Cubierta

Alejandro Fabbri

Historias secretas de los mundiales

A aquellos que no creen que el fútbol se juega solamente en una cancha.

A los que dudan porque hay algo que no los termina de convencer.

A los que quieren cambiar reglamentos y modernizar un deporte conservador.

A las víctimas de decisiones políticas e intereses económicos poderosos.

PRÓLOGO

NEGRAS, SECRETAS, TRÁGICAS Y FELICES

Ochenta y cuatro años no son poca cosa y diecinueve mundiales tampoco. La lista de hechos curiosos, ridículos, lamentables e increíbles es muy extensa y la idea es contar aquellos que se conocen poco, refrescar algunos que han sido históricos y merecen revivirse, además de hurgar en archivos poco leídos o directamente ignorados.

El primer boicot, a Uruguay en 1930, las presiones y la intervención directa de Mussolini, las batallas entre italianos y españoles, la epopeya de Matías Sindelar, el auge del fascismo, la hazaña uruguaya y la fama efímera de un haitiano, el apogeo y caída del fútbol húngaro, Pelé en su debut explosivo, los fracasos y la terca negativa argentina a participar, la humildad chilena y la soberbia albiceleste, el complot para que ningún sudamericano gane el mundial de 1966, la dulce venganza brasileña. Todo en cuarenta años de Copas del Mundo.

Eliminaciones sorpresivas, tragedias aéreas, guerras con el fútbol como excusa, la decisión de no permitirle a los soviéticos tener algún éxito, las dictaduras latinoamericanas, Holanda y la revolución, la búsqueda de un éxito deportivo para aliviar a una sociedad reprimida, Malvinas, los nuevos cracks franceses, la eterna vigencia alemana, Maradona, el doping, la incentivación, las sospechas, los arbitrajes corruptos, la FIFA convertida en una multinacional, todo cabe en las últimas cuatro décadas.

Esa fue la idea. Reunir, comprimir y contar historias con todos sus condimentos. Agrias, dulces, llamativas y exitosas. También hay espacio para personajes inolvidables que troncharon sus vidas por el destino, la fatalidad o errores humanos.

El fútbol es único también en sus narraciones.

1.

EN URUGUAY, A PESAR DEL BOICOT

Habrá que agradecerle, nomás, al Imperio Británico, porque su dominio por buena parte del mundo, permitió que desde mediados del siglo XIX el fútbol se fuera extendiendo como una mancha lenta, pero imparable. El pueblo inglés y el escocés lo asumieron como propio y enseguida se prendieron galeses e irlandeses. Pronto se sumaron Holanda, Bélgica, Dinamarca, Alemania y, al poco tiempo, la explosión llegó hasta Sudamérica: Argentina, Uruguay y Chile marcaron el rumbo inicial.

La rivalidad entre argentinos y uruguayos es casi tan vieja como esa historia. Inclusive hay divergencias sobre cuál fue el primer partido internacional entre ambas selecciones. Los uruguayos asignan el bautismo futbolero a un choque disputado en mayo de 1901 y los argentinos lo fijan en julio de 1902. Antes de esos encuentros, según parece desde 1889 y durante un lustro, se disputaron partidos entre representantes de los dos países.

Precisa el periodista Luis Prats en su excelente libro La crónica celeste que “el encuentro inicial entre Uruguay y Argentina se disputó el 15 de mayo de 1901, en la cancha del Albion en el Paso Molino. El propio equipo de Albion organizó el partido, por lo que el ‘seleccionado’ vestía su misma camiseta roja y azul por mitades y estaba integrado por nueve futbolistas propios, a los que se sumaron dos de Nacional”. Según este autor, el partido, disputado en Montevideo, lo ganó la representación argentina por 3-2 y significa la piedra basal de la competencia internacional para los historiadores uruguayos.

En cambio, los especialistas argentinos fijan en la misma cancha, pero el 20 de julio de 1902, el momento en que ambas ligas organizaron de común acuerdo el primer choque, ante alrededor de ocho mil personas. ¿Dónde habrán quedado aquellas primeras camisetas? Las de Uruguay, azules con una franja diagonal blanca y las de Argentina celestes. En este caso el resultado fue 6-0 para el visitante, que se integró con cinco jugadores de Alumni, dos de Quilmes, dos de Belgrano, uno de Lomas Athletic y otro de Barracas Athletic.

Esa primera década de enfrentamientos tuvo supremacía argentina, con escasos dos triunfos uruguayos ante una docena de victorias albicelestes. La historia se fue emparejando en la segunda década del siglo y cambió notablemente en los años veinte, el tiempo de los Juegos Olímpicos y el nacimiento del fútbol como deporte de masas. Ya eran atractivos los torneos sudamericanos y las copas Lipton, Newton y Chevallier Boutell.

Uruguay llegó en 1924 a la coqueta cancha de Sportivo Barracas, tras haber ganado la medalla dorada en el fútbol olímpico. En su marcha triunfal en tierras francesas, los orientales aplastaron a Yugoslavia, Estados Unidos, Francia y Holanda (el más difícil, fue 2-1), superaron a Suiza por 3-0 en Colombes y se quedaron con el primer lugar. Aquel partido en Barracas pasó a la historia por el gol que convirtió el delantero de Huracán, Cesáreo Onzari, que se llamó “gol olímpico”, en homenaje al título oriental. Ese 2 de octubre de 1924 quedó marcado porque se agravó la disputa y hubo incidentes durante los cuales algunos iracundos lanzaron piedras a la delegación uruguaya cuando llegó al puerto porteño y también después, en el estadio. El partido terminó dos minutos antes por el clima caldeado. Sí, ocurrió en 1924.

La enemistad deportiva siguió creciendo y llegaron los Juegos Olímpicos de Ámsterdam, en 1928. Argentinos y uruguayos lograron pasar a la final, que se jugó dos veces. Primero empataron en un tanto, el 10 de junio, con goles de Manuel “Nolo” Ferreira y del uruguayo Petrone. En el segundo partido los celestes vencieron 2-1, con tantos de Roberto Figueroa y Héctor Scarone, mientras el argentino Luis Monti igualaba transitoriamente. Así nació “la generación olímpica” uruguaya, que tuvo su broche de oro en el mundial de 1930, justamente ante su rival de siempre, con Monti y Scarone, goleadores en 1928 y protagonistas de la primera final de la Copa.

