1. Una revisión de los modelos explicativos de la teoría de los géneros literarios, la teoría teatral y la teoría performativa

El fenómeno que nos ocupa ha sido abordado, de una forma, por la teoría de los géneros literarios, la teoría teatral y la teoría performativa. Sin embargo, como tal, el acontecer escénico teatral no ha recibido un análisis propio en los ámbitos que revisaremos y que consideramos son los protagónicos en la discusión que sostiene el gremio. Incluso en las investigaciones más recientes, se le cataloga y define en relación con modelos de producción y/o de recepción contemporáneas. Se le suele subordinar al texto escrito en la teoría de los géneros literarios; en la teoría teatral se le obvia en la relación actor-espectador, como la base de la representación, y en la teoría performativa se le aborda como una ruptura de la idea académica de representación, haciendo de la acción la médula del activismo socio-político, cuando ontológicamente la acción siempre ha sido vital para el teatro, a pesar de la autoridad intelectual que se desprende de los modelos explicativos que le han conferido un segundo lugar y han codificado de su siempre presentación una representación. Cabe mencionar que las líneas entre un modelo y otro por momentos son borrosas, y que el universo referencial de uno nutre al otro, sobre todo cuando entra en la discusión de lo dramático y/o lo teatral la semiótica.

LA TEORÍA DE LOS GÉNEROS LITERARIOS

Ahora bien, si ha existido un autor que se ha usado como referente obligado en los ámbitos que nos interesan, éste ha sido Aristóteles. Su importancia se debe, sobre todo, a la clasificación que hace del género literario, donde por primera vez aparecerá el teatro reducido al texto dramático. Tanto en Aristóteles, desde su Poética, como en Platón, desde su fundación de la Academia y su consabido desprecio, desde ésta, al teatro, el devenir histórico occidental fijó criterios normativos y de regulación con respecto al abordaje de las artes, en este caso la teatral, y sus posibilidades cognoscitivas. Haremos una breve revisión a este respecto, pues creemos que la problematización del acontecer escénico cobra en ésta una dimensión específica que nos será de gran utilidad.

Aristóteles limitó el teatro a su análisis literario —siglos después de su origen—, y dicotomizó con su filosofía los fenómenos del mundo lógico-lingüístico —entre lo que puede decir o no verdad sobre sí mismo (logos apofántico)1 y lo que no (logos no-apofántico)—, estableciendo las bases de lo que se convertiría, con el tiempo, en una escisión entre la teoría y la praxis:

La decisión de Aristóteles de ignorar el logos no apofántico fue efectivamente ominosa en el sentido en que decidió la historia de la lógica occidental. Por siglos, la lógica se enfocó sólo en el análisis de la proposición con forma de logos apofántico y esta otra inmensa área del lenguaje, la no apofántica, fue dejada a los retóricos o a los teólogos, cuando no fue completamente ignorada (Agamben, 2012, pp. 55-56).

Cabe mencionar que la naturaleza del fenómeno que pretendemos problematizar pertenece al orden de lo no apofántico.

Platón, al ser aceptada la repetición de las obras en el año 386 d.C., petición que presentaron los patrocinadores del teatro ateniense (coregos) a la ciudadanía, vio en ésta “un gran peligro para el Estado” (Sloterdijk, 2011, p. 16), pues las repeticiones implicaban una secularización de lo litúrgico, y “sustituir a la religión era parodiarla”, aunque “en la repetición ahondamos de tal modo en el azar, que éste empieza a aproximarse a una necesidad, quizá a una ‘verdad’. La repetición se torna así en la madre de la reflexión; la reflexión acepta lo ineluctable, irreversible, lo que acontece una sola vez” (Sloterdijk, 2011, pp. 17, 22). Para él el teatro contaminaba la verdad con fantasías dignas de mentirosos y corrompía los más altos valores, y la repetición promovía una fuente constante de información a la que sus alumnos estaban expuestos. Con el teatro no se podía hablar de verdad ni de realidad. La experiencia —que es la materia prima de los procesos creativos— quedaba irremediablemente subordinada a lo verificable, lo objetivo, lo comprobable. Platón planteará otra gran ruptura entre teoría y praxis, a través de la dicotomización del mundo de las ideas y del mundo sensible (que es una copia del mundo de las ideas, una apariencia).

