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GRACE

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De esta edición:

Primera edición: marzo de 2013

De la traducción: María Sierra, 2013

ISBN: 978-84-1542-774-2

Diseño editorial, dibujos e ilustraciones de Grace Coddington

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones: turner@turnerlibros.com

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial

Para Henri

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

I      CRECER

II     SER MODELO

III    LA VIDA DE MODA

IV    EL ‘VOGUE’ BRITÁNICO

V     HACER FOTOGRAFÍAS

VI    PRINCIPIOS Y FINALES

VII   LA VIDA SOCIAL

VIII  ESTADOS DE GRACIA

IX     BRUCE

X      DIDIER

XI     EL CALVINISMO

XII    EL ‘VOGUE’ ESTADOUNIDENSE

XIII   LA PERSPECTIVA

XIV   ANNA

XV    ABRIRSE PASO

XVI   LIZ

XVII  LA BELLEZA

XVIII GATOS

XIX   ANTES Y AHORA

Trabajos seleccionados

Información

Agradecimientos

Pies de ilustración

Colaboradores

GALERÍA

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Yo, mofletuda futura modelo, con cuatro o cinco años

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Uno de mis muchísimos peinados, alrededor de 1954

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Mi primer ‘composite’ de modelo, con la fotografía que gustó en ‘Vogue’, 1959

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Mi famoso peinado de cinco puntas hecho por Vidal Sassoon

Fotografía: David Montgomery, 1964

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Mi look con el maquillaje insignia

Fotografía: Jeanloup Sieff, 1966. © Herederos de Jeanloup Sieff

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Como modelo invitada en un desfile de YSL en el club Maunkberry, Londres

Fotografía: Anthony Crickmay, 1970

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En una sesión de fotos inspirada por Edward Weston, Bellport (Long Island)

Fotografía: Bruce Weber, 1982

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Reunión de fotógrafos para el lanzamiento de mi libro ‘Grace: Thirty Years of Fashion at Vogue’. De izquierda a derecha: Mario Testino, Sheila Metzner (recostada), Ellen von Unwerth, Steven Klein, Annie Leibovitz, Alex Chatelain, Herb Ritts (sentado), Bruce Weber, Craig McDean (encima del muro), Arthur Elgort, yo, David Bailey y Peter Lindbergh

Fotografía: Annie Leibovitz, 2002

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Más delgada que nunca. Retrato con un gato prestado, para el ‘Vogue’ italiano

Fotografía: Steven Meisel, 1992

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Oteando el futuro, Londres

Fotografía: Willie Christie, 1974

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Con Didier en una fiesta de ‘Vogue’, New York Public Library

Fotografía: Marina Schiamo, 1992

GRACE

INTRODUCCIÓN

En el que
nuestra heroína
encuentra la fama
cinematográfica,
pero, como Greta
Garbo, solo quiere
que la dejen
en paz.

La primera vez en que oí hablar de The September Issue (esa película que es la única razón por la que alguien le pueda sonar mi nombre) fue cuando Anna Wintour me llamó a su despacho de Vogue, para informarme.

–Ah, por cierto, he aceptado que venga un equipo de rodaje para hacer un documental sobre nosotros.

Se suponía, al principio, que la película iba a ser sobre la organización del baile en el Art’s Costume Institute del Metropolitan Museum, pero la cosa fue creciendo por días. Iban a aparecer de repente para filmar las discusiones, las reuniones, las peleas y las frustraciones que surgen mientras se crea el número más importante del año. Estarían en los despachos y en las salas de reunión. A mí nada podía apetecerme menos. Soy la directora creativa de la revista, tengo por tanto miles de asuntos que resolver, y bastante difícil es ya organizar una sesión de fotos complicada como para tener mirones dando vueltas alrededor.

–No cuentes conmigo para salir en esa película –dije, sintiendo que la mirada de Anna pasaba por encima de mí y se perdía por la ventana, a mis espaldas. Anna tiene la capacidad de borrar de su campo visual a quien le esté diciendo algo que no le apetece oír.

Yo, lógicamente, reaccioné con horror ante la idea de semejante invasión, porque siempre he pensado que hay que concentrarse en el trabajo, y no en toda la tontería esa de “quiero ser famoso” que está tan de moda. Luego me enteré de que a los realizadores les había costado más de un año arrancarle el sí a Anna y estoy segura de que, si al final aceptó, fue solo para mostrar que Vogue es algo más que una pandilla de mentecatos profiriendo bobadas. Por entonces, ya estábamos todos hartos de El diablo viste de Prada, donde la moda resulta tan ridícula.

Durante el rodaje, el equipo se me acercó repetidas veces, confiando en que al final conseguirían hacerme cooperar. Ya tenían noticias de que yo podía ser difícil (y tengo fama de no dar entrevistas), pero seguían llamándome a la puerta y pidiéndome que participara. Eran encantadores, pero yo les decía que no me interesaba y que no quería que se me acercaran porque me resultaban demasiado invasivos. Odio tener a gente observándome: me dan ganas de apartarlos a manotazos, como a las moscas.

Así que dejé la puerta de mi despacho bien cerrada, le di las contestaciones más groseras al director, R. J. Cutler, y durante unos seis meses conseguí tenerlos a raya cada vez que alguien trataba de apuntarme con una cámara. Los veía grabando entre los colgadores llenos de ropa del pasillo y oía a todos diciendo “Ay, me chifla este vestido rojo”, y “Ay, sí, a Anna le va a encantar”, todo tipo de frases tontas y superficiales que a la gente le da por decir delante de una cámara. El equipo de rodaje vino con nosotros a ver las colecciones de París, y eso ya fue desesperante: estaban todo el día por el medio, o apartándonos a codazos para captar una imagen de Anna. En el desfile de Dior, Bob, el cámara, se puso a filmar a Anna andando hacia atrás y acabó pisándome el dedo gordo. Fue la gota que colmó el vaso; me rendí.

–¡Por cierto –dije a voces–, yo también trabajo en Vogue!

No se perdían ni un gesto de Anna: la grababan sentada en la primera fila, cómo miraba el desfile, cómo reaccionaba. Me parecía demasiado. Y luego me di cuenta de que hasta le habían puesto un micrófono, lo que por supuesto acababa creando más obstáculos, porque con él puesto Anna ya solo me hablaba como con cautela.

