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UNO

HACÍA no sé cuánto tiempo que no me habían encargado nada y acababa de pulir todos mis ahorros. Debía más de seis meses de alquiler del cuartucho amueblado que me servía de despacho y el casero, el señor Setzet Cacauarro, me había dicho que si no pagaba aquella misma semana, ya podía recoger los bártulos y largarme; de lo contrario, iría él personalmente y me echaría a puntapiés. Tengo que precisar que el casero en cuestión era mucho más grande que yo.

Así pues, no sorprenderá a nadie que me apresurara en empaquetar los cuatro trastos que tenía y cruzara sin perder tiempo la puerta. Tal como estaban las cosas, sin trabajo y con los bolsillos vacíos, no era muy probable que pudiera pagar aquella semana, ni la otra, ni la otra... Y preferí no tentar al diablo.

Me iba ya cuando sonó el teléfono —aún no comprendo cómo no lo habían desconectado por falta de pago—. Dudé un momento antes de decidirme a descolgarlo y contestar.

—Soy la señora Puigdengolasterns —me dijo una vocecita desde el otro extremo del hilo— y mucho me temo que voy a necesitar sus servicios profesionales..., es decir, si no cobra usted demasiado. Mi situación económica no me permite demasiados gastos...

—Mire, señora, me pilla usted de oferta, como quien dice. Me refiero a que en este momento tengo una tarifa muy baja, señora Puigdenosequé. ¡Bajísima! —contesté.

—Puigdengolasterns —corrigió ella—. Entonces, es posible que nos entendamos. Creo que en estos casos es el cliente quien visita al detective, ¿no? Es que no tengo mucha práctica, ¿sabe? ¿Dónde tiene el despacho?

—Verá... —dije—. Prefiero ir a su casa, si no le importa. Estoy..., estoy en plena mudanza y en estos momentos mi oficina no es el lugar más apropiado para una entrevista. O sea que...

—¡Mejor, mejor! Así no tendré que salir de casa. A mi edad no apetece mucho salir... Le agradezco que sea usted quien venga a mi casa... Vivo en la calle de la Fanga número doce. Es un pequeño chalé que está junto al parque del Castizo.

—¿Ese parque del que el otro día, según decía la prensa, desapareció un trozo sin que se sepa cómo ni de qué manera?

—El mismo. El trozo que se desvaneció en la nada se ve desde las ventanas traseras de mi casa. No tiene pérdida.

—Muy bien. No tardaré.

DOS

M IRA por dónde me salía ahora un trabajillo! Fuera lo que fuese lo que quería proponerme la señora Puigdequeseyó, era evidente que no tenía más remedio que aceptarlo. Y por el precio que fuera. Por lo menos podría ir tirando. Tal vez podría arrancarle una cantidad a cuenta, ya que en aquellos momentos no tenía más que veinte paltrones en el bolsillo.

Arreé hacia la casa de la señora Puigdeyoquesé. Llevaba una bolsa de deporte donde había metido todo lo que tenía en el despacho y que constituía toda mi impedimenta personal y profesional.

De hecho, hacía más de un mes que vivía en el despacho. Había dejado la pensión pensando que podía dormir en el desvencijado sofá que tenía para las visitas y así me ahorraba pagar la habitación. En una palabra: cuando la señora Puigdenosecuántos tuvo la feliz idea de llamarme, me encontraba con el agua al cuello y prácticamente en la calle.

No fui enseguida a ver a mi nueva y providencial clienta, sino que antes me entretuve un poco en el parque del Castizo. Deseaba ver de cerca el misterioso prodigio que, según los periódicos, se había producido allí.

La verdad sea dicha, la cosa tenía narices: un trozo del parque —aproximadamente un centenar de metros, con árboles, arbustos, parterres, flores, césped, la estatua de una diosa, un bebedero de pájaros y un par de bancos para enamorados— había desaparecido en la nada. Por lo visto, el fenómeno se produjo un día muy temprano, alrededor de las ocho. Afortunadamente, a esa hora no había ni un alma por aquella zona del parque. Si hubiera habido alguien, también se habría ido a... hacer gárgaras con todo lo demás. Nadie podía explicarse lo ocurrido, y los periódicos y las emisoras de radio y televisión no hablaban de otra cosa. Desde el acontecimiento habían transcurrido, poco más o menos, quince días.

Decían que se había llamado a científicos de las universidades más famosas del mundo para que estudiaran el extraño fenómeno, cuya característica más sorprendente era que se había producido de golpe, sin ningún preaviso ni preámbulo y sin ningún tipo de ruido ni trasiego. Por lo visto, los científicos lo estudiaban a fondo, pero aún no habían sacado nada en claro.