 

Pocos meses después de iniciado el famoso choque rioplatense, a comienzos del siglo, los dirigentes europeos decidieron crear un organismo que llegara a tener alcance mundial. La Fédération Internationale de Football Association (FIFA) se fundó el 21 de mayo de 1904 en el edificio trasero de la sede de la Union Française des Sports Athlétiques, en la Rue Saint Honoré 229, en París. Los países que se asociaron fueron Francia, Bélgica, Dinamarca, Holanda, España, Suecia y Suiza. Increíblemente, los británicos, creadores del fútbol moderno, no quisieron sumarse a la nueva entidad y se marginaron por decisión propia durante dos años.

Poco después, en 1908, el fútbol hizo su presentación olímpica en Londres. Participaron ocho equipos y, como se esperaba, los británicos se quedaron con la medalla dorada, tras imponerse por 2-0 a Dinamarca en la final. Volvieron en Estocolmo 1912, cuando se contó con la saludable inclusión de tres equipos más y los británicos repitieron el éxito ante el mismo rival. La historia comenzaba a escribirse y al fútbol, más allá de su juventud como deporte masivo, ya nadie podía pararlo. Dos años antes de Estocolmo se había incorporado África del Sur a la FIFA y, tras los Juegos, se anotaron los argentinos y chilenos.

La Primera Guerra Mundial congeló expectativas y dejó una enorme devastación. En 1921 asumió como presidente Jules Rimet y comenzó el período más provechoso para el crecimiento de la FIFA, aunque los británicos se habían retirado, porque no estaban dispuestos a competir con quienes habían sido sus enemigos en el conflicto bélico finalizado en 1918. El dirigente francés, que llegó al cargo con 48 años de edad, logró incluir a veinticuatro equipos en los Juegos Olímpicos de París, en 1924, donde asombró Uruguay por primera vez y el fútbol olímpico comenzó a convertirse en una atracción.

Este éxito aumentó el deseo de la FIFA de organizar un campeonato mundial propio. Tiempo después las asociaciones que formaban parte recibieron sendos cuestionarios en los cuales se les preguntaba si estaban de acuerdo con la realización de un certamen de tal magnitud y bajo qué condiciones aceptarían participar. Una comisión especial se encargó de examinar esta opción y en la reunión celebrada el 28 de mayo de 1928 en Ámsterdam, en el transcurso de los Juegos, el Comité Ejecutivo de la FIFA decidió llevar a cabo en 1930 el primer campeonato mundial. Solo quedó por elegir la asociación organizadora entre quienes presentaron sus candidaturas: Hungría, Italia, Holanda, España, Suecia y Uruguay.

Desde el principio Uruguay figuraba como favorito. Presentó su candidatura afirmado en sus dos logros olímpicos y en la indudable popularidad que había alcanzado su equipo, hasta entonces poco conocido para el público y el periodismo europeos. Además, la Asociación Uruguaya de Fútbol se comprometió a correr con todos los gastos de viaje y alojamiento de los participantes, ofreció compartir los posibles beneficios o hacerse cargo de los déficits, si los había. Se fueron aceitando acuerdos en Zurich y en Ginebra, y finalmente se aprobó, el 18 de mayo de 1929 en Barcelona, la designación de Montevideo como la sede de la flamante Copa del Mundo.

La delegación oriental estaba liderada por el diplomático Enrique Buero y el dirigente Héctor Gómez, aunque, según las versiones montevideanas, la idea central había sido lanzada por Roberto Espil y José Usera Bermúdez, directivos del club Nacional. Llevaban un toque adicional para darle fundamento al pedido de organizar el torneo: Uruguay celebraba el primer centenario de la promulgación de su Constitución Nacional el 18 de julio de 1830.

En realidad, los italianos –gobernados desde 1922 por el dictador fascista Benito Mussolini– se habían postulado para hacer la Copa, e inclusive contaban con apoyo sueco y holandés, pero finalmente retiraron la candidatura. Como también lo hicieron españoles y húngaros, Uruguay quedó en soledad y ganó sin que se necesitara una votación.

En el mismo encuentro se resolvió también que la competencia sería abierta a los equipos representativos de todas las asociaciones nacionales afiliadas a la FIFA y que si el número de inscriptos era superior a treinta, la entidad se reservaba el derecho de convocar a la disputa de eliminatorias previas.

Sin embargo, la aceptación final de la candidatura uruguaya no fue aceptada con excesivo entusiasmo. Europa se encontraba en plena crisis económica y los dirigentes fueron exponiendo razones variadas para no cubrir la distancia en barco hasta Sudamérica. Algunos argumentaron que no había seguridad en los transportes marítimos, otros que las delegaciones estarían un tiempo excesivo fuera de sus patrias y eso resentiría los torneos locales, y hasta se dijo que hacía mucho frío en el invierno montevideano.

Esto provocó el lento pero tenaz alejamiento de los países europeos. Así se bajaron Italia, España, Suecia, Holanda, Hungría, Inglaterra y Alemania. Luego se marginaron Checoslovaquia y Austria, dejando que el torneo fuese casi americano. Pero el presidente Jules Rimet no se dejó impresionar. Gracias a su esfuerzo personal, cuatro selecciones europeas –Francia, Bélgica, Yugoslavia y Rumania– emprendieron la aventura a bordo de un barco de lujo. Comenzaba una nueva época del fútbol internacional.