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El equipo de rodaje de “The September Issue”
“La verdad es que no me interesa”
“No quiero teneros dando vueltas a mi alrededor…”

Así que al final pensé, “Si no puedes vencerlos, únete a ellos”. Además, uno de esos días Anna me llamó otra vez al despacho y me dijo:

–Van a ir a tu sesión de fotos, sí o sí. Van a filmar la reunión previa, y esta vez no vas a poder negarte. Fin de la discusión,

Ahora sí que tenía la pistola apuntándome a la sien.

–Pues si me haces salir en esa película, vas a oír cosas que no te van a gustar –le avisé–. No voy a fingir. Estaré tan centrada en la sesión de fotos que seguramente soltaré lo primero que se me pase por la cabeza.

(Pero estaba segura, para mis adentros, de que si decía alguna verdadera barbaridad no la pondrían, y de ahí que se me vea durante todo el documental jurando como un arriero). Ya había participado antes en otros reportajes filmados sobre el sector de la moda, pero mis escenas siempre acababan cortadas en la sala de edición.

Cuando vi la película ya editada por primera vez, me quedé en estado de shock: allí yo salía mucho. Tiempo después, un chico del equipo me dijo que la poderosa dinámica entre Anna y yo le daba fuerza a la película. Tuvimos dos pases para la gente de Vogue; creo que Anna no quería verla junto con los demás. Yo asistí a la primera proyección con el equipo de moda, mientras que ella fue a la segunda con los redactores y los intelectuales del grupo, cuya opinión seguramente le interesaba más. Todos teníamos el corazón en un puño, tratando de acordarnos de qué habíamos dicho durante aquellos meses de rodaje, que casi se nos había olvidado, porque el documental tardó cerca de un año en editarse.

Ahora puedo reírme cuando veo el resultado final. La verdad es que dije bastantes barbaridades, pero aún me sigue pareciendo que salgo demasiado. Anna nunca me dio su opinión, tras ver la versión definitiva. Nunca. Lo único que sé es que no la desaprueba, aunque tampoco la apruebe del todo. Se limitó a decir: “Que Grace haga la prensa”, y pasó a otra cosa. Aunque sí asistió al estreno en el festival de Sundance, y participó luego en un coloquio, impasible y enigmática, con sus gafas negras y agarrada a un botellín de agua mientras era R. J. el que lo hablaba casi todo.

Yo asistí a una proyección en Savannah –fue la primera vez en que acepté hacer algo de promoción–, con el editor general de Vogue, André Leon Talley, y hubo un largo coloquio con toda la sala llena de periodistas que no paraban de decirme “Ay, nos pareces maravillosa”. Eso llegó a gustarme (lo digo en broma, pero la verdad es que resultaba bastante agradable). Casi todas las preguntas se centraban en averiguar cosas de Anna (todo el mundo quiere averiguar cosas de Anna). André estuvo genial, porque siempre consigue salvar las situaciones incómodas: cada vez que alguien mencionaba a Anna, cambiaba de tema y se ponía a hablar sobre Michelle Obama o sobre Diana Vreeland.

No deja de sorprenderme el que tras ver la película la gente tenga una impresión tan positiva de mí. Quizá sea porque en la pantalla se me ve como una persona emocional, casi idealista, mientras que Anna es por naturaleza mucho más decidida y nunca pierde la compostura. O quizá sea porque parezco desbordada. O porque siempre nos cae mejor quien da impresión de espontaneidad, quien se atreve a replicarle a su jefa como nadie lo hace en la revista; yo lo he hecho, y probablemente lo haga más veces.

Pocas semanas después del estreno de The September Issue, Jay Fielden, que por entonces era el editor jefe de Men’s Vogue, me pidió también que diera una charla en la New York Public Library. Allí sí que me puse nerviosa, porque con el rabillo del ojo veía a Anna y a S. I. Newhouse, el dueño de Condé Nast, sentados entre el público. Pero el coloquio no se me hizo tan cuesta arriba a partir de cierto momento: le cogí el ritmo, y vi que bastaba con quedarse al margen hasta el último minuto, y entonces aparecer de forma muy teatral, mirando a los ojos al interlocutor. Así, un día me di cuenta de que la gente me reconocía. Me encontraba con grupos de personas reunidas en la puerta del edificio donde vivo, en el barrio neoyorquino de Chelsea: fashion victims, gays, heteros, jóvenes, viejos, de todo; medio barrio me gritaba cosas desde la otra acera, pero siempre de forma agradable. Me sentía como los Beatles; de hecho, mejor que los Beatles, porque a ellos los fans al principio les daban bastantes malos ratos. A mí solo me agobiaron en una ocasión, cuando me dirigía a un cine del barrio para participar en un coloquio. Llegué justo cuando salía el público de la sesión que acababa de terminar, y nada más dar la vuelta a la esquina empecé a oír por todas partes: “Grace, Grace. Oh, Dios, es ella”.

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“Mira, Nicolas, nos toma por Brad y Angelina”

Y aún me sigue pasando. Quizá sea porque salgo mucho a la calle, porque voy en metro y no escondida discretamente en una limusina, como Anna. Así que empecé a pensar, después de que se me reavivaran todos los recuerdos al cabo de tantas preguntas como me hicieron, que quizá pudiera contar una historia. Y aquí estoy haciendo algo para lo que nunca creí llegar a ser lo bastante vieja o lo bastante interesante: escribir mis memorias. Es otra sorpresa.

Poco después de que se estrenara The September Issue, salí una noche a cenar tranquilamente en un restaurante pequeño de la parte baja de Manhattan con Nicolas Ghesquière, el diseñador de Balenciaga, que acababa de llegar de París.

–Grace, ¿es verdad que ahora te reconocen en todas partes? –me preguntó de repente.

Al acabar la cena, la pedí que me acompañara a casa dando un paseo, y mientras pasábamos delante de los restaurantes llenos de gente, los bares y los clubes gay de mi barrio, no dejaba de asomarse gente que decía:

–¡Es Grace! ¡Guau, es Grace… con Nicolas Ghesquière! –entre flashes y clics de teléfonos móviles.

Al final, los dos nos echamos a reír… ¡como si fuéramos Paris Hilton!