Yo no lo había visto aún y me apetecía echarle una ojeada. Por eso fui, dispuesto, por lo menos, a asomar la nariz.

Sin embargo, no pude aproximarme mucho. Las autoridades habían ordenado cercar el hueco con vallas, a fin de que los curiosos no se acercaran más de la cuenta. El fragmento borrado de la realidad era un rectángulo perfecto, como si alguien hubiera cortado con regla un trozo perfectamente rectangular del parque, con su aire y su cielo correspondiente, lo hubiera enrollado y se lo hubiera llevado quién sabe adónde... Y en su lugar estaba aquel hueco grisáceo que, según explicaban los que habían tenido la oportunidad de comprobarlo, era helado como el polo Norte. «La nada es fría como la muerte», decía un periódico sensacionalista. Y la verdad es que me impresionó mucho aquel vacío rectangular entre la exuberante vegetación de su alrededor.

Todo aquello era muy curioso e interesante. Sin embargo, no me entretuve demasiado. Me cogía de paso y curioseé un poco; pero mi trabajo estaba en otra parte.

Quería hablar con mi clienta antes de la hora de comer: ¡quién sabe si aquella Puigdelalata tenía la feliz idea de invitarme a su mesa!

TRES

NO me costó mucho trabajo localizar la casa de mi dienta, la señora Puignorecuerdoqué. Tal como ella me había dicho, estaba junto al parque, el cual lindaba con el jardincito que había detrás del chalé.

Era uno de esos chalés antiguos, de dos plantas y rodeados por un pequeño jardín, que han sobrevivido casi milagrosamente a la invasión de los bloques de pisos, los cuales han ido asediándolos y tragándoselos implacablemente. Supongo que en aquel caso la proximidad del parque —y, por tanto, alguna norma de las ordenanzas municipales— había ayudado a salvar la casita de la voracidad de las constructoras urbanas.

La señora Puigdeetcétera era una mujercita revieja, menuda y nerviosa, de ojitos pequeños, negros y penetrantes. Me abrió personalmente y me hizo pasar a la salita.

La decoración era la que cabía esperar en aquel tipo de casa y de la edad de la propietaria: el empapelado de las paredes y los muebles debían de haber estado de moda cincuenta años atrás. Sin embargo, me sorprendió no ver jarrones, ni palmatorias, ni candelabros, ni figuritas de porcelana, ni muñecas, ni chucherías, ni espejos, ni cornucopias, ni fruteros, ni relojes, ni... En una palabra, no había ningún objeto de adorno. Y no era lógico. Las casas de las personas de edad suelen estar rebosantes de objetos de diversas clases, que sus propietarios han ido acumulando a lo largo de los años y a base de regalos, recuerdos de viajes, aniversarios y celebraciones.

Pues bien, en la sala de la señora Puigdeyatedirequé había, además del sofá donde estábamos sentados, un par de butacas y una mesa haciendo juego. Y un precioso aparador. Completamente vacío. Al menos, detrás de los cristales de las artísticas puertas se veían unos estantes más vacíos aún que mis bolsillos.

«Tal vez la señora Puigdeeso anda mal de dinero y lo ha vendido todo...», pensé.

Pero tampoco era lógico porque, aunque no había ni un solo chisme de adorno, en cambio había una gran cantidad de cuadros. Muchos más de los que suelen verse en una casa particular. Casi parecía un museo. Y lo más curioso es que los cuadros representaban, precisamente, lo que yo echaba de menos en la casa: búcaros con ramos de flores, figurillas de cristal y de porcelana, fruteros rebosantes de fruta, arquitas entreabiertas mostrando las joyas de su interior, y otras cosas por el estilo. Es decir, objetos de adorno. Pintados, enmarcados y colgados por las paredes.

—Le extraña la especial... decoración de mi casa, ¿verdad? —me dijo la señora al darse cuenta de que miraba con curiosidad a mi alrededor—. Pues tiene cierta relación con el trabajo que pienso encargarle. Si nos ponemos de acuerdo en las condiciones, claro... Pero, si he de serle franca, no me gusta hablar de negocios antes de comer... Pienso que la gente se entiende mejor con el estómago lleno. ¿Ha comido ya usted?

—No, aún no, señora Puigdegóndolas...

—Puigdengolasterns —dijo ella al ver que yo no conseguía retener su nombre—. Siendo así, quizá no tendría usted inconveniente en acompañar a comer a una viejecita como yo... Bueno, si no tiene ningún compromiso y le gusta el menú: un cocido. Yo como a la antigua, ¿sabe?

¡Qué deliciosas y amables son esas viejecitas cuando se lo proponen! Parecía como si la señora Puigdemiraquebién hubiera adivinado mis necesidades. Y acepté, claro.