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Prólogo

Un cuento de hadas
para nuestro tiempo

En las montañas de Holanda es una pequeña obra maestra, un cuento de hadas cuyo protagonista es la lengua, creadora de palabras, diversificadora de sentido, desentrañadora de misterios, fábrica de mentiras. Quizás pueda decirse que toda la ficción de Nooteboom pertenece a este género que busca, no «una suerte de imitación de la realidad» (como la describe el narrador), sino el cuento puro y simple, y también, simultáneamente, su glosa, su esclarecedor comentario. Tanto En las montañas de Holanda como las otras novelas de Nooteboom, se presentan al lector como uno de esos antiguos manuscritos en los que el texto central está rodeado por anotaciones de toda índole, la voz del autor inmiscuyéndose en la intimidad de quien lo lee.

Como Nooteboom, Hans Christian Andersen (cuyo cuento de hadas, La Reina de las Nieves, sirve de trama a la novela) quiso dar a sus ficciones un estilo oral que hiciese sentir al lector la constante presencia autorial. Nooteboom no oculta este artificio: al contrario, lo despliega como causa primera. La cita de Andersen que abre el libro sugiere que toda historia es banal pero que sin embargo puede contener la trama deseada, tomada al azar del montón de «papeles viejos» que se acumulan en el cajón de la literatura, como esa masa casi infinita de escritos heteróclitos que los creyentes apilaron durante siglos en la Geniza de El Cairo por temor a destruir uno que pudiese contener el nombre de Dios.

Los versos de Wallace Stevens que concluyen la novela (abrir pero también cerrar novelas con citas es un recurso propio de Nooteboom) insisten en la realidad de las ficciones: toda apariencia acaba «siendo», aunque se disuelva o derrita como el frágil país de un «emperador de los helados». La cita de Stevens define, en la estética de Nooteboom, el fenómeno literario.

El cuento de hadas cuya apariencia cobra realidad en las palabras del narrador está poblado de criaturas prestadas por Andersen: los jóvenes enamorados Kai y Lucía (Kay y Gerda en el original de La Reina de las Nieves), la vieja payasa (la pequeña ladrona que ayuda a Gerda), la terrible y viciosa Reina de las Nieves. El narrador es un español, Alfonso Tiburón de Mendoza, inspector de carreteras y escritor en los ratos libres, admirador de la filosofía de Platón. Tiburón es un intruso en la geografía de su propio cuento, ya que la lengua holandesa en la que la historia de Kai y Lucía es contada no es la suya. Su calidad de extranjero distancia aún más la narración de los acontecimientos, pero al mismo tiempo la acerca al lector quien, al aceptar al narrador como real, debe aceptar también como real, como hecha de palabras reales, su encantada ficción. A medida que invento el mundo, debes creer en él, parece decirnos el narrador quien explica: «Leo un paisaje como si fuera un libro... Acaso se deba a la llamada omnipotencia con que los escritores van creando un mundo según los dictados de su propia voluntad». Y más adelante: «Quienes se empeñan en ejercer un control demasiado riguroso sobre sus vidas [podríamos agregar “y sobre las vidas de sus personajes”] adolecen de un falso anhelo de inmortalidad». Ese «falso anhelo» infecta, para Nooteboom, toda «mala» literatura.

Tiburón, en cambio, rechaza tal control autoritario. Se cuenta historias a sí mismo, a las que permite una generosa libertad bajo control. Como ingeniero, ve entre la construcción de carreteras y la construcción de historias un punto común: la necesidad de llegar a alguna parte, aunque honradamente reconoce la diferencia entre la llegada al final de un mito (donde todo se resuelve), de una novela (en la que nada se resuelve) y del cuento (en el que la resolución es diferida.) La historia de Kai y Lucía, si bien presentada como cuento, tiene todas las características de un mito: el mito platónico del hermafrodita, citado por Tiburón mismo, hacia cuya unidad erótica tienden los amores heterosexuales. Es por eso por lo que este cuento de hadas se resuelve con el reencuentro de Kai y de Lucía en un final obvia y tradicionalmente feliz. Es por eso también por lo que su resolución será también infinitamente postergada en el sueño del narrador, cuya propia felicidad depende de la posibilidad de seguir escribiendo, de no acabar su cuento, de no alcanzar jamás el anunciado final.

