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Título original: Wink, Poppy, Midnight

Traducción del inglés de Silvina Poch

Revisión y adaptación de María Otero y Débora Martínez Domingo

Diseño de cubierta: © Lisa Perrin, 2016

Primera edición: julio de 2020

© April Tucholke, 2016

© VR Europa, un sello de Editorial Entremares, s.l., 2020

c/ Vergós, 26, 08017 Barcelona – www.vreuropa.es

Todos los derechos reservados

eISBN: 978-84-122148-5-7

Maquetación: José María Díaz de Mendívil – Adaptación de cubierta: Silvia Blanco

Para todas las chicas que tienen la cabeza en las nubes

Eres el héroe de tu propia historia.

JOSEPH CAMPBELL

Contenido

MIDNIGHT

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POPPY

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AGRADECIMIENTOS

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La primera vez que me acosté con Poppy lloré. Los dos teníamos dieciséis años y yo había estado enamorado de ella desde niño, desde la época en la que aún leía cómics de monstruos y dedicaba demasiado tiempo a los trucos de prestidigitación, porque quería ser mago.

Dicen que a esa edad no se puede sentir amor verdadero, pero yo lo sentí. Por Poppy.

Era la chica que vivía en la casa de al lado, que se caía de la bicicleta y se reía de sus rodillas ensangrentadas. Era la heroína del vecindario, la que organizaba juegos como «Quemar a la bruja» y lograba que todos participaran. Era la reina del instituto que, un día, se estiró hacia delante durante la clase de matemáticas, agarró el abundante cabello rubio platino de Holly Trueblood y se lo cortó casi al rape mientras esta no dejaba de gritar. Todo porque alguien había dicho que el pelo de Holly era más bonito que el suyo.

Esa era Poppy.

Cuando acabamos, me eché a llorar. Solo un poquito, solo porque mi corazón estaba a punto de explotar, solo un par de lagrimitas. Poppy me apartó, se levantó y se rió. No era una risa agradable. No rió como diciendo «Los dos hemos perdido el control, mira que acostarnos, qué maravilla, siempre te querré porque hemos hecho juntos Algo Tan Importante por primera vez».

No, fue algo más parecido a «¿Esto es todo? ¿Y por esto estás llorando?».

Poppy deslizó sus largas y blancas piernas en su vestido amarillo pálido: parecía leche derramándose sobre mantequilla derretida. En esa época estaba muy delgada y no necesitaba sujetador. Se colocó delante de la lámpara, frente a mí, y el haz de luz atravesó su tenue vestido veraniego, delineando sus dulces partes femeninas de una manera que recordaría una y otra vez hasta enloquecer.

—Midnight, en el último curso serás el chico más guapo del instituto.

Poppy apoyó los codos en el alféizar de la ventana y se quedó mirando la oscuridad. El aire de alta montaña era ligero y limpio, y olía aún mejor por la noche. A pino, enebro y tierra. El perfume de la noche se mezcló con el aroma a jazmín de la botellita de vidrio que Poppy sacó del bolsillo y se llevó a los lóbulos de las orejas y a las muñecas.

—Por eso he dejado que fueras el primero. Yo quería entregarme a él. Es el único chico al que querré. Pero no sabes nada sobre él y yo no te contaré nada.

Se me paró el corazón. Luego volvió a palpitar.

—Poppy. —Mi voz era débil y susurrante, y me odié por ello.

Golpeteó con los dedos en el alféizar y me ignoró.

Una lechuza ululó en la noche.

Poppy se echó la melena tras el hombro de esa forma tan desgarbada y torpe que aún tenía entonces. Cuando empezó el instituto, ya había desaparecido por completo: todo en ella era delicada elegancia y movimientos fríos y precisos.

—Y ahora nadie podrá decir que no tengo buen gusto, Midnight Hunt, ni siquiera de joven. A los dieciocho serás tan guapo que las chicas se derretirán solo verte: tus largas pestañas negras, ese sedoso pelo castaño, los ojos tan azules… Pero yo te he tenido primero, y tú a mí primero. Y ha sido una buena jugada por mi parte. Una jugada brillante.