GRACE

I
CRECER

En el que rugen los
vientos, rompen
las olas,
se precipitan
las lluvias y
nuestra solitaria
heroína sueña
con ser Audrey
Hepburn.

A lo lejos había dunas, y unos acantilados abruptos y monocromáticos que bordeaban la costa. Había círculos druidas. Casi ningún árbol. El paisaje era desolador, pero yo veía belleza en esa desolación. Había una hermosa playa, y yo tenía una barquita llamada Argo en la que pasaba horas de total aislamiento o que amarraba a alguna roca de una cala en forma de herradura llamada Tre-Arddur Bay. Tenía entonces quince años y la cabeza llena de fantasías románticas, algunas nacidas del espíritu místico de Anglesey, una isla poco poblada frente a las costas brumosas del norte de Gales, donde nací y crecí; otras, animadas por el cine desvencijado que visitaba cada sábado por la tarde en la pequeña localidad costera de Holyhead, a tres peniques de autobús; de allí partían los ferries que iban hacia Dublín, llenos de pasajeros irlandeses que nunca rechazaban otro trago. O dos más. O tres o cuatro.

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“No sé si es verano o invierno, pero sí sé que no vamos a bañarnos”

Durante mis primeros dieciocho años de vida, mi único hogar fue el hotel Tre-Arddur Bay, que regentaba mi familia: una casona impersonal, con las paredes encaladas y un techo de gruesa pizarra gris, largo y bajo, con el aire humilde de un bungalow grandote. El hotel tenía cuarenta y dos habitaciones, y era un refugio para veraneantes más amigos de navegar, salir de pesca o darse largos paseos por el borde de los acantilados que de tostarse en la playa. Tampoco es que hubiera mucha más oferta de ocio; no teníamos televisión, ni servicio de habitaciones. La mayoría de los cuartos ni siquiera contaba con el lujo de un baño completo integrado, aunque debajo de cada cama había un orinal de porcelana blanca de buen tamaño, y algunas habitaciones, las de lujo, disponían de lavabo. En el pasillo había tres o cuartos de baño completos para las abluciones de todos. La limpieza de todo el hotel estaba al cargo de una sola empleada, Mrs Griffiths, una viejecita encantadora con vestido negro y delantal blanco, armada con un plumero y un cepillo para las alfombras. Recuerdo a mi madre en cierta ocasión, asombradísima porque un huésped, tras darse un baño, llamó para que la criada limpiara la bañera. No podía entender por qué la gente no fregaba por su cuenta lo que había ensuciado.

Nuestro hotelito disponía de tres salones, cada uno decorado con una mezcla incongruente de objetos feos y otros grandiosos e imponentes, que provenían del hogar secular de mi padre en las Midlands. Descubrí, siendo aún muy pequeña, que los Coddington de Bennetston Hall, el hogar familiar de Derbyshire, tenían una historia impresionante, y que entre ellos había habido al menos dos parlamentarios acaudalados, mi abuelo y mi bisabuelo, aunque la dinastía se remontaba tan atrás como para tener hasta blasón propio: un dragón con las fauces llameantes y el lema de la familia, Nils desperandum (No desesperes). Y de ahí que, aunque algunas de las zonas comunes resultaran de lo más sencillas y humildes, el comedor tuviera unos aparadores antiguos de madera tallada con faisanes, patos y uvas, y la Habitación Azul un escritorio de caoba con querubines pintados a mano. Y cientos de libros con hermosa encuadernación de piel en una biblioteca que también tenía vitrinas con conchas de mar, mariposas y escarabajos de diversas especies. En la sala de música había un piano de cola (este venía de mi familia materna) y por todo el resto de la casa muchos cuadros en marcos dorados, oscuros retratos familiares.

Los huéspedes se levantaban con el sol y se retiraban al caer la noche. Si necesitaban llamar por teléfono, había uno público en el bar. El turno de almuerzo era único: a la una, y lo mismo para la cena, a las siete; solo había dos camareros para servir las mesas. El té se servía bajo petición; el desayuno, entre nueve y nueve y media, en el comedor; desde luego, nunca en las habitaciones. También había una sala de juego con una mesa de ping-pong, en la que yo practicaba sin descanso. En eso era buena, muy buena. Les ganaba a todos los clientes, lo que a mis padres no les parecía del todo bien.

La arena del largo rectángulo de playa que teníamos delante del hotel era razonablemente fina, pero se iba haciendo más pedregosa a medida que uno se acercaba a las aguas heladas del mar de Irlanda que batía la costa. Para compensar, había que adentrarse bastante hasta llegar al temible momento en que el mar te cubría las rodillas.

Me pasé toda la infancia añorando la frondosidad de los árboles. En nuestra parte de la isla el suelo era tan rocoso que había apenas había uno. Para ver varios juntos, tenía que esperar a las visitas que hacíamos de vez en cuando a Alice, una tía de mi padre que vivía en una casa grande y sombría en la parte más meridional de la isla. Esta tía abuela era una mujer anciana y frágil, que a mí me daba la impresión de tener cien años. La casa estaba cerca de la localidad de Beaumaris, que en la década de 1930 tenía una vida social muy animada. Allí se habían conocido mis padres, porque la familia de mi madre vivía cerca, en una casa de las afueras llamada Trecastle.

El hotel lindaba, por un lado, con el paisaje costero de acantilados, piedras y cañas, con kilómetros de campo abierto y el cobertizo de los pescadores de langostas, y por el otro con Tre-Arddur House, un prestigioso colegio masculino. Cuando llegué a la edad de interesarme por los chicos, empecé a pararme un poco para mirar hacia allí tímidamente, viendo cómo jugaban al fútbol o al cricket en el patio bordeado con una valla de piedra, de camino hacia la parada del autobús que me llevaba, por un carretera llena de curvas, hacia mi escuela.

Abríamos de mayo a octubre, pero el hotel solo tenía garantizado el lleno absoluto durante el mes de agosto, relativamente soleado, que era también el de las vacaciones escolares. Muchas familias venían a pasar las vacaciones desde Liverpool o Manchester, que no quedaban muy lejos, a pesar de que les hubiera resultado más fácil elegir los destinos más populares y accesibles del norte de Gales, porque nuestra playa y nuestro pueblo tenían encanto, eran más personales. El resto del tiempo, el hotel estaba casi vacío, o nos visitaban los padres que venían a algún acto especial en el colegio.

