X

EL ATERRIZAJE FUE UN ANTICLÍMAX. Fue como si no cayéramos de ninguna parte. La explicación que me di fue que durante la supuesta caída libre de nuestros cuerpos los glóbulos estaban en un flujo de reabsorción, y cuando tocamos el suelo el proceso había concluido, sin dejar rastros. Era lo que podía y debía esperarse: los extraterrestres nunca dejan huellas materiales, de modo que los testigos no tengan nada con qué probar sus relatos. No está mal, y los admiro por ello. Es lo que hay que hacer. Ojalá yo tuviera esa habilidad.

En efecto, el sitio donde caí (de pie, apenas tambaleándome un poco) era el patio trasero del supermercado, un patio muy precario, con piso de tierra, paredes sin revocar contra las que se apilaban cajones vacíos y basura, una bicicleta oxidada sin ruedas, una canilla de la que colgaba una manguera amarilla medio podrida… Arriba, el mismo cielo gris de la tarde, la misma luz, lo que me indicaba que había pasado muy poco tiempo.

Un quejido me hizo volver a la realidad. Miré. Jonathan estaba en el suelo, a unos metros de mí. Sentí un miedo repentino. Seguía pensando, de acuerdo con mi hipótesis basada en los hechos, que habíamos viajado en imagen, movidos por la fuerza explosiva de los registros extraterrestres al abrirse la caja que los contenía (aunque, de ser necesario, podíamos explicar nuestra salida por la molestia que nos provocaba el ruido excesivo de la alarma, o simplemente por el deseo de tomar aire). Ese tipo de transporte siempre me había parecido peligroso; al recuperar el cuerpo sólido a la llegada podía haber partes cambiadas, o que faltaran, o sobraran. Recordaba el caso de la película La mosca, y sus terroríficas consecuencias. Me acerqué, todavía sin dejar de tambalearme, y no tardé en tranquilizarme al entender que lo que le había pasado no era más que un simple tropiezo, con el consiguiente esguince, o mera torcedura. Sucedía que Jonathan y yo habíamos sido eyectados de la puerta trasera del supermercado en distintas direcciones: el paso estaba expedito en la que me tocó a mí, pero en la de él había un objeto que lo hizo caer. Seguía quejándose, aparatosamente. Me incliné a preguntarle si le dolía. Me respondió malhumorado, y más incomprensible que nunca. Como siempre, prevalecían sus malos modales. Pero yo ya estaba curtido; lo aceptaba tal cual era. Y ahora, después de todo lo que habíamos pasado juntos, más que nunca. Porque después de todo era casi un niño, un niño grande pero con todo lo perdonable de la infancia. En el accidente había perdido una de las ojotas, y su pie desnudo era un alabastro amarillento sobre la tierra oscura. El pelo le caía sobre la cara, contraída en una mueca de dolor que me pareció un poco teatral. En los jóvenes las caídas, golpes y torceduras nunca eran tan graves. Hice el ademán de tomarlo de las axilas para ayudarlo a levantarse, y se mostró colaborador. Pero cuando todavía no se había puesto de pie ya volvía a dejarse caer, soltando otro “ay”. Busqué a mi alrededor algo en lo que pudiera sentarlo (uno de esos cajones vacíos serviría), y solo entonces vi el objeto con el que se había tropezado: una losa de mármol blanco de unos treinta centímetros de alto. Era un objeto incongruente en ese lugar, pero no en la historia. Al mármol se lo veía viejo, amarillento en partes, semihundido, pero con la cara superior bastante pulida. Desencadenó en mi mente una serie de asociaciones, que hicieron volver mi alarma.

¿Quién podía asegurarme que Jonathan habría salido indemne de la fragmentación de las imágenes? O debería decir: de la irresponsabilidad de las imágenes. La superficialidad de las imágenes. Las imágenes sin función, juguetonas, saltarinas, cubistas, abstractas… Eso las hacía aptas como vehículo a través de la identidad de los mundos, pero nada garantizaba su aptitud, más bien todo lo contrario, para reconfigurar un organismo que funcionara. Y el cuerpo humano tenía tantos volúmenes interconectados que sus imágenes, por bien hechas que estuvieran y por mucho que respetaran las reglas de la perspectiva, no aseguraban nada, al contrario. Yo lo sabía bien, por los métodos de diagnóstico no invasivos que habían practicado en mí.