Según explica el historiador Eduardo Cantaro en su magnífico libro Historias mundiales, fueron varios más los países que quisieron participar, pero finalmente quedaron afuera: “Ecuador ya había pagado la inscripción, pero con anticipación avisaron que no viajarían a Montevideo. El martes 10 de junio, el diario uruguayo El Día publicaba que la Federación Deportiva Nacional de Ecuador envió un telegrama que decía: ‘Falta de apoyo oportuno gobierno, muy a nuestro pesar nos imposibilita concurrir’ –y señala después Cantaro–. Los británicos, pese a no estar afiliados a la FIFA, recibieron un telegrama con la invitación pertinente para que fueran parte de esa primera Copa, pero contestaron con una rotunda negativa. El rey Carol II de Rumania era más conocido por sus aventuras románticas que por su liderazgo. En 1925 renunció a sus derechos reales porque tras dos matrimonios se le descubrió una nueva amante, Magda Lupescu. El fanatismo de la mujer despertó el interés del Rey por las competencias deportivas y para mejorar su imagen, Carol le dijo a Jules Rimet que él mismo se encargaría de conseguir a los jugadores que representarían a Rumania”.

El 18 de junio de 1930, el SS Cesare Conte Verde zarpó del puerto italiano de Génova con los rumanos, levantó a los franceses en Villefranche sur Mer y, en Barcelona, al equipo de Bélgica. Con ellos se embarcó el juez John Langenus, que dirigiría la final, y Jules Rimet, el titular de la FIFA. El 29 de junio la nave atracó en el puerto de Río de Janeiro donde subieron los brasileños. Arribaron el 4 de julio a Montevideo. Todos hicieron ejercicios en la cubierta del barco. Algo era algo.

Jules Rimet traía consigo la Copa del Mundo, que entregaría al campeón. Se trataba de una estatuilla de treinta y tres centímetros de altura, tallada en un kilo y ochocientos gramos de oro. Representaba a Niké, la diosa de la victoria de la antigua mitología griega, llevando en sus manos levantadas sobre su cabeza un vaso octogonal en forma de copa. Fue obra del escultor francés Abel Lafleur, y en su base de mármol azul se podía leer: “Coupe du Monde de FootballAssociation. Coupe Jules Rimet”. Era la que se quedó Brasil definitivamente, tras ganar en 1970 su tercer mundial, aunque con una historia muy particular. El seleccionado de Egipto, por su parte, emprendió el viaje pero llegó tarde a Marsella donde debía embarcarse en el SS Florida, en el que también viajaban los yugoeslavos. Dijeron que, aunque tarde, llegarían a Montevideo y pidieron que les diesen por perdido el primer partido, pero la organización no lo permitió. Egipto había alcanzado las semifinales en los Juegos Olímpicos de 1928, pero se topó con la Argentina, que lo superó fácilmente por 6-0.

Los grupos quedaron formados así: Argentina, Francia, Chile y México en uno, Bélgica, Estados Unidos y Paraguay en otro, Uruguay, Perú y Rumania en el tercero, y Bolivia, Brasil y Yugoslavia en el cuarto. La rivalidad ya fuerte entre argentinos y uruguayos se pudo constatar en el debut albiceleste. La Argentina inició su camino hacia la final al ganarle por 1-0 a Francia en el Parque Central, la histórica cancha del club Nacional. Le costó muchísimo al cuadro rioplatense superar a los franceses, al punto de que Luis Monti marcó, de tiro libre, la exigua diferencia a nueve minutos del final del juego.

En ese encuentro inaugural se confirmó la hostilidad del público uruguayo para con el seleccionado argentino. Cuando los jugadores regresaban al campo para disputar el segundo tiempo, un aficionado gritó “Ilfaut les écraser ces chiens” (Hay que aplastar a esos perros) y la traducción casera se fue esparciendo boca a boca. La policía debió intervenir cuando finalizó el partido, cuatro minutos antes de la hora reglamentaria, porque varios hinchas locales pretendieron agredir a los jugadores albicelestes. Estos se fueron raudamente en los autos contratados para llevarlos hasta Barra de Santa Lucía, en medio de pedradas que no alcanzaron su destino. La mecha ya estaba encendida.

El 18 de julio de 1930 se inauguró el estadio Centenario de Montevideo, edificado especialmente para la primera Copa Mundial de la FIFA. El Estadio se construyó en 362 días, desde la colocación de la piedra fundamental. Cuenta el periodista uruguayo Luis Prats en su libro Montevideo, la ciudad del fútbol, que los trabajos efectivos llevaron apenas 304 días. Y señala que “el lugar exacto donde se levantaría el Centenario, eran solares yermos, barrosos, erosionados por hilos de agua. La transformación de la zona fue rápida y profunda, a partir del impulso que le imprimió la obra de Juan Antonio Scasso, el arquitecto a cargo de la construcción”. Explica Prats que, según Scasso, la ubicación del estadio era muy desigual, porque existía una diferencia de nivel que oscilaba en los diez metros. El diseño de semejante escenario fue resuelto con la construcción de la tribuna Olímpica sobre la ladera del desnivel. Minucioso y exacto, Prats indica que “el resto de la historia es una victoria contra el tiempo, gracias a la acción de mil cien obreros trabajando en tres turnos, incluso por las noches. Se extrajeron 160 mil metros cúbicos de tierra y se utilizaron 14 mil metros cúbicos de cemento”. Según cálculos, la obra habría costado alrededor de 760 mil dólares de la época.

El éxito del torneo fue notable, tanto desde el punto de vista deportivo como financiero. Naturalmente, los organizadores se decepcionaron porque apenas pudieron contar con la participación de cuatro selecciones europeas. El rencor en Montevideo fue tan grande que el campeón mundial no se presentó cuatro años más tarde a defender su título, ni tampoco en 1938. Estaba claro que el rival a vencer en 1930 era su vecino rioplatense: Argentina.

 

Uruguayos y argentinos fueron avanzando en la Copa hasta que en las semifinales despacharon a yugoslavos y estadounidenses por el mismo resultado: 6-1. Así, desembocaron en la final que se jugó el 30 de julio en el Estadio Centenario. Los medios escritos de Montevideo eran muy claros. Un matutino publicó, en la jornada previa: “Suponemos que se tratará, por lo menos, de jugar hacia adelante sin tregua y sin desfallecimientos. El juego hay que hacerlo hacia el arco argentino de manera formal, sin posturas ni academias, ya que lo que debe interesar es el éxito del equipo y no la ovación o palmas de las cazueleras del estadio”. Resultadismo puro, en 1930. Llegaba el tiempo de la gran final.