Paradójicamente para un escritor reputado por la excelencia de sus libros de viajes, el mundo real existe para Nooteboom tan sólo porque puede ser contado. El reconocimiento físico de un lugar le importa menos que la posibilidad de decirlo: la geografía de Nooteboom está hecha de palabras. Andersen, en el mismo cuento que da el epígrafe inicial a la novela, «Tía Dolor de Muelas», describe este procedimiento nooteboomiano: «A menudo, caminando por las calles de la ciudad, me parece que estoy recorriendo una gran biblioteca; las casas son armarios, y cada piso es una estantería llena de libros. Aquí hay una crónica de la vida cotidiana y, a su lado, una buena y antigua comedia. Hay también obras de todas las ramas de la ciencia, y tanto libros pésimos como lecturas excelentes. Y yo puedo soñar y filosofar en medio de toda esta literatura».

Ciertamente, para «soñar y filosofar» en medio de la biblioteca del mundo, Nooteboom hace que su narrador sea capaz de cambiar la realidad física. La Holanda, los Países Bajos (como es bien sabido y como su nombre lo indica), carece de montañas. Nooteboom permite a su narrador la magia de crearlas. Nace así una Holanda antigua, divida en el Norte y el Sur: un Norte chato y refinado, donde la lengua es culta, y un Sur montañoso y burdo, de habla anticuada y vulgar. El paisaje del Norte («como el del desierto», dice el narrador) conduce al absolutismo; el del Sur, a la anarquía. Para Nooteboom, tales diferencias son universales y simbólicas: sea a la escala nacional (como en España o Italia), sea a la escala mundial (el hemisferio Norte y el hemisferio Sur). «En el Norte», explica el narrador, «se tenía a la gente del Sur por ciudadanos de segunda, se reían abiertamente de su acento y creían que, por lo general, sólo eran aptos para realizar los trabajos de más baja categoría».

Pero es justamente porque ese Sur es más salvaje, más próximo al estado natural primitivo, menos vigilado y menos rígido, por lo que su gente es «más ruda, pero también más libre», capaz de conservar en su habla «la mismísima alma de la lengua». Es por eso por lo que este cuento de hadas, esta narración tradicional que Nooteboom brinda a su narrador, debe transcurrir no en el rígido Norte, sino en el caótico Sur.

En Andersen, dos tonos o lenguajes se oponen y se entrelazan: el familiar, del autor al lector, y el arcáico, el del cuento de hadas clásico. En Nooteboom, el familar es reemplazado por otro que el narrador interpone entre sí mismo y el lector, tono en parte documental (Kai y Lucia viven en «un barrio nuevo con altos bloques de pisos del sector sur de Amsterdam») y en parte engañosamente contemporáneo (el cuerpo de Lucía, si esculpido por Ghiberti, valdría millones en Southeby’s). Es así que cada anotación, cada epíteto sufre esta metamorfosis: los «cabellos de oro» de Lucía, el «cuerpo de bronce» de Kai, dan lugar a comentarios antropológicos, lingüísticos, históricos, estéticos, filosóficos, como una suert e de exégesis en boca del narrador. La belleza de ambos jóvenes, por ejemplo (la razón de su desaventura), no es solamente «perfecta» como requiere la tradición sino que, comentada por el narrador de Nooteboom, se convierte en medida de la imperfección de quien los ve, y por ende del mismo lector. «La cultura es un código», afirma Tiburón, de modo que los signos de ese código deben variar de cultura en cultura, de narración en narración. Kai y Lucía son perfectamente «bellos» pero sólo según el código del cuento que los crea.