El fin del verano venía marcado, cada año, por las galernas del equinoccio y las nubes negras; había que poner a cubierto las barquitas de madera que los pescadores del pueblo tenían desperdigadas por la bahía. Llewellyn, el pescador de langostas del pueblo, se encargaba de remolcarlas hasta el malecón. Durante todo el invierno, mientras el hotel permanecía cerrado, nos rodeaba una niebla densa y el mar embravecido azotaba la playa. Todo se volvía desolación. En las noches de neblina, se oía el quejido lastimero de la sirena del faro que teníamos cerca. Casi nunca nevaba, pero llovía prácticamente siempre, con una fina cortina de agua que humedecía la atmósfera hasta extremos increíbles. Era tanta la humedad que yo de pequeña, lo juro, tenía dolores reumáticos por todo el cuerpo.

Por las tardes, daba largos paseos por los acantilados con Chuffy, el yorkshire terrier de mi madre, y con Mackie, el scottie de mi hermana. Las olas rompían contra las rocas grises rociando espuma y, si no medías bien los tiempos entre ola y ola, corrías el riesgo de acabar empapada al pasar.

El hotel estaba tan desierto, durante aquellas interminables semanas del invierno, que no merecía la pena encender las lunes. Mi hermana y yo jugábamos a los fantasmas: nos poníamos una sábana blanca por encima, nos escondíamos por los pasillos, largos y tenebrosos, para saltar desde el umbral de alguna habitación gritando “¡Buuuu!”. Esperábamos y esperábamos, en un silencio que solo rompía el tictac del carillón del abuelo. Pero al final, yo nunca aguantaba tanta oscuridad, la angustia de estar esperando, el tictac siniestro, y salía muerta de miedo a buscar el calor acogedor de la chimenea.

Nací el 20 de abril de 1941, durante la primera parte de la Segunda Guerra Mundial, el año en que los nazis invadieron Yugoslavia y Grecia. Me bautizaron como Pamela Rosalind Grace Coddington, y fue mi hermana mayor, Rosemary, a la que llamábamos Rosie, la que eligió para mí el nombre de Pamela, aunque casi todos nuestros conocidos lo abreviaban llamándome Pam.

Marion, mi abuela materna, era canadiense y cantante de ópera; se había enamorado de mi abuelo durante una gira de actuaciones en la que pasó por Gales. Él fue detrás de ella hasta Canadá, allí se casaron, y allí nacieron mi madre, su hermana y su hermano. Vivieron unos años en la isla de Vancouver, que estaba llena de bosques y de osos. Luego se volvieron a Anglesey y allí se instalaron; desde entonces, mi abuela se fue haciendo apática, y escribía unos poemas tristísimos. Según me contaron, mi abuelo tenía unas ideas bastante extremadas sobre lo que para él era comportarse correctamente, y al parecer en cierta ocasión tuvo encerrada a mi abuela un día entero en el cuarto de baño de la planta baja, que él había decidido restringir al uso masculino, porque lo había utilizado en un momento de urgencia.

Janie, mi madre, heredó esta forma de ser estricta, victoriana, poco amiga de tonterías, y en su opinión a los niños se los podía ver, pero no oír. Exigía obediencia absoluta, pero jamás levantaba la voz ni perdía el control. Se daba por hecho que yo haría mi cama, tendría mi habitación ordenada y se me asignarían determinadas tareas domésticas. Mi madre era el personaje fuerte y estoico que mantenía unida la familia. Sus fotografías de la década de 1920 muestran a una mujer esbelta, con aire de prosperidad. Dibujaba y pintaba con acuarela bastante bien, y tocaba además el piano y la guitarra española. Era galesa, aunque le gustaba considerarse inglesa, y podía remontarse en el linaje de su familia hasta el Príncipe Negro. (De hecho, se prefería que nosotros no nos viéramos en absoluto como galeses, sino, digamos, como extranjeros, inmigrantes llegados de Derbyshire).

William, Willie, mi padre, era impecablemente inglés: introvertido, preocupado y, ay, tan reservado que había que sacarle las palabras una a una, como también me pasa a mí. Recuerdo verle sentado durante horas y más horas en la oficina del hotel, pero no recuerdo que estuviera haciendo realmente nada. Siempre parecía inmerso en una profunda tristeza.

Le gustaban las pequeñas tareas mecánicas, y tenía por hobby fabricar barcos y aeroplanos de juguete, sentado en el corredor delante de nuestro dormitorio, usando un torno pequeño para ensamblarlos. Fue él quien me puso mi tercer nombre de bautismo, Grace, en recuerdo de su madre. Cuando me fui de casa, a los dieciocho años, una vieja amiga londinense llamada Panchitta –que a mí me parecía el colmo del glamour porque estudiaba arte dramático– me dijo que en su opinión este tercer nombre era más práctico que el primero si quería triunfar en la gran ciudad.

–Creo que llamarse Grace suena muy bien para ser modelo –insistía–. Grace Coddington. Impresiona.

Fui una niña solitaria y enfermiza, siempre aquejada de bronquitis o de anginas. Me ponía enferma tan a menudo que el médico llegó a pensar que sufría de tuberculosis. En consecuencia, me perdí al menos medio curso de cada año escolar. Mis padres trataban de sacarme adelante, en aquellos tiempos pre-vitaminas, a base de cerveza Guinness y de una sustancia oscura y empalagosa llamada extracto de malta que me sabía a gloria. Yo era pálida, pecosa, y alérgica al menor rayo de sol. Por suerte, el poco sol que pudiéramos tener durante mi infancia galesa estaba filtrado por las densas nubes grises. Años después, cuando ya tenía más de veinte, se me hinchaba la cara si me exponía demasiado al sol. Pero me encantaba estar al aire libre. Y durante toda mi adolescencia pasé más tiempo fuera que dentro, navegando, escalando y trepando por las laderas accidentadas de los montes Snowdonia, o vagando por los senderos de la isla, bordeados de setos con flores silvestres.

Mi familia y yo vivíamos en lo que se llamaba “el anexo”, un área separada dentro del edificio, que empezaba detrás de la cocina del hotel. Teníamos nuestra puerta de entrada privada, un hermoso porche cubierto de clemátides, y un jardín de rosas y hortensias que era la alegría de la vida de mi madre. En el patio trasero había un huerto y un corral con gansos, patos y gallinas.

