BREVE HISTORIA
DEL ROMANTICISMO,
REALISMO, IMPRESIONISMO
Y MODERNISMO

Historia del arte: volumen 12

BREVE HISTORIA
DEL ROMANTICISMO,
REALISMO, IMPRESIONISMO
Y MODERNISMO

Historia del arte: volumen 12

Carlos Javier Taranilla de la Varga

Colección: Breve Historia

www.brevehistoria.com

Título: Breve historia del romanticismo, realismo, impresionismo y modernismo. Historia del arte: volumen 12

Autor: © Carlos Javier Taranilla de la Varga

Copyright de la presente edición: © 2020 Ediciones Nowtilus, S.L.

Camino de los Vinateros, 40, local 90, 28030 Madrid

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Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta: NEMO Edición y Comunicación

Imagen de portada: Baile en el Moulin de la Galette, Pierre-Auguste Renoir, 1876. Museo de Orsay, París..

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ISBN edición digital: 978-84-1305-073-7

Fecha de edición: febrero 2020

Depósito legal: M-162-2020

Introducción

Durante el convulso siglo XIX, tras la desaparición del efímero imperio napoleónico y la restauración de las monarquías europeas, se sucedieron en cadena las revoluciones sociales y políticas, herederas de la Revolución francesa. Con el mismo ímpetu se debatió el devenir artístico entre la plasmación de la realidad y la representación de la fantasía, los dos motores que inspiraban la labor de los artistas.

Comienza la centuria con el recién nacido estilo neoclásico, que había visto la luz en las últimas décadas del siglo anterior, y tras el rigor compositivo y el frío academicismo del que hizo gala comienza a imponerse, a partir de los años veinte aproximadamente, el Romanticismo en todos los campos de las Bellas Artes. Son la fantasía, la imaginación, la ensoñación, la emotividad y la naturaleza en estado sublime las fuentes de inspiración de las creaciones plásticas, especialmente en el campo de la pintura y la escultura. Asimismo, el recuerdo nostálgico del pasado, principalmente la Edad Media y el primer Renacimiento, provoca la imitación de las formas artísticas de aquellos tiempos y surgen los movimientos historicistas, entre los que descuella el neogoticismo así como un eclecticismo omnipresente que arrastra los modelos neoclásicos a lo largo de todo el siglo, con tanto ímpetu que incluso continúa observándose en los tiempos actuales.

Pasada la mitad de la centuria, una especie de reacción realista surgida al calor de las revoluciones liberales y la nueva sociedad industrial —que no entiende de sentimientos— se apodera de las bellas artes y, con los pies en el suelo frente a la ensoñación romántica, dirige su atención a las cuestiones contemporáneas en lugar de volver la vista poéticamente al pasado. Surge así el realismo, acompañado del naturalismo, que se extiende por todos los países de Europa y, en el campo de la construcción, aprovechando los nuevos materiales —primero hierro y hormigón, más tarde acero y hormigón armado— en combinación con la ingeniería, levanta una nueva serie de obras que se adueñan de campos y ciudades tanto en Europa como en la nueva América: puentes, viaductos y pasarelas a base de arcos o de tipo colgante suspendidos mediante cables, torres, pabellones de exposición, estaciones de ferrocarril, mercados y un largo etcétera. Con estos adelantos técnicos, la nueva arquitectura contemporánea y su elemento base, el rascacielos, comienza su desarrollo.

En el último cuarto de siglo, como en un ir y venir, tras las experiencias ópticas del impresionismo y el neoimpresionismo en su afán por la captación en el lienzo del instante preciso que ofrece la naturaleza, vuelven a aparecer movimientos artísticos presididos por la imaginación e inspirados en el mundo de la fantasía: el simbolismo y el modernismo. El primero tuvo su principal campo de acción en la pintura, pero el segundo, a pesar de su corta vida —poco más de una década de apogeo—, se desarrolló en todas las ramas del arte, tanto en las mayores (arquitectura, escultura y pintura) como en las mal llamadas, por su enorme importancia, artes menores, suntuarias o decorativas (orfebrería y joyería, cristal y vidrio, cerámica y porcelana, mosaico, ebanistería y mobiliario, etcétera).

Precisamente en este último estilo artístico desarrolló parte de su inclasificable obra uno de los grandes genios de la arquitectura universal, el español Antonio Gaudí, quien junto con otro artista de carácter mundial, el escultor francés Auguste Rodin (un nuevo Miguel Ángel nacido en el siglo XIX), cierra el último capítulo de este libro que esperamos te resulte interesante, amigo lector.

