Las tres hilanderas

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Allá en aquellos tiempos había una joven muy perezosa que no quería hilar. Su madre se incomodaba mucho; pero no podía hacerla trabajar. Un día perdió la paciencia de manera que llegó a pegarla, y su hija se puso a llorar a gritos. En aquel momento pasaba por allí la Reina, y oyendo los sollozos, mandó detener su coche y entró en la casa preguntando a la madre por qué pegaba a su hija con tanta crueldad, que se oían en la calle los lamentos de la niña. La mujer, avergonzada, no quiso contarla la pereza de su hija, y la dijo:

-No puedo hacerla que suelte el huso ni un solo instante, quiere estar hilando siempre, y yo soy tan pobre que no puedo darla el lino que necesita.

-Nada me gusta tanto como la rueca -la respondió la Reina-; el ruido del huso me encanta, dejadme llevar a vuestra hija a mi palacio, yo tengo lino suficiente e hilará todo lo que quiera. La madre consistió en ello con el mayor placer, y la Reina se llevó a la joven.

En cuanto llegaron a palacio la condujo a tres cuartos que estaban llenos de arriba abajo de un lino muy hermoso.

-Hílame todo ese lino -la dijo-, y cuando esté concluido, te casaré con mi hijo mayor. No te dé cuidado de que seas pobre; tu amor al trabajo es un dote suficiente.

La joven no contestó; pero se hallaba en su interior consternada, pues aunque hubiera trabajado trescientos años, sin dejarlo desde por la mañana hasta por la noche, no hubiera podido hilar aquellos enormes montones de estopa. Así que se quedó sola, echó a llorar, permaneció así tres días sin trabajar nada. Al tercero, vino a visitarla la Reina y se admiró de ver que no había hecho nada; pero la joven se excusó, alegando su disgusto por verse separada de su madre. La Reina aparentó quedar satisfecha con esta excusa, pero la dijo al marcharse:

-Bien, pero mañana es necesario empezar a trabajar.

Cuando se quedó sola la joven, no sabiendo qué hacerse, se puso a la ventana. Estando allí vio venir tres mujeres, la primera de las cuales tenía un pie muy ancho y muy largo, la segunda un labio inferior tan grande y caído que la pasaba y cubría por debajo de la barba, y la tercera el dedo pulgar muy largo y aplastado. Se colocaron delante de la ventana, dirigiendo sus miradas al interior del cuarto, y preguntaron a la joven qué quería. Refiriolas su disgusto y ofrecieron ayudarla.

-Si nos prometes -la dijeron- convidarnos a tu boda, llamarnos primas tuyas, sin avergonzarte de nosotras, y sentarnos a tu mesa, hilaremos tu lino y concluiremos muy pronto.

-Con mucho gusto -las contestó-; entrad y comenzaréis en seguida.

Introdujo a estas tres extrañas mujeres e hizo un sitio en el primer cuarto para colocarlas, poniéndose en seguida a trabajar. La primera hilaba la estopa y hacía dar vueltas a la rueda; la segunda mojaba el hilo; la tercera le torcía y le apoyaba en la mesa con su pulgar y cada vez que pasaba el dedo echaba una madeja del hilo más fino. Siempre que entraba la Reina escondía la joven a sus hilanderas y la enseñaba lo que había hecho, llenándose la Reina de admiración. En cuanto estuvo vacío el primer cuarto pasaron al segundo y después al tercero, concluyendo en muy poco tiempo. Entonces se marcharon las tres jóvenes, diciendo:

-No olvides tu promesa, que no tendrás de qué arrepentirte.

Cuando la joven enseñó a la Reina las piezas vacías y el hilo hilado, se fijó el día de la boda. El Príncipe estaba admirado de tener una mujer tan hábil y trabajadora, y la amaba con ardor.

-Tengo tres primas -le dijo-, que me han hecho mucho bien, y a las que no quiero olvidar en mi felicidad; permitidme convidarlas a mi boda y sentarlas a nuestra mesa.

El Príncipe y la Reina no la pusieron ningún obstáculo. El día de la boda llegaron tres mujeres magníficamente ataviadas, y la novia les dijo:

-Bien venidas seáis, queridas primas.

-¡Oh! -exclamó el Príncipe-, tienes unas parientas bien feas.

Dirigiéndose después a la que tenía el pie ancho:

-¿De qué tienes ese pie tan grande? -la preguntó.

-De hacer dar vueltas a la rueda -le contestó-, de hacer dar vueltas a la rueda.

A la segunda:

-¿De qué tienes ese labio tan caído?

-De haber mojado el hilo, de haber mojado el hilo.

Y a la tercera:

-¿De qué tienes ese dedo tan largo?

-De haber torcido el hilo, de haber torcido el hilo.

El Príncipe, asustado al ver aquello, juró que desde allí en adelante no volvería su esposa a tocar la rueca, librándola así de esta odiosa ocupación.

El hijo ingrato

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Un día estaba un hombre sentado con su mujer a la puerta de su casa, y se hallaban comiendo con mucho gusto un pollo, el primero que les habían dado aquel año las gallinas. El hombre vio venir a lo lejos a su anciano padre y se apresuró a ocultar el plato para no tener que darle, de modo que sólo bebió un trago y se volvió en seguida.

