LA BIBLIOTECA DE HIELO

V.1: marzo de 2020

Título original: The Library of Ice


© Nancy Campbell, 2018

© de la traducción, Lorenzo F. Díaz, 2020

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Caracolla - Shutterstock

Corrección: Francisco Solano


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-71-0

THEMA: DNF

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

LA BIBLIOTECA DE HIELO

Un viaje literario por el frío

Nancy Campbell

Traducción de Lorenzo F. Díaz

1

Sobre la autora

3

Nancy Campbell es poeta y escritora de libros de no ficción. Tras una serie de residencias en instituciones de investigación en el Ártico, Nancy ha trabajado en numerosos proyectos relacionados con el medio ambiente; el más reciente es La biblioteca de hielo, finalista del Rathbones Folio Prize en 2019. Actualmente es profesora asociada de Literatura en el Internationales Künstlerhaus Villa Concordia de Bamberg (Alemania). Colabora con medios como The Times Literary Supplement y ha trabajado como editora de la revista de arte internacional Printmaking Today. Nancy ha estado nominada a premios como el Forward Prize a la Mejor Colección Debut en 2016 y al Michael Murphy Memorial Prize en 2017, y está completamente entregada al desarrollo de proyectos para concienciar a la población sobre la situación medioambiental de nuestro planeta.


Fotografía de la autora: © Annie Schlechter

La biblioteca de hielo


Una delicada exploración del elemento más mágico y misterioso de la naturaleza


El hielo tiene una naturaleza sólida y, al mismo tiempo, efímera. Es bello, resistente e inhóspito. Cautivada por esta paradoja, la poeta y escritora Nancy Campbell emprende en este conmovedor ensayo una aventura para explorar el reino glacial en todas sus facetas. Glaciares, témpanos de hielo, escarcha, nieve… Desde los archivos de la Biblioteca Bodleiana a los restos dejados por las grandes expediciones polares, Campbell reflexiona en estas páginas sobre el impacto del hielo en nuestras vidas en un momento de emergencia climática.

A medio camino entre un diario de viaje y una historia cultural y natural de los rincones más asombrosos y fríos del planeta, La biblioteca de hielo es una fascinante evocación de la relación de los seres humanos con nuestro entorno en un planeta frágil, así como del valor del arte en un paisaje que se desvanece.



Finalista del prestigioso premio Rathbones Folio Prize


«No hay ni una sola frase que carezca de elegancia o fuerza en las páginas de este libro, una de las mejores lecturas de este año. A W. G. Sebald le habría encantado.»

The Spectator


«Nancy Campbell, escritora y poeta, comparte unas reflexiones sobre el hielo y la nieve que nacen del arte, la ciencia y la historia […]. Un libro maravilloso.»

The Guardian


«Unas vibrantes e increíbles reflexiones sobre un elemento que debemos valorar y respetar».

The Independent


«Un libro maravilloso que combina a la perfección elementos de la literatura de viajes, la historia, las memorias y las reflexiones personales».

Literary Review

Contenido


Portada

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Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria

Epígrafe



Introducción: El espejo roto

Capítulo 1: Científicos

Capítulo 2: Exploradores

Capítulo 3: Cazadores

Capítulo 4: Patinadores

Capítulo 5: Filósofos

Capítulo 6: Intérpretes

Epílogo: La casa de hielo


Agradecimientos

Notas
Notas del traductor

Sobre la autora


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Para Anna


Agradecimientos


Los viajes descritos en este libro tuvieron lugar a lo largo de un periodo de siete años. Mi primer viaje a Upernavik, en 2010, estuvo parcialmente financiado con becas artísticas del Arts Council England; mi exploración de climas fríos ni siquiera habría empezado sin ellas. Fue un inmenso privilegio poder pasar un tiempo de mi vida con las gentes de Upernavik y este libro es un testamento a su generosidad al compartir conmigo sus abundantes conocimientos, además de sus escasos recursos. Las siguientes instituciones también me proporcionaron un espacio valioso donde investigar y escribir: el Ilulissat Kunstmuseum, Groenlandia; el Doverodde Book Arts Centre, Dinamarca; el castillo Hawthornden, Escocia; la Herhusið, Siglufjörður, Islandia; el Instituto Gunnar Gunnarsson, Islandia; la Fundación Jan Michalski, Suiza; y a Lady Margaret Hall, de la Universidad de Oxford. Mi agradecimiento al personal de esas instituciones, que me regaló generosamente su tiempo y sus conocimientos, como hizo el personal del British Antarctic Survey y del Scott Polar Research Institute, en Cambridge; el del Lit & Phil, Newcastle-upon-Tyne; y el de la Real Academia, Londres. Estoy muy agradecida a la Worshipful Company of Stationers and Newspaper Makers por concederme una subvención para viajar a Estados Unidos a estudiar los manuscritos de Thoreau en la Biblioteca Morgan de Nueva York y trabajar en The Lone Oak Press de Massachusetts.

Mi especial agradecimiento a mi agente Kirsty McLachlan, de DGA Ltd, por sus ánimos y consejos, y a los editores Rowan Cope y Jo Dickinson de Simon & Schuster por creer en este manuscrito y cuidarlo en su viaje a la publicación. También le doy las gracias a Caroline Blake por su corrección ortotipográfica, así como a Jo Whitford y a todo el equipo de Simon & Schuster. Varios editores y conservadores me encargaron trabajos que mantuvieron mi mente en el ártico cuando volví al Reino Unido: le estoy agradecida por ello a Phil Owen, de Tertulia; a Francesca Goodwin, de Fabelist; a Mike Sims, director de publicaciones de The Poetry Society; a Sebastian Carter, editor de Parenthesis; a Mark Goldthorpe, de ClimateCultures; a Em Strang, Nick Hunt y Charlotte Du Cann, de Dark Mountain; a Sam Phillips, del RA Magazine; y a Will Eaves, Anna Vaux y Catharine Morris, de The Times Literary Supplement. También le doy las gracias a Thea Lenarduzzi por encargarme un artículo sobre Groenlandia para el que resultó ser el último número dominical impreso de The Independent. La parte sobre testigos de hielo se publicó por primera vez con el título «The Library of Ice» (‘La biblioteca de hielo’) en Terrain.org, al ganar el concurso de no ficción de 2012 de la revista; mi agradecimiento a Julian Hoffman, que concedió el premio, y al editor Simmons Buntin. Roni Gross de Z’roah Press, en Nueva York, es una inspiración tanto en el arte como en la vida; publicó mis primeros poemas sobre Upernavik, y le agradezco su apoyo constante a mi trabajo. Quisiera expresar mi profundo afecto por Mary Jean Chan y Theophilus Kwek, amigos y antiguos coeditores de Oxford Poetry, que apoyaron mi decisión de dejar a un lado mis responsabilidades editoriales para poder acabar este manuscrito.