El partido fue dirigido por el belga John Langenus, que también era periodista, hablaba cinco idiomas y era considerado el mejor juez europeo. Llegó a Montevideo en el mítico transatlántico SS Césare Conte Verde y se fue en otro buque italiano, el Duilio, que desplegaba hasta 19 nudos de velocidad. El juez estaba preocupado porque había sido designado para la gran final rioplatense. El clima espeso entre los vecinos no lo dejaba tranquilo. Arbitró la semifinal que tuvo goleada argentina a los Estados Unidos y, aprovechando los tres días libres hasta la final, cruzó el Río de la Plata para conocer Buenos Aires. Sus impresiones fueron publicadas en un diario inglés y en 2010, al recordar los ochenta años del primer mundial, las recogió la página web cartasesfericas.wordpress.com: “Tuvimos tres días de descanso entre las semifinales y la final y los aproveché con una rápida visita a Buenos Aires, en el día anterior al partido. Fue justamente ese día que me enteré de que había sido designado para arbitrar el partido. Pero solo gracias a mi buena estrella pude hacerlo, porque el barco que me llevaría de regreso a Europa zarpaba a las 15 horas, justo cuando comenzaba el partido, así que tuve que realizar largas negociaciones con el capitán del barco y los ejecutivos de la compañía para que salieran unas horas más tarde. ( ) En las calles de Buenos Aires había mucha efervescencia por la final, se dispusieron varios barcos extras para cruzar el Río de la Plata, incluso cuando tomé el vapor que me llevó de regreso a Montevideo, la gente casi me aplasta, todos querían ir a ver la final. Ya en Uruguay, los aduaneros sometieron a los argentinos a minuciosas inspecciones en la búsqueda de armas. Los diarios de ambos países se dedicaron a una campaña chauvinista y provocativa. Durante la mañana previa al juego los dirigentes europeos discutieron las medidas de seguridad para protegernos a los tres jueces, y solamente al mediodía recibí la autorización de los dirigentes de mi federación (Bélgica) para aceptar el nombramiento, aunque desde la perspectiva de los hechos era solo una tormenta en un vaso con agua –y agregó–. Tuvimos dificultades en la elección de la pelota, cada uno de los adversarios había traído una fabricada de acuerdo a los criterios de su país, y los dos sostenían que jugarían con la pelota propia. En el terreno de juego se decidió con una moneda al aíre qué balón se usaría en cada tiempo”.

Ese sorteo lo ganó la Argentina, que en el primer tiempo superó a los uruguayos 2-1, con goles de Carlos Peucelle y Guillermo Stábile, quienes dieron vuelta el marcador que había inaugurado el oriental Dorado. Los uruguayos reclamaron airadamente una posición adelantada del autor del segundo gol y de Manuel Ferreira, que fue desestimada por el juez. En la segunda parte, Uruguay fue ampliamente superior y consiguió tres tantos, a través del vasco Cea, Iriarte y de Héctor Castro. Antes del cuarto gol uruguayo, Francisco Varallo pegó un disparo en el poste local que rechazó Andrade sobre la línea.

Langenus dio por finalizado el juego cuando restaban casi seis minutos para que se cumpliera el tiempo reglamentario. Luego se justificó diciendo lo había hecho porque el Duilio, el barco en el que debía volver a Europa, estaba por zarpar y temía no llegar a tiempo. Así que se cambió rápidamente y abandonó el estadio a toda carrera. Y que cuando llegó al muelle se dio cuenta de que el apuro había sido en vano, porque había una densa niebla que no permitía que zarparan los barcos. Afirmó que, aunque después se dijo que la policía lo había ayudado a escapar porque los argentinos no habían podido jugar libremente y corría el riesgo de recibir un tiro, nada de eso era verdad.

Las protestas argentinas fueron variadas. Los golpes que recibió el arquero Juan Botasso (contusión en el brazo izquierdo y en el muslo por un pisotón de Castro y golpes varios en el tórax, producto de varios puntapiés) se reclamaron airadamente, lo mismo que las patadas que sufrieron Juan Evaristo, Arico Suárez, Carlos Peucelle y Francisco Varallo, que luego del juego no podía caminar por la inflamación que tenía en la rodilla y el tobillo derechos.

El propio Pancho Varallo, el último ícono viviente de aquella final de 1930 y fallecido en 2010, se refirió a estas lesiones cuando tenía 96 años. Le contó a su biógrafo Ricardo Katz, autor del libro Pancho Varallo, fútbol, gol y mundial, que “Estoy muy arrepentido de haber jugado ese partido. Estaba lesionado en la rodilla y lo hice por la locura y las ansias de un mocoso de veinte años de disputar una final de un mundial”.

También habló del clima de violencia vigente: “Un primo mío, Juan, fue a visitar a los uruguayos, antes de la final. Conversando, él les contó que era familiar mío. ‘Ah, ¿Varallo? A ese es el primero que hay que sacar’, le dijeron”. En el mismo testimonio, el famoso “Cañoncito” afirmó que “el partido lo perdimos cuatro, cinco o seis jugadores. Me acuerdo que estuvimos de reunión en reunión porque nadie quería jugar. Me quería morir yo quería jugar. En el segundo tiempo me dio mucha bronca. Me agarraba la cabeza, sufrí mucho y no podía creer que lo dieran vuelta. Yo no tenía miedo, pero era el más chico...”. Varallo, lesionado y tras haber soportado una patada descalificadora de Lorenzo Fernández, generó una situación que finalizó con un remate suyo en el poste, pero después no pudo más.

Mucho se escribió sobre lo que pasó: las sospechas del periodismo argentino y lo que dijeron algunos integrantes de la delegación conmocionaron el ambiente albiceleste. La denuncia de varias cartas anónimas con amenazas hacia varios jugadores hizo efecto en varios de ellos. El mediocampista central Luis Monti no quería jugar la final y el presidente de San Lorenzo, Pedro Bidegain, viajó especialmente para convencerlo. Alejandro Scopelli, compañero de Monti, declaró tiempo después que era claro que este se encontraba disminuido psicológicamente y, a su modo de ver, por eso su rendimiento descendió indudablemente. También opinó el reconocido Mario Evaristo, quien atribuyó la derrota a todo el equipo, aunque el público argentino le echaba la culpa a Monti. Y confirmó que este no quería jugar ese partido y aceptó por la insistencia de los dirigentes.

