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© Círculo de Tiza, 2018

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Título: El día que murió Kapuściński

© del texto: Ramón Lobo

Primera edición: marzo 2019

Diseño y maquetación: Miguel Sánchez Lindo

Impreso en España por Imprenta Kadmos

ISBN: 978-84-949131-4-3

E-ISBN: 978-84-121237-9-1

Depósito Legal: M-3177-2019

Reservados todos los derechos. No está permitido la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera y por ningún medio, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la editorial.

A Juan Carlos Gumucio,

y a todos aquellos que vivieron

la edad dorada del periodismo de guerra

Esto es un libro de ficción; el tiempo dirá si llega a novela. Cualquier parecido de los hechos y los personajes con la realidad es mera coincidencia. O una malicia de lectores resabiados.

1. Mogadiscio, 2007

El día que murió Kapuściński, Roberto Mayo aterrizaba en Mogadiscio, una de las ciudades más peligrosas del mundo. Era el 23 de enero de 2007, cumplía cincuenta y dos años. Fue su primer viaje a Somalia, país que marcaría su vida como mucho antes la había marcado el Beirut de los secuestros, las bombas y los atentados suicidas. Lo celebró a bordo de un bimotor Reims-Cessna F-406 alquilado por Médicos Sin Fronteras. Viajaba acompañado del fotógrafo Tobias Hope, alias Puta Esperanza, su «hermano» desde los tiempos beirutíes. No hubo tarta, ni velas que soplar, ni brindis con Juanito Caminador, como llamaba al Johnnie Walker etiqueta negra, que en los días melancólicos bebía como si no hubiera mañana. Solo recibió dos regalos: un abrazo de su amigo de cuatro segundos —el tiempo mínimo necesario para transmitir afecto— y la canción We will meet again en los auriculares de su reproductor digital. Suspendido entre nubes, acunado por la voz de Vera Lynn, se sintió vulnerable. Era la primera vez que le sucedía desde su llegada a Beirut en 1983. Despojado del manto protector de la inmortalidad que exhiben la mayoría de los corresponsales, tuvo miedo a la muerte real, frente a la que no sirven los sarcasmos ni los juegos de negación. Se acordó de Grozni, de los edificios destripados por la metralla y los impactos de los proyectiles, olió el gas que ardía en las tuberías reventadas en los alrededores de la plaza Minutka, donde se situaba el frente. Fue otro 23 de enero, en su cuadragésimo cumpleaños. Tuvo lo soñado: una celebración a lo grande, ruido y fuegos artificiales. Maldijo su trabajo de lobo estepario, que lo alejaba de su madre y de los amigos. Nada de aniversarios y bodas, solo entierros y funerales. Pese a todo, sabía que era un privilegiado: viajaba gratis, tenía un buen sueldo, era testigo de la historia, y estaba lejos de sus jefes.

Antes de subir en Nairobi a la avioneta que los llevaría a Somalia, el piloto, un blanco apergaminado por el sol africano, los amonestó por el equipaje: tres cámaras fotográficas, dos teléfonos por satélite, decenas de cables, adaptadores, cinta americana, velas, chalecos antibalas, dos cascos de color azul oscuro, camisetas, vaqueros de repuesto, calzoncillos negros y decenas de toallitas húmedas para prolongar la vida de la ropa interior. Tras realizar el recuento mental y esbozar una sonrisa al llegar a los calzones, Mayo respondió:

—Lo que más pesa son mis cremas antiarrugas y el ego de Puta Esperanza. Lo siento, amigo, pero eso no lo podemos dejar en tierra, lo lleva incorporado.

Cerca de Mogadiscio, el bimotor viró sobre el Índico trazando una parábola interminable. Decenas de barcos oxidados se mantenían a flote de manera inexplicable. Era una maniobra de piloto avezado en descensos de riesgo con la que esperaba desactivar la amenaza potencial del odio en todos sus calibres. Al alejarse, la costa se desvaneció en un horizonte arenoso e inabarcable capaz de devorar Las ciudades invisibles de Italo Calvino, libro que lo acompañaba en cada viaje, fuese a la guerra, a la aventura o al amor. ¿Sería Muqdisho, como la llaman los somalíes, la ciudad de Despina que parece un camello desde el mar y un barco desde el desierto?

Se disponía a aterrizar por primera vez en Mogadiscio el día en que Ryszard Kapuściński agonizaba en un hospital de Varsovia, sin saber que su muerte simbolizaría el hundimiento de una forma de entender y vivir el periodismo. Empezaron a medir a los reporteros por lo que costaban, no por lo que valían, a primar los recortes sobre las exclusivas y las primicias, a interesarse por el presupuesto en lugar de preguntar «dónde está la puñetera historia», como siempre hizo Jon Barnard, el director del periódico. Tenía la sabiduría y el físico de su amigo Don Hewitt, creador del programa 60 Minutes de la CBS: pelo revuelto, ojos vivaces, alergia a las corbatas si estaba en el puesto de mando, y de carcajada fácil que le servía para dar por zanjada cualquier disputa.

Somalia había caído en el olvido tras la muerte de dieciocho soldados estadounidenses en octubre de 1993 —que dio argumento a Black Hawk derribado, una de las mejores películas del género—. Maqadïshü, como la llamaron los árabes de las caravanas, sus fundadores hace más de diez siglos, era el décimo ochomil de Roberto Mayo, un reputado reportero de guerra boliviano afincado en Londres que los periodistas anglosajones tenían por uno de los suyos. Antes había escalado Teherán, Beirut, Sarajevo, Grozni, Kigali, Monrovia, Freetown, Bagdad y Kabul. Era de los que echaban de menos la Indochina de Thomas Fowler, la playa de Omaha y la batalla de Madrid. Su grito de resistencia era «este fuerte no se rinde», frase que mantenía sujeta con celo en el marco de su ordenador, como si fuese un desafío. Había acumulado más matanzas, hambrunas, injusticias y catástrofes de las que una mente sana es capaz de digerir.