Entonces llegó el año en que anduve todo el día detrás de Poppy, el corazón lleno de poesía y explotando de amor, sin ver lo poco que yo le interesaba, sin importar las veces que la tuve entre mis brazos ni las veces que después se rió de mí. Sin importar las veces que se burló de mí delante de sus amigos ni las veces que le dije que la quería y ella no me correspondió. No me lo dijo ni una sola una vez. Ni de lejos.

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Todas las historias necesitan un Héroe.

Mim lo vio en las hojas de té el día en que Midnight se mudó a la casa de enfrente. Se inclinó, me apartó el pelo, me colocó los dedos en el mentón y dijo:

«Tu historia está a punto de empezar, y ese chico que está metiendo cajas en la vieja casa inclinada del otro lado de la calle es el principio».

Y yo supe que Mim tenía razón con respecto a Midnight, porque las hojas también le dijeron que el gran gallo moriría de forma violenta durante la noche. Y, en efecto, lo atrapó un zorro. Lo encontramos por la mañana, las suaves plumas endurecidas por la sangre, el cuerpo hecho pedazos en el suelo, junto la carretilla roja, igual que en aquel poema…

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Me enamoré de Leaf Bell el día en que le dio una paliza a DeeDee Ruffler.

Ella era la peor abusona del instituto, y él fue el primer y único chico que la puso en su sitio. Como también soy una abusona, probablemente hayáis pensado que me compadecí de ella, pero no fue así.

DeeDee era una chica bajita e insignificante, con una vena cruel de varios metros de altura, que vivía en la zona pobre del pueblo. Tenía un cuerpo fuerte y ridículo, un rostro vulgar y redondo y una voz odiosa y chillona, y ya había intentado provocar a Leaf en otras ocasiones. Lo había llamado de todo —pobre, pelirrojo, flacucho, sucio, enfermo— y él se había limitado a reírse. Pero el día en que llamó a Fleet Park, un niño de doce años, «chino maricón», Fleet se echó a llorar y Leaf explotó. Le pegó a DeeDee hasta dejarla en coma allí mismo, en las escaleras del instituto. Le golpeó la cabeza contra el cemento mientras la mantenía inmovilizada con las rodillas sobre el pecho, y las tetas de DeeDee se sacudían y el pelo rojo de Leaf volaba alrededor de sus desgarbados hombros, con las montañas nevadas de fondo.

Ese día, mi corazón triplicó su tamaño.

Después de que Leaf le destrozara la cabeza, DeeDee no volvió a ser la misma. En la clase de ciencia de la mujer moderna, leí acerca de las lobotomías, y era así como había quedado ella: indiferente, apática, inútil.

Leaf no tuvo problemas por esa pelea, nunca se metía en problemas, igual que yo. Además, todo el mundo estaba harto de DeeDee, incluso los profesores, especialmente los profesores. Era tan malvada con ellos como con el resto.

También había maldad dentro de mí, una vena cruel. No sabía de dónde venía y no quería tenerla, de la misma forma que no querría tener los pies grandes, ni pelo castaño apagado ni nariz de cerdito.

Pero, joder, si hubiera nacido con nariz de cerdito, lo aceptaría, como acepto lo cruel y lo malvado.

Leaf fue el primero en identificarme por lo que era. Yo era preciosa, ya de niña. Parecía un ángel: labios de querubín, mejillas sonrosadas, huesos elegantes y una aureola de cabello rubio. Todos me querían y yo me quería a mí misma, siempre me salía con la mía y hacía lo que me daba la gana, y, aun así, la gente se sentía afortunada de conocerme.

Nadie se considera superficial, podéis preguntarles a vuestros conocidos, todos lo negarán. Pero yo soy la prueba viviente de eso: siempre me salgo con la mía porque soy guapa.

Sin embargo, Leaf vio más allá de la belleza: la traspasó.

Yo tenía catorce años cuando Leaf Bell le partió la cabeza a DeeDee en las escaleras del instituto, y quince cuando lo seguí hasta su casa e intenté besarlo en el granero. Se rió en mi cara y me dijo que era fea por dentro, y me dejó sola ahí, sentada sobre el heno.

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Todas las historias necesitan un Villano.

