Cubierta

Luisa Valenzuela

Diario de máscaras

“Todo lo que es profundo ama la máscara; las cosas más pro­fundas de todas sienten incluso odio por la imagen y el símil. ¿No sería la antítesis tal vez el disfraz adecuado con que caminaría el pudor de un dios?”

Friedrich Nietzsche Más allá del bien y del mal.

 

“Man is least himself when he talks in his own person. Give him a mask, and he will tell you the truth.”

Oscar Wilde, “The Critic as Artist”, Intentions.

El tiempo de la máscara

¿Qué son en verdad las máscaras? ¿Objetos de uso, esculturas, obras de arte, piezas coleccionables? Nada de eso, nada de lo otro. Como en los pases de prestidigitación, nada por acá, nada por allá y de golpe: todo.

La máscara es un puente entre los mundos, el palpable y el imaginario.

Un vehículo que nos transporta al no-tiempo sagrado.

Una oración hecha materia.

Es un intermediario para hablar con los dioses, un escudo ante lo desconocido.

Es en sí misma un rito de exorcismo, de limpieza, de curación, de alegría desenfadada. O del más puro maleficio.

Es un texto en código.

Es la alegría de poder ser simultáneamente uno mismo y el otro.

Y mucho más.

Cualquier definición resulta incompleta; las máscaras, al igual que el lenguaje, abarcan lo múltiple cuando permitimos que se abran a la compleja ambigüedad. Cuando intentamos precisar, definir, la cosa se complica.

Decimos que el ser humano, el Homo sapiens, es un bípedo implume que pertenece a la especie de los mamíferos bimanos del orden de los primates, dotado de razón y de lenguaje articulado. Faltaría agregar –y lo recomiendo– “creador de máscaras”. Porque les son inherentes y nos diferencian de los animales a la vez que nos asemejan y aúnan a ellos.

Las máscaras son la dualidad hecha materia.

“La máscara mezcla hombre y bestia, dioses y objetos inanimados. La máscara yuxtapone hombre y seres y objetos separados por las diferencias. Las máscaras están más allá de las diferencias; no solo las desafían o las borran, las incorporan y las arreglan de manera original. En una palabra son otro aspecto del doble monstruoso”, escribe René Girard en su libro La violencia y lo sagrado.

Por su parte, Roger Caillois en Méduse & Cie alega que la máscara es universal al hombre, mucho más que la rueda o cualquier otro artefacto, pero solo se accede a la civilización abandonando la máscara. Se cree acceder, porque desde las más remotas épocas prehistóricas las máscaras son un reflejo del espíritu humano y de su lento avance civilizatorio. Algo de eso entendió Girard cuando escribió “Transformación de lo real en irreal, [la máscara] es parte del proceso por el cual el hombre se oculta a sí mismo el origen humano de su propia violencia, atribuyéndola a los dioses”.

Los seres humanos conocen las máscaras desde tiempos remotos. Lo atestiguan las pictografías de la cueva de Trois Frères, en Ariège, Francia, y también las de las cavernas a orillas del río Urubamba, en Perú, como tantos otros petroglifos, donde aparecen hechiceros que se investían con cabezas de ciervo o de huemul para atraer a las presas. Es decir, que utilizaban ya los subterfugios del simulacro y también entendían eso que hubo de llamarse “magia simpática”, tanto imitativa como contagiosa, la creencia de que lo similar convoca a lo similar, o bien que las cosas que han estado en contacto siguen ejerciendo influencia mutua una vez separadas.

Dicen los especialistas que las máscaras de Corea, utilizadas hasta hoy en representaciones de teatro danzado, chamánico o no, pueden ser rastreadas hasta unos cinco mil años antes de Cristo. Y en Egipto, gracias a antiguos frescos, sabemos que la mayoría de los sacerdotes portaban máscara. Los oficiantes de Anubis, guardián de los cementerios, llevaban –lo hemos visto mil veces reproducido– cabeza de chacal negro, porque el negro no representaba la muerte sino la fertilidad. Y a la entrada de las tumbas los sacerdotes de Anubis realizaban la ceremonia de apertura de la boca y de los ojos para devolverle al difunto la capacidad de ver, hablar y comer en la otra vida: ojos y boca abiertos, como una máscara. En cambio Thot, dios del poder alado, maestro de sabiduría, de las artes y las ciencias, padre de la doctrina hermética y de las palabras sagradas de la escritura jeroglífica, se identificaba con el ibis y por lo tanto sus sacerdotes usaban esbelta máscara de ave.

Desde su más temprana edad, la de piedra, el ser humano intentó derivar un sentido de este magma que es el universo y buscó personificar sus fuerzas gracias al uso de máscaras en rituales y celebraciones, haciendo así visible lo invisible. Ya sea para despertar a la tierra después de un largo invierno, para asegurarse buena caza y buenas cosechas e incentivar la fertilidad en todos sus aspectos, o para aplacar y homenajear a los dioses, para celebrar a los muertos y a los vivos, la máscara siempre tuvo y tiene un rol preponderante. También para divertirse en los carnavales tan diversos.

Sabido es que la palabra persona, en su acepción más profunda, significa “máscara”. Del latín persōna, es un término que según ciertos filólogos fue tomado por los griegos del etrusco phersu para acuñar prósôpon (delante del rostro), nombre que se le daba a la máscara en las tragedias. De allí derivó “per sonare”, como dicen algunos que decían los romanos refiriéndose precisamente a las enormes máscaras con bocina que se usaban en el teatro griego para proyectar la voz.