Le estoy muy agradecida a todos los artistas y demás individuos que compartieron conmigo sus ideas y experiencias en diversas entrevistas, especialmente a Carmen Braden, Bill Jacklin y Emma Stibbon, ambos miembros de la Real Academia. También deseo dar las gracias a otras muchas personas, no mencionadas en el texto, con quienes he hablado de libros o de hielo, o de ambas cosas, entre las que están Helen Barr, Kaddy Benyon, Julia Bird, Sarah Bodman, Isabel Brittain, Chris Calver, Vahni Capildeo, David Collard, Edwina Ellis, Nick Gingell, James Gledhill, Dennis Harrison, Nasim Marie Jafry, Ralph Kiggell, Bernard Kops, Robert Lock, Helen Mitchell, Eleanor Morgan, Kirsten Norrie, Judith Palmer, Clementine Perrins, Katie Potter, Russell Potter, Paul Preece, Dan Richards, Jane Rushton, Lavinia Singer, Andrew Smardon, Bethan Stevens, Stephen Stuart-Smith, Matthew Teller, Pierre Tremblay, Mark Turin, Lindy Usher, Ruth Valentine y Lefteris Yakoumakis. Gracias especialmente a David Borthwick, que me recordó la etimología de «ecología». Y finalmente, pero no por ello de forma menos calurosa, mi agradecimiento a Nick Drake, cuya antología The Farewell Glacier (Bloodaxe) contiene un poema recitado por un testigo de hielo o por «la biblioteca de hielo», por compartir gentilmente esa frase conmigo. Fueron muchos los autores que alimentaron mi imaginación durante mis viajes; muchos de sus libros se mencionan en el texto, pero uno que no lo está es Sueños árticos de Barry Lopez, que me hizo compañía en mi viaje a Upernavik e informó gran parte de mi subsiguiente visión del ártico. Con tan buenas guías de estudio, cualquier error presente en La biblioteca de hielo solo puede ser mío.

En mis viajes he conocido a muchas personas que han influido en este libro. (Algunos nombres se han cambiado para proteger la intimidad de los individuos). Estoy muy agradecida a todos los que me han ayudado en el camino y en la nieve, sobre todo a Haukur Einarsson, Sindri Bessason y Þórey Gísladóttir, de Glacier Adventure, Islandia; a Lizzie Meek, del Antarctic Heritage Trust; a Naomi Chapman, del Museo Polar; al grupo investigador de Encuentros Árticos subvencionado por HERA, de la Universidad de Leeds; a Mette-Sofie D. Ambeck y a Liz y Lars Hempel-Jørgensen, de Dinamarca; a Ole y Thrine Gamst-Pedersen y a Nivi Christensen, de Groenlandia; al Club Ártico Escocés; a Helena Dejak, Kristján Jóhannsson, Örlygur Kristfinnsson, Guðný Róbertsdóttir, Björn Valdimarsson y Ólöf Sæunn Valgarðsdóttir, de Islandia; y a Dervla Murphy, de Irlanda. Serge y Caroline Zvegintzov ampliaron mi biblioteca prestándome libros, e igual hizo Catherine Zvegintzov con regalos. Mis padres, Colin y Anne Campbell, me enseñaron a respetar a la naturaleza y me animaron a buscar representaciones de la misma que hicieran escritores y pintores, y Kenneth y Eithne Campbell llevan años fomentando mi curiosidad por el mundo, empezando con una suscripción temprana a National Geographic.

Finalmente, mi profundo agradecimiento a Anna Zvegintzov, sin cuyo amor y paciente apoyo este libro nunca habría podido terminarse.

Introducción

El espejo roto

Museo de Upernavik, Groenlandia


Y si el sol no hubiera borrado esas huellas en el hielo, nos hablarían de osos polares y del hombre que tuvo la suerte de capturarlos.1


Obituario de Simon Simonsen de Upernavik, apodado «Simon cazador de osos».


Desde la bahía de Baffin, lo único que se ve de la isla es el museo construido en el promontorio, su estructura de madera pintada de rojo sangre. Dicen que es el museo situado más al norte del mundo. Hay días en que está completamente enterrado bajo la nieve, apagado por la niebla. En invierno a la isla la rodea un foso de hielo.

Ningún barco puede navegar en esas condiciones, así que mi primera visión de Upernavik fue desde el aire. El avión de hélice aterriza con frecuencia para repostar según va adentrándose en la costa oeste de Groenlandia. En el aeropuerto de Uummannaq desciendo por la escalera plegable para estirar las piernas. El piloto ha aterrizado en medio de la pista y merodeo hasta la terminal para comprar caramelos de menta. El cielo tiene un denso color añil, roto solo por las estrellas. El tiempo empeora a medida que viajamos. Cuando llegamos a los 72º N e iniciamos el descenso en Upernavik, la tormenta se ha intensificado y el avión lucha por alinearse con la corta pista de aterrizaje. No podemos dar marcha atrás ni seguir adelante en busca de un aterrizaje más seguro.