El Villano es tan importante como el Héroe. Tal vez más importante. He leído muchos libros: algunos en voz alta a los Huérfanos y otros a solas. Todos tenían un Villano: la Bruja Blanca, la Bruja Malvada, el Caballero del Pelo como el Vilano del Cardo, Bill Sykes, Sauron, Mr. Hyde, la Sra. Danvers, Iago, Grendel…

No necesitaba que Mim me leyera las hojas de té para saber quién era el Villano de mi historia. En este caso era mujer y tenía el cabello rubio y el corazón del Héroe en las manos. Tenía dientes, garras y un pico de oro, como el diablo embaucador de una novela de T. S. Joyce.

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Tengo un hermano mayor. Un hermanastro. Se llama Alabama (se explicará más adelante) y vive con nuestra madre en Lourmarin, Francia. Mis padres no están divorciados, simplemente no viven juntos. Mi madre escribe novelas históricas de misterio y hace dos años, en medio de una tormenta de nieve, decidió que continuaría escribiendo novelas históricas de misterio, pero en Francia. Mi padre suspiró, se encogió de hombros y ella se marchó. Y Alabama se marchó con ella. De todas maneras, él siempre había sido su preferido, probablemente porque su padre fue el gran amor de mi madre. El padre de Alabama era muscogui y choctaw. Regresó de inmediato a Alabama (el estado, no el hermano) antes de que naciera mi hermano. Entonces apareció mi padre, con su gran corazón y su debilidad por las criaturas necesitadas. Se casó con mi madre embarazada, y el resto es historia.

Esto es, hasta que el invierno pasado ella se hizo bohemia y se marchó con mi hermano a un país de uvas y quesos. Entonces mi padre vendió la aburrida y espaciosa casa de tres dormitorios y tres baños en la que yo me había criado y nos mudamos al campo, a una vieja y ruinosa casa de cinco dormitorios, un baño y suelos que crujen.

Dos hectáreas, un huerto de manzanos y un arroyo claro y burbujeante. Justo cuando llegaba el verano.

Y no me importó. En absoluto.

La casa estaba a tres kilómetros del pueblo, a tres kilómetros de Puente Roto, con sus mansiones victorianas, sus calles adoquinadas, sus caros restaurantes gourmet y sus hordas de esquiadores en invierno.

Y estaba a tres hermosos y benditos kilómetros de Poppy.

No más golpecitos en la ventana en medio de la noche de la chica que vivía a tres casas de la mía. No más Poppy riéndose mientras trepaba hasta el alféizar de la ventana y se metía en mi cama. No más dudas sobre de quién era la colonia a la que olía la pechera de su camisa.

Se había acabado comportarme como un idiota. Y esta vieja casa, enclavada entre manzanos y pinos en un rincón sombrío y olvidado de las montañas…, era el primer paso hacia mi libertad.

Mi libertad de Poppy.

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Yo se la habría entregado a Leaf en cuanto me la hubiese pedido, pero jamás lo hizo, así que decidí dársela a Midnight.

Midnight, con sus grandes ojos entornados y el corazón saltándole del pecho, los suspiros, la suavidad, los besos. Lo odié por eso, lo odié de verdad.

Lo odié, lo odié, lo odié.

Mis padres creían que yo aún era virgen. Nunca hablaban de sexo en mi presencia, se negaban a aceptar que había crecido, porque querían que fuera su estúpido angelito para siempre. Y eso me ponía furiosa, furiosa, furiosa por dentro, todo el tiempo, todo el tiempo. Usaba las faldas más cortas que encontraba y los tops más escotados. Ay, cómo se retorcían buscando en mí alguna parte que no fuera sexual donde posar sus ojos, para poder mantener la imagen que siempre habían tenido de mí.

Mis padres seguían regalándome muñecas que eran iguales que yo: rubias, de ojos grandes y labios rojos y carnosos. Y cada vez que veía una nueva caja sobre la mesa de la cocina, envuelta en papel rosa y con mi nombre, sabía que esa misma noche me encontraría golpeando la ventana de Midnight para que me dejara entrar y así demostrarme a mí misma lo antiangelical que era.

La mayoría de la gente lleva vidas de silenciosa desesperación. Leaf decía eso a menudo. Es la cita de un hippie de esos que abrazan los árboles, que llevó una vida aburrida en el bosque hace mil años, y es probable que Leaf creyera que me abriría los ojos, que me volvería más sabia y me conectaría con mi ser más profundo, pero lo único que logró fue que me dieran ganas de arrancarme toda la ropa y correr gritando por el pueblo.