Las máscaras son umbrales: entidades liminales entre lo sagrado y lo profano, entre el mundo de los espíritus y el de los mortales, entre el bien y el mal, entre la obra de arte y la espontaneidad del desparpajo, entre la risa y el llanto, la alegría, el ritual, la muerte, el desenfreno. El desenfado también. Son una de las primeras manifestaciones del arte allí donde nunca existió la palabra arte; ni la palabra máscara, si vamos al caso. Están vivas a la par de quien las porta, han servido para personificar las fuerzas de la naturaleza y para ahuyentar o asimilar los miedos, son instrumentos de enseñanza social y de contención, son el todo en cada pieza individual.

Cuando la máscara no está en uso se dice que duerme. Cuando un oficiante, sacerdote, bailarín o actor se la cala, la máscara despierta. Y despierta a su usuario, transportándolo a otros mundos.

En muchas culturas se entiende que las máscaras son de inspiración divina. Los dogón de Mali opinan, señala Michel Lieris, que “cuando un artista está inspirado ya no es más un simple ser humano. Se dice que no está más solo, que está habitado por un kungo-fe, una cosa de la cabeza, y ya no tiene por qué responder a las reglas sagradas de las interdicciones. Los principios cotidianos se invierten, la creación se impregna de una fuerza sexual, y el artista y su creación se ven insertados en un dominio, el Bamanaya, en realidad una fuerza que reagrupa las formas para entrar en contacto con el secreto, con el más allá”.

Un kungo-fe, “una cosa de la cabeza”, eso también es la máscara que pone fuera lo que sentimos por dentro.

Alrededor de la manzana

A menudo me preguntan cuándo nació mi pasión por las máscaras y por los carnavales. No tengo respuesta. Debe de haber nacido conmigo, con el impulso que me llevó a ser una viajera impenitente. ¿De dónde me saldrá también esta necesidad de ir siempre un poco más allá? La compulsión despuntó en mi primera infancia y escapé de casa a los cinco años; no fui muy lejos, me escondí en un jardín vecino. Allí quizá empezó la aventura, las ansias de aventura, la busca de horizontes ajenos y lejanos que la máscara representa en todo su esplendor.

Al principio debí inventarme los horizontes lejanos porque ni siquiera me dejaban cruzar la calle. Pero la casa de mi infancia tenía una terraza rodeada por los techos de las casas vecinas, todas bajas. Y allá al fondo, en el mismo corazón de la manzana, una casa algo más alta lucía en lo más alto un ángel de mampostería. Un querubín que parecía convocarme. Y como todos me creían a salvo en esa terraza de altos muros, yo me escabullía por los techos en pos de esa figura mágica, pisando suave sobre las chapas de zinc y haciendo equilibrio por las cornisas como un gato. Pero nunca pude alcanzar mi meta; un patio profundo, oscuro y despiadado me impedía llegar. Solo me quedaba el consuelo de buscar nuevos desafíos. Entonces –precoz lectora de Salgari, de Jack London, de Stevenson– me inventaba viajes alrededor de la manzana urbana y cargaba la canastita de mi vieja bici con vituallas para enfilar hacia un terreno baldío de la vuelta que según el caso se convertía en isla del tesoro o en selva de la Malasia. La manzana era doble, suerte para mí, porque en el arbolado y añejo barrio de Belgrano la calle Aguilar corta justo en la calle 11 de Septiembre, donde vivíamos. Y yo zarpaba en busca de tesoros que variaban invariablemente según mis aficiones o colecciones del momento: figuritas con relieve, monedas extranjeras, estampillas, postales. Todos elementos alusivos al secreto del viaje, a los mundos distantes y desconocidos. Todos valiosos para mí. No máscaras en aquel entonces, aunque cada uno de estos elementos las prefiguraban.

Los viajes empezaron siendo un sueño, se convirtieron en pasión, acabaron en vicio. Por momentos se vuelven pesadilla nocturna: tengo que zarpar o alcanzar un vuelo inesperado y no logro juntar todas mis cosas y armar las valijas. También de la vigilia en los engorros de los aeropuertos; pero toda pesadilla, cansancio, hartazgo, se borran en el momento sublime cuando el avión despega y me siento libre de peso, feliz. Entonces tomo la revista de la aerolínea y ya empiezo a solazarme con la posibilidad de un próximo viaje. Siempre más allá, a tierras desconocidas.

Los viajes colmados de aventura que me inventaba de chica fueron tomando cuerpo a partir de mis veinte años. Gracias al periodismo y más tarde a la literatura pude desplazarme por trabajo y llegar a los países más remotos. Cumplo con mis obligaciones, generalmente fascinantes, y aprovecho para avanzar más allá en busca de ritos, de festivales, y de máscaras. Porque si somos verdaderos viajeros, y no simples turistas, todo viaje resulta una forma de exploración. Y de exploración interior. Al viajar nos abrimos al otro y en el otro a alguna zona desconocida de nuestra propia alma.

Pero nunca tanto como con el anuncio que me llegó días atrás por mail.