El anexo era nuestro mundo dentro del mundo. Los muebles eran del mismo estilo y gusto que en el resto del hotel, pero todo a una escala menor, más personal. Los cuadros y los tapices que colgaban de las paredes, por ejemplo, eran obra de mi madre. Y vivíamos rodeados de cosas, porque a mi madre le costaba tirar hasta los tarros vacíos de mermelada. La casa estaba tan atestada que, aunque se apilaran los trastos en los armarios o se escondieran tras las cortinas, a mí me daba demasiada vergüenza invitar a mis amigas del colegio.

Hasta muchos años después, y con gran sorpresa, no me enteré de que ese hotelito, el Tre-Arddur Bay, nunca fue propiedad nuestra, sino del hermano de mi madre, mi tío Ted, un militar fanfarrón que había heredado la propiedad, junto con otras, de mi abuelo. Y si vivíamos allí, de hecho, era gracias a él. Como mandaban los usos victorianos, todo lo que pertenecía a mi familia materna, que no era poco, había pasado al hijo varón, a pesar de que había nacido el último. La línea femenina no recibió nada, y esa línea consistía en mi madre y su hermana, mi tía May.

El hijo del tío Ted, mi primo Michael, sería el siguiente en heredar. Michael tenía un año más que yo y era un niño de buen carácter y gran sonrisa; de pequeños fuimos inseparables. Luego, a su familia la destinaron a Malasia y al volver retomó el papel de hermano mayor y protector. Salíamos juntos a navegar, y cuando él pasó de la bicicleta a la moto, me llevaba atrás con él. Llegamos a prometer que nos casaríamos si, para cuando cumpliéramos los cincuenta años, nadie nos había querido.

Durante la guerra, todo el mundo parecía dar por supuesto que si los alemanes intentaban invadir Gran Bretaña, partirían desde Irlanda y desembarcarían en alguna parte de nuestra humilde isla galesa. Y de hecho, el año en que yo nací la Luftwaffe bombardeó Belfast, que estaba justo enfrente de nosotros, al otro lado del mar, en la que fue su peor ofensiva aérea detrás del Blitz de Londres. De ahí que el ejército ocupara nuestro hotel, cerrándolo al público; aunque nos permitieron seguir viviendo allí, de hecho nos habían quitado nuestro medio de vida.

Los soldados instalaron puestos de tiro por toda la costa, en los cabos y en todas las zonas altas, y la explanada frente al hotel, sobre la playa, se convirtió en un párking para los tanques. En esa época cumplíamos todas las noches el ritual de tiempos de guerra: bajábamos las luces y corríamos unas gruesas cortinas negras en todas las ventanas para que los aviones enemigos no pudieran detectarnos.

Tenía yo unos tres años cuando llegó al hotel toda una compañía de militares estadounidenses, como refuerzo de los soldados que ya teníamos allí acuartelados, y se instalaron en unos barracones prefabricados enfrente del hotel. Eran unos chicos encantadores, muy amables con mi hermana y conmigo; en aquellos tiempos de escasez y de cupones de racionamiento, nos regalaban montones de dulces y nos ayudaban a subir a la bicicleta cada vez que nos caíamos… porque nosotras éramos dos hermanitas temerarias y nos pasábamos el día yendo y viniendo por el caminito del hotel, ahora lleno de baches gracias al tráfico de vehículos militares pesados.

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Mi bisabuela Sarah Williams, 1899

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Mi abuela Grace Coddington, 1897

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Mi padre William, con la abuela Grace Coddington, Leslie (con Jack, el perro), Robert y el abuelo Reginald, en la casa de Bennetston Hall, Derbyshire, Inglaterra, 1912

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Mi tía May, mi abuela Marion Williams, mi madre y mi tío Ted, alrededor de 1911

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La boda de mi madre y mi padre, 1934

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Mi hogar: el hotel Tre-Arddur Bay, Anglesey, Gales del Norte, 1964

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Mi padre, mi hermana Rosemary, mi madre y yo, en el jardín, delante de la casita de juguete. Tre-Arddur Bay, 1941

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Con mi hermana Rosemary, las dos con jerseys tejidos por mi madre, junto a las hortensias. Tre-Arddur Bay, 1945

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A punto de irme a navegar, ataviada al estilo chic de Audrey Hepburn, y probablemente enamorada, Tre-Arddur Bay, 1955

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En casa, con un vestido en A y actitud de modelo, Tre-Arddur Bay, 1954

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Rosie con aspecto muy glamouroso, justo antes de prometerse en matrimonio, Tre-Arddur Bay, 1955

En 1945, cuando acabó la guerra y los soldados hicieron el petate para volverse a su casa, lo dejaron todo hecho una pena. Arrasaron. Destrozaron los suelos, rompieron los espejos y llenaron las paredes de agujeros. Mis padres pasaron siglos tratando de conseguir que el ejército les pagara los daños, y al final lo lograron… pero a precios de antes de la guerra, es decir, una fracción de lo que iban a costar de verdad las reparaciones.

Al volver la paz, arreglamos el hotel de forma sencilla y asequible, y volvimos a abrir al público. El pueblo seguía más o menos como antes. Volvíamos a comprar los periódicos en la tienda de ultramarinos y yo guardaba el dinero de mi paga en una cartilla de ahorros de la estafeta de correos, regentada por el cartero Robin, que también era quien me surtía de mis chucherías favoritas: caramelos de menta, gominolas surtidas y sherbet fizz, unos polvos pica-pica que sabían a fruta. Para las provisiones generales había que ir, como antes, a la tienda de Miss Jones, atestada y oscura igual que siempre, y donde se despachaban desde tiritas hasta huevos, mermelada y tiras de papel atrapamoscas. Miss Jones seguía siendo tan llamativamente bajita que se subía en una inestable pila de cajas para atendernos desde el mostrador.

Yo esperaba que, con el tiempo, todo recuperara su tranquilidad y su encanto. Pero pronto me di cuenta de que, aunque antes teníamos bastante buena posición económica (mi hermana poseía un poni, mi madre muchas joyas hermosas, y mi padre conducía un vehículo de lujo francés, un Delage, que había pasado la guerra en la cochera por culpa del racionamiento de combustible), ahora parecíamos bastante pobres. Por ejemplo, antes teníamos una pequeña cámara de uso doméstico, que imagino que no era un objeto asequible por entonces, y recuerdo que la infancia de mi hermana quedó inmortalizada en película con mucho grano. La mía no. Solo se me ocurre que venderíamos la cámara para pagar algunos de los arreglos más urgentes o las deudas.