En El libro de los mundiales, el propio Luis Monti señaló que “me mandaban anónimos, amenazaron a mi madre en Buenos Aires, me daban serenatas que no me dejaban dormir. Al volver para el segundo tiempo, había unos trescientos milicos con bayoneta calada. A nosotros no nos iban a defender me di cuenta de que si tocaba a alguien se prendía la pólvora. Entonces le dije a mis compañeros: ‘Estoy marcado, pongan ustedes porque yo no puedo’ Y después de todo, ¿qué querían, que fuera un héroe del fútbol?”.

Mario Evaristo completó sus palabras con algo significativo: “Todavía no termino de comprender por qué los uruguayos nos tenían tanta fobia. Si cuando ellos venían a Buenos Aires nosotros los atendíamos muy bien. Nos hicieron la vida imposible, antes, durante y después del partido. Todas las noches un grupo iba hasta el hotel donde nos hospedábamos, a unos cuarenta kilómetros de Montevideo, y se pasaba horas y horas tocando el bombo, para que no pudiéramos descansar. El público charrúa nos hizo de todo. Lo imaginable y lo inimaginable. El colmo nos ocurrió después de que nos ganaron la final. Fuimos al puerto y no podíamos subir al vapor porque una barrita nos estaba esperando para darnos la salsa. Gracias a algunos dirigentes uruguayos, nos pusieron a nuestra disposición una lanchita y con ella nos hicieron subir al barco por la parte trasera”.

También fueron varios los protagonistas que dieron opiniones, mucho más suaves en algunos casos, y edulcoradas con el paso del tiempo. El defensor Ernesto Mascheroni, uno de los campeones mundiales uruguayos, señaló en la misma publicación que “Argentina tenía un cuadrazo, un gran dominio de pelota y un toque formidable. Nosotros nos propusimos marcarlos antes de que pudieran dominar el balón, de otra manera hubiéramos estado fritos. En el primer tiempo jugamos livianito porque los dirigentes nos dijeron que si había juego fuerte, el Comité Organizador suspendería el partido. Nosotros éramos fuertes, pero no malintencionados. Cuando fuimos al vestuario, perdiendo 2-1, nos felicitaron, pero cuando volvimos al campo, Nasazzi nos dijo que marcáramos y jugáramos fuerte porque si no lo perdíamos. Así fue”.

Coincidió con Mascheroni el talentoso Manuel “Nolo” Ferreira, conductor del mítico ataque de Estudiantes de La Plata y figura de la Argentina: “El fútbol de los dos era muy parejo, muy parecido. Se dijo que Uruguay nos ganó porque pegó muchos puntapiés, jugaron fuerte como siempre lo hicieron. Las causas de la derrota fueron otras. Ellos nos quisieron amedrentar con amenazas verbales y escritas, como las recibidas por Monti. Pese a ir en ventaja, en el entretiempo se conversó en el vestuario que las cosas se estaban poniendo un poco espesas y algunos insinuaron que no querían salir otra vez a la cancha, por temor a que sucediera algo. Yo no hice causa común con ellos y como yo, otros más. Nos ganaron 4-2 y la verdad es que ese clima y los incidentes causaron impacto y disminuyó considerablemente el rendimiento del equipo”.

Este gran jugador sorprendió a todos cuando pidió no participar del partido que la Argentina le ganó en la primera fase a México por 6-3, porque viajó a Buenos Aires para rendir una materia de la carrera de Escribanía que estaba cursando en la Universidad. Se recibió años más tarde y cumplió una extensa carrera profesional como escribano, a la par que habituales colaboraciones con comentarios y entrevistas en transmisiones radiales de fútbol. Prioridades diferentes.

Para el periodista Edmundo Luján Benítez, del diario La Prensa, la historia fue otra: “Los uruguayos nos ganaron de guapos. Ellos estaban envalentonados y achicaron a los argentinos. Antes del partido, los azuzaron, los persiguieron. Se dijo que el equipo fue amenazado y que si ganaba la Argentina, no iba a poder dejar Montevideo. Fue muy feo. Los que caminábamos esos días por la avenida 18 de Julio nos sentíamos muy avergonzados por las cosas que nos decían, por cómo se burlaban de nosotros. Ellos decían que a los argentinos nos habían secuestrado cinco mil revólveres”.

Consigna Luis Prats que “según el informe de los delegados argentinos, los jugadores sufrieron durante el trayecto hacia el puerto de Montevideo insultos y provocaciones por parte de personas de todas las clases y sin distinción de sexos. Hinchas uruguayos pasearon un ataúd con los colores argentinos, sin que la policía lo impidiera. () No solamente hubo incidentes en Montevideo, al terminar la final, unos cuantos hinchas lanzaron piedras contra el consulado uruguayo en Buenos Aires. Cuando la policía intervino, los exaltados se pusieron a cantar el himno nacional. El diario Crítica afirmó ‘nos han quitado el campeonato merced a un referee parcial y al juego bárbaro. Imposible ganarles allá’”.

Cuando Jules Rimet regresó desde Montevideo a Europa, fue abordado por varios periodistas y no tuvo dudas en señalar que entendía las quejas de los argentinos, que no habían ocurrido incidentes desagradables en la final, sino todo lo contrario, y destacó la corrección en los jugadores y la autoridad y competencia en el árbitro. “El entusiasmo en Sudamérica por el fútbol es exagerado –agregó–. Se debe a que allí no existe otra distracción, es fútbol y política. La gente se entrega por completo al fútbol y entiende el juego como una lucha apasionante. Nuestra vieja civilización europea tiene otras válvulas de expansión”.