En el caso de la Poética de Aristóteles, originalmente constaba de dos tomos: el que se conserva hasta nuestras fechas es un estudio de la tragedia y la epopeya. Sin mencionar que estamos hablando de un texto que llega a nosotros “principalmente al imponente trabajo de edición, traducción y comentario llevado a cabo en el marco del humanismo italiano” (Martínez/Rodríguez en Aristóteles, 2011, p. 10), cuya transmisión pasó por cientos de traducciones, mutilaciones, pérdidas, reinterpretaciones, por parte de los gramáticos árabes (quienes no comprendían, de entrada, sino hasta finales del siglo XVIII, lo que era el arte teatral), dejando un texto, a pesar de los esfuerzos de los filólogos, contaminado. Cabe mencionar que “ni la puesta en escena ni el canto reciben tratamiento alguno” (Martínez/Rodríguez en Aristóteles, 2011, p. 13), a pesar de ser dos de los elementos que constituyen a la tragedia. Dos cosas merecen nuestra atención, sin embargo, de este texto: el concepto de imitación (mímesis) y el del “drama”, pues sin la comprensión de ambos términos es prácticamente imposible entender el contexto en el cual queremos problematizar el acontecer escénico teatral.

La mímesis proviene del griego mimeitzkai, que significa imitar. Ambos filósofos profundizarían sobre este concepto, sin saber que marcaría, sobre todo en la línea aristotélica, el inicio de los modelos explicativos que caracterizarían por siglos el teatro. Para Aristóteles, como ya hemos dicho, la mímesis será el punto medular para la diferenciación de las artes poéticas. Para Platón “la imitación (sobre todo por los medios dramáticos) queda desterrada de la educación, puesto que podría conducir a imitar cosas indignas de los hombres, y porque sólo se fija en la apariencia exterior de los hombres” (Pavis, 2015, p. 290). La mímesis llevaría al planteamiento de la representación, de la que hablaremos más adelante, y que sería bastión para un modelo de valoración, como se puede apreciar en la postura de Platón, sobre lo que es digno o indigno de imitarse, relegando la intencionalidad del teatro a una mera actividad superficial, vanidosa y estéril para cualquier proceso cognoscitivo.

El drama, por otra parte, se volvió un criterio de clasificación, en el cual Aristóteles definió aquellas obras cuyo objeto de imitación son personas que actúan: es decir, personas en acción. Por alguna extraña razón, que creemos tiene su base en estos filósofos, el drama se acotó al texto y, en Francia, a un género teatral, lo que propició que:

Le point central de l’analyse [...] tient à ce primat du muthos chez Aristote, un primat qui aboutit à une approche textuelle et non spectaculaire de la tragédie et à un théâtre abstrait de lecteurs. Avec la Poétique, c’est donc le modèle d’un théâtre désincarné, sans rapport avec la dimension de la performance scénique concrète, qui est promu... et pour longtemps (Duru, 2008).

Huelga decir que el fenómeno teatral, en su sentido originario, es pre-aristotélico. Nos explicamos: el término teatro viene del griego theatron, que refiere al edificio en el que tenían lugar las manifestaciones teatrales, término formado sobre el verbo griego théamai, que significa mirar. La escenificación se privilegiaba por sobre todos sus componentes, pues partía de su origen litúrgico y, valga la redundancia, ritual. Sostenemos, con esto, que el fenómeno teatral es, ante todo, un arte vivo que cobra sentido en tanto su escenificación.

Tanto la mímesis como el drama son conceptos que predominan en la teoría de géneros literarios en cuanto a la caracterización que hacen del teatro, donde aquello que acontece, aquello que es devenir, y, por lo tanto, sólo puede parecerse a sí mismo (imitarse, si se quiere, a sí mismo), es completamente dejado a un lado o reducido al producto literario, al texto escrito, y condenado a una prescripción que fundamenta, a nivel moral, su utilidad en tanto lo que debe o no “ser mostrado” en el mismo.