Con la ventisca apenas distingo el cartel mal iluminado del aeropuerto; cada letra mayúscula está tallada en madera y pintada de rosa. Upernavik significa «lugar primaveral». La isla la bautizó así un pueblo nómada que llegó en barca a comerciar y pescar con el agrietamiento del hielo del invierno. Los habitantes que vinieron después aprendieron a adaptarse, a vivir aquí todo el año y a utilizar el hielo.

Hace tres días que viajo para llegar a esta isla. Las horas de cada vuelo, y a veces los días, eran imprecisas, y me siento tan desvalida como un juguete en el cuarto de un niño que ha dejado de jugar para tomar el té. La última etapa del viaje solo lleva unos minutos. Mientras el taxi hace eslalon para llegar a mi nueva casa en el puerto, paso ante las ventanas iluminadas de hogares dispersos en la ladera. Un mito ártico dice que, antes de que se formase el sol, el hielo podía arder, y la gente empleaba el hielo para hacer lámparas, porque nadie podía salir de caza en la oscuridad.2 Esta noche, el mar de hielo es luminiscente, y a la luz del crepúsculo distingo objetos misteriosos que brillan en la costa, con su forma distorsionada y oculta bajo la nieve. Todavía faltan semanas para que el deshielo de primavera y la luz del sol revelen lo que son.



Cuando recibí el correo electrónico invitándome a trabajar en el «refugio» del artista en el museo, me dieron a elegir entre verano e invierno. «Al contrario que a la del verano —escribió el director del museo—, muchos sureños consideran la oscuridad del invierno un periodo terrible y desagradable que los espera, acechante. Pero, si uno se acostumbra, la oscuridad es un remanso de paz que te concede el tiempo para pensar del que normalmente se carece».

Desde luego, yo carecía de ese tiempo para pensar. De día trabajaba en Londres para un tratante de libros y manuscritos, y por la noche me dedicaba a mis propios proyectos. Me gustaba mi trabajo. Los escritores llevaban a la tienda de Seven Dials el borrador de sus poemas y sus obras teatrales y yo clasificaba los desordenados papeles, quitándoles clips y grapas oxidadas, y listaba su contenido. Tras meses de delicadas negociaciones, cuando los papeles se vendían, había que ir en un taxi negro a la Biblioteca Británica, a diez minutos de distancia, o bien enviarlos a otras augustas instituciones del extranjero. Los borradores son más valiosos que el libro acabado, pues muestran los mecanismos de la mente. Si se mira hacia atrás, las palabras tachadas del escritor son más valiosas que sus mejores frases. Aprendí el verdadero valor de la duda.

A veces, sentada entre resmas de papel, cuadernos garabateados y el perforado y agujereado papel continuo que se derramaba de mi escritorio hasta el suelo, me sentía como si bosques enteros pasaran por mis manos. Me preguntaba por qué, en un mundo que parece tan cerca de la ruina, dedicaba mis días a conservar todo ese papel en vez de proteger especies en peligro de extinción. Cuantos más archivos catalogaba, más me preocupaban sus futuros lectores. Los humanos tienen bibliotecas para conservar sus frágiles registros, pero los siniestros titulares de las noticias cuestionan la supervivencia de nuestra especie, y del mundo en general. En cuanto a mis escritos, solo estaba empezando a plantearme qué era lo que quería decir.

Un día, una fotógrafa me trajo una caja de diapositivas de cristales de ventanas cubiertos de telarañas, espejos rotos y rincones en sombra. Mientras alzaba cada diapositiva a la luz para ver la imagen en miniatura, Claire me contó que las fotos eran de un edificio en ruinas en un campo de Irlanda. Una propiedad de su familia, que sus padres habían abandonado tras morir su hermano en un accidente de motocicleta.

—¿Podrías escribir sobre eso? —preguntó.

¿Cómo escribes sobre ese tipo de pérdida? Había estudiado cómo capturar una imagen en película: óptica primitiva, experimentos con cámaras oscuras, funcionamiento de la cámara. Había pensado en el modo en que una fotografía puede evocar algo que ya no existe y estudiado las reglas que mueven las fuerzas invisibles que tanto influyen en nuestras vidas. Había leído a Einstein, que creía que las fórmulas esperan para aparecer ante la persona adecuada, como una frase escrita con el dedo en un espejo, revelada cuando el vapor toca su superficie. El plazo para la inauguración de la exposición de Claire era muy justo. Trabajé por las noches durante una semana. «Ya tendrás tiempo para dormir cuando estés muerta», me dijo.

Descubrí que la luz era reconfortantemente predecible, que viajaba en línea recta, a veces durante millones de kilómetros, para llegar con fidelidad a nuestro planeta incluso tras haberse consumido la estrella de la que provenía. En cambio, las vidas que ilumina son demasiado breves. El hielo habría sido mejor metáfora de la condición humana como parte de un ciclo interminable de cambio.

—Pareces cansada —dijo Claire cuando nos reunimos para hablar de lo que yo había escrito.

—Ajá.

Esa semana, la tienda había recibido sesenta años de diarios de un historiador del oeste de Londres.

—¿Por qué no haces un viaje? En una residencia tendrías tiempo para ocuparte de tu obra, en vez de hacerlo siempre de la de otros.

Claire tenía razón. Me iría lo más lejos posible de esa ciudad tan cara, con su ciclo de préstamos bancarios y ventas de libros y breves estallidos de tiempo libre. Descubriría cómo los demás dejaban constancia de este mundo temporal y me sumergiría en archivos concebidos por la misma naturaleza.

Mi atención pasó de la óptica al hielo. De la luz a la oscuridad. Cuando recibí la oferta de Upernavik, me resultó atractiva la idea de pasar una noche polar cruel y terrible de veinticuatro horas en pleno frío en mitad del invierno. Contesté al correo del museo: «Iré en enero».

Mi último día en el trabajo, Bernard llamó al timbre y le hice pasar al despacho. Era mi escritor preferido de todos los que pasaban por la tienda, siempre para vender, nunca para comprar. Me gustó la posibilidad de despedirme de él. Subió las escaleras con esfuerzo, cargado con una bolsa de viaje de plástico que rebosaba correspondencia, recetas médicas y libretos teatrales, y se desplomó en una silla. Tenía el cuerpo arruinado por tantos años escribiendo y por las anfetaminas. Otros autores depositaban sus manuscritos y se iban a toda prisa, pero Bernard siempre se paraba a preguntar cómo estaba yo, aunque fuera solo para darse tiempo a recuperar el aliento.