En aquel 23 de enero de 2007, aferrado al respaldo del asiento delantero de una avioneta obligada a ascender y descender, como si ese movimiento pudiera burlar el destino, sintió un temor profundo a perderlo todo. Cruzó por su mente la escena de Sin perdón en la que William Munny bebe a sorbos cortos de una botella antes de bajar a Big Whiskey, donde saldaría sus cuentas con el sheriff Little Bill. «Cuando matas a un hombre, le quitas todo lo que tiene y lo que podría llegar a tener», dice Clint Eastwood.

Al aproximarse al aeropuerto de Mogadiscio notó un sudor frío en la espalda. Le dolían los dedos, empeñados en retorcerse los unos a los otros. La ausencia psicológica de oxígeno le obligaba a boquear como un pez fuera del agua. Echó en falta su petaca repleta de Johnnie Walker, que había quedado en el equipaje. Necesitaba dar los mismos sorbos de Munny, tragos rítmicos, necesarios en el trance de matar o morir. Trató de disimular los síntomas del ataque de ansiedad. Sentía que Somalia escondía un mal presagio.

Al comenzar el descenso en picado recordó las últimas enmiendas a su testamento, modificaciones que se habían transformado en un divertimento. Imaginó la sorpresa de su hermana Martha, la de sus amigos y la de Amanda Bris. La escena le ayudaba a calmar los nervios. Escuchó en alguna neurona el eco de una frase, «¡será cabrón!». Pensó en detalles a los que nunca había prestado atención. Se maldijo por no haber dejado escrita su voluntad sobre la letra pequeña, «nada de misas, curas y responsos; nada de crucifijos, banderas de cualquier patria y oportunistas de mierda. Nada de Mengeles».

No estaba seguro de haber instruido a su mejor amigo no periodista, el librero Peter Hesse, un intelectual de pelo crespo, gafas redondas y bigote daliniano, sobre las complejidades del último deseo: arrojar sus cenizas al río Sella desde el centro del puente romano de Cangas de Onís, en el norte de España. Era importante que sucediera en primavera, época en la que los salmones jóvenes descienden en busca del mar por el que navegarán durante años antes de regresar al mismo río para reproducirse y morir. Quería que esos salmones se alimentaran de él y nadar por los mares del norte en una prolongación extraordinaria de su vida. No había dejado nada escrito, quizá algún correo electrónico.

La noche en la que confesó sus dudas, si echar sus cenizas al Sella o al retrete de su casa, Tobias le espetó:

—¿Qué tienes tú que ver con ese puto puente, tío?

—No querrás que os obligue a subir a Cochabamba... Hay mucho viento a 2.570 metros de altitud. Sería cómico. Si os decidieseis por el váter, pondría dos condiciones: no cagar en él mientras esté de ceniza presente, y no usar la cadena en una semana. Necesito sentir la eternidad.

Estos recuerdos tuvieron un ligero efecto paliativo en su angustia. Seguía aferrado al asiento delantero, pero no dejaba de reírse. Tobias miró de reojo, abrió los brazos y se llevó un índice a la sien.

—Muy loco.

El tableteo hueco y lejano sonó por el costado izquierdo de la imaginación de Roberto Mayo. Apretó los dientes en espera del impacto. El miedo pasó de largo. Siempre imaginó que la bala que mata no se escucha, apenas se siente, solo quema y empapa. La avioneta trazó la última curva sobre las olas antes de embocar el morro hacia la pista de aterrizaje número uno, la única que había. Rastreó en el disco duro de sus recuerdos otros aeropuertos de riesgo, como el de Beirut durante la guerra, en cuyos alrededores acechaban los secuestradores. O el de Sarajevo, desde el que se podían ver las posiciones de los radicales serbios.

De tan peligroso como se anunciaba, el aterrizaje en Mogadiscio resultó placentero, de Primer Mundo. Hasta tuvo ganas de aplaudir. La avioneta se dirigió hacia lo que en algún momento de la historia de Somalia debió de ser una terminal aeroportuaria. Bajaron por una escalerilla angosta. El piloto apergaminado le entregó tres melones al jefe del tráfico aéreo, que los esperaba desde una sonrisa africana. Tras descargar los bultos y varias cajas de medicinas y material quirúrgico destinados al hospital central que sostenía Médicos Sin Fronteras, el piloto agitó un brazo, pronunció unas palabras que nadie pudo escuchar debido al ruido de los motores y cerró la portezuela. Tras verle despegar de regreso a Nairobi, Tobias farfulló algo sobre las naves quemadas.

Se acercaron a una edificación desconchada de una planta protegida por sacos terreros. Sobre su única puerta de entrada estaba rotulada la palabra out.

—Al menos tienen gracia —dijo Mayo.

A menudo, el reportero que viaja a guerras siente una soledad inabarcable y se pregunta por el sentido de un trabajo que consiste en caminar en dirección opuesta a la gente sensata. Resultan inquietantes las imágenes de los desplazados que escapan por miles de una zona de combate, las de los voluntarios de las oenegés que los acompañan, las de los cascos azules de la ONU que encuentran en ese movimiento la excusa para dejar de interponerse. Doblar la última esquina, tomar la última curva, la frontera entre lo prudente y lo irracional, y hallarse solo en medio de la destrucción, el silencio y el olor agrio y penetrante de la muerte produce un vértigo que está más allá del pánico. Si se supera ese terror extremo, que apenas dura unos segundos, surge una paz interior narcotizadora que es la entrega sin condiciones a los hados. ¿Cuál es el objetivo de jugarse la salud física y mental en costosos viajes y producir una información por la que nadie parece dispuesto a pagar?

