL GATO

I

TULINET y su hermano Andrés eran tan diferentes como el café y la leche. Pero, a pesar de ello, se llevaban muy bien.

De pequeños pasaban largas horas enfrascados en sus juegos. Cuando fueron un poco mayores, juntos subieron al primer tejado y juntos aprendieron a maullarle a la luna.

Claro que el motivo de tales maullidos era muy diferente.

Tulinet lo hacía con la esperanza de aprender a cantar. Para él, romántico incurable, la música era el sueño de su vida.

Por su parte, Andrés maullaba con todas sus fuerzas para que la luna le concediera el deseo de convertirse en un gato rico y poderoso. ¡Ésa era su gran ilusión!

Luego regresaban a casa y, tendidos junto a la chimenea, comentaban sus proyectos.

—Viviré en una casa muy grande, con piscina y criados, conduciré un enorme coche y vestiré ropa elegante —decía Andrés en tono rotundo.

—A mí, en cambio, me gustaría cantar en la radio... Ya sé que no es fácil, ¡pero lo deseo tanto! —soñaba Tulinet con los ojos abiertos.

Y así proseguían hasta que el sueño los vencía y entonces continuaban soñando, pero ya con los ojos cerrados.

Fueron pasando los meses y alcanzaron la edad en que los gatos suelen abandonar la casa materna.

—Marchaos el domingo veintidós —les aconsejó la madre—. Esa fecha siempre me ha traído suerte.

Y ellos estuvieron de acuerdo, pero contaban los días con los dedos. Hasta que por fin llegó la fecha tan señalada.

Como no podía ser de otra manera, los dos gatos la vivieron de forma muy diferente.

Andrés despertó de un buen humor envidiable, todo él era una sonrisa. Y después del desayuno, ya sin poder aguantar ni un minuto más, se marchó con su maleta bajo el brazo.

—¡Volveré cargado de millones! —afirmó al llegar a la esquina, y echando una última mirada a su hogar antes de desaparecer.

Por su parte, Tulinet no se mostraba demasiado alegre. Aunque sabía que debía hacerlo, le costaba dejar a su madre, la casa... Y no se marchó hasta media tarde.

—Anda, todo irá bien, no te preocupes —le animó su madre.

Él asintió con la cabeza y se encaminó hacia la puerta muy lentamente.

Pero al llegar a la calle, cayó en la cuenta de que no tenía adónde ir. Sintió entonces tanto miedo que de buen grado hubiera dado media vuelta.

Pero eso era algo impropio de un gato que se preciara. Así que, con un susto tan grande que le pesaba más que la maleta, empezó a andar.

En el bolsillo llevaba unas pocas monedas, que apenas le alcanzarían para comprarse un par de bocadillos.

«Tendré que administrarme muy bien», se dijo, preguntándose cómo actuaría su hermano, que era un lince en eso de las finanzas.

Pero, tal vez porque no sabía cómo emplear su tiempo, entró en el primer bar que encontró y acabó por gastarse todo el dinero.

Entonces siguió andando, con la bolsa de los bocadillos en una mano y su maleta en la otra.

Así, deambulando como si fuera un gato callejero, llegó hasta la terminal de autobuses, que se encontraba cerca del río.

Reinaba allí un ambiente de sonrisas y lágrimas, pues algunos viajeros llegaban, mientras otros partían.

Tulinet paseó la mirada de un lado a otro, y descubrió un banco vacío. Sin dudarlo ni un momento se dirigió hacia él y se sentó. Y, cómodamente instalado, dejó que el tiempo pasara.

La terminal poco a poco quedó vacía, y los que a aquellas horas rondaban por allí no eran viajeros.

Al igual que Tulinet, tampoco tenían adónde ir, y entre esas paredes se sentían protegidos, y convertían los duros bancos de madera en improvisadas camas.

Al percatarse de ello, Tulinet respiró aliviado.

«No estoy solo», se dijo, y así se animó un poco. Tanto, que al poco rato sintió hambre. De modo que echó mano a uno de los bocadillos.

Estaba a punto de llevárselo a la boca, cuando oyó:

—Hmmm...

Rápidamente giró la cabeza. En el banco vecino había un perro de lamentable aspecto.

Por las cicatrices que tenía y su asombrosa delgadez, saltaba a la vista que la vida no era demasiado generosa con él.

El perro en cuestión tenía los ojos puestos en el bocadillo, mientras se relamía apenado.

Tulinet desvió la mirada, e incluso se dio la vuelta para no verlo. Y, esforzándose por ser sensato, pensó: «Tampoco yo nado en la abundancia.»

Ya se disponía a hincarle el diente al pan, cuando...

—Hmmm... —volvió a escuchar.

Eso ya le resultó difícil de soportar, así que miró al chucho y le dijo:

—¿Quieres...? —mientras le tendía el otro bocadillo.

¡Vaya si quería! No se lo hizo repetir dos veces. Se lo arrebató de las manos, como temiendo que el otro se arrepintiera en el último momento.

Al tener el bocadillo en su poder, los ojitos le brillaron, y se lo zampó en un periquete sin importarle demasiado ni los modales ni parecer un muerto de hambre. Luego, con las manos sobre la barriga, exclamó satisfecho:

—¡Me siento como nuevo!