—Bien —respondí cuando me preguntó—. Me voy.

—¡Estupendo! —replicó, alegre—. ¿Qué va a hacer?

—Me voy al Ártico —dije, intentando no parecer demasiado satisfecha conmigo misma.

—Eso es maravilloso. Bien hecho. Necesita alejarse de todo esto… —Hizo un gesto hacia los volúmenes de poesía forrados en vitela y los lomos dorados de los clásicos—… para encontrar su propia voz. ¿Puede devolverme la bolsa, por favor?

Durante el fin de semana metí en la maleta todo lo que tenía. Guardé algunos libros en cajas, regalé el resto. Le devolví al casero la llave de mi cuarto en Highbury. Intenté que en Correos me desviaran las cartas a mi nueva dirección: Museo Upernavik. Apdo. 93. 3962 Groenlandia. Pero «Groenlandia» no estaba incluida en el menú desplegable de naciones. Empecé a plantearme si el lugar existía de verdad o si era producto de mi imaginación.



La mañana siguiente a mi llegada, recorro el frío edificio del museo, mirando las vitrinas ante la escasa evidencia de visitantes anteriores. Admiro la elaborada inscripción grabada en un barómetro y las entradas en el cuaderno de bitácora de uno de los balleneros que saquearon esas costas en el siglo xviii. Los primeros exploradores europeos llamaron a Upernavik la «isla de las Mujeres». Nadie sabe con seguridad por qué, pero la gente especula que los hombres debían de haber salido a una larga partida de caza cuando los barcos de altos mástiles de los exploradores pasaron junto a la isla. El folclore habla de mujeres en esa situación, solas en los asentamientos, pero los barcos que aparecen en el horizonte en esos cuentos no son balleneros. Se creía que, cuando los hombres iban de caza, los espíritus de las focas que habían matado llegaban a la costa en barcos de hielo para vengarse en sus esposas.

En el museo no hay rastro de esos barcos de hielo, pero en otra sala encuentro pruebas de la artesanía de los cazadores. La hoja oxidada de un arpón. Un espejo sujeto al extremo de una pértiga para observar los movimientos de las criaturas marinas bajo el hielo. Un par de anteojos para la nieve: apenas una tira de hueso de ballena para taparse los ojos, con una incisión estrecha para mirar por ella. Los cazadores solían llevarlos en los viajes largos, con la esperanza de que impidieran que el brillo del sol les dañase la retina y les provocase ceguera de la nieve. Las observo, preguntándome cómo será mirar por esa estrecha ranura a un horizonte blanco, atento a presas y depredadores.

Hay muchas vitrinas de cristal vacías. Casi paso de largo ante el objeto más pequeño del museo, el orgullo de su colección. Una copia de la piedra rúnica de Kingittorsuaq, un trozo de pizarra donde tres hombres del norte grabaron un texto breve hace cosa de ochocientos años y que depositaron en un túmulo de una isla vecina. Solo ha sobrevivido el nombre de los hombres: Erlingur hijo de Sigvað, y los hijos de Baarne Þorðar y Enriði Ás; la segunda mitad del mensaje se ha perdido, al estar escrita en caracteres misteriosos que no han podido descifrar los más expertos en leer runas. Me pregunto qué pensarían aquellos viajeros vikingos de este archipiélago. Qué esperarían encontrar aquí, tan al norte de los fiordos reclamados por sus paisanos. ¿Conseguirían volver a casa? Su historia truncada es representativa de la historia de los colonos del norte que viajaron a Groenlandia, ninguno de los cuales sobrevivió al siglo xv, en parte debido al clima progresivamente frío. Durante la Pequeña Edad de Hielo, el hielo se apoderó de esta tierra verde y las rutas comerciales a Escandinavia y al continente europeo se volvieron impracticables.

Sigue habiendo hielo buena parte del año, aunque la cantidad haya variado. El mar de hielo que rodea Upernavik bloqueará los barcos, pero es como un puente a una cadena de islas que lleva de vuelta al interior. (Lo sé por los mapas; incluso desde el cementerio, el punto más alto al que puedo llegar a pie, las montañas que se ven más allá de Upernavik parecen una masa sólida, una barrera de basalto. No puedo ni imaginar los canales que serpentearán entre ellas, las montañas aún más altas que ocultan o el casquete polar que hay más al este). Pienso en los primeros nómadas saliendo de sus residencias de invierno en lo más profundo del sistema de fiordos, con las barcas de piel repletas, navegando a otras partes del archipiélago con la llegada de la primavera. Saldrían apresuradamente de sus iglúes cuando el clima les fuese favorable, se llevarían las cazuelas y dejarían un desorden de huesos y restos, quizá alguna herramienta, algún zapato o algún juguete olvidados en la prisa por reunir niños y perros. Luego pasarían los años y los cortantes vientos polares arrojarían tierra y nieve sobre el lugar. Ahora, los arqueólogos consideran esta región «un museo al aire libre». En otras palabras, la gente sospecha que por todas partes hay artefactos interesantes bajo el hielo esperando ser descubiertos. No importa que no se vean. Existen, y las vitrinas vacías del museo esperan pacientes su llegada.

Huelo el filtro de café percolando. Subo por una estrecha escalera de madera hasta el despacho donde Grethe, ayudante del museo y único miembro del personal de la isla, conversa con Peter, un cazador de visita para hablar del tiempo. Una radio tartamudea en el alféizar de la ventana, emitiendo informes del padre y los hermanos de Grethe que se encuentran hielo adentro. Durante estas mañanas en el museo descubro que me será difícil trabajar, distraída por largas rondas de kaffe y conversación. ¿O acaso las conversaciones son parte de mi trabajo? Nada es seguro. Llegué llena de preguntas. ¿Cuánto tiempo lleva aquí el museo? ¿Qué ha sido del director que me animó a venir en invierno? ¿Cuándo tendremos el taller para niños? La gente responde a cada pregunta con una sonrisa indulgente y luego cambia de tema. Con el transcurso de las semanas, aprendo a dejar de preguntar.