La voz de un hombre alto, nariz afilada y atuendo de rapero, sobresaltó a los recién llegados.

Passports, please.

Aquel tipo, que ejercía de oficial de aduanas, estampó dos visados de dos semanas a cambio de doscientos dólares. El sello era ilegible debido a la escasez de tinta.

—Si deciden prolongar la estancia, no busquen el Ministerio de Interior en la ciudad, porque ese ministerio soy yo y aquí están las oficinas. Antes de abandonar Mogadiscio deberán abonar otros doscientos dólares en concepto de tasas. Que Alá los acompañe, lo van a necesitar.

A Tobias, que se había colgado las Canon como signo de que empezaba a trabajar, no le gustó la combinación de las dos últimas frases. Optó por su castellano gutural:

—Este tío es un puto imbécil —dijo mientras esbozaba una sonrisa.

Fuera del cuchitril de la única autoridad civil visible del antiguo Estado, media docena de soldados etíopes sin casco se resguardaban de la solana sentados bajo un árbol. Alguno daba cabezadas pese a tener la bocacha del fusil entre las manos. Pertenecían a las unidades de élite que habían invadido Somalia en diciembre, una operación orquestada desde Washington. El objetivo era desalojar del poder a la Unión de Cortes Islámicas, que lo habían conquistado seis meses antes. Otros soldados etíopes mejor pertrechados vigilaban la pista de aterrizaje y el perímetro de unas instalaciones que a menudo eran bombardeadas por Al Shabab, el brazo militar de las disueltas Cortes Islámicas, que se mantenía activo en el sur.

Esas Cortes fueron el primer intento de Estado desde 1991. Desaparecida la línea verde que dividía Mogadiscio, sus habitantes pudieron pasear, ir a la playa, pescar. Florecieron los mercados y los negocios. No fue el extremismo religioso, las amputaciones y lapidaciones, lo que sublevó a gran parte de la ciudad contra los islamistas, sino la prohibición de ver televisión en vísperas del Mundial de Alemania.

Al lado de lo que debió de ser una terminal aérea estaban aparcados cuatro todoterrenos de quinta mano. Los conductores los habían resguardado detrás de un murete de hormigón que servía de parapeto. El jefe del convoy se llamaba Jamal, un joven alto y delgado recomendado por Médicos Sin Fronteras. Los catorce hombres armados que esperaban junto a los vehículos representaban la única póliza en vigor en Mogadiscio. Ninguno de ellos sobrepasaba los veinte años. El precio era innegociable: ciento cincuenta dólares diarios más gasolina, y un bonus extra de veinte dólares por cabeza si nadie resultaba herido o muerto y el material regresaba intacto.

—Mientras firme un recibo, perfecto —respondió Mayo pensando en Cabeza Rapada, su jefe de Recursos Humanos.

La carretera que unía el aeropuerto y la ciudad parecía la escombrera de todas las guerras. Volvieron la presión agobiante en el pecho y la certidumbre de la muerte. Se giró hacia su amigo en busca de ayuda:

—Todo va a ir de puta madre —dijo Tobias guiñándole un ojo.

2. Londres, 2007

Cada vez que volvía a Londres, a su hogar, Mayo se cruzaba con decenas de personas que ignoraban todo sobre su trabajo. Le gustaba experimentar la insignificancia del ego durante unos minutos. Decía que era el primer paso en un proceso lento y doloroso que exigía la limpieza y reparación de cada pieza averiada. Él tampoco sabía nada de los figurantes que se desplazaban sin derecho a frase en aquel enjambre de Heathrow. Desconocía si eran felices, si estaban sanos, si tenían hijos o madres dependientes, si su empleo salvaba vidas o provocaba ruinas, si eran honestos o sinvergüenzas. Sentado en un vagón de la línea Piccadilly, se abandonaba a su pasatiempo predilecto: imaginarse las historias de los otros mientras concentraba sus fuerzas en no mover los labios.

«¿Qué verá aquella mujer, la del pelo corto que me mira fijamente? ¿Qué podría deducir del brillo de mis ojos, de la barba negra cerrada, del cabello negro rizado, de mi cara redonda, de este sobrepeso crónico? ¿Qué información le ofrecerá mi equipaje punteado de tierra roja? ¿Se dará cuenta de que esta arena somalí arrastra una peste a muerte?», se preguntó Mayo. «Tal vez esa mujer que me mira sea una médica o una inventora, alguien útil, y no un escritor fracasado como yo, reducido a periodista de conflictos ajenos. Quizá sea una hechicera capaz de percibir las vibraciones de la tristeza que a menudo se barajan con las de la alegría, y más en mí, que subo y bajo sin saber cuáles son los mecanismos de este ascensor que me lanza de la euforia a la pena, de la pena a la euforia. Tal vez esa mujer de pelo corto, que acaba de sentarse delante de mí, sea un hada dispuesta a curarme del mal que arrastro desde mi infancia cochabambina. Sé que lo tuve todo: la fortuna de nacer en una familia rica en un país pobre, estudiar en los mejores colegios, aprender un inglés exquisito que me ha permitido trabajar en los medios más importantes. Heredé de mi madre el don de la simpatía expansiva, la capacidad de conquistar a cualquiera, hombre o mujer, militar o miliciano, víctima o verdugo. No necesito decir nada, me basta con dibujar una sonrisa para que se abran las compuertas del universo. No sé en qué momento se me metió en el cuerpo este puñal que me rastrilla agazapado detrás de cada broma. Provocar la carcajada en los demás me distrae de mis demonios, pero no me cura. Estoy preso de una melancolía circular. No sé en qué momento dejé de sentirme querido, tal vez a los tres años, cuando mi padre nos abandonó y quedé al cuidado de Mamá Amaru. Fue ella quien me enseñó el poder de la imaginación, que las palabras tienen la capacidad de transformar y de volar. Comencé pronto esta búsqueda desmedida de cariño, de invitar a comer y beber con el fin de que me quieran durante el tiempo que dura una copa. Para protegerme de la soledad adopté a dos gatos. Los llamé Smith y Wesson.