Cheap Flights to Valenzuela

 

Así, en cuerpo catástrofe. Lo entendí como un truco publicitario, me pareció divertido, hice clic para volar a mi fuero interno desde la comodidad de mi escritorio, y ¡oh sorpresa! encontré que Valenzuela es una ciudad en la Gran Filipina. Tendré que volar a visitarla. A visitarme, como sucede en todo viaje, pero esta vez con etiqueta personalizada. Y para mejor, barata.

Será para otro momento. Por ahora, solo consignar un incidente que quizá abrió la puerta del secreto:

Casi en las antípodas de la manzana en la que estaba nuestra casa de esquina, existía una vieja casona abandonada, siempre en venta. Se decía que había sido refugio de nazis durante la guerra; al respecto se hacían muchas conjeturas, alentadoras para la imaginación de una niña. Allí arrastraba yo a mis amiguitas, y el viejo guardián nos permitía pasar para explorar las habitaciones. Hasta que una buena mañana nos recibió con el pantalón desabrochado y todas esas cosas, entonces extrañas para nosotras, colgándole a la intemperie. Intuimos un abismo y con mi amiguita de turno escapamos corriendo. Nunca más volví a esa casa, pero muchísimos años más tarde me puse a pensar si no habría sido aquel el tesoro tan buscado: la máscara de Tengu, el rojo diablejo de nariz fálica que trae buena suerte, infaltable en las casas japonesas. Volveremos a Tengu cuando le llegue el turno.

Ahora que lo pienso, ahora que me pongo a escribir sobre el probable nacimiento de una seducción… por las máscaras, aclaro, quizá la raíz haya sido más íntima y muy anterior. Me veo ante una tristísima ventana que da al patio de aire y luz de un departamento interno. Tengo dos añitos apenas y la cabeza vendada como una pelota (¿habrá sido esa mi primera máscara?) porque me habían operado de mastoiditis. Entonces contemplaba por horas la ventana ciega de la pared de enfrente hasta que se producía el milagro. De golpe la ventana se abría y la vecina del departamento A (Florida 930, quinto piso) se descolgaba por esa ventana y haciendo equilibrio por una amplia cornisa llegaba hasta mí trayéndome los dones. Ella era Lina Wille Bille, la austera pero ágil y generosa mujer del dueño de Gong, una boîte de moda en aquel entonces, y traía hasta mi ventana la magia del cotillón: matracas, cornetas, globos, antifaces. Quizá aquellos antifaces decorados con lentejuelas y purpurina fueron los detonadores de algo que hasta el día de hoy me arranca del sufrimiento y la tristeza, me deslumbra y me despierta un incondicional fervor.

Porque, ¿cuándo nace una pasión?

Es probable que crezca de a poco; en mi caso la puedo rastrear en mi fascinación por todo lo lejano, en las lecturas, sobre todo, y en las distintas colecciones que fui juntando de chica, hasta banderines y etiquetas de hoteles de esas muy antiguas que se pegaban en las valijas y en los arcaicos baúles ropero. Oh, los baúles ropero del llamado “cuarto de plancha”, en la terraza de casa, un verdadero desván. Cerrados con llaves inhallables, tan llenos de inaccesibles secretos. Una manera de estar en todo el mundo sin moverme de casa, eso era el desván. Lo mismo vengo armando ahora en mi estudio, pero aquellos baúles-ropero representaban la inversa: una manera de llevarse la casa por el mundo.

Palabras portmanteau llamaba Joyce a esas que combinan significados. Baulropero. Así las máscaras. Y así las pasiones, porque nada es tan unívoco como parece.

No son solo las máscaras. Son también los libros que las mentan, las muestran, las reconocen. Los busco y atesoro; en las ciudades que visito entro en las librerías y dejo que el olfato me guíe hasta algún hallazgo. Al igual que mi antropóloga en La travesía:

 

Hay algo en una librería cualquiera que ella busca denodadamente sin preguntar a vendedor alguno. Libros sobre máscaras, ya se sabe, pero nada de los secos tratados de su especialidad, no, quiere libros con muchas fotos, en colores si posible, de máscaras en uso, de esos instantes cuando el ser humano se hace dios y diablo, y baila. Máscaras como escudo ante lo desconocido, arma mágica para enfrentar fantasmas volviéndose un fantasma.

 

Investí de antropóloga a la protagonista de La travesía, esa novela que defino como una “autobiografía apócrifa”, quizá porque mi vocación errada haya sido precisamente esa, la antropología. Desde mi preadolescencia leía libros sobre los mundos desconocidos, los pueblos que ahora llamamos originarios, las civilizaciones perdidas, las variadas religiones. Recuerdo haber leído a Joseph Campbell, quien dijo que “la metáfora es la máscara de dios”. Quizá invertí los términos y entendí que también puede decirse que la máscara es la metáfora de dios, y quedé capturada para siempre en su hechizo.

Bruce Chatwin, en su recopilación de textos sobre el nomadismo, cita a Verlaine cuando dice que Rimbaud tenía “suelas de viento”. Temo que, haciendo medio honor a mi apellido, ese también es mi caso. Tras las máscaras y sus rituales sagrados y sus carnavales profanos (sagrados a su modo) he recorrido miles de kilómetros y con esfuerzo he acopiado especímenes, no necesariamente valiosos pero siempre de uso y por lo tanto significativos. Me he metido en algunos de los más insólitos andurriales del mundo y he armado una muy nutrida biblioteca sobre el tema.