Si iba a llevar una vida de desesperación, no sería silenciosa sino escandalosa.

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Observé al Héroe mientras descargaba cajas en la vieja casa de Lucy Rish. Me coloqué junto a un manzano y estuve allí bastante rato, hasta que me vio. Se me daba bien pasar desapercibida cuando no quería que me vieran. Había aprendido a ser silenciosa e invisible leyendo Sigilos y sombras.

No les había mostrado a mis hermanos Sigilos y sombras. No quería que aprendieran a esconderse a plena luz del día.

No todavía.

Esperaba que al Héroe le gustara su nueva casa. A Lucy no le había gustado. Había sido una anciana malvada y supersticiosa, que nos llamaba brujas y aferraba su rosario cada vez que nos veía. Y tiraba manzanas a los Huérfanos si jugaban muy cerca de su terreno. Su marido era bueno, siempre nos sonreía desde el otro lado del camino, pero murió hace tres años. Felix cree que Lucy lo envenenó, pero no lo sé. Constantemente muere gente mayor sin veneno de por medio.

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Levanté la vista y, de repente, ahí estaba ella, junto a los escalones de la entrada con una camisita verde de botones y un holgado peto marrón, con enormes botones en forma de fresa en los tirantes. Era ropa de niña, no de una chica de diecisiete años. El peto estaba sucio y era demasiado grande para su pequeño cuerpo.

Wink era una de «los famosos chicos Bell». Siempre aparecía alguno más y era difícil saber cuántos eran realmente.

Pero ahora yo vivía a su lado, de modo que era probable que lograra averiguarlo. Ese podría ser mi segundo objetivo del verano:

1. Olvidarme de Poppy. Para siempre.

2. Averiguar cuántos eran los Bell.

En el colegio, todos llamaban a Wink Bell Salvaje Bell a sus espaldas, por su cabello desgreñado y su ropa más bien sucia.

Salvaje era una palabra un poco fuerte para una niña, por lo cual, ahora que lo pienso, me da la impresión de que algún maestro amargado fue el primero en ponerle ese apodo. Algunos todavía la llamaban así a veces, pero no parecía que ella reparara en ello, y menos aún que le importara.

Todos los chicos Bell tenían nombres raros, como Alabama y yo, y siempre me había sentido atraído por ellos, al menos por ese motivo.

Cambié de brazo la caja de libros y la observé. Su pelo rojo se rizaba en largos y apretados bucles que caían sobre sus hombros delgados, y tenía pecas en la nariz, en las mejillas y prácticamente por todas partes. Sus ojos eran grandes, verdes… e inocentes. Ya nadie tenía esa mirada. Al menos nadie de mi edad. Nuestros ojos crecieron y dejaron de creer en lo mágico, y empezaron a preocuparse por el sexo. Pero los de Salvaje… todavía tenían un brillo lejano y desconcertado, como perdidos en un bosque encantado.

—Te pareces a alguien —dijo.

Dejé la caja de libros en el suelo del porche y Wink debió de tomarlo como una invitación, porque subió de inmediato los peldaños y se quedó de pie frente a mí. Su cabeza apenas me llegaba al hombro.

—Te pareces a alguien —repitió.

En la escuela, todos pensaban que era rara. Más que rara. Si una persona era un poco extraña, era fácil burlarse de ella. Tal vez sabía demasiadas citas de La guerra de las galaxias, o hablaba consigo misma, o vivía en una cabaña en las montañas, u olía a sótano, o hacía trucos de magia en la escuela cada vez que podía porque quería ser mago. De esta clase de gente era fácil burlarse, reírse de ella, hacerla llorar. Pero a Wink no. Hacía años que los matones se habían dado por vencidos con Wink y sus hermanos. Era imposible ridiculizar a los Bell: jamás sentían vergüenza o miedo. A la larga, los matones se aburrían y elegían una presa más fácil.

Wink tenía un hermano mayor llamado Leaf, que se graduó el año pasado. Pero cuando estaba en la escuela, a todos, absolutamente todos, les daba miedo. Tenía ojos verdes y tranquilos y pelo rojo oscuro, tan lacio como rizado era el de Wink. Era alto y esbelto, y uno nunca habría pensado que sería capaz de darle una paliza a nadie. Pero lo hacía, y constantemente. Tenía un temperamento que nadie, ni siquiera los profesores, subestimaba.