»Peter Hesse, que solo piensa en su librería y en sus vinos, disfruta torturándome, “morirás solo”, “te arrepentirás de no haber tenido hijos”. Y lo dice él, que no desea adoptarlos pese a que le emocionan mis historias.

»A veces siento que Mamá Amaru me habla desde algún pliegue del tiempo y del espacio, “mi hijito, te podría decir ¡qué bien te trata la vida! si no tuvieras que ganártela entre tanta tristeza”. Trato de explicarle que no es mi trabajo ni los pluses de peligrosidad lo que me permite vivir en un barrio elegante y caro como Marylebone, sino mi madre, que trata de comprarme el perdón en metros cuadrados.

»Dos semanas en Mogadiscio, un reportaje del que no guardaré recuerdo y la muerte de Kapuściński me han dejado exhausto. Recuerdo la última vez que lo vi en su ático de Varsovia. Al despedirse me dijo: Si sobrevivo al invierno seré inmortal”. Tampoco ayudan las nueve horas de vuelo entre Nairobi y Londres en clase encorsetada por deferencia de Cabeza Rapada. Tengo las piernas entumecidas. Me duele cada hueso, cada músculo, cada articulación, cada cartílago. Son las siete y media de la mañana. Amenaza lluvia, y pienso en Amanda, la mujer de la que me enamoré hace quince años. No queda espacio para aventuras, ni siquiera con la hermosa mujer de pelo corto que me mira y sonríe.»

3. Split / Sarajevo, agosto de 1992

En el aparcamiento del hotel Split se sucedían los gritos y las carreras. Aunque la calma de Roberto Mayo pudiera parecer fruto de la experiencia o de la temeridad, no era más que vaguería enmascarada en una tensión arterial baja. Sostenía que su cuerpo andino se rebelaba contra los efectos del nivel del mar. Fumaba —entonces lo hacía— sentado en una jardinera; al lado, observando las maniobras de carga de los vehículos, estaba Puta Esperanza, que seguía siendo incapaz de pronunciar una frase sin incluir las palabras «tío» y «puta». Este vocabulario proyectaba una imagen tosca que le gustaba cultivar. Pese a tener la misma edad de Mayo, treinta y siete años, parecía más joven. Le favorecían sus parodias de voces famosas y un físico desmadejado: barba de tres días, mirada lánguida y un cabello tan revuelto que siempre parecía recién caído de la cama.

Ninguno de los periodistas que se esforzaban en cargar los cinco todoterrenos blindados en los que iban a entrar en Sarajevo había conocido el Beirut de los años ochenta. Solo sabían que Tobias Hope era un reputado fotógrafo que había cubierto la guerra de Croacia en 1991 y entrado y salido dos veces de la capital bosnia en medio de intensos combates, experiencias que lo elevaban a la categoría de erudito balcánico liberado de las tareas físicas. Fue designado copiloto del primer vehículo y responsable de hablar en los checkpoints, fueran bosniacos, croatas o serbios, de milicianos, tropas, más o menos regulares, o bandoleros. Era tan bueno en las imitaciones que un par de meses en los frentes de la Krajina y una semana atrapado en Vukovar le habían permitido captar el acento y expresarse en un idioma que podría parecer serbocroata. Mezclaba palabras reales e inventadas, lo que dejaba al interlocutor en una situación incómoda: ¿era él quien no entendía su idioma debido al empleo de palabras cultas, o era el fotógrafo quien se estaba riendo de él?

Amanda Bris se acercó a la jardinera que servía de butaca de primer anfiteatro y le dijo a Mayo mirándolo a los ojos:

—Supongo que eres una estrella de cine o un aristócrata que no está acostumbrado al esfuerzo.

—Ya cargo con Puta Esperanza, que es quien nos va a meter vivos en la ratonera —respondió él.

—¿Puta Esperanza? —dijo ella en un buen español.

—Es una historia demasiado larga.

—Que no perderás la oportunidad de contarme, míster Me Hago El Interesante.

Le llevaba ventaja en los Balcanes. Era su tercer viaje a Sarajevo; Mayo acababa de abandonar Oriente Próximo.

Primero dejó Beirut en agosto de 1990 para instalarse en Jerusalén. Sadam Husein había invadido Kuwait y Estados Unidos preparaba la madre de todas las batallas. Su director, Jon Barnard, lo quería en la que iba a ser una de las capitales informativas de la guerra del Golfo. Él hubiera preferido Bagdad o la saudí Dhahran y cruzar la frontera de la mano del general Tormenta del Desierto. Su nombramiento como corresponsal en Jerusalén tuvo efectos colaterales: activó el odio enfermizo de Sophia Hunter. Le declaró una guerra sucia constante de la que no fue consciente hasta el final. Barnard estaba deslumbrado por la riqueza narrativa de sus crónicas. Desoyó a los críticos como Mengele que le advertían contra el nombramiento porque se trataba de una persona inestable, alérgica al mando e inclinada a beber en exceso.