Por la tarde, Grethe cierra el museo y yo me tambaleo los pocos metros que hay cuesta abajo hasta mi cabaña. Mucha gente usaría este sendero cuando el edificio era la panadería de la isla. Ahora, aparte de mí, no hay nadie por aquí. Mientras no caiga una nevada puedo pisar las profundas huellas que hice por la mañana. Otros días debo abrirme paso a la fuerza entre montículos de suave nieve que me llegan a la cintura para alcanzar mi puerta. Una vez en el vestíbulo, me sacudo la nieve del chubasquero, me desabrocho la cremallera del chaleco de plumas y me quito las botas húmedas.

No soy el primer forastero que llama a esto su hogar. El museo tiene un programa escalonado para que vengan a trabajar artistas y escritores. Algunos de mis predecesores han dejado huella de su estancia, como el cineasta alemán del año anterior. El primer día aquí me encontré en el frigorífico un bote de mantequilla de manzana (casi lleno) y en la alacena de la cocina un paquete de té. También hay libros, en varios idiomas. Alguien dejó una antología de los cuentos de hadas de Hans Christian Andersen. Me pregunto si los traería un escritor más joven, como yo he traído La isla del tesoro, sabiendo que podría querer leer algo reconfortante que me recordase la infancia. En la casa hay otros objetos de claro origen local. Encima del televisor, un cráneo estrecho, lo bastante grande para no identificarlo como perteneciente a un animal que yo haya visto antes. Me pregunto si tendrá alguna relación con la piel de oso polar extendida sobre el suelo de madera.

Sabía que este sería un trabajo inusual. Lo que más me desconcierta es una cláusula del contrato: si eres artista, debes dejar aquí el trabajo que realices. Si eres escritor, se te anima a no hacerlo. El museo tiene más interés en las imágenes que en las palabras. Puedo pintar el mar de hielo o filmar la aurora, y se conservarán en las colecciones del museo; pero, si escribo, nadie querrá leerlo. ¿Debería sentirme aliviada u ofendida de que se me pida llevarme lo que escriba sobre Upernavik?

Esa cláusula me ofrece una rara oportunidad para relajarme. Puedo hacer lo poco que se requiere de mí, acomodarme en esta casa acogedora y cenar con los vecinos. Pero el problema me intriga. Es diferente del poder simbólico de los libros en mi cultura. Debe de haber palabras que pueda escribir para los isleños.

Todos los días pienso en lo que dejo atrás. Para empezar, en mi estela de carbono, por todos los vuelos que he tenido que tomar para llegar aquí; las cajas vacías de bizcochitos de mazapán de la tienda y las botellas de cerveza que se acumulan en la cocina. Y, lo que es peor, en esta isla rocosa no hay alcantarillado, así que, al cabo de varios días, tengo que sacar del retrete la bolsa de plástico reforzado, atarla con cuidado, chapotear cargando con ella hasta el exterior y esperar en la nieve a que pase el chico encargado de los residuos. Es imposible vivir sin dejar nada atrás, y mi trabajo debería reflejar ese dilema.

Lo único que quiero dejar atrás como rastro de mi estancia —palabras— es justamente lo que no quieren. Pero, si tengo que desafiar esa norma, antes debería escribir algo. Arrugo la hoja de papel en la que he estado dibujando icebergs y empiezo otra.



En Upernavik, las puertas no tienen cerradura. En una isla pequeña no es práctico insinuar que tu vecino es un ladrón. Y, dado que nadie quiere que se piense que hace algo en secreto, la gente es libre de entrar y salir de una casa ajena cuando quiera. Pero tú no, me advierte Grethe.

—Debes esperar a que te inviten por primera vez, y entonces podrás hacerlo. —Tras una pausa, añade—: Deberías venir a cenar esta noche. Tenemos foca.

Sentada a la mesa que da al muelle, con una taza de café, vislumbro linternas agitándose en el crepúsculo, alejándose de la isla por la costa de hielo. Figuras en sombra que pisan con cuidado y se detienen a menudo. Aun así, se alejan de la isla de manera constante; cada vez que miro, las linternas están más lejos. Durante la cena de esa noche le pregunto al marido de Grethe qué hacían esos hombres. Me explica que se dirigían a taladrar el hielo y pescar fletán, probando el hielo con los cinceles antes de depositar su carga sobre él. Deben ser hábiles interpretando las pautas y sonidos del hielo, que les indican dónde pisar para no hundirse en el agua helada. La comprensión del hielo de cada hombre es básica para su supervivencia. Grethe lo interrumpe.

—El mes pasado se ahogó mi primo —dice sin mostrar emoción—. Desapareció de pronto bajo el hielo.

Ahora comprendo por qué está siempre atenta a la radio.

El hielo, siempre mutable, es ahora peligrosamente impredecible. En una de sus muchas visitas al museo, Peter me dice que los últimos inviernos apenas ha habido hielo suficiente para salir de la isla en trineo. Otras veces hay demasiada nieve y debe llevar una pala para despejar el camino hasta sus redes de pesca. ¡No me extraña que tenga tanto tiempo para tomar café! Es pesimista sobre el futuro. Sus queridos perros están inquietos. No hacen ejercicio al no haber viajes regulares en trineo por el mar de hielo. Los cazadores no pueden permitirse alimentar a animales que no trabajen, y ha conocido hombres obligados a matar a sus perros.