Mi responsabilidad ante el mundo se trasladó, sin reducirse, a este chico chino que el destino había puesto en mi camino. Al verme en ese patio había pensado “al fin solos”. Esa frase hecha, por un lado expresión de alivio y expectativa, por el otro me dejaba a mí como único auxilio. Pensé rápido que corregir las imágenes desacomodadas en el cuerpo de Jonathan (si es que en eso consistía el problema) era más de lo que yo podía hacer. No sé nada de anatomía, y mucho menos de las técnicas sofisticadas que se necesitarían para poner en práctica ese conocimiento. Los extraterrestres sabrían, pero ya se habían marchado. Y no podía esperar ayuda de los gadgets providenciales que había tomado en lugar del cambio, porque se habían terminado. Bastante habían hecho ya. Ahora estaba librado a mi solo saber e ingenio. Y no se me ocurría nada. No se me habría ocurrido nada ni en mil años.

Pero… ¡Un momento! Había hecho mal la cuenta. Después del anillo había tomado todavía algo más. Busqué en el bolsillo, y ahí estaba, el pequeño objeto olvidado: una cámara fotográfica del tamaño de un dado, de una sola foto, lo más mínimo y rudimentario que hubiera en cámaras. Lamenté el olvido porque seguramente su función había sido la de registrar a los extraterrestres y conservar una prueba visual concreta de su existencia. Ahora ya era demasiado tarde.

Pero todavía podía servirme. Su existencia misma creaba su función. Como dije, estaba pensando rápido. La camarita, por minúscula y primitiva que fuera, no podía carecer de sustancia fotosensible, para fijar las imágenes. Era cuestión de extraerla y usarla. Abrí el dado de lata negra con la uña y miré en la cara interna de la pared del fondo, opuesto al objetivo (que no era más que un agujerito con tapa). Como lo esperaba, vi que había un delgadísimo papel cuadrado, de un centímetro de lado, empapado en la solución gelatinosa. Lo arranqué, y lo hice una bolita amasándolo con el índice y el pulgar. Entonces apreté, y salió una gota, que recogí en la yema del índice de la otra mano. Era una gota pequeña, cristalina, ligeramente irisada, entre líquida y viscosa. Me pregunté si alcanzaría, pero de inmediato descarté la duda: la cantidad no importaba, si realmente estábamos en el plano de los absolutos. Se la apliqué en el pie, donde parecía estar el dolor a juzgar por su gesticulación. El dolor era una señal infalible: ahí había nervios vivos y dispuestos a llevar a todo el cuerpo el mensaje que se les entregara. Froté en el hueco bajo el huesito del tobillo, en la parte interna del pie. La sustancia penetró como el rayo, hasta el canal más profundo del joven.

Una vez terminada la operación, me aparté y me senté en el mármol. Estaba exhausto, menos por el ejercicio que por la extrema tensión en que había sucedido todo. Vi, como en un sueño, que Jonathan se arrodillaba, totalmente restablecido. Solo entonces pensé en mí. No había ahorrado la menor porción de la gota. ¿Me había sacrificado? Si lo había hecho, había sido involuntariamente. Me cruzaron por la imaginación las distintas alteraciones que podía haber sufrido, por ejemplo las partes del cuerpo que me podían estar faltando. Alcé las dos manos, abriendo los dedos; estaban todos. Pero me inquietó, no sé por qué, otra posibilidad. Así que bajé las manos tal como las había subido, las llevé a la hebilla del cinturón, lo aflojé apenas lo necesario y con un movimiento discreto me bajé los pantalones hasta medio muslo, siempre sentado en el mármol, cuyo frío sintieron brevemente mis nalgas. Tuve la intensa satisfacción de ver que todo estaba en su lugar… En fin. Era eso. Me dio trabajo, pero terminé recordándolo.