En aquel momento fue el hijo a buscar el plato para ponerle en la mesa, pero el pollo asado se había convertido en un sapo muy grande que saltó a su rostro, al que se adhirió para siempre. Cuando se intentaba quitarle de allí, el horrible monstruo lanzaba a las gentes miradas venenosas como si fuera a tirarse a ellas, así es que nadie se atrevía a acercarse. El hijo ingrato quedó condenado a sustentarle, pues, si no, le devoraba la cabeza, y así pasó el resto de sus días vagando miserablemente por la tierra.

Juan el fiel

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Había una vez un rey muy viejo que cayó malo. Conociendo que iba a morir, hizo llamar al fiel Juan, que era al que más quería de sus criados, y le llamaban así porque había sido fiel a su amo toda su vida. En cuanto llegó le dijo el rey:

-Mi fiel Juan, conozco que se acerca mi fin: sólo me da cuidado la suerte de mi hijo; es todavía muy joven, y no sabrá siempre dirigirse bien; no moriré tranquilo si no me prometes velar por él, enseñarle todo lo que debe saber, y ser para él un segundo padre.

-Os prometo -respondió Juan- no abandonarle, y servirle lealmente, aunque me cueste la vida.

-Entonces, ya puedo morir en paz -dijo el viejo rey-. Después de mi muerte le enseñarás todo el palacio, todas las cercanías, las salas, los subterráneos con las riquezas en ellos encerradas; pero no le dejes entrar en la última cámara de la galería grande, donde está el retrato de la princesa de la Cúpula de Oro, pues si ve este cuadro, experimentará hacia ella un amor tan increíble que le hará exponerse a los mayores peligros. Procura librarle de esto.

El fiel Juan repitió sus promesas, y tranquilo el viejo rey, inclinó su cabeza en la almohada y expiró.

En cuanto dejaron en la tumba al anciano rey, Juan refirió a su joven sucesor lo que había prometido a su padre en el lecho de muerte.

-Estoy dispuesto a cumplirlo -añadió-, y os seré fiel como lo he sido a vuestro padre, aunque me cueste la vida.

En cuanto pasó el tiempo del luto, dijo Juan al rey:

-Ya podéis conocer vuestra herencia. Voy a enseñaros el palacio de vuestro padre.

Le llevó por todo él, por lo alto y por lo bajo, y le enseñó todas las riquezas que llenaban las magníficas habitaciones, omitiendo sólo el cuarto en que estaba el peligroso retrato. Había sido colocado de tal manera que, en cuanto se abría la puerta, se le veía en seguida, y estaba tan bien hecho que parecía vivir y respirar y que nada en el mundo era tan hermoso ni tan amable. El joven rey vio desde luego que el fiel Juan pasaba siempre delante de esta puerta sin abrirla, y le preguntó el motivo.

-Es -respondió el otro- porque hay en el cuarto una cosa que os dará miedo.

-Ya he visto todo el palacio -dijo el rey-, quiero saber lo que hay aquí.

Y quería abrir por fuerza.

El fiel Juan le contuvo diciéndole:

-He prometido a vuestro padre, en su lecho de muerte, no dejaros entrar en este cuarto, de lo que podían resultar grandes desgracias para vos y para mí.

-La mayor desgracia -replicó el rey- es que mi curiosidad no quede satisfecha. No descansaré hasta que mis ojos lo hayan visto todo. No salgo de aquí hasta que me hayas abierto.

El fiel Juan, viendo que no había medio de negarse, fue, lleno de tristeza el corazón y suspirando mucho, a buscar la llave entre las demás. En cuanto abrió la puerta, entró el primero, procurando ocultar el retrato con su cuerpo; todo fue inútil: el rey, levantándose sobre la punta de los pies, le vio por encima de sus hombros. Pero al ver aquella imagen de una joven tan hermosa y deslumbrante de oro y de pedrerías, cayó sin conocimiento en el suelo. Levantole el fiel Juan y le llevó a su cama.

-¡El mal está hecho! ¡Dios mío!, ¿qué va a ser de nosotros?

Y le hizo tomar un poco de vino para que recobrase las fuerzas.

La primera palabra del rey, cuando volvió en sí, fue preguntar de quién era aquel hermoso retrato.

-El de la princesa de la Cúpula de Oro -respondió el fiel Juan.

-El amor que me ha hecho concebir es tan grande -dijo el rey- que si todas las hojas de los árboles fueran lenguas, no bastarían para explicarle. Mi vida depende en lo futuro de su posesión. Tú me ayudarás, tú que eres mi fiel criado.

El fiel Juan reflexionó por largo tiempo de qué modo convenía arreglárselas, pues era muy difícil el presentarse delante de los ojos de la princesa. Por último, imaginó un medio, y dijo al rey:

-Todo lo que rodea a la princesa es de oro; sillas, tazas, copas y muebles de todas clases. Vos tenéis cinco toneladas de oro en vuestro tesoro; hay que dar una a los plateros para que hagan vasos y alhajas de oro de todas hechuras; pájaros, fieras, monstruos de mil formas, en fin, todo lo que debe agradar a la princesa. Nos pondremos en camino con estas joyas y procuraremos probar fortuna.

El rey mandó venir a todos los plateros del país, y trabajaron noche y día hasta que todo estuvo concluido. Entonces lo embarcaron en un navío. Juan el fiel tomó el traje de comerciante y el rey hizo otro tanto para que nadie pudiera conocerle. Después se hicieron a la vela y navegaron hasta la ciudad en que habitaba la princesa de la Cúpula de Oro.

El fiel Juan desembarcó solo y dejó al rey en el navío.

-Quizás -le dijo-, traeré conmigo a la princesa; procurad que todo esté en orden, que se hallen a la vista dos vasos de oro y que el navío esté adornado como para una fiesta.