Acudo a las estanterías del museo en un intento de comprender la presencia de la muerte y la cambiante forma de vida en Upernavik. No hay mucho disponible. La mayoría de los libros son de tipo práctico o ilustrados: álbumes fotográficos y manuales sobre cómo construir un kayak o tallar un remo. Hojeo un diccionario groenlandés-inglés de los años veinte, sin buscar palabras concretas, dejando que me llamen la atención las definiciones al azar.3 Descubro que ilissivik significa ‘librería’, mientras que ilisissuppaa significa ‘estante’ o ‘alacena’. Una diferencia sutil. Están evidentemente relacionadas con el verbo illisivit, listado un poco más abajo, que significa ‘colocar aparte’. Y para los que tienen demasiadas repisas o estantes, el diccionario me informa que ilisiveeruppaa es el verbo para ‘haber puesto algo en un lugar seguro, pero ser incapaz de volver a encontrarlo’. Empiezo a darme cuenta de por qué esta cultura siente tal ambivalencia por la palabra impresa.

En un periódico viejo encuentro la necrológica de Simon Simonsen, un famoso cazador de Upernavik, cuyos hijos continuaron en la profesión. Un tributo a su habilidad concluye lo siguiente: «Y si el sol no hubiera borrado esas huellas en el hielo, nos hablarían de osos polares y del hombre que tuvo la suerte de capturarlos». Me percato de que las huellas en el hielo se consideran más valiosas que las palabras para contar una historia de caza. Hasta su desaparición es parte de la historia, una señal del paso del tiempo, mientras cazador y presa continúan su camino. Reparo en que, una vez fundido el hielo, lo último que nos preocupará será dejar constancia del pasado.

El cielo va despejándose a medida que enero se convierte en febrero. El sol vuelve a salir tras las montañas. Unas pocas millas al norte, los glaciares se abren paso por los acantilados de basalto y atruenan en el fiordo helado. Cada día que pasa, esos icebergs se alejan más hacia el sur y se desmenuzan más en el agua. Cambios apenas perceptibles que bastan para sugerir, preocupantemente, que los icebergs quizá sean seres vivos con mente propia. Si te fijas en su silueta, sus diferentes formas —de domos y pináculos y algunos grandes témpanos con forma de tabla— componen lo que parece una línea de escritura. Siento que, si la mirase el tiempo suficiente, podría llegar a entenderla.



A Grethe le gusta que me interese por lo que hay fuera del museo. Es lo que ha estado esperando en secreto. Encuentra curiosa y poco sana mi obsesión por los objetos, por los libros, por escribir. Todos los días doy un paseo hasta la costa y grabo una breve película en el mismo lugar. Contengo el aliento mientras filmo el hielo, intentando mantener la cámara inmóvil con mis torpes guantes. Aquí, el hielo es increíble, desmenuzado por mareas y tormentas y rehecho por el frío, como una porcelana japonesa reparada con una costura de laca plateada por un maestro de kintsugi. El paisaje que se ve por el objetivo es siempre diferente. A veces, el agua gotea por canales abiertos en el hielo que se funde y se mece arriba y abajo con la marea. Otros días, una gruesa corteza de hielo cubre el mar, o una ventisca lo tapa todo. La costa de hielo se arrastra por la bahía, ampliando la costa dos kilómetros o más para desaparecer en una noche de tormenta. Hacer la película es una forma de ver las cosas de cerca, pero cuesta distinguir los límites de un objeto cuando no tengo palabras para lo que veo. ¿Dónde acaba una formación de hielo y empieza otra?

Vuelvo dentro al desaparecer la breve luz del día. Disfruto con los términos que encuentro en un diccionario oceanográfico en la red: hielo cristalino o frazil describe las finas espículas y placas de hielo suspendidas en el agua; hielo nilas es esa capa fina y elástica que se mueve con las olas y se hincha y crece en una pauta de dedos entrelazados; y el más fácil de distinguir, el hielo panqueque, con forma circular e irregular con bordes levantados allí donde un «panqueque» choca con otro.

Después de un par de semanas filmando, necesito buscar otro lugar donde rodar. Me atrevo a dar unos pasos adentrándome en la costa de hielo, como he visto hacer a los pescadores. Piso insegura, demasiado consciente de que el océano está a pocos centímetros bajo mis pies. Al detenerme en el hielo esperaba poder alcanzar cierta hermandad con los isleños. Cuando regreso a saltitos, veo que Grethe baja por la costa para verme y me pregunto si me abroncará por arriesgarme tanto. Pero se ríe. Algo dolida, le pregunto por qué.

—Porque todo este tiempo has estado caminando sobre hielo —dice, señalando la nieve en la que estamos y que yo supuse que cubría una costa de roca.

El hielo no siempre parece hielo. Pienso en el mito original, en la época en que el hielo podía arder. En aquellos tiempos, la gente tenía palabras poderosas que, al pronunciarse, transportaban a quien las decía —con casa y todo— a lugares donde establecerse y encontrar comida. Al decir esas palabras, el lugar se hacía realidad. Me pregunto qué palabras tendrán hoy poder para transportar a la gente a un lugar seguro.



Grethe me enseñó a decir illilli cuando le pasaba una taza de café: «¡Ahí tienes!». Con orgullo, me dijo que ahora podrían identificarme como proveniente de Upernavik.

—Si fueras de Ilulissat, dirías illillu.

Resultaba halagador pensar que me estaba convirtiendo en parte de la comunidad, pero me recordaban mi diferencia demasiado a menudo.

—Trabajas demasiado —dijo un día Grethe—. Deberías tener cuidado o nunca encontrarás marido.

No me preocupaba tanto ese futuro marido como las amistades que ya tenía. Grethe controlaba la frecuencia con la que conectaba el cable de ethernet a mi portátil. La conexión en Groenlandia es cara, esporádica y lenta. Atesoraba las cartas que me llegaban en una bolsa de correo en el asiento delantero del avión, y hasta los paquetes ocasionales: la caja de especias que mi amiga Ruth embolsó y etiquetó —cúrcuma, jengibre, cilantro— traía aromas de Londres a la rudimentaria alacena de mi cocina. El poster impreso a mano que Roni, un antiguo colega, me envió desde Manhattan, donde se lee una cita de Valentine for Sherwood Anderson, de Gertrude Stein: «Si desgarran a un cazador al completo, si desgarran a un completo cazador, si desgarran por completo una cacería y un cazador…». Pasé los dedos por la inconfundible mordedura metálica en el exuberante papel.