21 de diciembre, 2009


César AiraCÉSAR AIRA nació en Coronel Pringles en 1949. Vive en Buenos Aires desde 1967. Publicó más de sesenta títulos, entre ellos: La luz argentina; Los fantasmas; La guerra de los gimnasios; La villa y Las noches de Flores, pero también obras como El infinito; La trompeta de mimbre; El juego de los mundos; La pastilla de hormona y Mil gotas. Sus libros han sido traducidos al inglés, francés, italiano, alemán y a otras lenguas. En una entrevista, contó cómo escribió una de sus primeras novelas: “Un día estaba dando un examen de literatura argentina en la facultad. (…) El profesor me interrumpió diciendo que así no se podía exponer la obra de Borges. Me produjo tal indignación que me quisieran decir cómo hablar de Borges que salí del examen y, al día siguiente, me puse a escribir Las ovejas, una novelita donde los animales, a causa de la sed, descubren el idealismo. Tenía veinte años y en ese texto escribí mi versión de Borges, para que nadie volviera a decirme qué es la literatura”.

© 2012 César Aira

© 2012 La Bestia Equilátera S.R.L.

Aguilar 2023

Buenos Aires, Argentina

www.labestiaequilatera.com

info@labestiaequilatera.com

eISBN: 978-987-1739-23-3

Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere

Conversión a formato digital: Cecilia Espósito

Aira, César

El mármol. - 1a ed. - Buenos Aires : La Bestia Equilátera, 2012.

EBook

ISBN 978-987-1739-23-3

1. Narrativa Argentina . 2. Novela. I. Título

CDD A863

Cubierta César Aira El mármol
Portada El mármol

I

CUANDO ME BAJÉ LOS PANTALONES incliné la cabeza y miré mis piernas, los genitales, los muslos, un conjunto tridimensional, sólido, algo levantado por presión de la superficie sobre la que estaba sentado. La visión tuvo algo de sorpresa, de gratificación. No es que me hubiera olvidado de la existencia de mi cuerpo, ni que la hubiera negado. Pero no la había tenido presente en todo el día, y quizás hacía varios días que no la llevaba a la conciencia, ocupada en problemas, obligaciones, distracciones, en todas las tareas grandes o pequeñas a que nos obliga lo cotidiano. Y de pronto… ahí estaban, mis miembros de placer y de locomoción, sanos y en forma, recordándome que como estaban ellos estaban también los pies que no veía en ese momento y el pecho y los brazos y la cabeza y todos los órganos internos, y hasta los ojos que veían… Me recordaban que lo animal en mí seguía vivo, lo biológico, la representación individual de la especie; un recordatorio de potencia de acción, una promesa de tiempo y movimiento. Fue una visión fugaz; no me demoré contemplando lo que conocía tan bien: fue el primer instante el que contó, y la sensación de íntima felicidad que persistió, sin una causa explícita, sin mucha justificación, pero persistió. Basta tan poco para alzarnos por encima del trabajo trivial y absorbente de negociar el día-a-día.

Como digo, fue un instante. Me demoré en relatarlo y explicarlo, y ahora que lo he hecho descubro que no puedo recordar en qué circunstancia me bajé los pantalones. Estoy seguro de que es uno de esos olvidos momentáneos, que se resisten obstinadamente al recuerdo cuando uno trata de forzar la memoria, pero ceden a él un rato después, de forma tan inexplicable e inmotivada como se produjeron. Así que espero, con la pluma suspendida a unos centímetros del papel… Pero no, no viene. Supongo que es porque estoy tratando de recordar, y la clave está en no tratar, olvidarse. Olvidarse para recordar. Tendré que esperar un rato, pensando en otra cosa, y entonces sí volverá, claro y entero, acompañado de una sonrisa, o una risita secreta, disipado ese pequeño vacío y restituida la integridad de los hechos.

Pero descubro que no puedo, por ahora, olvidarme y pensar en otra cosa. En todo caso, lo dejo para más tarde. Ahora no puedo porque me asalta (y quiero dejarme asaltar por ella: quiero disfrutarla) una infinita perplejidad ante la naturaleza del hecho. ¿Cómo pudo ser que yo me haya sacado los pantalones fuera de mi casa, en pleno día…? Estas dos últimas circunstancias las sé porque van unidas a la visión en sí, la que me quedó impresa: la luz era diurna, no artificial, venía del cielo; y definitivamente no estaba en mi casa… ¿Entonces? El enigma se ahonda. Uno puede olvidarse dónde o cuándo estornudó, o vio un perro Chow Chow, o hizo o le pasó cualquier otra cosa intrascendente. Pero bajarse los pantalones no es algo que se confunda con el fluir de actividades y percepciones, no es algo que pase inadvertido ni para los demás ni para uno mismo.