En seguida llenó su cinturón de muchas alhajas de oro y se fue derecho al palacio del rey.

En cuanto entró, vio en el patio una joven que sacaba agua de una fuente con dos cubos de oro. Cuando se volvía para marcharse, distinguió al extranjero, y le preguntó quién era.

-Soy comerciante -le respondió.

Y abriendo su cinturón, la enseñó sus mercancías.

-¡Qué cosas tan bonitas! -exclamó.

Y poniendo sus cubos en el suelo, se puso a mirar todas las joyas, una tras otra.

-Es preciso -dijo- que vea todo esto la princesa: ella os lo comprará, porque la gustan mucho los objetos de oro. Y cogiéndole por la mano, le hizo subir al palacio, porque era una doncella.

Gustaron tanto los diamantes a la princesa, que dijo a Juan:

-Está tan bien trabajado, que te lo compro todo.

Mas este la contestó.

-Yo no soy más que el criado de un comerciante muy rico; todo lo que veis aquí no es nada en comparación de lo que mi amo tiene en su navío: en él veréis las más preciosas y hermosas obras de oro.

Quería que se las trajesen, pero Juan dijo a la princesa:

-Hay muchas: se necesitaría mucho tiempo y mucho espacio; vuestro palacio no sería suficiente.

Excitose más con esto su curiosidad, y exclamó por último:

-Pues bien, conducidme a ese navío, quiero yo misma ver los tesoros de tu amo.

El fiel Juan la acompañó muy alegre al navío; y al verla el rey le pareció más hermosa todavía que su retrato; el corazón le saltaba de alegría; cuando subió a bordo la ofreció el rey la mano; durante este tiempo el fiel Juan, que se había quedado detrás, mandó al capitán levar el ancla y largarse a toda vela. El rey bajó con ella a la cámara y la enseñó una a una todas las piezas de la vajilla de oro, los platos, las copas y los pájaros, las fieras y los monstruos. Pasaron así muchas horas y mientras estaba ocupada en examinarlo todo, no conoció que el navío estaba navegando. Cuando bubo concluido dio gracias al pretendido comerciante y se dispuso a volver a su palacio, pero al llegar al puente vio que estaba en alta mar, muy lejos de la tierra, y el navío navegando a todo trapo.

-¡Me han vendido! -exclamó llena de espanto-. ¡Me han robado! ¡Caer en poder de un comerciante! ¡Mejor quisiera morir!

Pero el rey, presentándole la mano, la dijo:

-Yo no soy comerciante, soy un rey, y de tan buena familia como la vuestra. Si os he robado con una astucia, no lo atribuyáis más que a la violencia de mi amor. Es tan grande, que cuando he visto vuestro retrato por primera vez, he caído sin conocimiento al suelo.

Estas palabras consolaron a la princesa, se conmovió su corazón y consintió en casarse con el rey.

Mientras navegaban en alta mar, el fiel Juan, estando un día sentado en la popa del navío, distinguió en el aire tres cornejas que vinieron a colocarse delante de él. Escuchó lo que decían entre sí, pues comprendía su lenguaje.

-¿Conque se lleva ya a la princesa de la Cúpula de Oro? -decía la primera.

-Sí -respondió la segunda-, pero no es suya todavía.

-Cómo -dijo la tercera-, ¿pues no está sentada a su lado?

-¿Qué importa? -repuso la primera-; cuando desembarquen presentarán al rey un caballo alazán, él querrá montarle; pero si lo hace, el caballo se lanzará a los aires con él y no volverán a tener noticias suyas.

-¿Pero se puede evitar eso? -dijo la segunda.

-Sí -contestó la primera-, siempre que otra persona se lance sobre el caballo, y cogiendo una de las pistolas que lleva en la silla le deje muerto en el acto. Así se librará el rey. Pero ¿quién puede saber esto? Además de que el que lo sepa y lo diga será convertido en piedra desde los pies hasta las rodillas.

La segunda corneja dijo a su vez.

-Yo sé algo más todavía; aun suponiendo que muera el caballo, el joven rey no por eso poseerá a su prometida. Cuando entren juntos en palacio, le presentarán al rey en una bandeja una magnífica camisa de boda que parecerá tejida de oro y de plata, pero que no es en realidad más que de pez y azufre; si el rey se la pone se quemará hasta la médula de los huesos.

-¿No hay ningún recurso para evitarlo? -dijo la tercera.

-Hay uno -respondió la segunda-. Es preciso que una persona, provista de guantes, coja la camisa y la eche al fuego. Quemada la camisa se salvará el rey. Pero ¿de qué sirve esto, si el que lo sepa y lo diga se convertirá en piedra desde las rodillas hasta el corazón?

La tercera corneja añadió:

-Yo sé algo más todavía; aun en el caso de que quemen la camisa, no poseerá el rey a su prometida. Si hay baile en la boda y baila en él la reina, se desmayará de repente y caerá como muerta, y lo quedará en realidad si no hay alguien que la levante en seguida y la chupe tres gotas de sangre que la saldrán en el hombro derecho, las que escupirá en seguida. Pero el que lo sepa y lo diga será convertido en piedra desde la cabeza hasta los pies.

Después de esta conversación echaron a volar las cornejas. El fiel Juan que las había oído, comenzó desde entonces a ponerse triste y silencioso. Callar era exponer al rey a una desgracia, pero hablar era buscar su propia perdición. Al fin se dijo:

-Salvaré a mi señor, aunque me cueste la vida.

