A mi amigo Jaime Ferreira Jr.

Los miedos aparecieron cuando la tía
Milagros se instaló en casa de Gustavo.
Hasta entonces el niño no los conocía.

Pero la tía no los trajo en su vieja maleta.
Lo que pasó fue que la mujer los llamó
y ellos acudieron presurosos para sembrar
el temor.

Resulta que la tía Milagros, cargada
de buenas intenciones, cuidaba al pequeño
mientras sus padres estaban de viaje.

—Gustavo, hazle caso a la tía
—le recomendó su madre antes de partir.

Y él se esforzaba por seguir los consejos
de la madre. Con la tía Milagros se llevaba
muy bien. Solo discutían a la hora de comer.

La mujer estaba convencida
de que los niños sanos debían estar rellenitos
y cachetones. Y para ello era preciso comer
en abundancia.

Así es que le servía a Gustavo los platos
llenos a rebosar. Tanto que él se veía incapaz
de acabarlos.

—Come, come —insistía ella—. A ver si
engordas esas piernas que parecen
dos palillos.

—Es que no puedo más —protestaba
el niño.

Y ella lo miraba muy seria, a punto
de perder la paciencia. ¡Hasta que un día
la perdió!