Una noche, tras una cena rápida a base de palitos de pescado, cojo del estante el libro de cuentos de hadas daneses y me acurruco en el sofá para releer la historia de la Reina de las Nieves. Es perturbadora, como lo son muchos cuentos de hadas: habla de un niño secuestrado, al que le atraviesan los ojos y el corazón con esquirlas de cristal del espejo roto de un duende. Me identifico con Kay, encerrado por su regia secuestradora en un gran castillo del norte formado por un centenar de salones de nieve flotante, soportando sus besos fríos como el hielo e intentando comprender su situación al escribir palabras nuevas con los trozos de hielo afilados y lisos que ella le ha dado para jugar. La Reina de las Nieves le dice a Kay que, cuando sea capaz de formar la palabra «eternidad», será dueño de su destino; ella le entregará el mundo entero y unos patines nuevos. Kay mueve los trozos de hielo, hace muchas figuras, forma diferentes palabras, pero por mucho que lo intenta no consigue escribir la palabra «eternidad».

La primera vez que leí el cuento, hace años, soñé con acompañar a Kay en su vertiginoso viaje en trineo hasta Spitsbergen y me enamoré de la ladrona caprichosa, un personaje secundario que para mí no lo era. Las palabras de Andersen tienen ahora otro significado para mí. Continúo leyendo, estirando los pies hasta tocar la alfombra de oso polar. «Debo viajar a tierras más cálidas —dice la Reina de las Nieves—. Iré y miraré los negros cráteres en la cumbre de las montañas en llamas, Etna y Vesubio. Las haré parecer blancas, lo cual será bueno para ellas y para los limones y las uvas».4 Y se va volando, y deja a Kay solo en su castillo. Y allí es donde lo encuentra su amiga Gerda, todavía mirando fijamente los pedazos de hielo, tan concentrado en sus pensamientos y sentado tan quieto que cualquiera podría creerlo congelado. Son las lágrimas de Gerda las que se llevan de su ojo el trozo de cristal encantado y los liberan a los dos.



El sol apareció por primera vez el Día de San Valentín. Un hilo dorado que dividió la niebla de las cumbres nevadas se quedó allí un instante para luego desaparecer. Esperaba que se elevara un reticente centímetro cada día, pero los días se alargaron con desconcertante rapidez. Para marzo, la oscuridad solo era un recuerdo, y yo disfruté del sol tanto como lo había hecho de la nieve. Descubrí que podía salir fuera sin tener que llevar dos pares de guantes. El hielo que rodeaba Upernavik empezó a fragmentarse y el crujido de los témpanos en la costa fue sustituido por el sonido más armonioso del agua al gotear en la piedra. Yo también estaba lista para volar al sur, para buscar lujos como limones y uvas.

—¿Por qué no retrasas tu vuelo? —preguntó Grethe—. Podrías quedarte otro mes, ir conmigo en motora a los asentamientos.

Me sentí tentada, pero sabía que, si me quedaba otra semana, no me iría nunca. Además, el libro que ya estaba tomando forma en mi mente como regalo al museo requería algo más que el portátil con el que iba equipada. Necesitaría una imprenta y pintura a la aguada, y quizá un papel «aterciopelado» muy concreto que fabricaba una papelera del río Axe, en Somerset. Sabía dónde encontrar la imprenta y la hospitalidad necesaria mientras hacía los tipos. Embarqué en el avión según lo previsto y dejé que Upernavik disfrutara de su primavera. Se acercaban los días cálidos y los arqueólogos llegarían al archipiélago esperando descubrir nuevos objetos que colocar en el museo mientras yo creaba el mío. El pequeño avión aceleró por la pista y el piloto elevó el morro hacia el sol. Cuando el avión se ladeó, la isla pareció alejarse de mí. Miré los témpanos de hielo como teselas en el océano, semejantes al rompecabezas de Kay. No pensaba deletrear «eternidad». No tenía tiempo para eso. El hielo ya estaba desapareciendo y quería saber qué palabras podía enseñarme antes de desvanecerse.





Un milagro en el camino: el agua se hizo hueso.

Adivinanza 69 del Libro de Exeter1



1. Científicos

La medición del tiempo

Biblioteca Bodleiana, Oxford
Base Halley, Antártida


Pero necesitamos libros que nos afecten como lo haría un desastre, que nos aflijan profundamente, como la muerte de alguien a quien queremos más que a nosotros mismos, como si se nos desterrara a bosques apartados de todo, como un suicidio.1


Franz Kafka, carta a Oskar Pollak


i


Unos meses después de volver del Ártico, me siento en un banco de madera de la sala de lectura de la planta superior de la biblioteca. El cielo está borroso al otro lado de las ventanas de cristal emplomado. La previsión del tiempo para esta mañana es mala: anuncia lluvia. Las nubes que flotan sobre las torres de la universidad All Souls tienen una tonalidad estática blanca que hace que el edificio gótico parezca un recortable pegado a una hoja de papel. La veleta, una flecha de hierro forjado, decorada con las iniciales de los puntos cardinales, no se mueve.

Mi visión queda interrumpida por rosetas decorativas incrustadas en la cristalera. Muestran figuras humanas en actitudes sacras y seglares: rezando, cuidando animales, sacando agua. Los relojes de sol se hacían así, redondeles de cristal pegados a una ventana, con líneas pintadas por donde caía la luz. Mirabas por la ventana para saber la hora.

El viejo cristal distorsiona la visión, como si ya lloviera, como si el agua corriera ya por el cristal. Algunos estudiantes guardan los portátiles y salen a almorzar.