En este sentido, todo en la literatura de Nooteboom es ilusión, un modelo del mundo construido para permitirnos aprehenderlo. El lector es como el público de un espectáculo de magia, alguien que se sabe engañado y que se deja engañar; el autor es el creador de ilusiones, el hechicero todopoderoso; la literatura es un circo, un teatro. En la novela, el personaje del empresario, versión corrupta del narrador (y versión paródica de Nooteboom mismo) es como un escritor ávido de éxito fácil. Para lograrlo, desea corromper el espectáculo de Kai y Lucía, convirtiéndolo en un show pornográfico, transformando lo sublime en trivial (la advertencia, citada en la novela, es de Longino). Pero ¿qué sucedería si la intención de Tiburón (o, por qué no, de Nooteboom) fuese, como la del empresario, justamente ésa? ¿Qué sucedería, p regunta Tiburón, si el tema elegido fuese precisamente el de la corrupción? Pasar del cuento ordenado y clásico al caos de la ficción contemporánea, del refinado Norte al Sur peligroso y salvaje, de las leyes civilizadas a los códigos bárbaros, de la identidad civil al tentador anonimato, de la creación de exquisitos artistas que ponen su belleza al servicio de un juego mental a la de criaturas prostituidas para quien quiera usarlos... ¿Y si fuese ésta la ilusión que En las montañas de Holanda nos propone?

Como en todo espectáculo ilusionista, la tarea del lector es confiar y desconfiar al mismo tiempo, y saber que la propuesta de tal ilusión es también ilusoria. Nooteboom (y Tiburón) lo saben cabalmente. «¿Porqué tienen que suceder así las cosas?», se pregunta el narrador. «Al fin y al cabo yo mismo he concebido al personaje.» La respuesta la dio Novalis a fines del siglo XVIII: «El mayor ilusionista sería el que se hechizara hasta el punto de tomar sus propias ilusiones por apariciones autónomas». Y añadió para beneficio del futuro lector de Nooteboom: «¿No sería ése nuestro caso?».

Alberto Manguel, Mondion, 6 de marzo de 2009

En las montañas de Holanda

«¿De dónde sacamos el relato?
¿Quieres saberlo?
Pues lo sacamos del cubo de la basura en el que
hay todos esos papeles viejos.»

Hans Christian Andersen,
«Tía Dolor de Muelas»

1

Érase una vez un tiempo, que, a decir de algunos, todavía p e rdura. En ese tiempo, Holanda era mucho más extensa que ahora. No falta quien lo niega, pero también hay quien asegura que, si bien dicho tiempo ha existido, es ya cosa pasada. Si eso es cierto, lo ignoro. Pero sí puedo afirmar, porque lo he constatado personalmente, que la bandera holandesa ha ondeado en los puertos más altos de Europa. El Norte siempre ha estado situado en Dokkum, Roodeschool y Pieterburen, perola frontera sur estaba muy alejada de Amsterdam y de La Haya, hasta el punto de que para llegar a ella se necesitaban varias jornadas de viaje, incluso en automóvil.

Yo, aunque soy extranjero, todo eso lo sé muy bien y no pienso callármelo. Me llamo Alfonso Tiburón de Mendoza y soy inspector de carreteras de la provincia de Zaragoza, parte del antiguo reino de Aragón, España. En mis horas de ocio, escribo libros. Una parte de mis estudios la hice en Delft, gracias a una beca del Ministerio de Obras Públicas, y creo conveniente declarar de buen principio que los Países Bajos del Norte me han producido siempre miedo, un Miedo que, a la usanza alemana, debería escribirse con mayúscula, como si se tratara de uno de esos elementos esenciales, el Agua o el Fuego, que, según la antigua filosofía natural, constituían la vida en la tierra. A esa mayúscula se vincula la sensación de estar metido en un reducto negro del que no es fácil escapar.

Qué era exactamente lo que me producía esa sensación, no lo sé, pero tenía que ver tanto con el paisaje como con la gente. El paisaje del Norte sugiere absolutismo, como el desierto. Sólo que, en este caso, el desierto es verde y está lleno de agua. Pero carece de tentaciones, no tiene curvas ni redondeces. El país es llano, y eso da lugar a que la gente sea perfectamente visible, lo cual, a su vez, se refleja en el comportamiento.