En su excepcional libro Burguesía y gansterismo en el deporte, el recordado periodista Dante Panzeri escribió que “cuando perdimos el campeonato mundial de 1930 nos hicimos llorones mundiales, mostramos nuestra idiosincrasia de malos perdedores y lo hicimos con tan abundante como latosa demostración de mal gusto, que terminamos por burlarnos nosotros de nosotros mismos y de esa cantinela”. Clarito como el agua.

La primera Copa del Mundo había sido ganada por el anfitrión, tras superar al otro gran candidato en una final polémica y discutida. Trece equipos la jugaron, apenas cuatro fueron europeos. En 1934 la historia sería bien distinta, con venganzas, presiones, espías que habían hecho su trabajo en Montevideo y un creciente interés mundial en ese deporte que ya se había expandido por áreas del mundo insospechadas.

2.

LA ÚLTIMA ARGENTINA AMATEUR

En 1932 se realizó en la capital sueca, Estocolmo, el congreso del Comité Ejecutivo de FIFA que resolvió darle a Italia, gobernada desde 1922 con mano de hierro por Benito Mussolini, la oportunidad de organizar en 1934 la segunda Copa del Mundo. El 27 de mayo fue el día elegido para que se jugaran los ocho partidos de los octavos de final. Fue el debut y despedida del equipo argentino, envuelto en una serie de problemas que lo superaron largamente.

Habían quedado inhabilitados para integrar el combinado los jugadores que actuaban profesionalmente en los clubes de la flamante Liga Argentina de Football, porque no estaba reconocida por la FIFA, y este quedó formado por jugadores del interior del país. En su célebre libro Historia del fútbol amateur en la Argentina, Jorge Iwanczuk explica que la discusión por el tema del profesionalismo hizo eclosión y los clubes volvieron a transitar caminos separados. Aunque se preveía que el predominio quedaría en poder de los disidentes profesionales, el resto de los clubes, testigos impotentes de su acelerado proceso de destrucción, mantenían la afiliación ante el organismo internacional. (…) A medida que se acercaba la fecha para el segundo campeonato mundial, los dirigentes argentinos aceleraron las tibias gestiones para lograr la nueva y supuestamente definitiva unión. En 1933 se instaló el Consejo Nacional del Deporte que puso manos a la obra, pero los plazos eran muy cortos y vencía el término para la inscripción de participantes en la FIFA. La opción más lógica era no concurrir a Italia ante la poca chance que nos asistía con un equipo amateur frente a los profesionales, pero como la Argentina pretendía ser organizador de la Copa siguiente, podía perder la chance si no participaba”. Finalmente se decidió asistir con futbolistas de la Asociación Amateur Argentina de Football, que incluía a las ligas del interior del país, con jugadores poco conocidos en Buenos Aires, aunque algunos de ellos dieron luego el salto a la capital argentina.

 

La delegación argentina llegó a Italia en el vapor Neptunia. Según la crónica del diario Il Littoriale, recogida por El Gráfico en junio de 1934, “la comitiva presenta un golpe de vista interesante; son todos sumamente jóvenes, de estatura normal y, como casi todos los sudamericanos, tienen la piel morena, el cabello y los ojos negros. Un traje de color gris constituye su sobrio y armonioso uniforme. (…) El entrenador argentino Pascucci, que es un italiano de pura cepa, nos ha dicho que en la Argentina no están muy satisfechos con la selección que armó, pero que ‘dimos preferencia a atletas menos técnicos pero más atléticos, indicadísimos por su evidente espíritu batallador. River Plate negó el permiso a tres aficionados que jugaban en reserva (Locasso, Laterza y Rodolfi) y así no podía integrarse una escuadra mejor’”. Felipe Pascucci cerró sus palabras con un voluntarismo que quedó de lado tras jugarse el primer partido: “¿Que si tenemos esperanzas de éxito? Muchas, no lo ocultamos. La escuadra de nuestra patria constituirá la sorpresa del campeonato, ya lo verán”.

Pascucci tenía 27 años cuando condujo al equipo argentino y exhibía como antecedentes haber estado al frente del plantel de Estudiantil Porteño y también de Sportivo Barracas, aunque se hizo mucho más conocido por su actuación en River Plate. Luego de la rápida eliminación en la Copa, eligió quedarse en Italia, donde trabajó en equipos de distintas categoría. Un ataque cardíaco lo mató en 1966, a los 59 años.

En el encuentro de 1934 contra Suecia jugaron el chaqueño Héctor Freschi, de Sarmiento de Resistencia; Alberto Galateo y Federico Wilde, de Unión de Santa Fe; Juan Pedevilla y Alfredo Devicenzi, de Estudiantil Porteño de Ramos Mejía; Francisco Rúa, de Sportivo Dock Sud; Roberto Irañeta, de Gimnasia de Mendoza; Ernesto Belis, de Defensores de Belgrano; José Nehín, de Sportivo Desamparados de San Juan; Arcadio López, de Sportivo Buenos Aires, y un paraguayo nacionalizado, Constantino Urbieta Sosa, que había jugado en Tigre y ese año defendía a Godoy Cruz. El equipo albiceleste tenía dos jugadores que ya antes se habían calzado la camiseta nacional: Devincenzi, figura de Racing en el amateurismo y los primeros tres años de la nueva Liga, y el lateral López, que se había iniciado en Lanús y más tarde brilló en Ferro y en Boca, donde se consagró campeón. El hermano de Nehín, Pablo, era jugador por esos años de Estudiantes de La Plata. Antes de viajar, el equipo llegó a jugar apenas un partido amistoso: venció a Nacional de Rosario por 4-1 en la vieja cancha de Almagro, en Parque Chas.

Fue el santafesino Wilde quien, al retornar, contó al cronista del diario El Orden, de su ciudad, su parecer sobre lo sucedido en Italia: “Si jugamos diez veces más contra los suecos, les ganamos once. Todavía no puedo explicarme cómo nos han podido ganar, porque nuestro equipo dominó el partido en forma abrumadora todo el tiempo, pero una desgraciada intervención de nuestro guardavalla, que había tenido anteriormente una actuación brillante, fue la causa del gol del triunfo. Demostramos mayor técnica, mejor juego y mayor armonía de conjunto. Ellos deben haber aprendido algo de nosotros, porque nosotros, sinceramente, no tenemos nada que aprender de ellos”. ¿Soberbia? ¿La típica resistencia del futbolista argentino a reconocer una derrota o a un rival superior?