Al desembarcar sucedió todo lo que había dicho la corneja. Presentaron al rey un magnífico caballo alazán.

-Voy a montar en él -dijo- para ir a palacio.

E iba a meter el pie en el estribo, cuando, pasando por delante de él el fiel Juan saltó encima, sacó la pistola de la silla y tendió al caballo muerto.

Los otros criados del rey, que no amaban mucho al fiel Juan, dijeron que era preciso ser loco para matar un animal tan hermoso y que iba a montar el rey. Pero el rey les dijo:

-Callad, y dejadle obrar; su lealtad es a toda prueba, y habrá tenido sus razones para hacerlo así.

Llegaron a palacio y en la primera sala hallaron colocada en un azafate la camisa de boda, que parecía ser de oro y de plata.

Iba el príncipe a tocarla pero el fiel Juan le desvió, y cogiéndola con guantes la arrojó al fuego, que la consumió en el mismo instante. Los demás criados se pusieron a murmurar.

-¡Qué atrevimiento! -dijeron-. ¡Ha quemado la camisa de boda del rey!

Pero el joven rey insistió todavía.

-Sin duda tiene sus razones; dejadle obrar, pues su lealtad es a toda prueba.

Celebráronse las bodas. Hubo un gran baile, y la novia comenzó a bailar. Desde aquel momento el fiel Juan no la perdió de vista. De repente sintió como debilidad, y cayó muerta en el suelo. Arrojose sobre ella en seguida, la levantó y la llevó a su cuarto; y allí, echándola en la cama, se inclinó sobre ella y la chupó tres gotas de sangre del hombro derecho, que escupió en seguida. En el mismo instante volvió a respirar y recobró el conocimiento; pero el joven rey que lo había visto todo y que no comprendía la conducta de Juan, acabó por incomodarse y le mandó prender.

Juan el fiel fue al día siguiente condenado a muerte y conducido al cadalso. Estando subido ya en la escalera, dijo así:

-Todo hombre que va a morir puede hablar antes de su fin. ¿Se me da permiso para ello?

-Te lo concedo -dijo el rey.

Entonces refirió cómo había oído en el mar la conversación de las cornejas, y cómo todo lo que había hecho era necesario para salvar a su amo.

-¡Oh, mi fiel Juan! -exclamó el rey-; te perdono, hacedle bajar.

Pero a la última palabra que había pronunciado Juan el fiel, cayó sin vida, convertido en piedra.

La reina y el rey lo sintieron mucho.

-¡Ay! -decía el rey-, tanta abnegación ha sido muy mal recompensada.

Hizo llevar la estatua de piedra a su alcoba, cerca de su lecho, y siempre que la veía, repetía llorando:

-¡Ah, mi fiel Juan, quién pudiera volverte la vida!

Al cabo de algún tiempo, la reina dio a luz dos hijos gemelos que crio felizmente y que fueron la alegría de sus padres.

Un día en que la reina estaba en la iglesia; y los dos niños jugaban en el cuarto con su padre, se dirigieron sus ojos a la estatua y no pudo dejar de repetir todavía, suspirando:

-¡Ay, mi fiel Juan, por qué no he de poder salvarte la vida!

Pero la estatua, tomando la palabra, le dijo:

-Puedes si quieres, sacrificando lo que tienes más querido.

-Todo cuanto tengo en el mundo -exclamó el rey-, lo sacrificaré por ti.

-Pues bien -dijo la estatua-; para que recobre la vida tienes que cortar la cabeza a tus dos hijos y frotarme de arriba a abajo con su sangre.

El rey palideció al oír esta terrible condición, pero pensando en la abnegación de este fiel criado que había dado su vida por él, sacó su espada y con su propia mano cortó la cabeza de sus hijos y frotó la piedra con su sangre. La estatua se reanimó en el mismo instante, y Juan el fiel se presentó delante de él vivo y sano. Pero entonces dijo al rey:

-Todo sacrificio por mí tendrá su recompensa.

Y tomando las cabezas de los niños las colocó sobre sus hombros y frotó sus heridas con su sangre: en el mismo momento volvieron a la vida y se pusieron a saltar y a jugar, como si no hubiera sucedido nada.

El rey estaba lleno de alegría. Cuando supo que había vuelto la reina, hizo ocultarse a Juan y a sus hijos en un armario grande. En cuanto entró la preguntó:

-¿Has rezado en la iglesia?

-Sí -le contestó-, he pensado constantemente en el fiel Juan, tan desgraciado por causa nuestra.

-Querida mujer -la dijo-, podemos volverle la vida, pero nos costará la de nuestros hijos.

La reina palideció y se oprimió su corazón; respondió sin embargo:

-Le debemos ese sacrificio a causa de su abnegación.

El rey contento de ver que había pensado como él, fue a abrir el armario, e hizo salir al fiel Juan y a los dos niños.

-Gracias a Dios -añadió- le hemos salvado y tenemos nuestros hijos.

Y refirió a la reina lo que había pasado, y vivieron todos juntos muchos años.

El judío en las espinas

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Un hombre rico tenía un criado que le servía con la mayor fidelidad: era el primero que se levantaba por la mañana, y el último que se acostaba por la noche. Cuando había alguna cosa difícil que hacer de que huían los otros, se ponía siempre a ejecutarla sin vacilar; nunca se quejaba y siempre estaba contento y alegre. Al espirar el plazo de su ajuste, no le pagó su amo. Con esta astuta conducta, pensaba para sí, ahorro mi dinero, y no pudiendo marcharse mi criado, queda a mi servicio.