Los holandeses no se tratan, se enfrentan. Sus ojos luminosos horadan la mirada del otro y le sondean el alma. No hay escondrijos. Ni siquiera las casas lo son. Dejan abiertas las cortinas de los ventanales y ven en ello una virtud. Yo me tomé la molestia de aprender su curiosa lengua, compuesta en buena parte de sonidos duros cuya pronunciación requiere el uso frecuente del velo del paladar. A mí me parece que eso es debido a las inclementes circunstancias –roturas de diques e inundaciones, vendavales del este, ríos helados– que tuvieron que afrontar en otros tiempos.

Muy pronto me di cuenta de que el uso de su lengua por parte de un extranjero les parecía servil adulación y que preferían echar mano de una tercera lengua para intercambiar ideas conmigo. No he alcanzado nunca a comprender las razones, pero supongo que se trata de una mezcla de vergüenza e indiferencia.

Sea como fuere, lo cierto es que en el norte del país nunca acabé de sentirme a gusto; al contrario, siempre tenía la impresión de recobrar la vida cuando volvía a España o cuando, recorriendo en automóvil el valle del Rin, divisaba a lo lejos las primeras formas, vagas y azuladas, de las montañas que separan el frío y llano Norte del territorio, mucho más agreste, que los propios holandeses llaman Países Bajos del Sur. A pesar de que apenas entendía los dialectos que se hablan al sur de los Altos Puertos y de que la gente que puebla esas regiones meridionales, más oscura de piel y algo más baja de estatura, no se parece a sus ilustrados compatriotas del Norte, me sentía allí como en mi casa. En el Sur, la vida no estaba tan regulada ni ajustada a pautas preestablecidas y, si bien el Gobierno Central de la Unión intentaba, como es lógico, mantener aquellos territorios bajo su dominio, sólo a duras penas lo conseguía, debido a las grandes distancias, al carácter independiente de los habitantes y a la natural aversión de éstos por sus gobernantes. En el Norte se tenía a la gente del Sur por ciudadanos de segunda, se reían abiertamente de su acento y creían que, por lo general, sólo eran aptos para realizar los trabajos de más baja categoría, que, a causa de la pobreza, se veían obligados a aceptar. Estas cosas indignan.

Inversamente, la mayoría de los holandeses del Norte, a excepción de unos cuantos artistas, se sentían en el lejano Sur tan desgraciados como yo feliz. Los funcionarios se buscaban entre sí, hablaban del «Sur oscurantista», de bárbaros y corrupción, de chusma ingobernable. Acostumbrados como estaban a su sofocante superpoblación y al control que ello exigía, se sentían solos y, en el fondo de sus corazones, tenían miedo. La Administración Central de La Haya, el Gobierno de la nación, era incapaz, decían, de garantizar en todo momento la seguridad; algunas comarcas, añadían, estaban todavía a merced de bandas de forajidos y la extorsión era moneda corriente. Por si fuera poco, el Sur no producía más que vino barato y frutas, y en realidad costaba dinero a las arcas del Estado. De hecho, sólo servía para proporcionar mano de obra barata a las ciudades industriales del Norte, donde los sureños se hacinaban en los barrios pobres, siendo objeto de una desdeñosa tolerancia por parte del vecindario autóctono. Hasta que se declaró una crisis económica y tuvieron que emprender el regreso, con sus malos olores y su griterío, a sus regiones de origen, para alivio y satisfacción de sus compatriotas del Norte. A todo esto, el Gobierno de la nación vigilaba de cerca el movimiento secesionista que estaba incubándose.