Parece que el equipo nacional mereció más, pero lo privó de la victoria el grueso error del arquero Freschi (de 23 años en ese momento) al fallar en detener el suave envío del puntero izquierdo sueco Kroon, a once minutos del final.

La revista El Gráfico, en su edición del 2 de junio de ese año, editorializó sobre la caída argentina en Bologna: “Argentina ha sido eliminada en su primer match, el domingo 27 de mayo. En estas palabras se resume todo el hecho tan largamente discutido y desvirtuado por un optimismo en el que había más de cortesía, de buena voluntad, de deseo, en fin, que de verdadera convicción en el éxito que pudieran lograr los futbolers enviados a Italia. (…) El asunto es amargo y por eso mismo nos duele encararlo. El resultado del match en Bologna ha dado la razón a quienes, como El Gráfico, dieron su opinión en este asunto con criterio y con mesura cuando todavía se estaba a tiempo de evitar el error. Desde El Gráfico se dijo que nuestra revista no se opone al envío de un team amateur porque lo crea falto de chance. Se opone porque entiende que el cuadro que concurra debe constituir la genuina representación del estado actual del fútbol que mantiene, por suerte, su alto poderío. No constituye ninguna irrespetuosidad, desaire ni novedad siquiera, decir que la verdadera expresión del fútbol argentino está en el campo profesional y que únicamente de ahí puede salir un equipo que, ganando y perdiendo, estaría por sí mismo autorizado a representarnos –y finaliza el editorial con un concepto muy claro–. Se dirá que la derrota contra Suecia no afecta en absoluto el prestigio del fútbol argentino. Lo afecta en cuanto a su calidad, porque esta ha estado ausente. Y ello es lo que se debió haber evitado. A costa de una amargura hemos constatado el acierto de nuestra opinión. Es un precio demasiado caro para una satisfacción periodística; pero pudo haberse evitado tan desagradable experiencia si se hubiera procedido con criterio”.

Lo cierto es que el 3-2 a favor de Suecia dejó a la Argentina muy pronto, el 27 de mayo, fuera de la segunda Copa del Mundo.

 

Mientras, en Buenos Aires, se había disputado dos días antes la décima fecha del campeonato de primera división. En esa jornada River, como visitante, venció por 8-1 a Unión Atlanta-Argentinos Juniors, un engendro creado por la Liga para reducir la cantidad de equipos en primera categoría. Otro equipo similar era Unión Talleres-Lanús, que perdió 3-2 contra Vélez, en Villa Luro. El fútbol profesional ignoraba por completo lo que ocurría en la Copa del Mundo. Por esos días, además, debido a la creciente existencia de incidentes, altercados y mala conducta de los futbolistas, se decidió la creación del Tribunal de Penas.

El 3 de noviembre de 1934 se formalizó la creación de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), producto de la fusión de la Asociación Amateur y la Liga de profesionales, cuyas diferencias habían provocado el papelón de la segunda Copa del Mundo. Desde ese momento, la FIFA es la entidad que rige el fútbol nacional.

En el precursor libro Fútbol: pasión de multitudes y de elites, obra conjunta del prestigioso periodista Ariel Scher y del sociólogo Héctor Palomino, se explica que “Los inmigrantes y sus sociedades parecen haber jugado un rol importante en la popularización del fútbol. El origen social de los miembros de los clubes parece localizarse en los sectores populares y la clase media. Si bien los miembros de sectores populares predominaban en la práctica del juego, eran elementos de clase media los que dirigían la organización. (…) Con la formación de ligas y asociaciones, la actividad iba siendo paulatinamente reglamentada, generando cada vez mayores exigencias para quienes querían participar en los campeonatos. La reglamentación operó como criterio de selección. Los clubes podían acceder a terrenos apropiados y construir estadios, permanecían en los certámenes oficiales, el resto desaparecía o quedaba confinado a una práctica deportiva marginal”.

Lanzado el profesionalismo y terminado el llamado “amateurismo marrón” de los años veinte, cuando varios clubes pagaban sueldos encubiertos a sus mejores futbolistas, la Liga Argentina se impuso sobre quienes defendían el amateurismo clásico, que habían resistido junto a otros clubes más pequeños durante tres años en la Asociación Amateur, pero no tuvieron más remedio que aceptar el dominio total del profesionalismo y fusionarse.

Tiburcio Padilla, último presidente de la Liga Argentina y mandamás de Chacarita Juniors, fue el primer presidente de la flamante AFA. Pertenecía al radicalismo en su versión más elitista y al año de gestión fue reemplazado por Ernesto Malbec, titular del Racing Club y con credenciales mucho más amplias que su precursor. La AFA había llegado para quedarse, aunque sus destinos fueron manejados por mucho tiempo solamente cinco clubes, los más poderosos en todo sentido.

 

En 1936 llegó Ángel Molinari a la AFA, un dirigente de River Plate que tuvo un paso efímero. Pero en su gestión tuvo que lidiar con el pedido argentino para organizar la tercera Copa del Mundo, a realizarse en 1938. El mundo estaba convulsionado por la Guerra Civil Española, comenzada en 1936, que desangraba al país y provocaba alineamientos políticos y militares en naciones como Francia, Italia y Alemania, además de Inglaterra y la Unión Soviética, que se habían involucrado en la contienda fraticida. Europa era un polvorín y los gobiernos democráticos trataban de impedir que progresara el fervor militarista y las ansias de revancha alemanas.

En ese clima se realizaron en Berlín los Juegos Olímpicos de 1936, de acuerdo a lo que se había aprobado en 1931, cuando aún los nazis no habían llegado al poder. En esos juegos, disputados en una Alemania que había suavizado las persecuciones y el asfixiante clima de alineamiento en la obediencia ciega a Adolfo Hitler, el 15 de agosto se realizó el Congreso de la FIFA que analizó la posibilidad de que se disputara la Copa de 1938 en la Argentina.