En este libro me propongo revivir retazos de esa travesía.

Las cuatro direcciones

¿Por dónde empiezo para mentar las máscaras?

Me rodean, aun estáticas están vivas. Yo también estoy viva y así andamos, comunicándonos. En mi estudio saludo a las cuatro direcciones como corresponde al ritual y me asombra la distribución que el azar ordenó atendiendo a la disponibilidad de espacio. El estudio es en realidad un gran galpón; mi casa supo ser una pequeña fábrica de ductos para aire acondicionado, abandonada y astrosa cuando la conocí. Amé a primera vista el galpón de chapas, atiborrado de escombros. Los demás no importaba; horrible como era sabía que tenía potencial sin excesivo gasto. No en vano viví en Nueva York y asistí a las transformaciones de los espacios industriales en el Soho. No podía aspirar a tanto, claro que no, pero este galpón...

Hoy las paredes están semicubiertas por bibliotecas; hay cuatro ventanas que llegan hasta el piso, dos puertas de vidrio. A lo largo de los años las máscaras fueron encontrando sus variados lugares y acabaron colonizando el territorio. Reinan por sobre libros, ventanas, piano y muebles varios. En lo alto. El azar ha ido colocándolas atendiendo a los puntos cardinales –grosso modo, porque hay mezclas y ellas siempre están dispuestas al cambio–. Hoy los diablos están al sur, la mayoría de las máscaras mexicanas al norte, al este las de África y las de Oriente al Occidente. El mundo dado vuelta.

Es así como ofician las máscaras.

Cada una de mis máscaras es para mí como un libro. Me cuenta muchas cosas, algunas más interesantes, fascinantes, novedosas que otras. Hay coleccionistas de libros que buscan incunables, primeras ediciones, libros de artistas. Yo busco historias en las máscaras, y no me importa si lo que consigo es algo así como una edición de tapa blanda.

Por menos valiosas que sean las máscaras de mi colección, nunca me las he endosado ni siquiera para probármelas. Como suele decirse hablando de otro tema, les tengo tanto respeto que no las toco.

Una amiga en Nueva York tiene una máscara “Cara falsa” de los indios iroqueses. Dice la leyenda que esos seres anduvieron recorriendo nuestras tierras hasta que se toparon con la pared del fin del mundo, por eso siempre tienen la gran boca y la nariz torcidas. El certificado de autenticidad que acompaña a la máscara, curiosamente enternecedora, dice lo siguiente:

 

FALSE FACE, máscara de danza ceremonial usada para curar a la humanidad de ciertas aflicciones, para prevenir futuras enfermedades y, ubicada al aire libre, para desviar los vientos destructores. A pesar de que este Ayudante no ha sido ungido, sería groseramente inadecuado darle un uso espurio en una danza simulada o de cualquier otra forma. Ha adquirido usted un objeto de gran significación para el pueblo iroquoi. No lo denigre.

 

¿Sagradas aunque profanas? ¿Qué son las máscaras?

Entre tantas otras posibilidades, son un viaje.

Para encarar estas narraciones sentí que se imponía hacer una ofrenda. Urbana y simple, pero necesaria. Al fin y al cabo, escribir sobre máscaras es una forma de calárselas y salir a bailar con ellas, devolviéndolas a la vida, porque la palabra confiere un nuevo aliento. ¿Y quién puede pretender entender las máscaras, abarcarlas en toda su miríada de significados?

Caleidoscópica la máscara, transformativa; performativa al igual que los verbos jurar o prometer, que con el simple enunciado ya realizan la acción. Las máscaras son así, prometen mucho y cumplen por demás, inesperadamente. Como las del teatro Noh −hay tres sobre la segunda ventana: un Okina, el viejo; una Onna-men usada por el onnagata, ese hombre que personifica a una mujer; un Otoko-men, el joven−. Son hieráticas solo en apariencia porque cambian de expresión con el más leve movimiento de la cabeza del actor. Si el actor mira ligeramente hacia arriba la máscara parece feliz, y triste cuando inclina la cabeza. Todo es cuestión de sombras. Casi siempre es cuestión de sombras con las máscaras.

Entonces, sin proponérmelo, encontré una forma simple de pedirles permiso y congraciarme con ellas para poder seguir escribiéndolas. Porque al pasar frente a una tienda de artículos autóctonos la vi, desatendida, desmerecida frente a unas primas putativas radiantes y nuevas, hechas para el turismo. Se trataba de una máscara chané, usada quizá en algún lejano pin-pin del chaco salteño y no destruida como exige el ritual. Estropeadita, la pobre; había perdido casi todas las plumas que le rodean el rostro, coronándolo. La compré a precio excesivo sin saber bien por qué, y medio arrepentida, ya en casa, entendí la razón, y con suma paciencia y cuidado fui reponiendo una a una las pequeñas plumas en los orificios preexistentes, y lo hice de forma metódica pero algo ecléctica, porque no usé plumones de ave como corresponde, sino breves y leves plumas de un verde vibrante que el azar había puesto en mi camino. Las plumitas esmeralda pertenecen a un pequeño plumero que encontré tirado en las calles de Nueva York tiempo atrás; me atrajo por el color; en principio lo adosé como penacho a otra máscara pero no le correspondía. Ahora sí, ahora corresponde perfectamente. Le robé muchas plumitas pero él es ubérrimo y no se nota. En cambio ella, la máscara, por fin reemplumado su contorno, cambió de expresión. La devolví a su lugar en una ventana y le nació una sonrisa interior, imprevista, y sus ojos que no están, que son dos simples ranuras, le brillan que es un gusto.