—Me están enumerando las cualidades del buen reportero —replicó él—. Las de un jefe consisten en sacarle provecho.

Pasado el primer entusiasmo, Mayo comenzó a aburrirse. Estaba cansado de contar los misiles Scud que mandaba Sadam Husein, más por presumir que por intimidar, pues apenas llevaban carga. Echaba de menos Beirut, escribir de lo que quisiera sin seguir el paso marcado por las agencias internacionales de prensa. Se abonó a la barra del hotel American Colony y al Fink’s Bar. Tobias le telefoneaba desde Dhahran, donde se preparaba la liberación de Kuwait:

—Tío, no te quejes. Esto sí que es un puto coñazo, y encima no hay cerveza.

Reconquistado Kuwait, Barnard hizo caso a la jefa de Internacional, Marcela Thompson, y convirtió la indisciplina de su periodista favorito en una ventaja para el diario.

—Si se aburre, que se instale en Londres. Lo moveremos como enviado especial por todo el mundo hasta que implore de rodillas el puesto de corresponsal en Buckingham Palace.

Amanda Bris tenía el pelo rubio recogido en una coleta, la tez pálida, los pómulos marcados, los ojos azules y unas manos de pianista. Irradiaba magnetismo. Parecía Sharon Stone recién llegada del rodaje de Instinto básico. Tenía veintidós años y una madurez sorprendente. Había nacido en Glasgow, de padres húngaros y judíos. Era políglota, talento heredado del abuelo Marven, un viejo comunista que supo anticipar el exterminio de Budapest en 1944 y salvó a su familia exiliándola en la Unión Soviética. Hablaba inglés, alemán, francés, portugués, yiddish, bastante español e italiano.

Mayo no se movió de la jardinera por miedo a quedar en ridículo. Debía de medir un metro setenta y cinco, diez centímetros más que él. Vestía pantalones vaqueros y una camisa blanca. Conservaba su feminidad intacta en un mundo de machos alfa en el que las mujeres debían diluirse en un papel andrógino para ser invisibles dentro de la manada. Se fijó en el arco de cupido mientras ella le afeaba su falta de colaboración, olvidándose de que quienes miran la boca suelen estar pensando en tener sexo. El labio superior parecía retarle, «atrévete si tienes huevos». Al estrechar su mano tras el intercambio de golpes, una corriente eléctrica recorrió su cuerpo, del cerebro al pene, del pene a los pies, de los pies al pene. Decidió que era la mujer de su vida, y así se lo hizo saber a su amigo Tobias Hope.

—Pues ponte a la cola, tío. ¿Ves a toda esta gente? No van a Sarajevo por el puto Karadžić, ni a conseguir una exclusiva o ganar un Pulitzer. Van porque viene ella. Amanda es como Marilyn Monroe: un mito.

El convoy arrancó a las seis y media de la mañana, una hora más tarde de lo previsto, algo que no gustó a nadie, incluido el equipo de la cadena de televisión ABC causante del retraso. Todos los vehículos llevaban la palabra press, compuesta por tiras de cinta americana negra, en las puertas laterales y en el capó. Los de ABC optaron por resaltar su aristocrática diferencia: TV. En el blindado de Reuters viajaban un conductor local al que todos llamaban Elvis Presley, Hope, a su lado, y detrás Bris y Mayo, que se negó a ir en el vehículo asignado.

—Jamás me separo de Puta Esperanza. Es mi talismán.

Tras un tortuoso viaje por la ruta del Neretva, el río esmeralda, llegaron al barrio sarajevita de Ilidža, de mayoría serbia. Tuvieron suerte: los milicianos aún no estaban borrachos. Solo exigieron ver los papeles, una obsesión heredada del comunismo. Los de ABC News pagaron una mordida de cuatrocientos dólares para agilizar sus trámites y no quedar rezagados. Hope amonestó al productor:

—Pareces tonto, tío. La mitad de la mitad hubiese bastado. Así subes los putos precios y nos jodes a todos.

Dejaron atrás el control. Empezaba a escasear la luz solar. A Hope le dio mala espina. Mayo, que se había cambiado el asiento con Elvis, conducía deprisa. El resto del convoy lo seguía sin dejar espacio entre los vehículos. La medida de seguridad no estaba en la distancia, porque nadie iba a ser tan idiota de frenar, sino en no dejar ningún vehículo expuesto. Juntos tenían más posibilidades. Se escucharon disparos. Antes de que nadie pudiera determinar su procedencia, si iban contra ellos o eran un asunto entre trincheras, una ráfaga de AK-47 marcó la puerta y el cristal de Puta Esperanza. El vehículo tembló. Los ocupantes lanzaron un grito acompañado de menciones a la madre del tirador. Hope exigió más velocidad. Mayo respondió que iba a fondo.

—Si pinchamos no te pares, tío. Ni se te ocurra parar.

—Sé perfectamente lo que tengo que hacer, gilipollas —respondió él aferrado al volante.

El convoy entró en Sarajevo por el bulevar Meša Selimović, convertido en la avenida de los Francotiradores. Hope mandó entrar en Dobrinja, un barrio que servía de primera línea del frente a los defensores bosniacos, que es como les gusta llamarse a los bosnios que no son croatas ni serbios y no tienen por qué profesar la fe musulmana. Al otro lado de la pista de aterrizaje del aeropuerto estaban las posiciones serbias. Quería fotografiar sus calles al atardecer. Disimuló su deseo en la necesidad de evaluar los daños. Las balas también habían alcanzado al equipo de televisión. Todos estaban nerviosos y a salvo.