Con la llegada de la primavera, pienso en Upernavik mientras suavizo mis bocetos de icebergs, mezclando tintas para evocar el color de sus cielos. No consigo olvidarme de la cláusula del museo e intento contar la historia del hielo con el menor número posible de palabras. El taller que me han prestado está a medio construir, con paredes en tres lados y una lona por techo, pero la imprenta y los cajones con los tipos de metal están en su sitio. Empujo el cilindro delante y atrás para imprimir cada página mientras, a mi lado, los albañiles agujerean paredes. En sus radios se oyen canciones tradicionales de amor e información sobre el tráfico. No son condiciones normales para hacer una impresión artesanal, pero he conseguido terminar en pocas semanas el libro que enviaré a Upernavik para la colección del museo.

Esta nueva publicación, en vez de poner punto final a mi investigación, marca el principio. Mi curiosidad va en aumento. Vivir en el Ártico me ha sugerido nuevas maneras de ver el lenguaje y el paisaje y el tiempo, pero quiero asentar esas ideas. Un poco de ciencia me ayudaría a profundizar en la comprensión de las formaciones de hielo que vi en Upernavik y el modo en que cambian. Mientras hojeo las entradas del catálogo de la librería, admiro la información de sus registros: cada uno es un libro en miniatura, compuesto por un autor anónimo. Hay una larga lista de campos: título, autor, editor, fecha de publicación, formato, idioma, identificador, tema, número en el sistema Aleph, notas variadas, número de clasificación. Un código para cada libro impreso en Inglaterra, tanto si encuentra lector como si no. Un registro para ordenar esta vasta colección de información, enterrada bajo las bóvedas de este antiguo edificio.

Pido The White Planet (El planeta blanco). En la sobrecubierta se ve una foto de un austero paisaje helado. El crédito de la solapa dice que es el glaciar Fox, en la isla sur de Nueva Zelanda, justo en el lado contrario de la esfera terrestre donde está Upernavik. El mar de hielo parece violento y de algún modo invita a la violencia. Pienso en Kafka, que dijo que un libro debería desatar algo doloroso, un conocimiento terrible, que debería «afectarnos y despertarnos».

El libro se ha traducido con fluidez del original francés. Solo hay un par de ocasiones donde la palabra «elección» me hace fruncir el ceño. Necesito leer con rapidez. Esta mañana he llegado tarde a la biblioteca por haber ido a la peluquería. Voy cada seis semanas o así, en cuanto me crece el pelo corto. En Groenlandia me acostumbré a llevarlo al rape. Me relaja ese aburrido ritual: las tijeras de la peluquera orbitándome el cráneo, eliminando lo sobrante. Cada vez tengo más canas, me señala, a la espera de que pida hora para teñírmelo.

Niego con la cabeza y la siento ligera. Pequeños mechones caen en la página mientras leo y se depositan en la mitad del libro, hasta que los expulso de un soplido.

«Pero necesitamos libros...», empiezo a teclear. Son las palabras que citaré al principio de este capítulo. Preceden a la declaración más famosa de Kafka: «Un libro debe ser un hacha para el mar congelado de nuestro interior». También tecleo eso, y luego me detengo. ¿Seré la única a quien la idea de estar poseída por un mar congelado le gusta más que la del hacha que liberará el agua? Lo dudo, por eso será tan famosa la metáfora. Dejo que el cursor retroceda y la borre. Estoy segura de que Kafka, que pidió que sus diarios y cartas se quemaran sin ser leídos a su muerte, lo comprendería.



The White Planet menciona los testigos de hielo, y quiero ver una imagen. En internet solo encuentro un corto documental que veo sin sonido para no molestar a los investigadores. Leo los subtítulos.

La doctora Nerilie Abram habla de su trabajo en la British Antarctic Survey, Prospección Antártica Británica: analiza testigos de hielo para comprender los cambios climáticos del pasado y predecir el futuro. Tiene alrededor de dos minutos para explicar a un lego la compleja ciencia de su investigación.

El plano del principio muestra a la doctora Abram sosteniendo un círculo de hielo cortado de un testigo. Permanece inmóvil durante un momento; parece una santa pintada en un icono o un emperador romano con un orbis terrarum, el símbolo de quien sostiene en las manos la Tierra y el poder terrenal. Hasta que pestañea. Lleva un chubasquero rojo brillante, del mismo color que las tiendas de la expedición montadas en el casquete de hielo de la Antártida, ya cubiertas por una fina capa de nieve. El color del chubasquero traspasa la fina sección de hielo, llena de burbujitas de oxígeno. Mis ojos se centran en ellas, dispuestos a encontrar pautas. El hielo parece contener la flor de un seto, quizá un perifollo verde o una flor de zanahoria. La doctora Abram sostiene el disco con tanta anticipación como un niño sostendría una bola de nieve, solo que nada alterará esa escena nevada por mucho que la sacuda.

Cuando era niña, me moría por tener un pisapapeles. Había visto uno de cristal que contenía un diente de león. Yo solía coger dientes de león en el jardín y dispersar de un soplido las semillas con sus filamentos. Nunca creí que el número de soplidos fuese una manera de saber la hora. ¿No era más probable que indicase la fuerza de mi aliento, como el tubo que me hizo soplar el médico para medir mi capacidad pulmonar? ¿Y si lo que decían los relojes del diente de león era cuánto tiempo me quedaba? Pero aquel diente de león era perfecto, preservado para siempre en el cristal. No crecería ni se marchitaría ni dejaría caer sus semillas. Me situaría al margen del tiempo.

Dientes de león, perifollos, zanahorias… Son plantas desconocidas en la Antártida, donde se encontró ese hielo. La cámara hace zoom. Sin los dedos de la doctora Abram en el encuadre para darle escala, el disco podría ser tan pequeño como una hostia de comunión o tan grande como un planeta.



En la pantalla aparece un plano aéreo de la Antártida, ese círculo irregular tan conocido. Su circunferencia se ve interrumpida por una escuálida península que sobresale en el océano y da la impresión de estar dibujada por el doctor Seuss. El aspecto circular del continente se limita a las plataformas heladas que conforman las tres cuartas partes de su costa y que cubren sus numerosas calas y bahías. Muchas de esas plataformas se están desintegrando; desde el aire se ven lugares donde las oscuras curvas de este eclipse de océano se internan en el casquete polar.