A partir del segundo embarazo de mi madre, que fue difícil –tanto Rosie como yo nacimos por cesárea–, el médico le dijo que no debía tener más hijos. Como por entonces no había verdaderos métodos anticonceptivos, mi padre se fue a dormir a otro cuarto; de todas formas, para entonces ya ocupaban camas separadas. Mi hermana y yo compartíamos la habitación porque me daba terror, y todavía me da, estar sola a oscuras; sin embargo, para entonces Rosie ya tenía edad de poseer su propio dormitorio, así que fue mi padre quien se vino a dormir al mío.

La abstinencia fue separando a mis padres todavía más, pero yo entonces no me daba cuenta; era feliz teniéndole a él para mí sola todas las noches: me hacía cosquillas en el brazo y me contaba cuentos hasta que me quedaba dormida. Me sorprende lo poco que recuerdo de él, excepto que yo le adoraba de corazón. Con el paso de los años, se fue convirtiendo en una figura cada vez más melancólica, y en invierno pasaba horas sentado frente a la estufa eléctrica de nuestro dormitorio. Fumaba varios paquetes de Player’s Navy Cut sin filtro cada día, y de ahí le vino una tos terrible, que parecía romperle por la mitad. En esa época ya se había hecho asiduo de los corredores de apuestas, y perdía sumas considerables en las carreras de caballos; luego empeñaba alguna de las joyas que le había regalado a mi madre, con la esperanza de recuperarla a la semana siguiente, si conseguía buenas ganancias.

Yo tenía once años cuando, una tarde de principios de otoño, entré en el cuarto de baño y me encontré a mi padre tirado en el suelo, no inconsciente del todo pero sí delirando. Salí corriendo a buscar a mi madre y vi cómo le llevaban de inmediato al hospital. Le hicieron pruebas y más pruebas, pero solo cuatro meses después, el día de Año Nuevo de 1953, murió de cáncer de pulmón.

Tras salir del hospital por primera vez, mi padre me había dicho que no tenían la menor idea de lo que le pasaba. Supongo que, en ese momento, aún le estaban ocultando la verdad, pero estoy segura de que mi madre sí lo sabía. A partir de entonces, yo pasé a dormir al cuarto de ella y ella al mío, para cuidar mejor de mi padre. Con el paso de los meses, él iba estando cada vez más débil y más flaco, y ya no era capaz de hacerse entender. Mi madre le daba chupitos de whisky a modo de reconstituyente; ya en las últimas semanas, me contó que no iba a ponerse mejor.

Mi tía May, que llevaba un tiempo viviendo con nosotros, fue quien nos dijo a mi hermana Rosie y a mí que nuestro padre había muerto. Rosie salió corriendo a su habitación, pero yo me quedé fuera, en el pasillo. Mi madre, de pie junto a la cama, lloraba. Mi hermana, al darse cuenta de que mi padre se había ido, se puso a sacudirle para que volviera, desconsolada, histérica. Yo lo vi todo: mi madre tratando de calmar sus gritos, mi tía queriendo hacerla salir de la habitación.

Jamás volví a entrar en ese cuarto, que quedó vacío a partir de entonces. Alguna vez, muy pocas, llegué a acercarme por allí en los años siguientes, queriendo obligarme a poner un pie en el umbral a oscuras. Pero siempre acababa por salir corriendo, con el corazón desbocado de terror a lo desconocido.

Tampoco asistí al funeral, por decisión de mi madre, que me consideró demasiado pequeña para ello. Me pasé el día del entierro vagando por los campos desiertos que rodeaban el hotel, penando, intentando comprender qué era la muerte, inconsolable por la pérdida pero deseando estar con los demás. Estuve sola hasta que todos los amigos y los parientes volvieron para tomar té y pasteles tras el servicio funeral.

Mi padre fue el primero en ocupar el nicho familiar en el cementerio que linda con el convento donde estudié de adolescente; había sitio en él para mi padre, mi madre, mi hermana y yo, pero luego se murió mi tía y ocupó el sitio que tenía yo reservado. Pensándolo ahora, me parece bien, porque de todas formas tengo pensado que me incineren.

Desde que aprendí a leer, los tebeos infantiles me transportaban a mundos más alegres. Mi madre tenía libros, pero yo casi no los miraba; prefería mucho más los semanarios británicos de esa época, Beano y Dandy, y uno nuevo más colorido, llamado Girl, que como su nombre indica estaba más enfocado a las chicas y fue mi favorito hasta que pasé a leer revistas de moda como Vogue.

Mi hermana me leía cuando yo era pequeña los clásicos infantiles, como Winnie-the-Pooh y Alicia en el país de las maravillas. Muchos años después, esa narración serviría para inspirar una de mis sesiones fotográficas favoritas. Pero las historias que realmente me encantaban eran las de Orlando the Marmalade Cat, una colección de libros ilustrados preciosos obra de Kathleen Hale sobre el gato Orlando y su esposa Grace, que tienen tres gatitos: Pansy, Blanche y Tinkle. Lo que a mí me gustaba era ver la historia con imágenes, no con palabras.

La mayoría de los huéspedes del hotel eran familias que volvían año tras año. Y luego estaba Mr Wedge, un señor al que yo llamaba el Hombre Gamba porque me llevaba a pescarlas. Era un cliente habitual, muy correcto, fumador de pipa, y probablemente se dedicaba a la banca. Recuerdo muy bien su pantalón de traje remangado hasta las pantorrillas, y el chaleco que no se quitaba mientras revolvíamos por los charquitos con la red. Mr Wedge era mucho mayor que yo, posiblemente por entonces tendría treinta y muchos o cuarenta y pocos, mientras que yo andaba por los trece, y a mí me debía de parecer de la edad de Santa Claus. Un día el hombre entró en casa y se sinceró con mi madre: estaba locamente enamorado de mí, dispuesto a esperar a que creciera para que nos casáramos. Mi madre se quedó espantada y, completamente fuera de sí, lo echó de casa.