La delegación argentina tenía varias razones de peso para justificar la organización de la tercera Copa del Mundo. Había sido subcampeón olímpico de fútbol en 1928, subcampeón mundial en 1930 y ahora tenía una liga profesional competitiva. Además, era obvio que la tranquilidad con que se vivía en América del Sur era bien distinta a la conflictiva situación europea. Más allá, claro está, de gobiernos que no eran representativos de sus pueblos sino que conspiraban, en varios casos, contra ellos mismos. Sin embargo, la propuesta de nuestro país fue rápidamente vencida por la moción de Jules Rimet, el presidente de la FIFA, quien quería a toda costa que la organizara Francia. Quizás temía que, ante las evidentes amenazas de guerra, no se disputaran después otros torneos.

El apoyo político a Rimet fue muy claro: dieciocho delegados votaron por Francia y apenas cuatro lo hicieron por la Argentina. Estaba definida la sede, con centro en París y las ciudades de Marsella, Antibes, Burdeos, Marsella, Le Havre, Estrasburgo, Lille y Toulouse.

La respuesta de los argentinos fue una demostración de desprecio por las decisiones contrarias a sus deseos: el delegado albiceleste pidió que, en razón de habérsele negado la organización de la Copa, se permitiera a la selección clasificarse directamente, sin jugar las eliminatorias. Eso no fue aceptado por la FIFA y la Argentina renunció a jugar la Copa. Junto con los argentinos lo hicieron los uruguayos, que todavía no habían podido digerir el boicot europeo a la Copa que ganaron en 1930. Y algunos países de poco peso futbolístico como Estados Unidos, Costa Rica, Colombia, El Salvador, México y Surinam hicieron causa común con la Argentina y renunciaron a jugar partidos para la clasificación al mundial. En lugar de sus vecinos sudamericanos ingresó Cuba directamente, e incluso, hubo un intento final por convencer a la Argentina y que disputasen un partido eliminatorio, pero tampoco fue aceptado. El adiós definitivo a la tercera Copa del Mundo supuso un descrédito para la dirigencia de la AFA, algo que se reflejó en los insultos que recibieron varios de quienes iban a los partidos de los domingos por el torneo local y un inútil intento de repudio de parte de un sector del periodismo gráfico.

La Argentina quedó fuera del segundo mundial y, luego de esto, al paréntesis de doce años sin estos torneos se sumó la decisión de no participar en 1950 ni en 1954. Recién en 1958, la dirigencia argentina se dignó inscribirse para jugar en la lejana Suecia la Copa del Mundo: existía la creencia jamás probada de que se practicaba un fútbol superior, creencia que sería liquidada gracias al esfuerzo de los duros alemanes y, sobre todo, de los prácticos checoeslovacos. El fútbol argentino tenía por aquellos años una gran cantidad de buenos jugadores y dominaba claramente en el continente, donde había ganado cinco torneos entre 1937 y 1947. La ausencia de 1938 ocurrió en un momento brillante del fútbol nacional, incluso con el torneo sudamericano de 1937 ganado en Buenos Aires, con jugadores de altísimo nivel y el mejor promedio de gol en la historia. Independiente contaba con Vicente de la Mata, Antonio Sastre y el arquero Fernando Bello; River con el enorme potencial de los jóvenes Adolfo Pedernera, José Manuel Moreno y Ángel Labruna (desde 1939), la habilidad y capacidad de Jaime Sarlanga y Bernardo Gandulla llegados de Ferro y Boca. Y la lista podría seguir por varias líneas más con cracks de otros conjuntos.

La distancia que había entre argentinos y uruguayos era mínima en el terreno de juego, pero bastante más amplia era la que tenían ambas selecciones con el combinado brasileño. Los verde-amarillos habían disputado los primeros mundiales sin mayor éxito, pero mejoraron en 1938. Dentro del concierto subcontinental, se habían quedado apenas con los torneos sudamericanos jugados en su casa en 1919 y 1922. Volvieron a ser campeones recién en 1949, cuando ya la competencia deportiva estaba mucho más pareja. Está claro que la masiva incorporación de jugadores de extracción humilde contribuyó para la recuperación brasileña: la segregación racial le iba dejando paso a la integración, aunque más no fuera obligada por las circunstancias.

Uruguay, por su parte, venció por 3-2 a la Argentina en el sudamericano de 1937, lo que provocó que el dueño de casa debiera desempatar con los brasileños, en el primer campeonato que se jugó en horario nocturno. La rivalidad entre los vecinos rioplatenses se hizo más enconada, tomando en cuenta que no se veían las caras en los mundiales y el largo paréntesis que impuso la Segunda Guerra Mundial los hizo jugar muchas veces entre sí y con el resto de los sudamericanos.

La violencia latente entre ambos se expresó en 1941, cuando Uruguay quedó segundo en el torneo jugado en Chile. La Argentina venció por 1-0 al seleccionado uruguayo en un partido que es explicado por el periodista Luis Prats en su libro La crónica celeste: “Los integrantes del equipo celeste reiteraron por años sus quejas sobre la actuación del juez chileno Alfredo Vargas aquella tarde. En desventaja y con más corazón que fútbol, encerraron a los argentinos en su área y se produjeron acciones confusas pero de riesgo ante el arco de Juan Estrada. Cuando restaban pocos minutos, Oscar Chirimini remató, cayéndose, y la pelota terminó en el fondo de la red argentina. El árbitro otorgó el gol y los jugadores albicelestes lo rodearon protestando. Vargas consultó al línea, se retiró un instante del campo y al regresar anuló el tanto. Ello originó el reclamo de los uruguayos, generándose un confuso incidente que concluyó con el centro half Sixto González en el suelo y con varias costillas fracturadas. Se acusó al argentino Roberto Sbarra de haberlo pateado. Rato después continuó el partido, pero la reacción celeste se había enfriado”.

Esos ya eran otros tiempos, de destrucción y muchísimos muertos por la Segunda Guerra Mundial.