La sobriedad del palo borracho

Las máscaras chané están talladas en la blanda madera del palo borracho, árbol cuyo tronco espinoso luce forma de botella de vino Chianti. El palo borracho, como las mil caras que puede tener una máscara, tiene mil nombres: yuchán, samohú, samuhú, copadalick, mandiyú-rá, mandiyú, algodonero, palo botella, palo barrigudo, paineira de Corrientes, árbol botella, árbol de lana, toborochi rosado, paina de seda, paineira fêmea, árvore de paina, barriga d’agua, bomba d’agua, paineira branca, paineira de espinho, árbol de la seda, ceiba de Brasil, samoé. Los chané del Chaco salteño y el Chaco paraguayo lo llaman yuchán y lo veneran porque lo consideran el Señor de las Máscaras.

Hacia finales del carnaval fuimos a Tuyunti, pobre caserío de barro y paja en el árido Chaco salteño más allá de Tartagal. Teníamos la intención de asistir a un pin-pin o arete, el baile ceremonial chané, pero llegamos tarde: se había acabado la chicha y por lo tanto también los días ceremoniales. Solo quedaban en el descampado unos chicos que brincaban al son de una flauta de carrizo. Tenían máscaras de cartón y pedazos de tela armadas por ellos mismos imitando a los mayores, porque a los chicos no les está permitido usar las verdaderas máscaras que representan, o mejor dicho son, el alma o chea de los antepasados.

Los chanés no mueren, me contaron en Tuyunti. Su espíritu se refugia en el palo borracho a la espera de que el mascarero lo rescate tallando la máscara. Eso sí, ni los mascareros pueden acercarse al yuchán cuando el árbol está “de encargue”, es decir, preñado, portando semilla.

A nuestra llegada ya no quedaban más máscaras de aña, ni el aña ‘ndechi ni el aña hanti, los distintos espíritus que pueblan el imaginario de este pueblo llegado siglos atrás desde el Caribe. Todas habían sido arrojadas al río, como en una ceremonia de “limpia”, porque la máscara bailada durante los carnavales absorbe el mal de la comunidad.

No encontré allí las máscaras, pero sí la narración:

 

El carnaval es gran baile que nosotros hacemos durar varios días. Para el entierro salen el toro y el tigre a pelear. Lo ideal es que gane el tigre porque es de los nuestros; al toro lo trajo el blanco, pero a veces la cosa se nos va de las manos y la pelea se vuelve seria y puede ganar el toro. Eso sí, después las máscaras del tigre y el toro y todas las otras máscaras que se usaron, junto con cajas y bombos, se rompen y se queman o se tiran al río. El fuego o el agua se llevan los espíritus de los antepasados, todos los espíritus. El carnaval se va con todos los espíritus dañinos, y también con los buenos que regresan a sus pagos del más allá.

 

En Tuyunti y demás poblados chané, el pin-pin es bailado en ordenadísima aunque algo bamboleante ronda alrededor de un árbol. Hombres y mujeres del brazo arman breves hileras que se desplazan como los rayos de una rueda. Las mujeres sin máscara, el rostro embadurnado de rojo. Día tras día mientras corra la chicha. Cuando esta se acaba en toda la comarca, cuando ya no queda ni una mazorca para ser fermentada, surgen del monte los cuchis o chanchos todos embarrados para hacer de las suyas, y también el toro y el tigre que se entablarán en lucha simbólica. Eso cuentan.

Por suerte encontré más tarde algunas máscaras y unos mascareros. En Campo Durán el cacique Máximo lamentó la pérdida de las tierras confiscadas por YPF porque entre otras cosas se opacaron allí los carnavales. Los jóvenes se han ido a la ciudad a rebuscarse la vida, y el tigre y el toro ya no aparecen casi nunca por aquí, pero cuando lo hacen la simbología muchas veces se subvierte. Se supone que siempre ganará el toro, el mundo domesticado versus la barbarie del tigre. “Pero usted sabe cómo son las cosas”, reflexionó, pragmático, mientras tallaba máscaras de animales. “Yo dejo que se las lleve el hombre blanco, que se lleve hasta los añas ya bailados, que se los lleven no más, así también los espíritus que chupó la máscara se alejan de nuestra gente y van a conocer otras tierras”.

No dudé de su palabra y adquirí unos ejemplares.

Y como tengo un dios aparte –el dios Momo, naturalmente– al volver a la ciudad de Tartagal el fin de semana siguiente al Miércoles de Ceniza nos topamos con un gran corso callejero. Y entre los carros alegóricos y los trajes de fantasía tipo murga propios de todo carnaval, desfilaron comparsas chané favorablemente aculturadas, porque las tradicionales máscaras se habían sofisticado y prestado a los juegos de la imaginación. Logré adquirir un par, pintadas no con las tradicionales tierras sino con simple pintura comercial al aceite. No por eso son menos autóctonas. La más grande tiene el rostro clásico: un óvalo blanco con nariz aplicada y ojos y boca calados, pero la corona no es la clásica tablita sino que está formada por dos personajes propios: una gran cabeza de indio color castaño con sonrisa reluciente, algo desdentada, y por encima de él la monjita de hábito azul, típica de las misiones de la zona. La otra máscara, más pequeña, tiene sobre la cabeza un águila de alas desplegadas. Posiblemente, como suele suceder, cada portador había tallado su máscara según su imaginación.