Todos decían que los Bell eran brujos y chicos raros. Y la gente los dejaba tranquilos, y a ellos parecía gustarles que así fuera, la mayor parte del tiempo.

Entonces, ¿qué hacía Wink ahora en mi porche, observándome con cara de que no pensaba irse?

Hundió la mano en uno de los bolsillos del peto. Era tan profundo que todo el brazo desapareció en su interior. Cuando sacó la mano, sostenía un librito. Era viejo y las hojas estaban medio sueltas. Pasó las páginas, encontró lo que buscaba y me lo mostró. Lo mantenía abierto en una ilustración de un chico que llevaba una espada. Se encontraba en una colina, frente a un castillo de piedra oscura, con un fondo de montañas sombrías. Parecía que estaba esperando…, esperando a que apareciera algo y lo matara.

—Ese es Ladrón —dijo Wink señalando al chico con uno de sus pecosos deditos—. Pelea y mata a la Cosa de las Profundidades con la espada que le dejó su padre. —Tamborileó con el dedo sobre la página—. ¿Ves el pelo castaño y rizado? ¿Y los ojos azules y tristes? Te pareces a él.

Eché otro vistazo a la ilustración y después volví a mirar a Wink.

—Gracias —dije, aunque no estaba seguro de que fuera un elogio.

Asintió con cierta seriedad y volvió a guardar el libro en su profundo bolsillo.

—¿Has leído La Cosa de las Profundidades?

Negué con la cabeza.

—Se lo he leído un montón de veces a los Huérfanos. Así es como llamo a mis hermanos, por ser tantos y porque nos quedamos sin padre. Sí que tenemos madre, así que no son realmente huérfanos, pero ella se pasa la vida echando las cartas y leyéndole las hojas de té a la gente y casi siempre estamos solos.

Hizo una pausa.

—Así que seguramente verás muchos coches desconocidos aparcados delante de nuestra casa. Un coche desconocido significa que hay alguien en casa y ella le está leyendo las cartas.

Hizo otra pausa. No tenía prisa.

—Mim me leyó las hojas de té y dijo que tú y yo íbamos a tener algo juntos. Me preguntaba si nuestra historia sería como La Cosa de las Profundidades, porque te pareces al Ladrón.

Tomó una gran bocanada de aire, exhaló, metió las manos en los bolsillos y dejó de hablar. Una suave brisa pasó y levantó su abundante cabello de los hombros. Después del largo discurso, pareció satisfecha de que nos quedáramos en silencio.

Aún no sabía cómo hablar con Wink. Eso llegaría mucho más adelante, pero ya me resultaba relajante. Transcurrían los segundos y yo escuchaba el hilo de agua del arroyo que bajaba hacia el huerto de manzanos y los crujidos que emitía mi padre dentro de la casa mientras deshacía cajas. Sentí que se me aflojaban los hombros y mi postura se suavizaba. Estar con Wink era, de algún modo, como estar solo, pero sin sentirse solo, ¿sabéis a qué me refiero?

Y, finalmente, descubrí que la razón por la que me sentía tan tranquilo era que ella no estaba analizándome. No trataba de averiguar si yo era sexy, atractivo, gracioso o popular. Simplemente se quedaba frente a mí y me dejaba seguir siendo quienquiera que fuera. Y nadie había actuado de esa forma conmigo hasta entonces, excepto quizá mis padres y Alabama.

—¿Y qué ocurre en el libro? —pregunté después de unos minutos de brisa y pelo ensortijado, de peto, de no juzgar y de un silencio suave y pacífico—. ¿Qué le pasa al Ladrón?

—Hay un monstruo con forma de mujer hermosa que mata gente: niños, mayores, a todos. Intenta matar a la chica a la que quiere el Ladrón. Él lucha con el monstruo y lo mata, porque es el Héroe. Hay una gran victoria y un descenso a la oscuridad. Hay pistas y acertijos que resolver, y pruebas de fuerza e ingenio. Hay redención, consecuencias y por siempre jamás.