El criado no reclamó; el segundo año pasó como el primero, tampoco recibió su salario, pero no dijo nada y continuó con su amo.

Al terminar el tercer año, el amo acabó por acordarse; llevó la mano a su bolsillo pero no sacó nada. El criado se decidió por último a decirle:

-Señor, os he servido fielmente, durante tres años; sed bastante bueno para darme lo que en justicia me pertenece; quiero marcharme a ver el mundo.

-Sí, amigo mío, sí, le respondió su avaro amo; sí, tú me has servido bien y te se pagará bien.

En seguida sacó tres ochavos de su bolsillo y se los dio uno a uno:

-Te doy un ochavo por cada año. Esto hace una fuerte suma; en ninguna parte te hubieran dado un salario tan grande.

El pobre muchacho, que no entendía de monedas, tomó su capital y dijo:

-Ya tengo el bolsillo bien repleto; ¿qué cosa mala puede sucederme en adelante?

Se puso en camino por valles y montes, cantando y saltando con la mayor alegría. Al pasar cerca de un chaparro encontró un hombrecillo que le dijo:

-¿Dónde vas tan alegre? No tienes muchos cuidados, a lo que veo.

-¿Por qué he de estar triste? -respondió el joven, estoy rico y llevo en mi bolsillo el salario de tres años.

-¿A cuánto sube tu tesoro? -le preguntó el hombrecillo.

-A tres ochavos, en buenas monedas y bien contados.

-Escucha -le dijo el enano- yo soy un pobre que está en la última miseria; dame tus tres ochavos; yo no puedo trabajar, pero tú eres joven y ganarás con facilidad el pan.

El joven tenía buen corazón; se compadeció del hombrecillo y le dio sus seis maravedís, diciendo:

-Tómalos, por el amor de Dios; yo puedo muy bien pasarme sin ellos.

Entonces repuso el enano:

-Tienes buen corazón; desea tres cosas, y por cada ochavo que me has dado obtendrás una de ellas.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo el joven- ¿entiendes de magia? Pues bien, si es así, quiero que me des, en primer lugar, una cerbatana que no yerre nunca el blanco; en segundo lugar, un violín que obligue a bailar a todos los que le oigan tocar, y por último, quiero que cuando dirija una pregunta a alguno se vea obligado a contestarme.

-Todo lo tienes ya -dijo el enano-; y entreabrió el chaparro, donde se hallaban el violín y la cerbatana, como si los hubiera depositado expresamente, y se los dio al joven añadiendo:

-Cuando pidas alguna cosa, nadie podrá negártela.

-¿Qué puedo desear ya? -se dijo a sí mismo el muchacho; y se volvió a poner en camino.

Un poco más lejos encontró un judío con su larga barba de chivo, que estaba inmóvil escuchando el cántico de un pájaro, colocado en lo alto de un árbol:

-¡Maravilla de Dios! -exclamaba-. ¡Que un animal tan pequeño tenga una voz tan grande! Quisiera cogerle. ¿Pero quién se encargará de ponerle sal debajo de la cola?

-Si no quieres más que eso -dijo el muchacho-, el pájaro estará bien pronto en el suelo; -y apuntó tan bien, que el animal cayó en las espinas que había al pie del árbol.

-Anda, pícaro -dijo al judío-, y coge tu pájaro.

El judío se puso en cuatro pies para entrar en las espinas.

En cuanto estuvo en medio, nuestro buen muchacho, por divertirse un rato, cogió su violín y se puso a tocar. En seguida comenzó el judío a menear los pies y a saltar, y, cuanto más tocaba el violín, con mayor ardor bailaba. Pero las espinas despedazaban los andrajos del judío, le arrancaban la barba y le llenaban el cuerpo de sangre.

-¡Ah! -exclamó-; ¿qué música es esa? Dejad vuestro violín, yo no quiero bailar.

Pero el muchacho continuaba, pensando:

-Tú has desollado a bastante gente, que te desuellen a ti las espinas.

El judío saltaba más alto cada vez, y los pedazos de sus vestidos quedaban colgados en el chaparro.

-¡Desgraciado de mí! -exclamaba-; te daré lo que quieras si dejas de tocar; te daré una bolsa llena de oro.

-Ya que eres tan generoso -dijo el muchacho-, voy a dejar de tocar; pero no dejaré de hacerte cumplida justicia; bailas con la mayor perfección. -A estas palabras tomó su bolsa y continuó su camino.

El judío le vio partir, y cuando le hubo perdido de vista, se puso a gritar con todas sus fuerzas:

-¡Miserable músico, violín de taberna, espera que te coja! Te haré correr de tal modo que gastarás las suelas de tus zapatos. ¡Maldito canalla! ¡Ponte cuatro maravedises en la boca, si quieres valer dos cuartos! -y otras injurias que le dictaba su imaginación.

En cuanto se hubo calmado un poco, y se alivió su corazón, corrió a la ciudad a buscar al juez.

-Señor, apelo a vos; mirad como me han despojado y robado en el camino real. Las piedras del camino habrán tenido compasión de mí: ¡mis vestidos despedazados, mi cuerpo desollado!, ¡mi pobre dinero robado con mi bolsillo!, ¡buenos ducados, a cuál más hermosos! ¡Por amor de Dios, haced prender al culpable!

-¿Es un soldado, -preguntó el juez-, quien te ha puesto así, a sablazos?