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El nacionalismo europeo

LAS REVOLUCIONES LIBERALES

La Restauración absolutista que se produjo en Europa tras la caída de Napoleón no cuajó definitivamente en la sociedad del primer tercio del siglo XIX. El liberalismo se había impuesto como la ideología de la clase burguesa que ostentaba el poder económico, y pronto comenzaron a surgir los movimientos revolucionarios apoyados por las clases populares, que defendían su instauración a través de la toma del poder político. En este contexto se produjeron una serie de levantamientos basados tanto en el liberalismo económico como en el fuerte nacionalismo que imperaba en Europa después de la ocupación napoleónica —que hizo crecer los sentimientos patrióticos— y la posterior reorganización política y territorial llevada a cabo en el Congreso de Viena (1814-1815), que estableció fronteras sin tener en cuenta la identidad racial, cultural e histórica de la población.

En el área mediterránea

La primera oleada revolucionaria se produjo en España el 1 de enero de 1820 con el pronunciamiento en Las Cabezas de San Juan (Sevilla), al grito de «¡Viva la Constitución!», del comandante Riego, al frente del segundo batallón asturiano que formaba parte de las tropas que iban a ser embarcadas para luchar contra la causa independentista en Hispanoamérica.

El alzamiento tuvo éxito y Fernando VII se vio obligado a jurar la Constitución de Cádiz (1812), que había derogado en 1814 a su retorno del exilio: «Marchemos francamente, y Yo el primero, por la senda constitucional».

Se inició así el denominado Trienio Liberal, que finalizó en 1823 con la intervención de las potencias extranjeras, concretamente la entrada en España de un ejército francés (los Cien Mil Hijos de San Luis) al mando del conde de Angulema, que restauró el absolutismo real tras una escasa resistencia del Gobierno que incluyó el desplazamiento primero a Sevilla y luego a Cádiz llevando consigo al monarca. Ahora se gritaba: «¡Vivan las cadenas y mueran los negros [los liberales]!». «¡Vivan las cadenas y muera la nación [la soberanía nacional]!».

Por delante se abría la que se conoce como Década Ominosa (1823-1833), que se caracterizó por la represión de los liberales, quienes tuvieron que buscar refugio en otras tierras allende nuestras fronteras, triste y habitual sino en la historia de España.

Por estas fechas, en 1821, tuvo también lugar la sublevación griega contra el dominio turco otomano, que a pesar de los primeros reveses y matanzas como la de la isla de Quíos —inmortalizada en el célebre cuadro de Delacroix—, lograría su objetivo en 1829.

La segunda oleada revolucionaria se dio en la década de 1830. En primer lugar, en nuestro vecino del norte, Francia, cuando el rey Carlos X pretendió anular los derechos otorgados al pueblo por Luis XVIII. Una revolución popular contra el absolutismo destronó al último rey de los Borbones y llevó al trono a Luis Felipe de Orleáns, que contaba con el apoyo de la alta burguesía.

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La matanza de Quíos de Eugène Delacroix, 1824; en Museo del Louvre (París).Un homenaje al nacionalismo heleno en su lucha por la independencia de Turquía. La quietud de los cuerpos masacrados en primer plano contrasta con el violento escorzo del caballo del verdugo, de inspiración barroca.

En la vecina Bélgica se produjo un movimiento independentista que conseguirá la separación de Holanda en 1830.

Hubo también levantamientos en Italia, Alemania o Polonia, pero no lograron alcanzar el triunfo.

La Primavera de los Pueblos

Bajo este seudónimo se engloba una serie de movimientos revolucionarios que por diversas partes de Europa, a lo largo del año 1848, se levantaron en pro de los derechos ciudadanos.

La punta de lanza apareció durante el mes de febrero en Francia, donde el reciente rey Orleáns, acusado de corrupción y de escorarse hacia planteamientos moderados, fue destronado y expulsado del país por las masas populares. Se proclamó la Segunda República, durante la cual se elaboró la Constitución de 1848 y se convocaron elecciones generales, que dieron el triunfo a Luis Napoleón, sobrino del corso Bonaparte, primer emperador de Francia, mismo título que terminó tomando el nuevo presidente renegando del régimen republicano que le había llevado al poder y proclamando el segundo Imperio francés.