Yo también he leído muchos libros. Muchos más de lo que creen todos, excepto mi padre. Leía mucho, especialmente durante el último año. Mis días transcurrían arrastrándome de una clase a la otra, alejando a todos mis amigos con mis malditos cambios de humor, con mis constantes e interminables Poppy esto y Poppy aquello, y mi amor, mi amor, siempre mi amor por esa chica de pelo rubio que a veces me cogía de la mano entre las clases y a veces me besaba en los labios cuando nadie nos miraba, pero generalmente me ignoraba, se iba y yo seguía diciendo su nombre mientras ella ni siquiera se daba la vuelta.

Pero mis noches, aquellas en las que Poppy no golpeaba mi ventana, las pasaba con mis libros. Leía muchos libros de ciencia ficción y muchos más de fantasía de lo que probablemente sea bueno para una persona. Leí clásicos como Dickens, Rebelión en la granja y Donde crece el helecho rojo. Incluso leí algunas novelas históricas de aventuras, algunas de misterio con asesinatos y otras del oeste, con pistoleros a caballo. No me importaba: lo leía todo. Alabama era solo baloncesto y carreras campo a través, y apoyarse en cosas y saltar de otras, y a todas las chicas les gustaba. Pero yo era el hermano lector, al que le gustaba nadar en los ríos, caminar bajo la lluvia y sentarse bajo las estrellas, pero jamás practicar deportes organizados. Y no me parecía mal.

Wink y yo seguíamos observándonos. Ella era quien tiraba de la conversación, y dejé que llevara la voz cantante. Se volvió y miró los libros que yo traía, entonces pude observar un grupo de pecas de aspecto suave en la parte interna de los brazos, y lo pequeña que era su nariz, como la de una muñeca, y las pestañas cortitas y gruesas, de color rojo pálido, y el mentón puntiagudo.

En un momento, mi padre pasó junto a nosotros, alto, de espeso pelo castaño, gafas con montura metálica, con caminar suave y tranquilo. Le gustaba correr cuando no estaba leyendo o vendiendo libros raros a personas de sitios lejanos, y el hecho de que corriera hacía que se moviera como un gato. Buscó una lámpara en la furgoneta, volvió con zancadas largas y silenciosas, sonrió y entró en casa con la lámpara, permitiendo que continuáramos con nuestro silencio.

—–Midnight.

Una voz de mujer rasgó la ligera quietud. Moví la cabeza bruscamente hacia el origen del sonido.

Poppy.

Se encontraba justo en el límite del bosque, al otro lado de la carretera, en el borde de la laberíntica granja Bell.

Supongo que, después de todo, tres kilómetros no era suficientemente lejos.

Maldición.

Pasó junto al granero de los Bell, las cuatro construcciones anexas y la vieja casa de techo rojo y caído y altas ventanas con postigos negros. Cruzó la carretera, que no era más que grava y maleza, zigzagueó entre nuestros cuatro manzanos verdes y brillantes, subió los escalones de madera del porche y se detuvo delante de Wink, como si esta no estuviera allí. Llevaba un vestido blanco y liviano, que le envolvía el cuerpo de una manera que susurraba: «Esto me costó muy caro». Poppy era la malcriada hija única de dos médicos muy ocupados, que habían amasado una fortuna gracias al snowboard y sus celebridades con instinto suicida que asaltaban Puente Roto todos los inviernos. Su casa era una de las más grandes de la zona, incluyendo la infinidad de residencias de vacaciones de estrellas de cine y músicos de edad avanzada.

Se pasó la mano por el cabello y me sonrió.

—¿Sabes cuánto he tardado en llegar hasta aquí caminando? No puedo creer que me haya tomado la molestia de venir.

No la miré. Observé cómo Wink bajaba los escalones y regresaba a su granja al otro lado del camino sin pronunciar una sola palabra, silenciosa como una siesta bajo el sol.

—Mis padres no van a comprarme otro coche hasta que me gradúe. —Poppy apretó sus labios perfectos haciendo un puchero, ajena a la partida de Wink, como si esta fuera un fantasma—. Solo por haberme llevado el Lexus nuevo sin pedir permiso y haberlo destrozado junto al puente. Mierda. Deberían haberlo imaginado.

La ignoré. Desvié la mirada hacia la granja Bell, atraído por un destello verde, marrón y rojo que trepaba por una escalera adosada al enorme granero, a la derecha de la casa blanca y destartalada.

Wink desapareció en la abertura oscura y cuadrada del granero.

Conocía a Wink de toda la vida, pero, en la práctica, era como si acabase de conocerla.