-No tenía espada -dijo el judío-, pero llevaba una cerbatana al hombro y un violín al cuello. El malvado es fácil de conocer.

El juez envió sus gentes en persecución del culpable: el guapo mozo había andado de aquí para allí por el camino; no tardaron en encontrarle, y hallaron encima de él el bolsillo lleno de oro. Cuando compareció ante el tribunal:

-Yo no he tocado al judío -dijo-; yo no le he quitado su oro; él me lo ha dado voluntariamente, para que callase mi violín, porque le desagradaba mi música.

-¡Dios me proteja! -exclamó el judío-, coge las mentiras al vuelo como las moscas.

Pero el juez no quiso creerle y dijo:

-He ahí una mala defensa, los judíos no dan su dinero sin más ni más -y condenó al muchacho a la horca, como ladrón en despoblado.

Cuando le conducían a la horca, el judío le gritaba todavía:

-¡Canalla!, perro músico ya vas a pagar lo que mereces.

El muchacho subió tranquilamente la escalera con el verdugo, pero en el último escalón se volvió y dijo al juez:

-Concededme una cosa antes de morir.

-Te la concedo -dijo el juez-, a menos que no pidas la vida.

-No os pido la vida -respondió el joven-; permitidme solamente por última vez tocar un aire en el violín.

El judío dio un grito de dolor:

-Por amor de Dios, no se lo permitáis, no se lo permitáis.

Pero el juez dijo:

-¿Por qué no darle ese último placer?

Además no podía negársela, a causa del don que tenía el muchacho de hacerse conceder todo lo que pidiera.

El judío gritó:

-¡Ah, Dios mío! Atadme, atadme bien.

El buen muchacho cogió su violín, y al primer golpe del arco todo el mundo comenzó a moverse y a menearse; el juez, el escribano, los criados del verdugo, y se cayó la cuerda de las manos del que quería atar al judío. Al segundo golpe, todos comenzaron a saltar y a bailar: el juez y el judío al frente saltaban más altos que los demás. La danza se generalizó por último, bailando todos los espectadores, gordos y flacos, jóvenes y viejos; hasta los perros se levantaban sobre sus patas traseras para bailar también. Cuanto más tocaba, más saltaban los bailarines: las cabezas chocaban entre sí y la multitud comenzó a gemir tristemente. El juez exclamó perdido el aliento:

-Te concedo el perdón, pero deja de tocar.

El buen muchacho colgó su violín al cuello y bajó la escalera. Se acercó al judío, que estaba en el suelo y procuraba recobrar su aliento.

-Pícaro -le dijo-; confiesa de donde te viene tu oro, o cojo mi violín y vuelvo a empezar.

-¡Lo he robado, lo he robado! -exclamó el judío-. Tú lo habías ganado bien.

De aquí resultó que el juez cogió al judío y le hizo ahorcar como ladrón.

El príncipe rana

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En aquellos tiempos, cuando se cumplían todavía los deseos, vivía un rey, cuyas hijas eran todas muy hermosas, pero la más pequeña era más hermosa que el mismo sol, que cuando la veía se admiraba de reflejarse en su rostro. Cerca del palacio del rey había un bosque grande y espeso, y en el bosque, bajo un viejo lilo, había una fuente; cuando hacía mucho calor, iba la hija del rey al bosque y se sentaba a la orilla de la fresca fuente; cuando iba a estar mucho tiempo, llevaba una bola de oro, que tiraba a lo alto y la volvía a coger, siendo este su juego favorito.

Pero sucedió una vez que la bola de oro de la hija del rey no cayó en sus manos, cuando la tiró a lo alto, sino que fue a parar al suelo y de allí rodó al agua. La hija del rey la siguió con los ojos, pero la bola desapareció, y la fuente era muy honda, tan honda que no se veía su fondo. Entonces comenzó a llorar, y lloraba cada vez más alto y no podía consolarse. Y cuando se lamentaba así, la dijo una voz:

-¿Qué tienes, hija del rey, que te lamentas de modo que puedes enternecer a una piedra?

Miró entonces a su alrededor, para ver de dónde salía la voz, y vio una rana que sacaba del agua su asquerosa cabeza:

-¡Ah! ¿eres tú, vieja azotacharcos? -la dijo-; lloro por mi bola de oro, que se me ha caído a la fuente.

-Tranquilízate y no llores -la contestó la rana-; yo puedo sacártela, pero ¿qué me das, si te devuelvo tu juguete?

-Lo que quieras, querida rana -la dijo-; mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas y hasta la corona dorada que llevo puesta.

La rana contestó:

-Tus vestidos, tus perlas y piedras preciosas y tu corona de oro no me sirven de nada; pero si me prometes amarme y tenerme a tu lado como amiga y compañera en tus juegos, sentarme contigo a tu mesa, darme de beber en tu vaso de oro, de comer en tu plato y acostarme en tu cama, yo bajaré al fondo de la fuente y te traeré tu bola de oro.

-¡Ah! -la dijo-; te prometo todo lo que quieras, si me devuelves mi bola de oro.

Pero pensó para sí: «¡Cómo charla esa pobre rana! Porque canta en el agua entre sus iguales, se figura que puede ser compañera de los hombres.»

La rana, en cuanto hubo recibido la promesa, hundió su cabeza en el agua, bajó al fondo y un rato después apareció de nuevo, llevando en la boca la bola, que arrojó en la yerba. La hija del rey, llena de alegría en cuanto vio su hermoso juguete, le cogió y se marchó con él saltando.