Mayo se acordó de Cabeza Rapada, el jefe de Recursos Humanos. Le gustaba recorrer el pasillo como un camorrista en busca de pelea: barbilla alta, mirada gélida, manos a la espalda y andar altanero. Se había negado a comprar un Land Rover blindado para sus reporteros y fotógrafos del periódico. Su argumento era económico:

—¿Y si nos lo roban?

—¿Y si nos matan? —replicó Mayo.

No aireó entonces la respuesta ni pensó en hacerlo ahora, aprovechándose del incidente. Desconocía cuál era la fuerza del director, su respaldo entre los accionistas que habían entrado en la propiedad del diario tras su salida a Bolsa. Sabía que Barnard acababa de cumplir sesenta y cuatro años y había comunicado al consejo de administración que no tenía intención de retirarse. «La jubilación es un derecho, no una obligación», decía. Estaba al tanto de la existencia de dos grupos que se disputaban la sucesión. El principal lo lideraba Freddie John Mae, subdirector de Información. Lo llamaban el clan de Los Mariachis, por su afición a la comida mexicana, entre otras cosas.

A Mayo no le gustaba Freddie John porque conspiraba contra Barnard y hablaba mal de la redacción. Había sido un buen redactor jefe, un tipo divertido a quien se le avinagró el carácter según ascendía y acariciaba el sueño de ser director. De mediana estatura, pelo ralo, ojos saltones, camisa blanca y trajes a medida, solo se permitía un toque de atrevimiento en los tirantes. Jamás en su vida profesional había pisado la calle ni escrito un reportaje. Nunca había sido corresponsal ni enviado especial. Lo suyo eran las moquetas, los editoriales y los sermones. Fue el responsable de convertir un diario de prestigio en The Nothingness, nombre irónico inventado por Roberto Mayo. Tenía como adlátere a Josef Mengele, gafas sin patillas, pelo engominado hacia atrás y bigotito nazi, a quien el boliviano consideraba un comepollas preventivo, un delator, siempre del lado del poder, de cualquier poder. Su repulsión mutua era química, física e ideológica. Mayo no soportaba su mezquindad; él, que fuera el inventor de su mote.

Al otro bando le decían Los Rusos porque estaba liderado por el corresponsal en Moscú, Max Blind, un tipo honesto que hacía honor a su apellido. Eran menos numerosos y carecían de la malicia necesaria para asaltar el poder. Mayo estaba seguro de que el asunto del blindado no había llegado a oídos de Barnard, que lo habrían resuelto entre Cabeza Rapada, Freddie John y Mengele. Había más peligro en la redacción que en Sarajevo.

El convoy se movía despacio por Dobrinja, protegido por lo que quedaba en pie de unos edificios derruidos por la artillería enemiga. Mayo escudriñaba cada detalle como si llevara instalada una cámara en el cerebro. En las paradas escribía palabras clave en una libreta abierta sobre la pierna derecha. Le ayudaban a fijar lo observado: Niños que juegan. Casas sin ventanas. Perros solitarios. Ropa colgada. Gente delgada. Traje de novia sin novia. Lo garabateado resultaba ilegible debido a la posición forzada debajo del volante y a su letra endiablada. Nunca se preocupaba en descifrarla, porque lo escrito quedaba duplicado en su cerebro. Su estilo demandaba descripciones precisas. Narraba la realidad ayudándose de las herramientas de la ficción. En eso era un verdadero cronista latinoamericano.

Sentada detrás de él, Bris sostenía la cámara pegada a la mejilla, el dedo en el disparador mientras su ojo rastreaba imágenes en el visor. Era una cazadora en espera de la décima de segundo que explica una historia extraordinaria, o una guerra. Así sucede en la foto del miliciano de Robert Capa en Cerro Muriano, o en la del soldado que sujeta a un compañero muerto en Vietnam tomada por Catherine Leroy, o en las de Dorothea Lange durante la Gran Depresión. Aunque le atraía la fuerza narrativa de Capa, su descaro y el hecho de ser húngaro como sus padres, ella prefería a su compañera Gerda Taro, la impulsora del mito que murió aplastada en julio de 1937 por un carro de combate en el frente de Brunete, a las afueras de Madrid. Tenía veintisiete años, cinco más que ella, y una vida por vivir. También le gustaba Martha Gellhorn, pese a no ser fotógrafa. Fue quien puso en su sitio a Ernest Hemingway.

Observó a Mayo, una mano en el volante, la otra aferrada al cambio y con un bolígrafo entre los dedos. No se parecía al autor de Por quién doblan las campanas —«es más bajo, grueso y moreno», se dijo, «y más humano»—, pero había algo en él que lo emparentaba con el escritor. «Quizá sea un seductor profesional o un misógino. Sabe que tiene una mirada que desarma. Habrá que estar alerta, es de los peligrosos. Soy demasiado joven como para que la vida me vuelva a dañar.» Fue pensar en la palabra prohibida y empezar a desbordarse la emoción. Alzó la cámara simulando una foto, en espera de que las lágrimas emprendieran la retirada.

El convoy dejó atrás Dobrinja y a una chiquillería que agitaba las manos. Pasó delante del edificio de la televisión y de los restos calcinados de un tranvía. No había nadie en la avenida de los Francotiradores.