La verdadera vuelta a la manzana

Viví diez años en Nueva York, de 1979 a 1989. Allí compré una que otra máscara africana, traicionando, pero no del todo, mi propósito de buscarlas in situ: Nueva York en la década del 80 era el ombligo del mundo. El ónfalo, al menos para mí, con todo su esplendor y las consabidas pelusas, lo más claro y también lo más oscuro a pasos de distancia. Tengo una máscara artesanal de papel maché comprada una noche de Halloween, esa fiesta de brujas que por las calles del Village estalla con toda magnificencia y locura creativa resumiendo lo que esa ciudad brinda en materia de imaginación, poder de síntesis y, como se pudo comprobar en el 2001 y por desgracia, capacidad premonitoria. Se trata de un rostro abstracto, verde turquesa con motas, que tiene dos largas orejas rectangulares en las que están dibujadas las torres gemelas; la nariz impactante de elevado puente tiene en la punta un pequeño rectángulo con un zapato dibujado. Bajo las orejas-torres gemelas y sobre la frente, la siguiente frase: “Después crearon lo que ellos llamaron civilización”, que se continúa con flechitas que descienden por el puente de la nariz hasta el zapato, para culminar a la altura de la boca con palabras lapidarias: “y le zapatearon encima”.

Simple comprobación de la polisemia, de la capacidad polivalente de las máscaras. Y de esa ciudad que todo el tiempo se redibuja y transforma.

Quedé imantada con Nueva York desde que la conocí por primera vez porque allí se daban los encuentros más sorprendentes. Por eso cuando en 1988 Roberta Allen, artista plástica y escritora brillante, me dijo con alegría que había recibido una beca para pasar un año en Australia me sorprendí. ¿Vas a dejar Manhattan por un país tan aburrido?, le pregunté. Aburrido en absoluto, me contestó, y me instó a leer The Songlines de Bruce Chatwin, el autor de En Patagonia, y conocer la sorprendente cosmogonía de los aborígenes. El mito de origen de esos pueblos se basa en el Dreamtime, el “tiempo del ensueño”, cuando los seres superiores emergieron del centro de la Tierra en lo que hoy es Australia y avanzaron creando el mundo por medio de su canto. Nacieron así las “líneas de canto” que cada tribu hereda desde hace más de cinco mil años. Cada aborigen, a su vez, hereda un tramo del paisaje y su parte del canto, y año tras año debe revivir el diseño dibujándolo en forma abstracta sobre la tierra con pétalos de flores y otros elementos naturales, y al menos una vez en la vida caminarlo cantando.

Casi ni había terminado la lectura del libro cuando Sandra Shotlaner, una de las dos únicas australianas que conocía entonces, llegó a la ciudad y me buscó. Estupenda dramaturga, Sandra había viajado con Eva Johnson, una colega aborigen (el término solo nos suena despectivo a nosotros, ellos lo reivindicaron con orgullo porque no hay duda de que estuvieron allí “desde los orígenes”), con quien tuvimos largas charlas. Eva me habló de los niños de su generación, arrancados a sus madres a los dos años para ser criados como “ingleses” en los orfelinatos. Ella recién al cumplir los 17 pudo salir de allí y reencontrarse con su hermano. Juntos buscaron y buscaron a la madre de ambos hasta encontrarla por fin años después, pero ya en su lecho de muerte. Es una historia que ahora a los argentinos, por causas aún más atroces, nos puede resultar dolorosamente familiar. Gracias a Eva Johnson entendí los repliegues de la identidad aborigen. Este pueblo originario del otro sur, casi en nuestras antípodas, debió redescubrir sus mitos y su ritos y las cosmogonías que lo unen a su tierra, y así volver a establecer las líneas de canto, recuperar el Tiempo del Ensueño. Y retomar sus sistemas totémicos, porque ellos no solo son los hijos de sus padres, son los hijos de la tierra y deben venerarla como corresponde, volviendo a cantarla. Es así de profunda su necesidad de pertenencia. Y deben recuperar los antiguos nombres, y los idiomas y lenguajes casi perdidos. Así ocurrió con la célebre Ayers Rock, la gigantesca roca monolítica −casi una montaña− que surge en medio del desierto rojo en el corazón de Australia, y a la cual los aborígenes lograron devolverle su nombre ancestral, Uluru. Eva Johnson la canta en un poema que lleva por título el nombre de su idioma también reconstruido, “Waka Waka”:

 

Aislada roca / que en silencio te yergues / para acariciar la tierra / mientras el agua de las lágrimas / acarrea antiguas historias / deslizándose por tus ríspidas grietas / hasta las cristalinas charcas / donde las mujeres cantan, lavan, danzan. / Ritualmente, / protege los secretos de tu ensueño.