-¡Espera, espera! -la gritó la rana-. Llévame contigo; yo no puedo correr como tú.

Pero de poco la sirvió gritar lo más alto que pudo, pues la princesa no la hizo caso, corrió hacia su casa y olvidó muy pronto a la pobre rana, que tuvo que quedarse en su fuente.

Al día siguiente, cuando se sentó a la mesa con el rey y los cortesanos, y cuando comía en su plato de oro, oyó subir una cosa, por la escalera de mármol, que cuando llegó arriba, llamó a la puerta y dijo:

-Hija del rey, la más pequeña, ábreme.

Se levantó la princesa y quiso ver quién estaba fuera; pero, en cuanto abrió, vio a la rana en su presencia. Cerró la puerta corriendo, se sentó en seguida a la mesa y se puso muy triste. El rey al ver su tristeza la preguntó:

-Hija mía, ¿qué tienes? ¿hay a la puerta algún gigante y viene a llevarte?

-¡Ah, no! -contestó-; no es ningún gigante, sino una fea rana.

-¿Qué te quiere la rana?

-¡Ay, amado padre! Cuando estaba yo ayer jugando en el bosque, junto a la fuente, se me cayó al agua mi bola de oro. Y como yo lloraba, fue a buscarla la rana, después de haberme exigido promesa de que sería mi compañera; pero nunca creí que pudiera salir del agua. Ahora ha salido ya y quiere entrar.

Entre tanto llamaba por segunda vez diciendo:

-Hija del rey, la más pequeña, ábreme; ¿no sabes lo que me dijiste ayer junto a la fría agua de la fuente? Hija del rey, la más pequeña, ábreme.

Entonces dijo el rey:

-Debes cumplirla lo que la has prometido, ve y ábrela.

Fue y abrió la puerta y entró la rana, yendo siempre junto a sus pies hasta llegar a su silla. Se colocó allí y dijo:

-Ponme encima de ti.

La niña vaciló hasta que lo mandó el rey. Pero cuando la rana estuvo ya en la silla:

-Quiero subir encima de la mesa -y así que la puso allí, dijo-: Ahora acércame tu plato dorado, para que podamos comer juntas.

Hízolo en seguida; pero se vio bien que no lo hacía de buena gana. La rana comió mucho, pero dejaba casi la mitad de cada bocado. Al fin dijo:

-Estoy harta y cansada, llévame a tu cuartito y échame en tu cama y dormiremos juntas.

La hija del rey comenzó a llorar y receló que no podría descansar junto a la fría rana, que quería dormir en su hermoso y limpio lecho. Pero el sapo se incomodó y dijo:

-No debes despreciar al que te ayudó cuando te hallabas en la necesidad.

Entonces la cogió con sus dos dedos, la llevó y la puso en un rincón. Pero en cuanto estuvo en la cama, se acercó la rana arrastrando y la dijo:

-Estoy cansada, quiero dormir tan bien como tú; súbeme, o se lo digo a tu padre.

La princesa se incomodó entonces mucho, la cogió y la tiró contra la pared con todas sus fuerzas.

-Ahora descansarás, rana asquerosa.

Pero cuando cayó al suelo la rana se convirtió en el hijo de un rey con ojos hermosos y amables, que fue desde entonces, por la voluntad de su padre, su querido compañero y esposo y la refirió que había sido encantado por una mala hechicera y que nadie podía sacarle de la fuente más que ella sola y que al día siguiente se marcharían a su país.

Entonces durmieron hasta el otro día y en cuanto salió el sol se metieron en un coche tirado por siete caballos blancos que llevaban plumas blancas en la cabeza y tenían por riendas cadenas de oro; detrás iba el criado del joven rey, que era el fiel Enrique. El fiel Enrique se afligió tanto cuando su señor fue convertido en rana, que se había puesto tres varillas de hierro encima del corazón para que no saltase del dolor y la tristeza. Pero el joven rey debía hacer el viaje en su coche: el fiel Enrique subió después de ambos, se colocó detrás de ellos e iba lleno de alegría por la libertad de su amo. Y cuando hubieron andado un poco del camino oyó el hijo del rey una cosa que sonaba detrás, como si se rompiera algo. Entonces se volvió y dijo:

-¿Enrique, se ha roto el coche?
-No señor, no se rompió,
es tan solo una varilla
de las que en mi corazón
para impedir se saltase
por la pena y el dolor
puse, mientras en la fuente
estabais, cual rana, vos.

Todavía volvió a sonar otra vez y otra vez en el camino y el hijo del rey creía siempre que se rompía el coche, y eran las varillas que saltaban del corazón del fiel Enrique porque su señor era libre y feliz.

La reina de las abejas

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Allá en aquellos tiempos hubo un rey que tenía dos hijos, que se fueron en busca de aventuras, lanzándose a todos los excesos de la disipación, por lo que no volvían a su casa paterna. Fue a buscarlos su hermano menor, al que llamaban el Simple, pero cuando los encontró comenzaron a burlarse de él, porque en su sencillez pretendía saber dirigirse en un mundo donde se habían perdido ellos dos, ellos dos que tenían mucho más talento que él.

Habiéndose puesto en camino juntos encontraron un hormiguero. Los dos hermanos mayores querían llenarle de tierra para divertirse viendo la ansiedad de las hormigas que correrían por todas partes cargadas con sus huevos; pero su hermano el Simple les dijo:

-Dejad en paz a esos animales; no consentiré que les hagáis daño.