Todavía no teníamos televisor pero, una vez al año, cuando íbamos a pasar unos días con mi tía y mis primos en Cheshire, aprovechábamos para montar en su poni y nos daban permiso para ver la tele. Sin embargo, a mí lo que más fascinaba eran las películas. Durante mi primera adolescencia, me dejaban ir a la sesión matinal una vez por semana, los sábados: yo hacía las camas, fregaba los platos, acababa el resto de mis tareas y allá que me iba, sola, dando una caminata de kilómetro y medio al borde del mar hasta la parada del autobús, corriendo y parando para pasar entre ola y ola sin mojarme. Luego tomaba el autobús hasta Holyhead, pasando por los descampados y los párkings vacíos que componían el paisaje.

El cine era una pulguera que se caía a pedazos, el típico cine de pueblo al que no le faltaban los sillones de terciopelo gastado ni la chica que vendía helados en el descanso. Como el que sale en La última película, pero más decadente. Yo me instalaba en los asientos dobles de las últimas filas, que eran los más cómodos, los que elegían los chicos para achuchar a sus novias durante la sesión vespertina, y allí, en la oscuridad, me entregaba completamente al mundo onírico del celuloide.

Recuerdo estar enamoradísima de Montgomery Clift y de James Dean, y que me encantaban todos los chicos con ojos tristes y dulces y alma errante. También me chiflaban los caballos: los de la película Fuego de juventud, en la que salía Elizabeth Taylor; y Black Beauty, que era terriblemente triste, aunque no tanto como Bambi, en la que lloré de principio a fin. Otra de mis películas favoritas fue Duelo al sol… qué historia de amor tan trágica. Adoraba a Gregory Peck, con aquella voz tan cálida y tranquilizadora. Me imaginaba a veces casándome con él; quizá no casándome en el sentido clásico y carnal, sino estando con él en una “cita soñada” de duración prolongada y misteriosa.

Me encantó Las zapatillas rojas, con Moira Shearer y Robert Helpmann, que fue la primera película que vi. Preciosa. ¡Esa melena rojiza! ¡Esas zapatillas de ballet rojas! Pocos años después, volví a verla y pensé: “La verdad es que esta película tiene un lado siniestro”, pero en su momento tenía doce años, la vi con mi madre, y solo percibí la parte romántica del ballet.

Y Audrey Hepburn, tan chic y tan adorable con sus pantalones pitillo y sus bailarinas. Me imaginaba muy bien, viendo la comedia Sabrina, sentada en ese árbol… siendo la hija del chófer, mirando con ojos anhelantes a los chicos, como cuando espiaba a mi hermana con sus novios, todos muy atractivos. Me encantaba Audrey, y no solo por las películas, sino por un reportaje fotográfico que vi en la revista Picture Post, una pieza que impresionó mucho. Se la veía feliz en bicicleta y luego cocinando en un apartamentito diminuto, todo tan limpio y tan brillante. Yo quería vivir exactamente así, de esa forma tan perfecta.

Cuando volvía a casa, intentaba muchas veces hacerme modelos tan sofisticados como los que llevaban las actrices de la gran pantalla. Durante mi adolescencia yo misma me hice la mayoría de mi guardarropa, hasta los trajes y los abrigos, en la máquina de coser Singer que teníamos en casa, que funcionaba con un pedal. Lo único que hacía falta era paciencia; eso sí, mucha. Me servía de los patrones de Vogue y de las telas que compraba en Polykoff’s, los antiguos grandes almacenes de Holyhead. Nunca me hice nada escandaloso, porque mi madre no me hubiera dejado usar más que ropa relativamente convencional. Lo demás me lo tejía ella porque, como dan fe muchas fotos antiguas, mi madre no paraba de tejer; se llevaba la labor a todas partes, de día y de noche, y hacía prendas que para mí eran una cruz, porque cedían muchísimo, sobre todo los trajes de baño de punto: cedían y no se secaban nunca.

Ya de niña, Vogue iba en camino de convertirse en mi revista favorita: veía por la casa el ejemplar de mi hermana y lo leía cuando ella lo había acabado, así que en cierto modo fue Rosemary quien me introdujo en la moda. Luego, un poco mayor, ya iba por mi cuenta a Holyhead especialmente para comprármela. Siempre llegaba a últimos de mes, y generalmente uno o dos ejemplares nada más. Casi siempre tenían también Harper’s Bazaar, pero yo quería Vogue. La compraba para fantasear viendo aquella ropa preciosa, y me gustaba perderme en sus páginas.

Cuando hojeaba Vogue, me fascinaban las nuevas modas, aquellos atuendos tan femeninos de los cincuenta, que destilaban un tipo de glamour más suave y accesible, no tan deslumbrante como el de la pantalla del cine. Pero lo que me fascinaba eran las fotografías de por sí, especialmente las de exteriores. Con ellas viajaba a todo tipo de lugares exóticos, lugares donde se podía llevar aquella ropa. ¡Trajes de aprés-ski bajo los abetos nevados! ¡Pareos para la playa en islas bañadas de sol!

Las imágenes que más me llamaban la atención eran las de Norman Parkinson, uno de los fotógrafos de moda que por entonces ya era un famoso como lo entendemos hoy. Parkinson era alto, flaco, vestía con trajes elegantes, llevaba un bigotillo hirsuto a lo militar y siempre salía en sus propias imágenes. Empecé a reconocer su trabajo por el sentido del humor juguetón y por su personalidad irreprimible. Parkinson llegó a ser muy importante en mi vida.

A partir de los trece años, pasaba cada vez más tiempo estudiando Vogue, desde que mi hermana se casó, se fue de casa, y yo heredé la sofisticada privacidad de su dormitorio. Mientras ella vivió allí, el cuarto era solo suyo: ni siquiera me permitía pasar de la puerta a menos que me invitara. Así que lo primero que hice fue cambiar la decoración. Ella lo tenía pintado de amarillo, y yo pinté de rosa… ¿o fue al revés?

Mi madre nunca puso pegas a que mi hermana se casara tan joven –dieciocho años nada más–, porque tenía obsesión por encontrarnos marido. El de mi hermana, John Newick, era profesor de la universidad de Birmingham, varios años mayor que ella, y ya había estado casado y tenía dos hijos.