 

Uluru, contó Eva cuando la conocí, era el nombre ancestral de la gran roca sagrada que no podía ser pronunciado porque acababa de morir el “heredero” de dicho territorio. Debían cumplirse los tres años de duelo antes de que otro pudiera sucederlo. También habían roto la tchuringa de ese hombre, la piedra que encierra el diseño del territorio que le corresponde a cada aborigen y que ningún blanco debe ver entera. Pero yo he visto tchuringas en el museo antropológico, le dije a Eva, y ella me preguntó con toda seriedad si en castigo por haber roto el tabú no me había golpeado la frente contra una pared hasta sangrar.

Así de rigurosas son las enseñanzas ancestrales. Opté por respetarlas desde ese momento; por eso mismo no cuento aquí ni en ninguna otra parte los secretos de las mujeres que me reveló Eva Johnson, secretos relacionados con la menstruación sagrada y con la circuncisión de los hijos varones.

Y paso a paso fue creciendo en mí la fascinación por las cosmogonías de ese pueblo solo primitivo en apariencia, al punto que el sábado 5 de noviembre de ese mismo año 1988, cancelé mis compromisos para pasar el día observando, en la Asia Society, Park Avenue y la calle 70, cómo un par de aborígenes australianos, por primera vez fuera de su país, dibujaban ceremonialmente las líneas de canto de su grupo totémico con tierras de diversos colores y pétalos de flores sobre el piso del escenario. Quizá por timidez, o más bien quizá para mantener el secreto de su línea, los abos no cantaban, pero el diseño que iban plasmando resultaba hipnótico. Todo el día duraría la confección del mapa, como un mandala tibetano o una pintura de arena navajo, por eso a la hora del almuerzo salí a buscar un bocado y tomar aire. Y ya que estaba crucé la bella Park Avenue,que hace honor a su nombre, y aproveché para ir al entonces llamado Center for Interamerican Relations (hoy Americas Society) a ver una exposición itinerante de huacos precolombinos, y ya que estaba, fui a la mansión de al lado, el Instituto Hispánico, a ver una muestra de Zurbarán, y después ¿por qué no? mientras el diseño aborigen iba lentamente avanzando crucé la calle 68 y entré al Museo de Arte Africano que allí estaba en esa época, y como esa misma noche tenía entradas para ver en Hunter College, a la vuelta de la Asia Society, unas danzas ceremoniales tibetanas (con máscaras, por supuesto), entendí que en la mágica Manhattan ese preciso día, yo y cualquiera que por allí anduviese, en dos manzanas a la redonda, podía recorrer los cinco continentes.

Mi sueño infantil quedaba cumplido. Eso sí, necesité cruzar la calle, cosa que nunca me había sido ni me volvería a ser tan provechosa.

Australia

A partir de aquella memorable vuelta de manzana(s) todo se precipitó, y el vínculo que se había empezado a tejer con Australia no se cerró allí; por lo contrario, se desplegó en abanico de la forma más inesperada a partir de la invitación que recibí a los pocos meses para participar en un gran encuentro de escritores −el Carnivale Writers Festival−, en Sydney con ramificaciones en Melbourne.

En un diario de máscaras como este no es cuestión de hablar de esas dos bellas ciudades tan disímiles. Solo cabe mencionar las buenas amistades que allí forjé además de Sandra Shotlander y Joan, su compañera: mis compatriotas Ofelia y Roberto Brozky, la escritora Stephnie Dowrick, el fotógrafo Brendan Hennessy. Fue Brendan, original retratista de escritores y apasionado de la literatura quien, a pesar de ser irlandés, fue mi cicerón para conocer lo más australiano de Australia: sus animales. Necesitaba verlos, comenté, para no sentirme en Río de Janeiro estando en Sydney o en la Inglaterra victoriana al llegar a Melbourne. Brendan entendió y no quiso llevarme al zoo sino a un santuario, el Healesville, donde la fauna local vive en semilibertad. Y allí estaban aquellos bichos casi míticos. El ornitorrinco, que parece una vieja pantufla aplastada y es el único mamífero ovíparo y para colmo venenoso. Y el koala, como osito de peluche que en primavera se emborracha con las hojas nuevas del eucalipto y cae del árbol, y el wombat, ese perro-chancho. Allí escuchamos al kukaburra, el pájaro que ríe, y al pájaro campana que hace honor a su nombre. Fue en Healesville que una hembra de canguro enano, o wallaby, me permitió meter la mano en su bolsa de tibia felpa. En materia animal toco todo lo que puedo.

La fascinación por la fauna cimentó mi amistad con Brendan y pude confesarle que yo había viajado a Australia con una agenda oculta, como dicen en inglés: la secreta intención de llegar hasta Papúa Nueva Guinea y remontar el río Sepik para ver las fantásticas máscaras de la zona, pero me sentía tan pero tan agotada que no tenía ánimos para una incursión de esa envergadura. Andá a Bali, dijo entonces Brendan, yo te acompañaría si pudiera, pero estoy con mucho trabajo. Bali, repitieron mis otras amistades, un lugar donde podrás descansar, pero ni se te ocurra quedarte en Denpasar, la nada interesante capital, o ir a Kuta o Legian, las playas de moda llenas de australianos. No. En Bali el mar es considerado impuro, la montaña es sagrada, hay que ir a Ubud, sugirió Brendan. Y yo que me sentía morir, que no entendía por qué esa falta de fuerzas, por inercia saqué un vuelo barato a Bali. Como despedida, Brendan me dio una moneda de Papúa Nueva Guinea para que nunca olvidara mis sueños.