Poppy me chasqueó los dedos en la cara y mis ojos regresaron de inmediato a ella. Estaba enfadada y guapa como siempre, pero, por una vez, no reparé en ello. Me pregunté qué haría Wink en lo alto de aquel granero, tal vez les leería una vez más La Cosa de las Profundidades a los Huérfanos.

Me pregunté cómo sería vivir al lado de una chica como esa después de haber vivido al lado de una como Poppy.

De pronto deseé con todo mi maldito corazón haber vivido siempre en aquella vieja casa, enfrente de Wink y los Huérfanos.

—Midnight, Midnight, Midnight…

Poppy repitió mi nombre una y otra vez con esa voz dulce y tonta que antes me había encendido y ahora me dejaba frío.

Me arranqué del sentimiento de paz y ensueño que Wink había creado y me concentré finalmente en la chica que tenía frente a mí.

—Vete a casa, Poppy.

Poppy pestañeó abriendo y cerrando sus grises ojos muy lentamente. Jugó con los caros bolsillos de su caro vestido y me sonrió con esa sonrisa triste y serena que, con muy poco esfuerzo, lograba parecer sincera.

—Midnight, lo nuestro no se ha acabado. No habremos acabado hasta que yo lo diga.

Ni siquiera pude mirarla. La sensación de paz de Wink ya había desaparecido, por completo. Lo único que sentía era rabia. Y melancolía.

Poppy extendió la mano y la puso en mi mejilla. Sus ojos se clavaron en mi piel y tiraron de mi rostro hacia abajo, hacia el de ella, como un pez en el anzuelo.

Me resistí, pero no con la fuerza que pretendía.

Poppy estaba acostumbrada a conseguir lo que quería. Así eran las cosas con ella.

Estaba acostumbrada a ganar. Siempre.

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En la escuela, Leaf no hablaba, no se juntaba con chicos estúpidos ni hablaba de cosas de chicos; en realidad, ninguno de los Bell hablaba, y esa era una de las cosas por las cuales resultaban tan raros. Leaf era misterioso, tranquilo y callado, y siempre parecía estar desconcertado o enfadado. Y cuando no parecía desconcertado o enfadado, parecía inexpresivo, distante y abstraído, como si no estuviera viendo nada de lo que lo rodeaba.

Bridget Rise era de las que se hacían pis encima. A su hermano mayor le había pasado lo mismo. Supongo que era algo de familia, el gen de hacerse pis encima, como tener mala vista o la piel seca o el pelo lacio, algo que la evolución debería haber eliminado, al estilo Darwin. La última vez que Bridget se hizo pis encima fue en un recreo de tercer curso. Unos chicos le dijeron que era asquerosa y comenzaron a tirarle puñados de tierra que se le metió entre el pelo y en la blusa.

Puede que yo también le tirase tierra y puede que les diese la idea a los otros chicos. Bridget lloraba y sollozaba y luego, inesperadamente, apareció Leaf. Tenía once o doce años, pero ya entonces tenía aquel carácter.

Levantó a Bridget, con los pantalones empapados, la tierra y todo, y la ayudó a entrar en la escuela.

Después, volvió a salir y nos dio una paliza a cada uno de nosotros, a todos los que teníamos las manos sucias, literalmente, yo incluida. Me aplastó la cara contra el suelo, en el mismo barro que había estado tirando, y me advirtió que si me burlaba otra vez de Bridget me rompería la nariz.

Hablaba en serio, todos sabíamos que hablaba en serio. Y cuando, dos semanas después, me olvidé y durante el almuerzo la llamé Bridget la meona, Leaf me esperó al salir de clase: una mano y un golpe le bastaron. Los ojos se me pusieron bizcos mientras su puño me golpeaba la cara: chasquido, crujido, sangre, grito.

La nariz me quedó torcida. Ni siquiera mis padres médicos pudieron arreglarla, al menos no perfectamente. Midnight decía que esa pequeñísima imperfección me hacía todavía más hermosa, pero él leía poesía y su mente era débil, como su corazón. Hace muchos años que dejé de prestarle atención.

No permití que la risa de Leaf me disuadiera ese día en el granero. Estaba confundida, porque nunca había perdido a nada, pero estaba entusiasmada con el desafío y, por una vez, quería intentar hacer algo. De verdad. Así es como me sentí, al principio.