También se produjeron revoluciones liberales en el Imperio austriaco (norte de Italia, Bohemia, Hungría, Alemania, Polonia y Prusia), pero con idéntico fracaso, reprimidas por la fuerza de las armas, que ahogaron en sangre la lucha popular en las barricadas, coreada por las campanas de las iglesias de los barrios mientras estos resistían; única tecnología a distancia que existía entonces para transmitir noticias e infundirse ánimos.

ALEMANIA E ITALIA, HACIA LA UNIFICACIÓN POLÍTICA

Mientras en otros lugares de Europa se producían movimientos políticos disgregadores como la citada separación de Bélgica de los Países Bajos, la independencia de Grecia del Imperio turco en 1832, así como la de Serbia, Rumanía, Montenegro, Bulgaria y Albania, fuertes tendencias nacionalistas de raíz histórico-cultural dieron lugar a la unificación de naciones que estaban divididas en diversos Estados, como Italia y Alemania.

En la península itálica, fragmentada en numerosos territorios independientes —alguno incluso bajo dominación extranjera, como el reino lombardo-véneto, que pertenecía a Austria—, fue el reino de Cerdeña-Piamonte al norte, por iniciativa de su primer ministro, Camilo Benso, conde de Cavour, con el apoyo del emperador francés Napoleón III, quien tomó la iniciativa para conseguir la unificación nacional.

El primer paso fue la derrota de los austriacos en las batallas de Magenta y Solferino (1859), con lo que se logró la toma de Lombardía. Francia, que abandonó la guerra y firmó un pacto con Austria, recibió Saboya y Niza.

Seguidamente, Piamonte se anexionó los ducados centrales: Parma, Módena y Toscana.

En el sur, las tropas de Giuseppe Garibaldi —los camisas rojas— conquistaron a los Borbones en mayo de 1860 el Reino de Nápoles y las Dos Sicilias, que fue entregado a Piamonte por el mítico guerrillero para su unificación con el resto del país.

En 1861 se proclamó al fin el Reino de Italia, con la corona en las sienes de Víctor Manuel II, soberano de Cerdeña-Piamonte. Cinco años más tarde, aprovechando la derrota de Austria frente a su aliada Prusia en la pugna por la hegemonía de la Confederación Germánica, se ocupó Venecia y, en 1870, los Estados Pontificios vencieron a las tropas francesas que protegían Roma, por lo que la península Itálica quedó políticamente unificada.

Los territorios de Alemania, que estaba dividida en treinta y nueve Estados, habían sido agrupados en el Congreso de Viena (1815) en la denominada Confederación Germánica, dirigida por Austria, potencia que, como acabamos de ver, fue sustituida por Prusia como país hegemónico en 1866 después de la denominada guerra de las Siete Semanas (del 14 de junio al 23 de agosto) que concluyó con la derrota de los austriacos en la batalla de Sadowa.

El principal vínculo cultural que unía esta vasta área territorial era la lengua alemana, si bien no la hablaban todos sus habitantes. En 1834 se había formado la Unión Aduanera o Zollverein, una agrupación de Estados dirigida por Prusia que suprimió los aranceles económicos, creando así importantes lazos económicos entre la mayoría de los países de la Confederación, con la exclusión de Austria y otros de escasa dimensión territorial que se opusieron.

El artífice de la unificación alemana fue el canciller prusiano Otto von Bismarck, el Canciller de Hierro, a través del recurso a la guerra.

El primer conflicto se desató contra Dinamarca en 1864 por los ducados de Schleswig-Holstein, que estaban en poder de este país pero acogían numerosa población alemana. La victoria prusiana en coalición con Austria consiguió el dominio de dichos territorios.

Después de haber vencido a los austriacos en 1866, Prusia formó la Confederación Alemana del Norte en sustitución de la Confederación Germánica y se constituyó como Estado hegemónico, incorporando entre otros dominios el Reino de Hannover.