Resultó tranquilizador encontrar en la revista del avión un artículo sobre el jet lag. Entendí entonces mi dolencia, porque según explicaba se necesita un día de descanso por cada huso horario que se atraviesa en viaje. El vuelo transpolar de Buenos Aires a Sydney cruza al menos doce husos horarios, era solo cuestión de paciencia…

Y como el tema me interesó, un año más tarde, en la siguiente invitación a dar conferencias en Melbourne, me puse a investigar. En el vuelo de ida tenía a mi lado un joven ejecutivo gringo que me contó que no pasaba más de tres días en cada ciudad, y de Sydney debía viajar a Londres, y de allí a Los Ángeles y después… Agotada por la sola descripción del vertiginoso itinerario le pregunté cómo se arreglaba con el jet lag y esas cosas de los diferentes horarios. Ningún problema, me dijo él, en cuanto llego al hotel, donde quiera que sea y a la hora que sea, me pongo el equipo de jogging y salgo a correr; en una hora de ejercicio aeróbico mi organismo ya se adaptó a los cambios.

Me resultó una idea sensata, pero no me dio ganas de ponerla en práctica.

En el viaje de regreso me tocó un ejecutivo australiano, mayor que el anterior pero de equivalente trayectoria. Le hice la misma pregunta y él propuso algo más sencillo: ni me entero del famoso jet lag, me dijo; yo bebo… Y para demostrarlo no cesó de pedir whisky durante las veintipico horas de vuelo. Eso sí, me dejó otra enseñanza práctica que consiste en descubrir, de acuerdo a sus preguntas, de qué ciudad de Australia viene nuestro interlocutor. A saber:

Quien pregunta ¿quiere usted una cerveza? es de Perth. ¿A qué iglesia concurre? es de Adelaide. ¿Cuál es su universidad? es de Melbourne. El de Sydney preguntará ¿cuál es su club? Y el de Brisbane ¿quiere usted otra cerveza? Él, fácil comprobarlo, era de Brisbane… No se me ocurrió en aquel momento sugerir la pregunta apropiada para reconocer a los de Alice Springs, en el corazón de la isla: ¿cuál es su Ensueño?

Mi propio ensueño es decir mi animal totémico, según me dijeron los abos de Tranby en ese segundo viaje, era el emu, enorme ave de plumas mórbidas pariente en las antípodas de nuestro ñandú, cuyos huevos son empollados por el macho. También me regalaron una uña de ese ave gigante y, tallado en piedra un huevo negro con sus símbolos. Para protección, me dijeron. Lo habría puesto a empollar sobre el abanico de plumas de avestruz de mi abuela si éste hubiese sobrevivido a mis mudanzas.

Adenda zoológica

Empecé tocando los lentos babeantes caracoles de tierra, cuernitos de ternura.

Estando embarazada jugué a ser un hipopótamo en tibio río africano.

Nunca quise jugar al avestruz. Sí al emu, que no escondía la cabeza en la arena.

Me adorné con víboras, me las puse como collares y pulseras, igual que la Phidusa.

Antes que nada, para empezar la historia, me senté sobre el montículo de hormigas y me cubrí de hormigas coloradas. Lindo bicho, dije, admirándolas.

Quizás aún antes hubo otros contactos; no los tengo registrados.

Toqué la negra aterciopelada tarántula que me presentó el criador.

Toqué la boa constrictora y toqué la anaconda.

He tocado al puma suelto. Al tigrillo lo empecé a tocar con la punta de mi lápiz, lo seguí tocando con un dedo, la mano, y por fin lo saqué de la jaula y me lo acerqué a la cara.

Palmeé el rinoceronte en cautiverio (y al rinoceronte pareció gustarle).

El guardián de un zoológico me arrancó del sitio dos milímetros antes de acariciarle la zarpa extendida al oso polar.

Hubo besos y abrazos de chimpancés, montonal de abrazos de Darwin, el mono araña amigo.

Nos entendimos con aquella perra boxer (¡guardiana!) que en Oberá, Misiones, me invitó a pasar al jardín, me guió hasta su casa-cucha y para espanto de sus dueños me permitió alzar sus cachorritos recién nacidos.

Alguna vez toqué una lagartija, la tuve entre las manos sin haberla cazado.

Memorables sapitos de Punta del Este, negros como de seda fina con la panza a puntitos rojos y amarillos. Había muchos entonces; hoy ya están casi extinguidos.

Para no hablar de bichitos de luz, luciérnagas, mariposas (¿y la crueldad de convertirlos en joyas?).

Mi langosta saltona favorita en el año de la manga de langostas. Renga la pobre. Creo que la bauticé Pancho.

Muchísimos perros y gatos, claro.

Un pájaro se quedó en lo alto de una ruina en Massada, dejándome acercar muy cerca. Y abajo el Mar Muerto.

Podría hacerme amiga de un ratón. De una araña; las respeto, como a la araña Estrella, o a las Pepitas patudas de mi casa en Tepoztlán.

Nunca de un leopardo negro como el de la otra noche en sueños, el que se fue acercando incontenible por puertas que no cerraban bien. Una puerta a cada lado de la misma pared. No podía cerrarlas y tampoco importó tanto, porque el leopardo negro pasó a formar parte o era parte de esa pieza, de esa escena, de mí misma. Mi máscara.