Amanda Bris pensó en la muerte: «Entramos en una ciudad asediada por el odio tribal convencidos de que somos indestructibles. Nos creemos portadores de un derecho de pernada. Llegamos, preguntamos, fotografiamos, filmamos y escribimos, y días después regresamos a nuestro mundo feliz como si nada hubiera pasado. Sigo conmovida por la muerte de Jimmy Dixon. Solo han transcurrido dos meses, y parece que me ha dado tiempo a vivir una vida entera sin él. La metralla de la granada que lo mató me dejó viva. Él detuvo todos los fragmentos con su cuerpo, sin dejar pasar una sola esquirla que pudiera dañarme. Al caer se giró, no por el dolor o la sorpresa de la muerte, sino para comprobar que yo estaba bien. Lo sé porque me sonrió». Nunca hablaba de él delante de los demás. La excepción era Julian Fox, delegado de Associated Press en Bosnia, que aquel día caminaba unos metros delante de ellos protegido por un chaleco antibalas de última generación, y por la suerte.

«Él sostiene que ese recuerdo no es real, que Dixon estaba muerto antes de caer desplomado al suelo. Me resulta difícil compartir las cosas que siento con quienes jamás podrán entenderlas; ni siquiera Fox, que es un buenazo. Dixon era maravilloso, un excelente fotógrafo que apenas tuvo tiempo de demostrarlo. Fue él quien me regaló esta cámara y los objetivos, quien me arrastró a mi primer Sarajevo en marzo. “Tienes que venir conmigo, se va a montar una buena”, dijo. “Si pretendes ser fotógrafa de guerra tienes que estar en ella antes de que estalle.” Recuerdo su cuerpo desnudo sobre una camilla verde y sucia en la morgue. Tenía agujeros en el pecho, en el vientre y en las piernas. Acerqué mis labios a su oído y susurré: “Gracias por salvarme la vida, Jimmy Dixon. Te querré siempre”. No sé si los muertos escuchan las palabras de los vivos. Se las decía y me las decía: “Gracias por salvarme la vida, gracias por quererme tanto, gracias por cuidarme y amarme”. Estaba junto a los cuerpos de unos jóvenes bosniacos a quienes sería exagerado llamar soldados. Había sangre en el suelo y en los pomos de las puertas. Los dos únicos forenses que quedaban en la ciudad apenas tenían tiempo de lavarse las manos entre cadáver y cadáver. Al entrar en esa sala del hospital, y verlo tan pálido e inerte, recordé la frase de Capa. Las lágrimas no podían impedirme tomar la foto. Enfoqué y disparé: clic, clic, clic. Hasta treinta y seis veces, el carrete entero. Fue Fox quien me ayudó a bajar la cámara. Tomó mis manos entre las suyas y me abrazó. Lloré sin voz como no he llorado desde la muerte de mi padre en accidente de tráfico. Yo tenía ocho años; mi madre, treinta y seis. Ante Jimmy Dixon tomé la decisión de no volver a enamorarme de un periodista de guerra, y no voy a permitir que ningún Hemingway de pacotilla venga a arruinarme la vida.»

En el aparcamiento del hotel Holiday Inn, Puta Esperanza bajó del vehículo de un brinco, besó el suelo como si fuera Karol Wojtyla y dijo algo incomprensible que parecía polaco. Al menos arrancó una carcajada al grupo.

«Necesito una habitación lejos de este tío. Quizá estoy siendo injusta anticipando lo que no ha intentado. Tal vez pertenezca a esa minoría de hombres capaces de no pensar con la polla.» Se hizo la distraída hasta que escuchó los números asignados a Mayo y Hope en el cuarto piso. Antes de que pudiera pedir su habitación, oyó gritar su nombre. Era Fox, que corría hacia ella con los brazos abiertos. Le pareció percibir en el boliviano una mueca de decepción. «Vaya, otro capullo que solo piensa en tetas y culos», se dijo.

—¡Qué alegría verte otra vez en Sarajevo! ¡Me encanta que hayas vuelto! Hemos alquilado una casa detrás de la calle Džidžikovac. Estamos solo los de la agencia. Ahí trabajamos, dormimos y comemos. Te ofrezco una habitación doble y aseo compartido con Anja Konnen, nuestra productora. Te caerá bien. Seguro que os hacéis amigas. Este hotel está en manos de la mafia de Yuka. No nos fiamos del director. Solo uso el parking, y porque no tengo otro remedio. Aún no he podido sacar el Golf rojo. ¿Lo recuerdas?

Fox era guapo, inteligente e inofensivo, solo pensaba en trabajar. Encontró otras dos ventajas en la propuesta: esquivar a Mayo y ahorrarse el hotel. Y un inconveniente. Estar entre los mejores fotógrafos de una de las mejores agencias de prensa no le iba a ayudar a hacerse un nombre.

—Te contrato como local: cien dólares diarios durante diez días. Comida y cama gratis. Si me das tres fotos de las buenas, te amplío a un mes.

—Eres generoso, querido Julian. Acepto una semana, pero nada de prórrogas. Necesito volar.

Agosto de 1992 fue uno de los peores meses del cerco de Sarajevo. El bombardeo era constante desde Kovačići y Debelo Brdo, en el monte Trebević, y desde Nedarici, Lukavica y Vraca, en el sur. Los sitiadores disponían de trescientas piezas de artillería, sesenta carros de combate y diez mil hombres. Estaban furiosos por haber fracasado en su objetivo de partir Sarajevo y confinar a la población bosniaca, los «turcos», en la zona vieja. Los peores días de uno de los peores meses fueron el 25 y el 26. Cayeron más de setecientas bombas. Algunas impactaron en la Biblioteca Nacional. Las imágenes de su incendio se convirtieron en un símbolo de la barbarie. Decenas de sarajevitas se jugaron la vida en un intento desesperado por rescatar su memoria escrita.