Habiendo derrotado a Francia en la guerra franco-prusiana (1870-1871) —país con el que había entrado en conflicto por su oposición a la pretensión del príncipe alemán Leopoldo de Hohenzollern a la Corona de España, vacante por el destronamiento de Isabel II—, el rey de Prusia, Guillermo I, que había hecho prisionero a Napoleón  III en la batalla de Sedán (2 de diciembre de 1870), fue proclamado en el Palacio de Versalles —para mayor humillación— káiser, ‘emperador’ del nuevo Imperio alemán, que incluía la citada Confederación del Norte así como los Estados del sur más la anexión de los ducados fronterizos de Alsacia y Lorena —moneda de cambio históricamente entre ambos países cada vez que uno de ellos ha resultado derrotado en las guerras entre ambos—, arrancados a Francia por el Tratado de Fráncfort (mayo de 1871) tras su arrollador avance que llegó a ocupar París.

ESPAÑA, CASI MEDIO SIGLO DE REVOLUCIONES

Después de la muerte de Fernando VII, que dejó a su hija de tres años como heredera, y las sucesivas regencias hasta que esta fue proclamada reina, así como las entradas en el Gobierno de moderados y progresistas, se producirá el destronamiento de Isabel II en 1868. A partir de esta fecha se sucedieron un gobierno provisional, la monarquía de un rey extranjero, la proclamación de la Primera República, la Restauración de los Borbones en la persona de Alfonso XII (hijo de Isabel II) y, a su muerte, la regencia de la reina madre, María Cristina de Habsburgo-Lorena, hasta la proclamación de Alfonso XIII como rey en 1902. Los distintos pronunciamientos militares que tuvieron lugar añadieron una fuerte inestabilidad a este convulso período de la historia de España en la segunda mitad del siglo XIX.

Las regencias durante la minoría de edad de Isabel II

Durante la minoría de edad de Isabel II se produjo un período de regencias que abarcó diez años, desde 1833, fecha en la que heredó la corona a la muerte de su padre, Fernando VII, hasta 1843, cuando con trece años fue proclamada mayor de edad y reina de España.

La primera etapa de estas regencias corrió a cargo de la reina madre María Cristina, y se alargó hasta 1840. Fue un período de gran inestabilidad política, ya que coincidió con la primera guerra carlista, en la que los partidarios del infante don Carlos María Isidro, hermano del fallecido Fernando VII, reclamaban la corona para este pretendiente alegando la nulidad de la Pragmática Sanción, una norma publicada por el rey antes de morir anulando la Ley Sálica de Felipe V que prohibía reinar a las mujeres, a fin de que la princesa Isabel, primogénita real, pudiera acceder al trono. De su lado se pusieron los absolutistas, mientras los liberales dieron su apoyo a los partidarios de la hija del rey, conocidos como isabelinos.

Por ello, la guerra no fue solo un conflicto dinástico, sino también un enfrentamiento entre dos grupos políticos de fuerte raigambre en España: liberales y absolutistas o partidarios de la vuelta al Antiguo Régimen y a los privilegios de la sociedad estamental, así como del mantenimiento de los fueros frente al centralismo político. Las zonas de España donde el carlismo alcanzó mayor implantación fueron el País Vasco, Navarra —llegó a existir una corte en Estella—, Aragón (el Maestrazgo), Valencia y Cataluña, junto con algunas áreas rurales gallegas.

Al cabo de siete largos años de duros enfrentamientos militares y civiles, la guerra concluyó en 1840, aún dos años después del llamado Abrazo de Vergara, protagonizado por el general isabelino Espartero y el general carlista Maroto, que había sellado la paz con el reconocimiento de Isabel II como reina, algo que varios sectores duros del carlismo no aceptaron y, tras denominar el pacto como la Traición de Vergara, continuaron la lucha en alguna de las citadas zonas geográficas durante todo el siglo XIX, llegando a tener lugar hasta tres guerras carlistas y diversos alzamientos a lo largo de la centuria.

Dentro de los liberales, a quienes concedió el poder la reina viuda María Cristina, existían dos facciones: moderados y progresistas. En principio, al estallar la guerra, la regente se apoyó en los primeros, partidarios de un mayor reforzamiento del poder de la corona, frente a los segundos, que hablaban de acometer reformas profundas en la estructura social del país.

No obstante, ante el levantamiento militar de La Granja, en 1836, se vio obligada a entregar el poder a los progresistas.