LA TEORÍA TEATRAL

En cuanto a la investigación teatral, propiamente dicha, “es una rama de la investigación artística bastante novedosa, en relación con otras áreas de gran tradición o de muy amplios resultados, como puede ser el caso de la investigación en artes plásticas, en música y, sobre todo, la relacionada con la literatura y las lenguas” (Solórzano; Weisz, 1999, p. 76). Aunque esta afirmación fue hecha hace varios años, sigue teniendo vigencia en cuanto al desfase que tiene esta disciplina artística a nivel de investigación en relación con las demás. Gran parte de la labor de los centros de investigación tiene que ver con la preservación y difusión del teatro, lo cual, a pesar de las nuevas tecnologías, como aquellas que permiten los registros visuales de obras, no pueden más que ofrecer un banco de datos que, más allá de su valor histórico, no deben ser tomados como una evidencia concreta de la intencionalidad teatral, pues no hay forma de que simulen la experiencia del presente-presencia-presentarse del acontecer. Cabría entonces preguntarse si:

¿Hemos avanzado mucho en estos casi quince años de andadura por el XXI? Sinceramente pienso que no. Y en este sentido es donde determinadas cuestiones claves de la investigación de la escena del último tercio del siglo XX, deberían ser replanteadas para lograr avances significativos y no quedarnos atrapados simplemente por cuestiones de inercia, de falsa concepción de modernidad o de elementos que estuvieron de moda y queramos estirarlos hasta la extenuación de ese lenguaje [sic] (Heras, 2014, p. 41).

La investigación teatral, en la actualidad, sigue desarrollándose principalmente sobre textos dramáticos (como producto literario), o sobre el estudio del actor, el director, el dispositivo escénico, la recepción y sobre la historia del teatro. Esta tendencia en la investigación teatral acaso sea resultado de la condición inasible y en continuo cambio del fenómeno teatral, factores que dificultan fijarlo como un objeto de estudio, porque “la representación es algo fugaz, efímero; sólo el texto permanece” (Ubersfeld, 1989, p. 8), y no hay que olvidar que, desde la imprenta, la perdurabilidad se volvió un factor invaluable, pues permitió el acceso, la información, la difusión del conocimiento, y determinó el cómo de numerosos estudios. Tanto los dossiers de puestas en escena, las traducciones de libros de investigación, el archivo de programas de manos, las conferencias, entre otras actividades que se llevan a cabo, no escapan del deseo oculto de la tradición occidental: que la permanencia y la perdurabilidad puedan trascendernos en el tiempo, pero ese tiempo es el del pasado y el del advenimiento; es el tiempo horizontal y lineal que no admite la trascendencia en el aquí-ahora. Además,

categorías teóricas que uno hubiera pensado inamovibles se transforman o incluso llegan a desaparecer y, al revés, especificidades aparentemente caducas, vuelven a surgir y a desarrollarse otra vez. Para pensar de manera adecuada y pertinente estos constantes cambios, dos actitudes son posibles: por un lado, inventar nuevas nociones, proponer otros conceptos; por otro lado, reconsiderar la acepción de las nociones y los conceptos ya existentes, interrogar y redefinir sus zonas de aplicación en el contexto del teatro de hoy (Chevallier, 2011, p. 3).

El intento por describir, cuestionar y reflexionar sobre el fenómeno teatral, ha terminado reducido académicamente por criterios de clasificación que se toman como verdades absolutas, que poco tienen que ver con los textos que la academia misma volvió canónicos (de Aristóteles a Lehmann, 1999) con su teatro posdramático, o Eiermann (2012) con su teatro posespectacular, pasando por Stanislavski (1924, 1937), Brecht (1918-1956), Artaud (1925-1948), Craig (1904), Piscator (1929), Kantor (1963-1975), Grotowski (1968), entre otros. Por lo tanto, la discusión que propone Chevallier en torno al cuestionamiento de nociones ya existentes y a la problemática de redefinir sus zonas de aplicación en el contexto del teatro de hoy se da, pero “más allá de los autores y obras [...], su conceptualización y los debates posteriores [...] son productos típicamente académicos”, es decir: versados sobre “la eficacia teórica o analítica de la etiqueta” cuando “el hecho artístico toma conciencia en su lugar” (Cornago, 2015, pp. 26, 45).