2

En cuanto a mí, amaba el Sur. Acaso esto tenga que ver con el país del que yo mismo procedo, aunque los paisajes de los Países Bajos del Sur no se parecen a los de mi región española, que desde tiempo inmemorial se llama Aragón. Todo es más oscuro que en mi tierra, lleno de grutas ocultas, algo así como un viejo grabado impreso con demasiada tinta, con ríos de aguas arremolinadas y bosques inmensos y penumbrosos. Aragón no es llano como el Norte, pero sí vasto y abierto, a veces casi luminoso. Los paisajes verdes, mansos y pulcros del Norte me producían un tedio desolador, comparable sólo con la aversión que me inspiraban casi todos los holandeses septentrionales por su autosuficiencia, su desmedida codicia y la hipocresía con que ocultaban los dos defectos anteriores.

La gente del Sur era más ruda, pero también más libre, de la misma manera que sus paisajes eran más abruptos y solitarios. Aquello que repelía a otros, a mí me atraía. La altiplanicie del Sur era mi paisaje preferido. Los periodistas proclives al tópico hablaban siempre de un paisaje lunar, pero ya quisiera yo ver en la luna una cabaña construida con grandes cantos rodados donde cobijarse y dormir, al lado de un impetuoso arroyo de montaña. Los viajes se hacían en condiciones primitivas, pero deparaban no pocas aventuras, y las autoridades locales sabían suficiente holandés como para hacerse entender. Los norteños que andaban por allí se quejaban continuamente de que el pan no era lo blanco que tenía que ser, de que las oficinas de correos estaban sucias, de que las emisiones de la televisión se captaban mal, como si eso fueran motivos para lamentarse. Y no acababan ahí las protestas: había demasiados programas en los dialectos regionales, la policía local se prestaba a toda clase de cohechos; las noticias del Norte no interesaban, por lo visto, a los sureños; y los alcaldes se mostraban remisos a colgar en sus despachos el retrato de la reina. Los muy majaderos hablaban de «fierro» cuando querían decir hierro, llamaban a los guardias fronterizos «corchetes» y envolvían a sus bebés en «candongas», expresión desconcertante a los oídos norteños. La verdad, sin embargo, es que, por las fechas en que da comienzo este relato, todas esas palabras se hallaban ya en trance de extinción, no tanto porque el Gobierno central las hubiese combatido con energía como por la influencia de la radio y la televisión.

Los únicos que parecían lamentar esta pérdida eran algunos poetas del Norte, quienes sostenían que en tales palabras y expresiones se conservaba la mismísima alma de la lengua, pero esto, como de costumbre, le tenía a todo el mundo sin cuidado. Los sureños, entre ellos, seguían utilizando estos modismos, pero una especie de falsa vergüenza les impedía hacerlo ante la gente del Norte. Debido a todo ello, las relaciones entre los dos grupos eran un tanto artificiales, y, desde luego, no cabía hablar de una auténtica unidad nacional. Cierto es que el país se llamaba «Reino de los Países Bajos», pero a quienes vivían en las montañas, sumidos en la miseria, y no habían visto nunca el mar, les resultaba difícil imaginar siquiera qué emociones debían asociar a tales palabras.

Los norteños, que en todo momento se quejaban de que en el Sur no existía ni la más remota forma de organización, no paraban de denunciar, al mismo tiempo, el crimen organizado que impedía la aplicación de cualquier tipo de gobierno eficaz. Los diputados que representaban al Sur en La Haya «estaban todos vendidos, al servicio de siniestros grupos de presión». Desde luego, no voy a negarlo, en aquella inhóspita parte del Reino sucedían cosas que no hubieran resistido la deslumbrante luz del Norte, pero, así y todo, yo amaba en cuerpo y alma aquella tierra rebelde y ruda, aunque sólo fuera porque allí no me agobiaba el sofocante clima de Buena Voluntad que me hacía tan insufribles los pólders. Sin duda, hay que buscar la causa en mi origen español.

Allí, al Sur, el fin del mundo llegaría más tarde y yo tenía la absoluta seguridad de que no iba a provocar un solo lamento. No soy una persona frívola, pero se me antojaba que en el domesticado zoológico humano que se extiende al norte de las montañas se había cometido un grave error de consecuencias irreparables. Quienes se empeñan en ejercer un control demasiado riguroso sobre sus vidas adolecen de un falso anhelo de inmortalidad, y eso nunca ha conducido a nada bueno.