La desamortización de Mendizábal

Durante el bienio 1836-1837, el ministro Mendizábal decretó una serie de medidas tendentes a liquidar el Antiguo Régimen conocidas como Desamortización —que había sido iniciada por Godoy en 1798—, por la cual las tierras y bienes en poder de las denominadas «manos muertas» —la Iglesia y sus órdenes religiosas, que las habían acumulado por legados o actos mortis causa—, así como los baldíos y tierras comunales de los municipios que estaban amortizadas, es decir, que no se podían enajenar, eran expropiadas de manera forzosa por el Estado y puestas a la venta en subasta pública. El proceso continuó bajo la regencia de Espartero y a los bienes del clero regular se añadieron los del secular. La vuelta de los moderados en 1844 obligará a suspender las subastas, aunque con la garantía del gobierno del general Narváez de respetar las ventas ya realizadas.

Aunque en teoría eran asequibles para grupos sociales sin altos ingresos, en la práctica fue la burguesía quien acaparó las subastas y las tierras quedaron en manos improductivas, cuando al menos antes se dedicaban en parte a la agricultura. Tanto esta desamortización como la que llevó a cabo casi veinte años más tarde (1855) Pascual Madoz, terminaron estableciendo una nueva clase de terratenientes en la alta burguesía.

En 1837 se promulgó una nueva Constitución que, retrocediendo sobre la de 1812, establecía el sufragio censitario o voto exclusivo para los ciudadanos que tenían un determinado nivel de renta, y concedía mayores poderes a la corona.

Falta del consenso necesario con los progresistas, en 1840, la reina María Cristina dimitió de la regencia y esta recayó en el general Espartero, quien se hizo cargo del Gobierno de una forma autoritaria que provocó el rechazo tanto de los moderados como de los progresistas, por lo cual, ante la nueva crisis, el regente optó por dimitir y, en 1843, se proclamó a Isabel II mayor de edad y reina con trece años.

La reina entre moderados y progresistas

En 1844 la nueva reina optó por entregar el poder a los moderados, inaugurándose hasta 1854 un período conservador que se conoce como la Década Moderada, durante el cual ejerció el gobierno el general Narváez.

La primera medida fue la aprobación de una nueva Constitución en 1845, mucho más restringida que la anterior en cuanto a que otorgaba el derecho al voto únicamente a los ciudadanos con mayor nivel de renta, lo que se conoce como sufragio censitario o restringido. Asimismo, la libertad de expresión también fue cercenada, puesto que se restringió el ejercicio de la libertad de prensa.

El Estado se organizó de forma centralista: el Gobierno nombraba directamente a los alcaldes de las principales ciudades y la legislación tanto en el ámbito civil como penal y financiero se unificó en todo el territorio nacional.

Tantos años de gobierno moderado continuo terminaron provocando una crisis entre las filas del partido contrario, los progresistas, que se escindieron en dos grupos: demócratas, partidarios del sufragio universal; y republicanos, partidarios de abolir la monarquía.

En 1854 se produjo en Vicálvaro el pronunciamiento del general O’Donnell, apoyado por los progresistas y algunos sectores moderados. Se inauguró un período de dos años (1854-1856) conocido como Bienio Progresista, en el cual se hizo cargo del poder la Unión Liberal, partido en la órbita de O’Donnell.

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Retrato de la reina Isabel II de Federico de Madrazo, 1860; en la Embajada de España ante la Santa Sede (Roma)

En 1855, con la publicación de la Ley Madoz, tuvo lugar la segunda desamortización. La abolición de la propiedad comunal produjo un agravamiento de la situación económica del campesinado, mientras que la incautación de los bienes eclesiásticos acarreó la ruptura de relaciones con el Vaticano.

Frecuentes levantamientos populares, tanto de obreros en las ciudades como de campesinos debido a la crisis económica que se había desatado en toda España, llevaron a la reina a retirar su apoyo a los liberales y se produjo una alternancia en el poder entre los progresistas de O’Donnell y los moderados de Narváez que se mantuvo hasta 1866.

Ese mismo año, por el Pacto de Ostende (firmado en esa ciudad belga), los progresistas en sus dos facciones (demócratas y republicanos) y la Unión Liberal —adherida poco después— acordaron la expulsión del poder de la reina Isabel, acusada de excesivo autoritarismo y de no preocuparse del Gobierno sino solo de su particular vida de escándalo.

De La Gloriosa de 1868 a la Restauración

Con este nombre, o Revolución septembrina, se conoce la sublevación de los generales Prim y Serrano más la escuadra del almirante Topete, que se produjo el 16 de septiembre de 1868 en Cádiz y se extendió en pocas semanas por toda España, creándose juntas revolucionarias que destronaron a la reina Isabel II y la obligaron a exiliarse a Francia.