Días después, extinguido el fuego, en medio de la desolación, la ceniza y la rabia, el celista Vedran Smailović interpretó el Adagio de Albinoni entre las ruinas de la biblioteca. Había empezado a tocar tres meses antes, como homenaje a los veintidós asesinados que aguardaban turno ante una panadería. Aquella matanza fue la primera de otras masacres: la de la cola del agua, la de la cola del tabaco, la de los niños que juegan. Mayo y Hope pasaron varias noches en el sótano del número 25 de Vase Miskina. El edificio era un Sarajevo vertical en el que vivían ocho familias: dos serbias, dos croatas, tres bosniacas y una octava que se declaraba yugoslava. Fue un buen reportaje.

Amanda Bris logró tres fotografías extraordinarias: gente a la carrera cerca de la calle Obala Kulina Bana, cuyos edificios eran de los más expuestos; mujeres cruzando un puente sobre el río Miljacka, del que solo quedaba su estructura de hierro; y niños que jugaban a ser niños en unos columpios herrumbrosos. Captó sus expresiones en el instante de una explosión cercana. La imagen estaba movida, un efecto que añadía dramatismo.

Tras cumplir lo pactado, y ganarse setecientos dólares, empezó a pensar en un trabajo que fuera más allá de una foto. Entró en el bar Ragusa, situado en un recoveco de la avenida Marsala Tita, un lugar a salvo de las explosiones, pidió una cerveza, saludó al equipo de ABC News y se acomodó en una mesa apartada. A los pocos minutos se acercó una mujer enjuta, de rostro curtido y ojos pequeños. Amanda tuvo tres certezas: es periodista, es estadounidense y se va a sentar en mi mesa.

—¿Te importa?

—En absoluto.

—Supongo que eres fotógrafa. Lo digo por la cámara.

—Trabajo para serlo.

—¿Tu primer viaje a Sarajevo?

—El tercero.

—Quizá he empezado mal. Lo vuelvo a intentar: me llamo Barbara Donadio y trabajo en The Philadelphia Inquirer. Me gustaría saber qué haces. Pareces muy joven, pero eso, en un sitio como este, es una virtud. Significa que tienes coraje.

Amanda le contó sus dos viajes, dónde había publicado, su trabajo en Associated Press, y que una de sus fotos, la de los niños del columpio, había sido portada de The New York Times. También le dijo que estaba en fase de aprendizaje. Prefirió no hablar de la muerte de Jimmy Dixon.

—No llevo ni un año como fotógrafa profesional. Mi aspiración es cambiar el mundo.

—Es un objetivo ambicioso, sin duda.

—Al menos que nadie pueda decir que no lo sabía.

—Eso se acerca más a nuestro trabajo, Amanda. Cambiar el mundo es un asunto que le corresponde a la sociedad.

A Donadio le gustaron sus ojos. «Una mujer así tiene que saber mirar», se dijo. Conocía la foto de los columpios. Estaba informada de quién era Amanda Bris. Fox se la había recomendado: «Perdió a su pareja en junio, y aquí está de vuelta. Tiene ovarios y sensibilidad. Es lo que necesitas».

—Me gustaría narrar la vida de los habitantes de una calle, su día a día dentro y fuera de sus casas. Saber cómo funcionan las tiendas que siguen abiertas, cómo son los trabajos de aquellos que los conservan, u otros nuevos relacionados con la guerra. Quiero narrar sus temores y esperanzas. Son seis manzanas, unas doscientas cuarenta personas. Saber si en ese microcosmos las parejas se casan, si follan, si nacen niños. La calle se llama Logavina. El plan es publicar una serie a doble página en siete días consecutivos. Tendrías que aportar ocho fotografías por capítulo, de las que se publicarían tres o cuatro. Es mejor enviar de más, así los jefes sienten que mandan. En el primer día seremos portada. Por esa foto pagarán el doble. Calcula unos siete mil dólares, quizá más.

—Me gusta, parece un buen plan. Necesitaría un par de días para ganarme a las personas, que me vean sin la cámara levantada, que se acostumbren a mi presencia. Alguien cercano me enseñó que es importante que perciban el respeto. Las personas que se sienten respetadas se abren más.

La serie fue un éxito, lanzó a Amanda Bris como fotógrafa de guerra. El mayor elogio llegó de James Nachtwey, su gran referente junto con Sebastião Salgado: «Bris tiene alma, reconocería sus fotos entre una pila de imágenes». La tarde anterior de su regreso a Londres, Amanda vio a Roberto Mayo en el Ragusa, donde desgranaba batallitas ante un público embelesado. Al verla, enmudeció. Tras darle dos besos y apretarla contra su pecho dijo:

—Me tenías preocupado. ¿Dónde te has metido?

—He estado trabajando. Supongo que como vosotros.

Salieron de la ciudad por carretera en un blindado de la BBC, desandando el camino de ida: Ilidža, Kiseljak, Konjic, Jablanica, Mostar, Split. Cenaron en Boban, el restaurante de un amigo de Tobias que se declaraba austrohúngaro. Servían un pescado tan fresco que el cliente elegía la pieza viva antes de que la cocinaran. A Bris le pareció un detalle de mal gusto. Durmieron en habitaciones separadas en el hotel Split. Antes del amanecer estaban en la carretera. Había que devolver el coche en Trieste.

Amanda iba sola en el asiento trasero. Se situó a la izquierda para ver las islas y el mar. Bajó unos centímetros el cristal; necesitaba oler y sentir la brisa. Mayo puso música. Parecía árabe, un desafío en la zona croata y católica por la que transitaban. Hope parecía dirigir una orquesta. Nadie habló en casi siete horas de viaje, más allá de las palabras urgentes, «necesito mear», «¿comemos algo?» o «quiero un puto café».