Poco después encontraron un lago en el que nadaban no sé cuantos patos. Los dos mayores querían coger un par de ellos para mandarlos asar, pero el menor se opuso diciendo:

-Dejad en paz a esos animales; no consentiré que los mate nadie.

Mucho mas allá todavía distinguieron en un árbol una colmena tan llena de miel que corría por el tronco abajo. Los dos mayores querían prender fuego el árbol para ahumar a las abejas y apoderarse de la miel; pero su hermano el Simple los contuvo, diciéndoles:

-Dejad en paz a esos animales; no consentiré que los queméis.

Los tres hermanos llegaron por último a un castillo cuyas caballerizas estaban llenas de caballos convertidos en piedras, y en las que no se veía a nadie. Atravesaron todas las salas y llegaron al fin delante de una puerta cerrada con tres cerraduras. En medio de la puerta había un pequeño postigo por el que se veía una habitación; desde él distinguieron a un hombre de poca estatura y cabellos grises que estaba sentado delante de una mesa. Llamaron una y dos veces sin que les oyera en la apariencia; a la tercera se levantó, abrió la puerta y se adelantó hacia ellos; después, sin pronunciar ni una palabra, los condujo a una mesa que estaba llena de toda clase de manjares, y en cuanto hubieron comido y bebido, llevó a cada uno a una alcoba diferente.

Por la mañana se presentó el anciano al mayor de los hermanos y mandándole por señas que le siguiera, le condujo delante de una mesa de piedra, en la que estaban escritas las tres pruebas que era necesario hacer para desencantar el castillo. Consistía la primera en buscar en el musgo, en medio de los bosques, las mil perlas de la princesa que estaban allí sembradas; y si el que las buscaba no las había encontrado todas antes de ponerse el sol sería convertido en piedra. El hermano mayor pasó todo el día buscando las perlas; pero, cuando llegó la noche, apenas había encontrado ciento, y fue convertido en piedra como estaba escrito en la mesa. El hermano segundo acometió la aventura al día siguiente, pero no fue más afortunado que su hermano mayor; apenas encontró doscientas perlas y fue convertido en piedra.

Llegó por último su vez al tercero, que era el Simple. Comenzó a buscar las perlas en el musgo; pero como esto era muy difícil y muy largo, se sentó en una piedra y se puso, a llorar. Hallábase en esta situación, cuando el rey de las hormigas a quien había salvado la vida llegó con cinco mil de sus súbditos, y estos pequeños animales no necesitaron más que un instante para encontrar todas las perlas y reunirlas en un montón.

La segunda prueba consistía en sacar la llave del dormitorio de la princesa, que estaba en el fondo del lago. Cuando se acercó el joven, los patos, a quienes habla salvado, salieron a su encuentro, se sumergieron en el agua y le llevaron la llave.

Pero la tercera prueba era la más difícil; consistía en saber cuál era la más joven y la más hermosa de las tres princesas dormidas. Las tres se parecían completamente y la única cosa que las distinguía era que antes de dormirse la mayor había comido un terrón de azúcar, mientras que la segunda había bebido un sorbo de almíbar, y la tercera había tomado una cucharada de miel. Pero la reina de las abejas, a quien había salvado el joven del fuego, vino en su socorro; fue a oler la boca de las tres princesas, y se quedó parada en los labios de la que había comido la miel; el príncipe la reconoció así. Entonces se deshizo el encanto, salió el castillo de su sueño mágico, y todos los que se hallaban convertidos en piedra tomaron la forma humana: El supuesto Simple se casó con la más joven y más hermosa de las princesas, y fue rey después de la muerte de su padre. En cuanto a sus dos hermanos, se casaron con las otras dos hermanas.

Hermanito y hermanita

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Un hermanito tomó a su hermanita de la mano, y la dijo:

-Desde que ha muerto nuestra madre no hemos tenido una hora buena; nuestra madrastra nos pega todos los días, y si nos arrimamos a ella, nos echa a puntillones. Los mendrugos del pan que quedan son nuestro alimento, y al perro que está debajo de la mesa, le trata mucho mejor que a nosotros, pues le echa alguna vez un buen pedazo de pan. Dios tenga piedad de nosotros, ¿si lo supiera nuestra madre? Mira, ¿no será mejor irnos a correr el mundo! ¡Acaso nos vaya mejor!

Caminaron todo el día atravesando campos, prados y sierras, y cuando llovía decía la hermanita:

-Dios llora lo mismo que nuestros corazones.

Por la noche llegaron a un bosque muy espeso, y estaban tan fatigados por el hambre, el cansancio y el disgusto, que se acurrucaron en el hueco de un árbol y se durmieron.

Cuando despertaron al día siguiente, el sol estaba ya en lo alto del cielo y calentaba con sus rayos el interior del árbol.

Entonces dijo el hermanito:

-Tengo sed, hermanita, si supiera dónde hay una fuente, iría a beber. Me parece que he oído sonar una.

Se levantó el hermanito, tomó a su hermanita de la mano y se pusieron a buscar la fuente. Pero su malvada madrastra era hechicera, había visto marcharse a los dos hermanitos, había seguido sus pasos a hurtadillas, como hacen las hechiceras, y había echado yerbas encantadas en todas las fuentes de la selva. En cuanto encontraron una fuente que corría murmurando por entre las piedras, el hermanito quiso beber, pero la hermanita oyó decir a la fuente por lo bajo.

-El que de mi agua bebe, tigre se vuelve; el que de mi agua bebe, tigre se vuelve.

La hermana le dijo: