1. Entre patriarcado y modernidad 3

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Las luchas históricas y los desafíos actuales del feminismo

Por decisión editorial, hemos respetado el len-guaje empleado por cada una de las autoras en sus versiones originales. Algunas de ellas han decidido emplear el lenguaje inclusivo.

La imagen de tapa pertenece a la manifestación del 8M, Madrid, 8-8-18 (Reuters / Susana Vera).

1. ENTRE PATRIARCADO Y MODERNIDAD

Las tres olas del feminismo. La histórica lucha

por la igualdad 10

Dora Barrancos

Sororidad. Un pacto entre mujeres 14

María Luisa Femenías

Cartografía. La unión de las mujeres 16

Feminismo argentino. La gesta nacional 18

Susana Beatriz Gamba y Aida Maldonado Zapletal Peronismo. Matrimonios y algo más 22

Carolina Barry Guerrilla. Una revolución incompleta 26

Miriam Lewin

Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Un grito eterno 28

María Seoane

La cuarta ola argentina. La generación “Ni una menos” 30

María Florencia Alcaraz y Agustina Paz Frontera

2. PRESAS EN SUS PROPIOS CUERPOS

Brujas. La persecución de las mujeres 36

Fernanda Gil Lozano

Violencia de género. Cicatrices de la desigualdad 40

Mabel Bianco

Territorios feminicidas. México, el país más peligroso para ser mujer 44

Ivonne Ramírez Ramírez

Pueblos originarios. La resignificación de

la lucha indígena 46

Karina Bidaseca

Aborto. El derecho a tener derechos 48

Mabel Bellucci y Viviana Norman

Trata de personas. Un delito oculto a la vista de todos 54

Susana Chiarotti

Trabajo sexual, el debate. ¿Esclavas del siglo XXI? 58

Nora Pulido

Trabajo sexual, el debate. Descriminalizar, un modelo distinto 60

Georgina Orellano

Narcotráfico. Marche presa 62

Ileana Arduino

Sumario

Presentación 6

Creusa Muñoz

3. una INCLUSIÓN EXCLUYENTE

Acceso a puestos de poder. Carreras de obstáculos y laberintos de cristal 66

Virginia García Beaudoux

Estados Unidos. La misoginia de Donald Trump 70

Soledad Vallejos

Kurdistán. Una revolución en todos los frentes 72

Roma Vaquero Díaz Economía. A mayor trabajo, más pobreza 74

Violeta Carolina Guitart

Migraciones. Un lugar en el mundo 78

Paloma Moré Corral

Gestión menstrual. ¿Un asunto sólo de mujeres? 80

Eugenia Tarzibachi

Maternidad. El sentido de dar vida 84

Carolina del Olmo

Monoparentalidad. La decadencia de la “familia tipo” 86

Patricia Merino

LGTBQIA+.Vulnerables, disidentes, resistentes 88

Fefa Vila Núñez

Iglesia Católica. En nombre del patriarcado 92

Sol Prieto

Educación. Una paridad dispar 94

María del Carmen Feijoó

Investigación científica. Ciencia para pocas 96

Agostina Mileo

4. El arte de la Rebelión

Literatura. Mujeres invisibles 100

Anna Caballé

Militancia escrita. Imaginarios feministas 102

Gabriela Borrelli Azara y Florencia E. González

Lenguaje. Hablar sin sexismos 104

Mercedes Bengoechea

Medios de comunicación. Un espejo del machismo 106

Luciana Peker

Deporte. Juego limpio 110

Sonia Santoro

Infancia. Muñecas y autitos 112

Carolina Duek

Música. Canción con todas 114

Mercedes Liska, Malvina Silba y Carolina Spataro

Humor feminista. Resistir desde la risa 116

Tamara Tenenbaum

Las autoras 118

Colonizadores e indígenas, blancos y negros, burgueses y proletarios… La historia de la domi-nación es inagotable. Pero de todas las innume-rables relaciones que involucraron a un opresor y a un oprimido, la del yugo patriarcal sobre las mujeres, constituye la más extensa, y aún hoy se perpetúa.

Es cierto que estamos lejos de la sociedad anterior a la Revolución Industrial donde las mujeres estaban recluidas prácticamente al ámbito privado e incluso allí, encorsetadas en ese mínimo espacio, era el hombre el que ejercía el dominio exclusivo del hogar, el que tenía la patria potestad sobre los hijos, la última palabra en la administración de las cuentas y el que incluso tenía el derecho, si lo consideraba oportuno, de recluir a su mujer en un psiquiátrico sin las garantías del debido proceso. Pero esa opresión doméstica a la que estaban confinadas las mujeres no concluía ni se restringía al ámbito privado. Se extendía, reproducía e incluso recrudecía en el espa-cio público. Las mujeres no tenían cabida en el mundo educativo, económico y profesional, y mucho menos en el ámbito del poder político.

Una apertura desigual

El advenimiento del capitalismo y del liberalismo político a fines del siglo XVIII despertó esa fuerza emancipadora que había permanecido muchas veces adormecida y otras tantas acallada en las mujeres. La industrialización que se irradiaba de Gran Bretaña al resto del planeta, produjo el cambio de un régimen político y económico feudal, basado en la explotación de la tierra, a otro con eje en la industria, en el que el propio interés de lucro del capital impulsó el ingreso de las mujeres al ámbito laboral. Era, ciertamente, una conquista de las mujeres pero también representaba una incipiente libertad económica que era utilitaria a los intereses capitalistas, y en cuya matriz la desigualdad de género seguía estando presente. Los sala-rios de las trabajadoras eran sustancialmente inferiores al

de los hombres, trabajaban en condiciones deplorables, y los puestos decisorios seguían estando reservados exclu-sivamente para los hombres.

El sufragio universal establecido posteriormente no fue en su origen precisamente fiel a su calificativo. Seguía siendo exclusivo para los hombres. Y aunque desde hacía muchos años se escuchaban voces femeninas que clama-ban por el establecimiento del derecho a votar, como la de Olympe de Gouges en Francia (1791) o las que se alzaron en la Convención de Seneca Falls en Nueva York (1848), recién se reconocería un siglo después en la mayoría de los países del mundo. A partir de entonces se asistiría a una intensificación y empinamiento de los feminismos (1).

Deconstruir para construir

Estos derechos que fueron conquistando las mujeres tras cientos de años de luchas, siguen estando erigidos sobre cimientos endebles, en los que la desigualdad de género continúa delineando y condicionando su inserción en la sociedad. La puja de intereses no se ha desvanecido en absoluto, sigue latente, impregnando todas las áreas de la vida social, mermando las libertades que han sido recono-cidas a las mujeres. Representa claramente una apertura del espacio público al género femenino pero coexiste con desigualdades sociales concretas más imperceptibles, que permanecen subyacentes. Una violencia simbólica en donde la soberanía masculina se establece y perpetúa a través de la naturalización social de las desigualdades de género reproducidas y legitimadas por las propias instituciones. Porque, como afirma Ana María Fernández, “un grupo dominador no puede imponerse en el plano económico y político si al mismo tiempo no logra una hegemonía en el plano cultural y simbólico” (2).

Esta naturalización social es la que ha permitido y permite hoy la invisibilización de la violencia no sólo simbólica, que se reproduce de forma vertical (a través de los techos de cristal impuestos a las mujeres para los

el Atlas de la revolución de las mujeres

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1. Entre patriarcado y modernidad 7

altos cargos) y horizontal (transversal a todos los ámbi-tos), sino también de aquella más ostensible y explícita, la violencia física. Según Naciones Unidas, 64.000 femicidios se producen al año en el mundo. La muerte, los golpes, el usufructo del cuerpo a través de la trata y el tráfico, despojan a las mujeres de toda libertad, esclavizándolas y vaciando de sentido su existencia.

Esta opresión no es exclusiva de las democracias occi-dentales; se extiende y exacerba en el mundo musulmán y oriental. Pero en nuestras sociedades es donde se cuestiona con más vigor la legitimidad de esta dominación de género. Como diría Simone de Beauvoir: “Toda opresión crea un estado de guerra. Y este caso no es una excepción. […]Ya no se trata de una guerra entre individuos encerrados cada cual en su esfera: una casta reivindicadora se lanza al asalto y es tenida en jaque por la casta privilegiada. Son dos trascendencias que se afrontan; en vez de reconocerse mutuamente” (3).

Es esta tensión, este cuestionamiento de la legiti-midad de la dominación patriarcal, lo que se aborda en este Atlas de la mano de las mejores especialistas, acompañando cada una de las páginas con infografías, gráficos y cartografías. Una obra indispensable, elabo-rada por el equipo femenino de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, para deconstruir las arraigadas construcciones sociales de género.

1. Dora Barrancos señala que entre los movimientos precursores se encuentran los vinculados con la extinción de la esclavitud de población negra (véase página 10 de este Atlas).

2. Ana María Fernández, Las lógicas sexuales: amor, política y violen-cias, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 2009.

3. Simone de Beauvoir, El segundo sexo, Debolsillo, Buenos Aires, 2017.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

Después de siglos de lucha, las mujeres siguen intentando quebrar los arraigados patrones de la dominación patriarcal que, con diferentes intensidades, aún siguen vigentes en todas las sociedades del mundo. Una guerra perpetua por alcanzar la igualdad de género y por romper de una vez por todas los intolerables lastres de una cultura conservadora.

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Después de siglos de lucha, las mujeres siguen intentando quebrar los arraigados patrones de la dominación patriarcal que, con diferentes intensidades, aún siguen vigentes en todas las sociedades del mundo. Una guerra perpetua por alcanzar la igualdad de género y por romper de una vez por todas los intolerables lastres de una cultura conservadora.

el Atlas de la revolución de las mujeres

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Si bien hubo experiencias anteriores, se considera que la primera ola del feminismo comenzó en el siglo XIX. Desde entonces tres ciclos de intensas luchas por alcanzar la igualdad de derechos entre hombres y mujeres vienen cambiando una sociedad donde la dominación patriarcal sigue muy arraigada.

1. Entre patriarcado y modernidad 11

El feminismo es una corriente de acción política cuyo propósito central es obtener derechos para las mujeres en igualdad con los varones. En rigor se impone el plural “feminismos” debido a las enormes variaciones alcanzadas por las experiencias de los colec-tivos reivindicativos, a la diversidad de sus programas y a las formulaciones locales de su desarrollo más allá de que se identifiquen por sostener la inexorable equidad entre los sexos.

Las agitaciones que condujeron a sostener programas feministas surgieron, como mucho, a fines del siglo XVIII, pero conviene reservar el concepto para las acciones deci-didamente orientadas a la conquista de prerrogativas ocurridas durante el siglo XIX. La historiografía ha subra-yado el decisivo empinamiento de los feminismos a partir de 1840, apuntando a las características de sus primeras adherentes, por lo general mujeres que habían tenido mejores oportunidades educativas. Entre los fenómenos precursores que culminaron con la creación de la agencia feminista se encuentran los vinculados con la extinción de la esclavitud de la población negra. Es bien conocida la actitud de muchas mujeres que pasaron a identificar su situación de modo especular con la de la población esclava, y que el movimiento abolicionista enraizó con el reclamo por la liberación de las mujeres sometidas a padres, hermanos o maridos.

No pueden eludirse las referencias a dos figuras conspi-cuas de fines del siglo XVIII que contribuyeron a moldear las expectativas que fluyeron medio siglo más tarde: la francesa Olympe de Gouges y la inglesa Mary Wollstone-craft. Entre sus múltiples aportes, el legado más importante de Olympe fue la adaptación que realizó en 1791 de la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” aprobada dos años antes y que denominó “Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana”. Mary Wolls-tonecraft, por su parte, en 1792 publicó su ensayo más notable: Vindicación de los derechos de la mujer, ganándose un lugar entre las precursoras del feminismo. Si bien Mary estuvo lejos de elaborar un programa reivindicativo para las mujeres, su ensayo mostró las primeras trazas del fondo de la cuestión: la posición deficitaria de las mujeres no se debía a una circunstancia inherente al sexo, sino a una distribución inequitativa de las oportunidades educativas.

La gesta

Las feministas de la llamada “primera ola”, es decir del primer ciclo que examinó las causas del sometimiento de las mujeres y actuó de diversas maneras para rever-tirlo, tejieron redes colectivas desde 1840. La asamblea de Seneca Falls (Nueva York) en 1848 se constituyó en un hito debido a la proclama de derechos que planteó la “Decla-ración de sensibilidad” elaborada en la reunión gracias

el Atlas de la revolución de las mujeres

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a la labor de Lucrecia Mott, Elizabeth Cady Stanton y Jane Hunt, entre otras. La Declaración sostenía como “verdad evidente: que todos los hombres y mujeres son creados iguales; que están dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que figuran la vida, la libertad y el empeño de la felicidad; que para asegurar estos derechos son establecidos los gobier-nos, cuyos justos poderes derivan del consentimiento de los gobernados”. Fue firmada por un centenar de participantes, entre los cuales un 30% eran varones.

La forja de una identidad feminista resultó siempre difícil, aunque no era ese el nombre con el que se iden-tificaban las militantes. Las adversidades desde luego tuvieron que ver con los ambientes de inserción. En Estados Unidos, por ejemplo, las mujeres habían tenido más grados de libertad que en Europa, lo que no signi-ficaba que estuvieran exentas de las severas reglas de “ser mujer”. Las inglesas estaban singularmente some-tidas al mandato patriarcal, a las fórmulas sojuzgadas de padres y maridos, al acatamiento de las funciones “propias del sexo”. Las francesas, aunque igualmente sometidas a las normas patriarcales, parecían mostrar líneas de fuga en términos de moral sexual. Las alema-nas, especialmente de las clases trabajadoras, tampoco se libraban de los presupuestos patriarcales, y como las austríacas socialdemócratas sufrieron enconados ataques debido a las posiciones pacifistas con el esta-llido de la Gran Guerra en 1914. Sin embargo, con el correr de las décadas, las defensoras de los derechos de las mujeres consiguieron aumentar el número de simpatizantes y emergieron en la mayoría de los países, al menos occidentales.

El concepto de “feminismo” se atribuye a Hubertine Auclert, destacada militante francesa que lo empleó en su periódico La Cittoyenne en 1882. A fines del siglo XIX se realizaron numerosos congresos feministas, y al iniciarse el XX, la corriente se ensanchó con la participación de mujeres que reclamaban contra el sojuzgamiento y reivindicaban los derechos civiles y cívicos de los que gozaban los varones.

Para sintetizar, la agenda de los feminismos de la “primera ola” podría sistematizarse en los siguientes cuatro aspectos: 1) igualdad jurídica toda vez que las normas inferiorizaban a las mujeres; 2) conquista del

derecho a votar y a ser votada, tal como habían logrado los varones en la mayoría de los países; 3) garantía del derecho a la educación bajo cualquier circunstancia, y 4) reconocimiento de la maternidad, aspecto acentuado en las primeras décadas del XX cuando las diversas manifestaciones feministas reclamaron asignaciones estatales según el número de hijos.

Un feminismo renacido

El feminismo vivió un relativo estancamiento durante los años de la Segunda Guerra Mundial y los posterio-res. El retorno a las antiguas urgencias vindicativas tal vez se explique por el hecho de que en la mayoría de los países occidentales se habían ganado reformas sociales y jurídicas que habían permitido una cierta mejora del estatus de las mujeres. Pero esa adaptación era una renuncia a la completa emancipación. En este contexto, la aparición del libro La mística de la femini-dad de Betty Friedan en 1963 sirvió como un sacudón a la adormecida conciencia feminista, aunque no puede descartarse la influencia de El segundo sexo de Simone de Beauvoir, cuya traducción al inglés ocurrió en 1953. Sin embargo, como manifestó la propia autora en una entrevista en 1976: “La mayor parte de las mujeres que se volvieron activas en el movimiento eran muy jóvenes cuando el libro fue lanzado, en 1949-50, para ser influenciadas por él. Lo que me halaga, claro, fue que ellas lo hayan descubierto más tarde”.

Más allá del número de lecturas a Friedan o a Beau-voir, sus contribuciones fueron fundamentales para la aparición de un fenómeno completamente novedoso: el surgimiento de la teoría feminista. La segunda ola modificó por completo la agenda y tornó irreprimible el advenimiento de una epistemología que se irradió más allá de la cantera de las ciencias sociales y las humanidades. El feminismo renacido a mediados de los 60 tenía un doble lazo: una nueva inscripción en materia de derechos y un esfuerzo vigoroso para la densidad teorética.

La segunda ola fue impetuosa, no faltaron las confrontaciones estridentes y tuvo mucho que ver con el contexto internacional: la Guerra Fría, la guerra de Vietnam, los procesos de descolonización y las insur-

1. Entre patriarcado y modernidad 13

gencias generacionales a las que obligaban las rancias formulaciones del sistema universitario.

Entre las grandes modificaciones experimentadas por la agenda que había regido durante un siglo, es necesario subrayar ciertos ejes: 1) el abandono de la clave maternalista y la consagración del reconocimiento del cuerpo sexuado femenino con independencia del propósito reproductivo; 2) el reconocimiento y la cele-bración del deseo sexual, la elucidación teórica en torno de la cuestión y el franqueamiento a las experiencias homoeróticas; 3) la descripción del sistema patriarcal como violento y responsable de diversas manifestacio-nes de agresión, desde las formas simbólicas, hasta los modos fácticos de acoso y los ataques a la integridad sexual y física. La lucha contra la violencia se situó en la cima de los programas enunciados por diversos feminismos, una alteración completa del orden de las reivindicaciones del pasado.

Pero no pueden dejar de mencionarse dos cuestiones fundamentales que instaló la segunda ola: la “desbiolo-gización” de la diferencia sexual y la politización de la identificación sexo-genérica. Otro legado fundamental de la notable agenda feminista que ocupó las décadas 1960-1980 es la aseverativa “lo personal es político”.

Controversias y escisiones

Aunque los núcleos feministas tendieron a formar composiciones heterogéneas, hubo controversias y escisiones. Uno de los primeros quiebres surgió ante el diagnóstico de una perspectiva dominada sobre todo por mujeres “blancas, protestantes y de clase media” como ocurrió en Estados Unidos. Fuera de ese país también se registraron malestares. Tal es el caso de América Latina, donde si bien la recepción de la segunda ola había significado un notable estre-mecimiento –desplazado temporalmente debido a las dictaduras de la región–, no pudieron evitarse los cole-tazos frente a la centralidad europeo-estadounidense atribuida a la teoría feminista. La idea de exhibir otras manifestaciones acordes con las diferencias étnicas y

de clase fue incorporándose como una contestación a lo que parecía un régimen decididamente no inclusivo del movimiento de mujeres.

Pero si estos disensos fortalecieron los “feminismos de diáspora”, un punto fundamental de la diatriba se estableció en torno de la convencional aceptación heterosexista, marca registrada de la clásica “teoría feminista”. Es muy difícil precisar el momento de producción de lo que fue encrespándose como “tercera ola” y la discusión permanece abierta. A mi juicio, el cauce fue iniciado por quienes retaron la perspectiva, ínsitamente patriarcal, de la conformación de géneros anclada en valoraciones excluyentes de la sexualidad. A mero título conjetural, creo que fue a fines de los años 70 e inicios de los 80 cuando se irradiaron los discursos dirigidos a retar al propio feminismo por sus convenciones generizadas heterosexistas.

Es necesario mencionar los aportes de Teresa de Lauretis, su “tecnología del género” (1989) y sobre todo su workshop sobre “teoría queer” en la Univer-sidad de California en Santa Cruz en 1990. Y no se puede dejar de citar el pionerismo de Monica Wittig y la obra fundamental de Judith Butler, especial-mente El género en disputa (1999) que levantó un reguero de discusiones y se constituyó como referen-cia para desestabilizar el concepto de género. Desde luego, forman parte de esta tercera ola también las discursividades pos-coloniales con sus denuncias a la hegemonía del feminismo euroamericano, a sus asociaciones con propósitos imperialistas y a las capi-tulaciones de los feminismos periféricos identificados con aquellas teorías que preservan ciertos universales esencialistas. Estas posiciones guardan aspectos que seguramente pueden compartirse, pero hay que estar advertidas sobre las nuevas formas de “pureza” y de normatividad feminista excluyente, que no dejan de ser esencialistas.

Si hay una promesa en esta tercera ola, es la del inmenso arco de registros teóricos y de acción política para clausurar la dominación patriarcal.

el Atlas de la revolución de las mujeres

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A partir de la Revolución Francesa y la “Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano” en 1789, parecía vislumbrarse el camino hacia la igualdad. Una igualdad entre los hombres, pero no entre seres humanos. El lema de la Revolución –Libertad, Igualdad, Fraternidad– no se extendió a las mujeres, como sostiene la filósofa María Xosé Agra en el libro Fraternidad: un concepto político a debate. Su análisis muestra también cómo los conceptos de libertad e igualdad son universales (o al menos universalizables en su sentido formal), mien-tras que el de fraternidad incluye sólo, y en el mejor de los casos, a la mitad de la especie humana. Los conceptos de fray-frater comenzaron a usarse a mediados del siglo XII en Francia, y unos doscientos años después su derivado, fraternidad, llegó a adquirir un claro sentido sociopolítico. Pero el término se refería sólo a los varones, es decir, a los hermanos varones (hermanos carnales o como hijos de Dios), mientras que sor aludía a las hermanas mujeres.

Luego de la Revolución, la utilización del universal Hombre en el conjunto de reivindicaciones libertarias se fue reduciendo a los varones a partir del cierre de los Clubes de Mujeres, en 1793 y 1794, la expulsión de las mujeres de la Asamblea Nacional y el asesinato en la guillotina de la mayoría de las lideresas del movimiento que reclamaba derechos de ciudadanía. De este modo, el término universal Hombre se solapó con hombre, como mitad de la especie, dando lugar a la falacia según la cual la parte se superpone con el todo. Como consecuencia, se invisibilizó a “la otra mitad”, es decir, a las mujeres y, por extensión, a todas las sexualidades disidentes.

Un concepto en la sombra

La idea de sororidad comenzó a adquirir fuerza hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX en los discur-sos políticos que exigían derechos, consolidando su sentido de “hermandad femenina” o de mujeres segui-doras de una causa justa.

Es necesario resaltar que, si bien los términos sororidad y fraternidad tienen un origen religioso o conventual-monacal, fraternidad superó rápidamente los límites que le impuso la religión para convertirse en un concepto laico, político y hasta revolucionario. La sororidad, en cambio, no siguió el mismo camino. Desde un punto de vista fáctico, incluso las más altas jerarquías femeninas del convento se vieron siempre subordinadas al mando de un varón, obispo o papa. Es decir, el paralelo fray/sor; fraternidad/sororidad, se trunca una vez superados los escalones jerárquicos medios. Si bien para escapar de la tutela eclesiástica muchas agrupaciones de mujeres, como las beguinas (asociación de mujeres cristianas del siglo XII que dedicaban su vida a la ayuda a los desampara-dos, enfermos, mujeres, niños y ancianos), solicitaron y obtuvieron la protección de príncipes o señores, nunca pudieron legitimarse plenamente a mismas aunque constituyeran el fenómeno más interesante de laicización de la vida femenina. A pesar de haber perdurado hasta el siglo XX, estas comunidades autogestivas, en convivencia libre, son tan interesantes como poco conocidas.

Independientemente de las reivindicaciones y argu-mentos teológicos a los que han apelado abadesas y teólo-gas hasta la actualidad, salvo el incidente –rápidamente reparado, desmentido y ocultado– de la coronación como Papa de Juan VIII, que resultó luego ser Juana, el trono del Vaticano y los sillones cardenalicios siempre han sido ocupados por varones. Es decir, aunque los térmi-nos fraternidad y sororidad son lógica y lingüísticamente

Mientras que la amistad entre hombres se presenta como natural, la relación entre mujeres habitualmente se muestra como un vínculo plagado de conflictos. Pero la sororidad, presente desde hace siglos, derrumba ese mito, y hoy adquiere más fuerza en el espacio público y político mundial.

Todavía hoy los diccionarios desconocen el concepto de sororidad, aunque incluyen el

concepto de fraternidad.

1. Entre patriarcado y modernidad 15

equivalentes, no lo son en su uso político, público, social y jerárquico. Todavía hoy los diccionarios desconocen el concepto de sororidad, aunque incluyen el de fraternidad.

La unión que transforma

A pesar de esta marginación, durante el siglo XIX la idea de sororidad tuvo una amplia circulación, pero no en el espacio público-político, de donde fue desplazada, sino en el privado e íntimo. Como lo expone la autora canadiense Carol Lesser en ‘Let Us Be Sisters Forever’: The Sororal Model of Nineteenth-Century Female Friend-ship, la sororidad rige fuertemente la escritura epistolar femenina y la excede formando redes de contención, de educación y de apoyo. Gracias a la redefinición de la noción de política, en términos de “lo personal es político”, como sostiene la activista y escritora Carol Hanisch en el texto publicado en 1969 y que lleva como título aquel lema, se puede desplegar la dimensión ética, solidaria, política y práctica de la sororidad.

En los análisis sobre el concepto, la sororidad suele estar vinculada a la noción de “pactos entre mujeres” que la filósofa española Posada Kubissa describe en su libro Pactos entre mujeres. Estos pactos no son necesariamente explícitos, pero se basan en la confianza recíproca, el respeto mutuo, la valoración positiva de la otra-mujer y la voluntad de superar la escisión que socioculturalmente se promueve entre las mujeres. La sororidad favorece la construcción de vínculos solidarios entre mujeres, rechazando la dependencia emocional, económica, de clase o identitaria de una figura masculina de la que obtener reconocimiento.

En este sentido, la antropóloga mexicana Marcela Lagarde vincula –en su trabajo Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locasla sororidad al affidamento, término acuñado por la filó-sofa italiana Luisa Muraro –en El orden simbólico de la madrepara referirse a las “hijas simbólicas”, relación constituida por lazos de afecto basados en creencias y principios en común. La sororidad refuerza la posibilidad de obtener reconocimiento de otra u otras mujeres, cuyos criterios se valoran hasta constituir relaciones positivas, solidarias, de cuidados, basadas en relaciones paritarias y alianzas existenciales. En general, la sororidad apunta a una dimensión utópica, en términos de contribuir, a la manera de un horizonte de sentido, con acciones específi-cas que tiendan a eliminar de la sociedad todas las formas de opresión, desmontando la construcción jerárquica de los sexos, tanto como la de las etnias y las clases.

La puesta en práctica de la solidaridad, el cuidado mutuo, la cooperación, la autogestión, el apoyo y la conten-ción son algunos de los valores implicados en el concepto de sororidad. Tales valores promueven lo que Lagarde, en su trabajo mencionado anteriormente, denomina “el poderío genérico de todas y el empoderamiento vital de cada mujer”. Esto genera que tanto el concepto como las acciones adquieran una dinámica y una potencialidad cuyos impactos legales, sociales y políticos aún no son observados en todas sus dimensiones. Como horizonte de sentido, la sororidad habilita una sociedad desjerarquizada que, al mismo tiempo, posibilita un cambio fundamental en el modo de entablar las relaciones de género, tendiente a la transformación social.

el Atlas de la revolución de las mujeres

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La unión de las mujeres

1. Entre patriarcado y modernidad 17

1. Entre patriarcado y modernidad 17

el Atlas de la revolución de las mujeres

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La rebelión de las mujeres es identificable en todo tiempo y lugar. En Argentina, la llegada masiva de inmigrantes al país a fines del siglo XIX terminó de dar forma a los primeros feminismos nacionales y constituyó la antesala de interminables luchas libradas por la igualdad de género.

Los orígenes del feminismo argentino

Susana Beatriz Gamba y Aida Maldonado Zapletal

Si entendemos el feminismo como un movimiento que promueve la liberación de la mujer y la igualdad de derechos sociales, políticos y económicos entre géneros, su historia se relata a través de hechos que dan cuenta de la desigualdad y de su opresión.

Tras una larga cultura de dominación, las mujeres tardaron en nombrarse y mucho más en trascender y perpetuarse. ¿Cuántas mujeres nos llegan de las culturas originarias, de los tiempos de la Revolución de Mayo o de la Independencia? Aún con pocos nombres propios que acuñar, la rebelión de las mujeres es identificable en todo tiempo y geografía.

Manuela Pedraza, “la Tucumanesa”, y Martina Céspe-des –entre muchas– lucharon con valentía durante las Invasiones Inglesas; patriotas como Juana Moro y María Loreto Sánchez organizaron a las salteñas en una red de espionaje apoyando al Ejército de Manuel Belgrano en el

Norte; trabajadoras domésticas, costureras, fosforeras protagonizaron grandes huelgas en los comienzos del siglo XX; otras exigieron votar y estudiar; las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo… Son muchas las mujeres que sin llamarse feministas se sublevaron ante las injusticias y resistieron los embates autoritarios del Estado y la cultura patriarcales.

Primeras expresiones

Las primeras expresiones llamadas feministas en Argen-tina surgieron a fines del siglo XIX, con el ingreso de las grandes corrientes migratorias europeas que trajeron las ideas del anarquismo, el socialismo y, más tarde, del comunismo.

“Porción hermosa de la sociedad” llamaba Petrona Ignacia Rosende a las lectoras de La Aljaba, periódico que fundó en Buenos Aires en 1830. Sin ser feminista,

Hitos del feminismo autóctono

1. Entre patriarcado y modernidad 19