Sólo entonces pensó en que no se había comportado de una forma demasiado cortés. Así es que se instaló junto a Tulinet para darle las gracias, y también para presentarse.

—Me llamo Reinaldo —le dijo, y luego agregó—: De profesión desocupado, con dirección desconocida, y tengo menos amigos que un usurero desconfiado.

—Yo me llamo Tulinet —le dijo el gato—, y tampoco tengo dirección para darte.

El otro lo examinó de pies a cabeza, con un ojo muy abierto y el otro medio cerrado, y al cabo de un momento comentó:

—Sin embargo, no tienes aspecto de vivir en la calle.

—Es que acabo de marcharme de casa.

—Pues... ¡bienvenido al mundo de los desarrapados! —exclamó el perro con una sonora carcajada, encontrando su ocurrencia la mar de divertida.

Sólo que a Tulinet no le hizo gracia. Bien es cierto que no tenía dónde ir, pero confiaba en salir adelante, y así se lo hizo saber a Reinaldo.

—No creas que me pasaré toda la vida durmiendo en los bancos de cualquier estación —le dijo airadamente.

El otro se quedó tan cortado que no supo qué contestar. Pasaron unos cuantos minutos antes de que reuniera ánimos suficientes para preguntar:

—Entonces..., ¿puede saberse qué piensas hacer?

—Quiero ser cantante, y con un poco de suerte lo conseguiré.

—Ya... —dejó escapar Reinaldo con un bufido de indiferencia.

Cada vez que oía hablar de «suerte» se desanimaba por completo. Sabía por propia experiencia que unos la tenían, y que otros, en cambio, jamás llegaban a conocerla.

Él se encontraba en este último grupo, muy a pesar suyo. Así es que dio por concluida la charla: aquel tema era mejor evitarlo.

Sin embargo, Tulinet deseaba seguir hablando. Habían tocado el tema que más le interesaba, ¡no iba a dejarlo a medias!

—Debutaré en la radio, grabaré discos, conseguiré emocionar a unos y otros con mis canciones —dijo, tan encendido de entusiasmo que el perro sintió un cosquilleo por todo el cuerpo como hacía tiempo no experimentaba.

Pero, haciendo oídos sordos a sus sensaciones, replicó como si aquello no le interesara:

—Estas pulgas del demonio... —y comenzó a rascarse, mientras su boca lucía una mueca de desprecio.

Mas, ni aun así consiguió acallar las mil preguntas que de pronto se agolparon en su cabeza, y le retumbaban en las sienes. Por lo cual, contra su voluntad, cayó en la tentación de preguntar:

—Pero llegar a ser cantante no es tarea fácil, ¿cómo piensas conseguirlo?

—Todavía no lo sé... —reconoció Tulinet.

—Se me ocurre que deberías buscarte un representante.

—Sí, ¿pero dónde?

—Yo podría serlo —se le escapó, y antes de acabar la frase, ya se había arrepentido de haberla dicho.

Otra vez había hablado más de la cuenta. ¿Quién le mandaría a él meterse en esos berenjenales?, si ya sabía que nada valía la pena.

Hacía tiempo que había decidido vivir de espaldas al trabajo y no hacer caso a las ilusiones, pues éstas sólo sirven para darle a uno testarazos. Pero en cuanto se descuidaba, metía otra vez la pata.

—¿Hablas en serio? —preguntó Tulinet, con el rostro iluminado por una contagiosa sonrisa.

—Sí..., aunque me parece que no sabré hacerlo —respondió el perro tratando de desilusionar al entusiasmado gato.

Pero ya era demasiado tarde: Tulinet le había cogido la palabra.

Así, aunque a regañadientes, en un abrir y cerrar de ojos, Reinaldo se convirtió en representante de un joven al que jamás había oído cantar. ¡Vaya...!

—¿Qué vas a hacer para que pueda debutar? —le preguntó Tulinet, sin poder disimular su impaciencia.

—Pues... —comenzó a decir el perro, sin saber qué responder. Pero lo cierto es que tampoco tuvo oportunidad de hacerlo.

En aquel momento se presentó la policía y, puesto que ya no iban a llegar ni a salir más autobuses, instó a unos y otros a abandonar el lugar.

—Cada noche la misma historia... —protestó por lo bajo Reinaldo, mientras recogía sus trastos en una desvencijada maleta que apenas podía con todo.

—¿Qué llevas en la maleta? —quiso saber Tulinet.

—Un poco de todo, nunca se sabe —respondió el perro, y ambos echaron a andar sin rumbo.

Al pasar junto a un portalón en penumbras, pensaron que no sería mal sitio para buscar cobijo. Y allí se quedaron.

Acurrucados y envueltos con algunos trapos viejos, pues el frío apretaba, no tardaron en conciliar el sueño.

Durmieron sin sobresaltos hasta que comenzó a clarear.

Reinaldo fue el primero en despertar. Se incorporó un poco y se dedicó a pensar por dónde diablos podía comenzar su tarea. Y la verdad es que antes de lo esperado surgieron unas cuantas ideas.

Mas, para llevar a cabo cualquiera de ellas, necesitaban dinero. Y eso era justamente lo que no tenían.

«Bien...», se dijo Reinaldo, esforzándose por pensar serenamente. «Ya que no tenemos dinero, ¿qué podemos hacer para conseguirlo?»