Lo gracioso es que, al irse ella de casa, empezamos a estar más unidas. De hecho, la veía más. Nuestra relación cambió de plano: cuando yo era pequeña, ella podía mangonearme, o hacerme aguantar sus arranques de mal carácter. Pero yo había crecido mucho, y descubrí entonces que había otra forma de enfrentarme a la cosas. Cuanto más se enfada alguien conmigo, más tranquila me pongo, y esa es una política que he mantenido durante toda mi vida.

El colegio de monjas en el que estudié desde los nueve hasta los diecisiete años se llamaba The Bon Saveur, regentado por una orden católica francesa; estaba en Holyhead y era pequeño, bastante exclusivo, porque era el único privado de los alrededores. Tenía unos suelos de madera preciosos, techos altos, pistas de tenis y un terreno maravilloso con césped ondulado y jardincitos. Además de las asignaturas y deportes habituales, teníamos clases de ballet, de labores de costura y demás pasatiempos destinados a prepararte para una vida con marido y sin empleo.

Mi hermana, que había estado interna allí antes que yo, no disfrutó mucho de la vida monástica: se quejaba de que le dolían las rodillas de tanto rezar. Cuando me tocó ir a mí, mis padres mandaron una nota explicando que estábamos muy a gusto como miembros de la iglesia anglicana, y no teníamos por tanto intención alguna de convertirnos al catolicismo, así que me dispensaban un poco de los servicios religiosos.

Había en el colegio unas sesenta chicas; para mí, era la primera ocasión en que me veía inmersa entre semejante multitud, y me causó una angustia considerable. Rodeada de tanta gente nueva, sentía náuseas y me ponía físicamente enferma: unos síntomas que, aunque ciertamente se me han ido aplacando con los años, nunca me han desaparecido del todo. Nunca, durante toda la infancia, fui capaz de sentarme en el comedor con las demás niñas del colegio sin sentir una especie de pánico, un miedo horrible. La cosa llegó a tal punto que durante una temporada mi madre me permitía volver a casa a comer, a pesar de que tardaba una hora en ir y otra en volver, lo que apenas me dejaba tiempo para la comida en sí. Al final, mis padres me dejaban encargada y pagada la comida en un café del pueblo, tranquilo y silencioso, donde no tenía que hablar con nadie. Todavía me dan esos ataques cuando me enfrento a algo que no debería costarme esfuerzo alguno, como tomar la palabra durante las reuniones semanales de moda que tenemos en Vogue.

Durante el verano, iba al colegio en bicicleta pasando por los campos de golf vacíos y los prados llenos de caballos, vacas y ovejas, vistiendo un uniforme muy simple: camisa azul de manga corta y unos shorts plisados hasta la rodilla de color gris. Pero en invierno la cosa cambiaba; hacía siempre tanto frío que me veía el aliento, aunque caldeara la habitación antes de levantarme con la estufa eléctrica de una sola resistencia que me dejaban poner durante diez minutos. Tanto frío, que me vestía en la cama. Guardaba el uniforme del colegio –un pichi gris de lana con camisa de franela azul de manga larga y corbata, chaqueta gris de lana y leotardos gruesos– muy bien doblado bajo la almohada, y me lo ponía culebreando bajo las mantas.

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Mi uniforme escolar de invierno

Los niños de la escuela pública de al lado nos odiaban a las chicas de las monjas, porque para ellos éramos unas snobs. Nos llamaban de todo. “Pija”, decían entre dientes en dirección a mí, sentada en el autobús con el gorrito del colegio y mi impermeable gris, abrazada a la cartera a modo de defensa, en notable desventaja numérica respecto a mis acosadores.

Durante los recreos, se suponía que las niñas teníamos que hablar en francés. A la directora, la madre superiora, la llamábamos Ma Mère, y a las profesoras Madame, porque todas estaban casadas con Dios. Ahora creo que muy pocas de aquellas monjas eran francesas de verdad, pero desde luego tenían un carácter muy jovial aunque llevaran aquellos hábitos negros tan severos y la toca blanca. El convento tenía una azotea enorme, y durante el recreo tras la comida, que duraba una hora entera, muchas veces subían allí a patinar, con los ropones aleteando alrededor, como cuervos sobre ruedas. Y algunas lo hacían muy bien: no llegaban a dar volteretas, pero sí que hacían alguna pirueta.

Mi amiga del alma se llamaba Angela, aunque no nos veíamos mucho fuera del colegio porque vivía al otro lado de la isla, a treinta kilómetros de distancia. De vez en cuando corríamos alguna aventura: tomábamos el tren que atravesaba el estrecho de Menai hasta Bangor, ya en tierra firme, para asistir a unas clases de bailes de salón donde siempre nos emparejaban con unos chicos tan bajitos que no nos llegaban ni a la barbilla. También era amiga de otra chica llamada Mary, que era muy lista, la “rebelde” del colegio, y además tenía unos pechos enormes para sus catorce años. Cuando volvíamos a casa, nos quedábamos charlando en la parada del autobús, que estaba junto a un garaje donde trabajaba un mecánico muy guapo. Mary la rebelde se quedó embarazada enseguida.

Cuando la noticia empezó a correr por la clase, todas nos quedamos muertas de emoción porque en el colegio no se hablaba en absoluto de educación sexual. Obviamente, a los padres no se les podía preguntar nada ni a las monjas tampoco, así que estábamos ansiosas por obtener toda la información en detalle y de primera mano, allí mismo. En el recreo, rodeábamos todas a Mary sin aliento, preguntándole con urgencia por ejemplo: ¿y cómo lo hicisteis? ¿Y qué hiciste tú luego? ¿Y qué se siente?

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Un dos tres, un dos tres… ¡ay!

A los quince años me enamoré locamente por primera vez. Él se llamaba Ian Sixsmith, y era el segundo hijo de una de esas familias que venían al hotel todos los veranos. Era muy guapo, desgarbado, con el pelo negro y brillante peinado hacia atrás. Su hermano pequeño asistía a la escuela de niños que teníamos al lado.

Nuestra familia no era de esas que se reúnen para hablar del amor, de la vida, del sexo y demás. No nos tocábamos demasiado, y de hecho no recuerdo abrazar ni besar a mi madre, quizá como mucho darle un besito en la mejilla. A mí, sin embargo, nada de esto me extrañaba: parecía que todas las familias se comportaban así.

Yankis