La academia, en este sentido, no puede más que simular la experiencia o la teatralidad haciendo una disección de un fenómeno que sólo es en tanto está vivo y está ocurriendo. Así que no es de extrañar que la academia, en su papel legitimador del conocimiento, fije su teoría sobre productos concretos que puedan comprobarse. El acontecer escénico no es uno de ellos, y esta es una de las principales consideraciones para su problematización: que en los procesos cognoscitivos se obvie que “el arte es una forma de pensamiento que tiene que ver más con los contenidos no conceptuales que con los conceptuales” porque “está en una situación que constantemente tiene que estar creando hábitos mentales, estableciendo reglas sobre su actuar” (Chirolla, 2006, p. 44).

Bajo estas consideraciones, valdría la pena, entonces, hacer un recorrido de los conceptos por los que se ha intercambiado académicamente al acontecer escénico, las implicaciones del uso terminológico y, por lo tanto, la problematización que aquí nos ocupa, empezando por lo que hace al teatro ser lo que es: su teatralidad. Para Pavis (2015, p. 434) la teatralidad es lo que “puede oponerse al texto dramático leído o concebido sin la representación mental de una puesta en escena”. En este mismo sentido, Barthes (2003, p. 54) expuso que “es el teatro sin el texto, es un espesor de signos y sensaciones que se edifica en la escena a partir del argumento escrito, esa especie de expresión ecuménica de los artificios sensuales, textos, tonos, distancias, sustancias, luces, que sumerge el texto bajo la plenitud de su lenguaje exterior”. La distinción entre texto escrito y la teatralidad, que vemos en Pavis y Barthes, se debe, en gran parte, a una necesidad por conceder autonomía al fenómeno teatral de su subordinación académica a la literatura, y a la tradición que durante años entendió la representación “cuando el alma viviente de una obra, de su texto y subtexto, es transmitida por los actores” (Stanislavski, 1991, p. 119); es decir, como la traducción del texto dramático a cargo de los actores, en una relación estrecha con la mímesis introducida por Aristóteles en su Poética (2011).

Fueron los alemanes, y todos formados en Literatura, los que se preocuparon por “liberar la disciplina de la ‘tiranía de la filología’” (Toriz, 2009, p. 81). Este intento, liderado por Max Hermann, consiguió materializarse en lo que ahora conocemos como teatrología:

Todavía en 1918, el crítico de teatro Alfred Klaar, en una polémica contra la incipiente teatrología, escribió: “La escena puede reclamar su valor total, sólo si la literatura le atribuye contenido”. [...] Max Herrmann (1865-1942) se refirió a la puesta en escena. Abogó por el establecimiento de una nueva ciencia del arte —la teatrología— con el argumento de que no es la literatura lo que constituye al teatro como arte, sino la puesta en escena (Fischer-Lichte, 2014-2015, p. 10).

Esta “ciencia del teatro” o Theaterwissenschaft (Pavis, 2015, p. 463) se centraba en la puesta en escena bajo el par actor-espectador. Lo teatral cobraba sentido en el espacio y los cuerpos, no en el texto escrito, a diferencia de lo que sostenía la teoría de géneros literarios, como producto de “las tradiciones académicas que, de una u otra manera, tratan de reglamentar el objeto artístico como la representación de aquellas dimensiones que se han perdido, que no son evidentes y que son ocultas” (Bartra en Ducoing, 2003, p. 46). A su vez, Artaud (1992, p. 40) escribía en El teatro y su doble que “El diálogo —cosa escrita y hablada— no pertenece específicamente a la escena, sino al libro, como puede verse en todos los manuales de historia literaria, donde el teatro es una rama subordinada de la historia del lenguaje hablado. Afirmo que la escena es un lugar físico y concreto que exige ser ocupado, y que se le permita actuar su propio lenguaje concreto”.

Este cambio de paradigmas del texto dramático a la puesta en escena, la cual “consiste en transponer la escritura dramática del texto (texto escrito y/o acotaciones escénicas) en una escritura escénica” (Pavis, 2015, p. 363), se volvió el epítome de la teatralidad. Lo escénico, pues, era lo importante. Sin embargo, esta aparente autonomía guardaba su relación con el texto escrito, por no ser lo escrito, y muy pronto la academia convirtió este cambio de paradigmas en una teoría teatral fija, aun cuando es un “procedimiento que devela algo que no podría ser visto en condiciones (normativizadas)” (Villarreal, 2015).2 Una vez más se traicionaba el carácter inasible y siempre cambiante del teatro.