Trato de exprimir más datos de la única visión o el único momento que me quedó. (Mi pluma volvió a posarse en el papel hace rato. Renuncié a la espera pasiva.) Trato de encontrar el hilo que me lleve al recuerdo. Un solo dato, el mínimo, bastaría… Pero el único dato que logro sacar de la galera no podría ser más intrigante: yo estaba sentado, al sacarme los pantalones, sobre un mármol.

¿Un mármol? Mi desconcierto llega al máximo. No tengo dudas de que era mármol porque el mármol, o al menos la palabra, quedó adherido, no sé por qué, a la sensación original. No tiene nada que ver con la felicidad que me produjo esta, pero ahí está: mármol.

A todo esto, la sensación dichosa con la que empecé no se extingue. No la apaga el olvido, obstinado en no restituirme la ocasión del hecho; tampoco la desluce el enigma del mármol. Al contrario, el mármol le da un toque de extrañeza, de lujo exótico, de una cierta monumentalidad antigua. Viene a sumarse a una perplejidad que en sí misma es gratificante. Yo que no hago más que quejarme de lo aburrida y gris que es mi vida, de pronto me veo frente a un episodio atrevido y memorable, casi una aventura. No se me escapa que pudo ser algo banal, o hasta sórdido y deprimente. Existe esa posibilidad, si bien no le doy mucho crédito a priori, tan tímido y pacato me sé. Pero gracias a ese oportuno blanco en la memoria puedo conservar la incertidumbre en la que se aloja lo novelesco y legendario. Ahí está lo precioso de este segundo momento, y su fragilidad: de pronto, seguramente en unos instantes, se hará el recuerdo, todo se pondrá en su lugar, el mármol quedará explicado y la visión feliz de mis piernas desnudas, puesta en contexto, será apenas una de esas pequeñas alegrías inmotivadas que se dan en la vida, aun en vidas tan poco interesantes como la mía.

De modo que, en realidad, no quiero recordar. Lo que hace un momento me parecía que merecía un esfuerzo ahora me parece que merece un esfuerzo en contra. Quiero pensar en otra cosa, para preservar el olvido; pero recuerdo que lo más eficaz para traer algo a la memoria es no esforzarse en recordarlo sino pensar en otra cosa. De cualquier modo no puedo evitarlo porque me viene a la cabeza algo más. Me pregunto por qué quise dejar registrado por escrito el momento original. Trato de reconstruir la decisión. Aunque no importa si no puedo reconstruirla (no vale la pena molestarse) porque la decisión puedo volver a tomarla, y seguramente lo haré en los mismos términos, ya que sigo siendo el mismo que cuando me senté a escribir.

Quise preservar, poniéndola en negro sobre blanco, una felicidad que por mínima e inmotivada no habría tenido, de otro modo, en qué apoyarse.

II

PERO SUCEDE QUE REALMENTE PUEDO PENSAR EN OTRA COSA, porque de pronto se me ocurre algo intrigante… Intrigante en sí mismo, y también en su relación con lo que me estaba preocupando hasta aquí: el mármol. Es algo que he tenido dando vueltas en mi pensamiento desde ayer, y ha hecho volar mis ideas por cielos tan distantes que, quizás, fue lo que causó la feliz sorpresa de constatar la persistencia de mi volumen animal. Fue como volver, inesperadamente, de lo abstracto a lo concreto, de lo exótico e inexplicable a lo más íntimo y cotidiano, y darse cuenta de que por lejos que vaya el pensamiento el cuerpo y sus atributos siguen ahí, donde estuvieron siempre. Y el vehículo para este largo viaje instantáneo de regreso fue el mármol, si no la piedra así llamada la palabra que la nombra, “mármol”.