Se abrió así un período de seis años (1868-1874) conocido como Sexenio Revolucionario. Destronada la reina, se constituyó un Gobierno Provisional presidido por el general Serrano, que contaba con gran prestigio entre la clase política. Durante este período, que duró dos años, de 1868 a 1870, se convocaron Cortes Constituyentes que redactaron la Constitución de 1869, en la cual se instauraba el sufragio universal masculino sin distinción de rentas. Asimismo, se mantenía la monarquía como forma de gobierno y la regencia recaía en el propio Serrano.

El general Prim, que ejercía como presidente del Gobierno, tomó el encargo de encontrar un rey para España ajeno a la casa Borbón. Se eligió al príncipe Amadeo de Saboya, que aceptó la corona y se trasladó a su nueva patria en 1871. Su reinado de dos años, hasta 1873, no fue fácil; al poco de llegar a España era asesinado su principal valedor, el general Prim. Desde el principio, su talante liberal contó con la oposición de los monárquicos tradicionales, que preferían un rey absoluto, además de la Iglesia (que no rezaba con sus ideas progresistas), de los republicanos y del pueblo, que le tenía por un rey extranjero.

Los escasos apoyos y los acontecimientos sobrevenidos —una nueva guerra carlista y una insurrección en Cuba, la última colonia junto a Puerto Rico que le quedaba a España en América— llevaron al nuevo rey a abdicar la corona.

Se proclamó la Primera República el 11 de febrero de 1873. Pero la inestabilidad fue continua, hasta el punto en que en sus primeros once meses de existencia llegó a contar con cuatro presidentes: Salmerón, Figueras, Pi y Margall y Castelar.

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Alfonso XII de José Casado del Alisal, 1884; en Palacio Real de Madrid

Entre otros conflictos, como el estallido de la tercera guerra carlista, se produjo un movimiento cantonalista que proclamó repúblicas independientes en Cataluña, Málaga y Cartagena, sofocado por la fuerza de las armas.

Ante esta situación, el general Pavía, que para el imaginario colectivo —aunque no fue así— entró a caballo en el Congreso, dio un golpe de Estado el 3 de enero de 1874 y clausuró las Cortes. Se dio paso a una segunda etapa republicana (la República Unitaria) en la que el general Serrano se hizo cargo del Gobierno de manera dictatorial. En diciembre, un nuevo pronunciamiento militar protagonizado por el general Martínez Campos el día 29 en Sagunto (Valencia) proclamó rey a Alfonso XII, en quien su madre, la reina Isabel II, había abdicado en 1870.

El nuevo y joven rey fue triunfalmente recibido a su entrada en Madrid. Nombró presidente del Gobierno a Cánovas del Castillo, un político que había propiciado el regreso del monarca ante la inestabilidad existente en el país. Se aprobó una nueva Constitución en 1876 y se estableció la alternancia en el poder —el turnismo— de los dos grandes partidos políticos: conservadores y liberales, liderados respectivamente por Cánovas y Práxedes Mateo Sagasta. Este sistema devino en una tremenda corrupción electoral, puesto que una vez el rey decidía qué partido iba a formar gobierno se convocaban elecciones amañadas para que dieran el resultado apetecido. Se produjo de esta forma el dominio del caciquismo en las zonas rurales, forzando al pueblo a votar según los deseos del amo; fue habitual el pucherazo, es decir, la manipulación de los resultados electorales para que se diera la alternancia política acordada.

Así surgieron entre la clase trabajadora movimientos de oposición al sistema, como los anarquistas, que tenían implantación fundamentalmente en Cataluña y Aragón, y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), fundado por Pablo Iglesias en 1879. En 1888 se creó la UGT (Unión General de Trabajadores), su sindicato afín. Surgieron también los movimientos nacionalistas, principalmente en Cataluña, el País Vasco y Galicia, que se posicionaron en contra del Estado centralizador.

La tuberculosis acabará en 1885 con la vida del rey —al igual que lo había hecho siete años antes, en 1878, con su joven y llorada esposa, María de las Mercedes de Orleáns— y España volverá a quedarse sin monarca hasta 1902, fecha en la que con dieciséis años de edad fue proclamado rey Alfonso XIII, su hijo póstumo. Durante ese tiempo la regencia fue ejercida por su madre, la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena, segunda esposa de Alfonso XII.