NO DIGAS NADA


V.1: enero, 2020

Título original: Tell Nobody


© Patricia Gibney, 2018

© de la traducción, Luz Achával Barral, 2020

© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2020

Todos los derechos reservados.


Publicado mediante acuerdo con Rights People, Londres.


Diseño de cubierta: Nick Castle Design


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17333-86-7

IBIC: FH

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

NO DIGAS NADA

Patricia Gibney

Libro 5 de la inspectora Lottie Parker


Traducción de Luz Achával

para Principal Noir

4





Para mis amigos, viejos y nuevos



Sobre la autora

3


Patricia Gibney es una artista y escritora de Mullingar, condado de Westmeath, en el centro de Irlanda. Es viuda y madre de tres hijos que la mantienen cuerda, o tal vez mantienen su locura a raya.

Patricia quiso ser escritora desde que leyó a Enid Blyton y Carolyn Keene, y tras la repentina muerte de su marido, decidió refugiarse en la escritura para lidiar con la pérdida. Durante años, asistió a cursos de escritura y se unió al Irish Writers Centre para adentrarse en el mundo literario de forma profesional.

Los libros protagonizados por la inspectora Lottie Parker se han convertido en best sellers en Reino Unido, Estados Unidos, Canadá y Australia y han hecho de Patricia Gibney la nueva sensación de la novela policíaca internacional.

NO DIGAS NADA


Un asesino se esconde en una ciudad llena de secretos


Una cálida noche de verano, Mikey Driscoll, de once años, no regresa a casa después de haber jugado un partido de fútbol. Dos días después, el cuerpo sin vida del pequeño aparece en un parterre rodeado de flores silvestres. Para la inspectora Lottie Parker, el caso es personal: Mikey era amigo de su hijo Sean.

Cuando la inspectora empieza a investigar, pronto descubre que su hijo no le está contando toda la verdad, pero no sabe a quién protege ni por qué. Y todo se complica cuando hallan el cuerpo de otro niño asesinado, también rodeado de flores.

Para atrapar al asesino antes de que vuelva a matar, Lottie deberá trabajar contra reloj, porque su propio hijo podría ser la próxima víctima en una ciudad en la que todo el mundo oculta algo.




«Con más de un millón de ejemplares vendidos, Gibney es uno de los mayores fenómenos literarios del año.»

The Times



El nuevo fenómeno del thriller internacional

Más de un millón de ejemplares vendidos

Best seller del Wall Street Journal y del USA Today

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CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Prólogo

Domingo


Día uno: lunes

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26


Día dos: martes

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43


Día tres: miércoles

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63


Día cuatro: jueves

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79


Día cinco: viernes

Capítulo 80


Epílogo


Carta al lector

Agradecimientos

Sobre la autora

Agradecimientos


A ti, lector, gracias por tu continuo apoyo.

Como escritora, dependo de mucha gente, y estoy agradecida de tener un equipo maravilloso trabajando conmigo. Me gustaría dar las gracias a Lydia Vassar Smith por su enorme aporte editorial en No digas nada. Un agradecimiento especial a Kim Nash y Noelle Holten, por su increíble trabajo en prensa, organizando blog tours y publicidad. Gracias también a aquellos que trabajan directamente en mis libros: Lauren Finger (producción) y Jen Hunt (editorial), Alex Crow y Jules Macadam (marketing), y Jane Selley, por sus excelentes habilidades de corrección.

Michele Moran es sencillamente brillante al dar vida a mis libros en formato audio en inglés, así que gracias a Michelle y al equipo de Audiobook Producers.

La comunidad de escritores me apoya mucho a mí y a mi trabajo. Gracias a todos los que me habéis escuchado, hablado conmigo y dado consejos, especialmente a mis colegas autores de Bookouture.

Gracias a los blogueros que dedican su tiempo a leer y dar su opinión y a participar en los blog tours. Y a todos los lectores que han publicado sus opiniones, os doy las gracias.

Mi agente, Ger Nichol, de The Book Bureau, trabaja incansablemente para promocionar mis intereses en casa y en el extranjero, junto con su equipo de subagentes. Gracias, Ger.

Querría mencionar el enorme trabajo de las bibliotecas y su personal. Gracias también a los medios locales y nacionales, y a las librerías.

Un agradecimiento especial a Monica y Robin Parker.

La familia lo es todo para mí. Sin esa red de apoyo, no sería capaz de perseguir mi sueño de escritora. Gracias a mi madre y a mi padre, William y Kathleen Ward, que siempre han creído en mí. Gracias también a Lily Gibney y familia. A mis hermanas, Marie Brennan y Cathy Thornton, y a mi hermano, Gerard Ward, gracias.

Mis hijos, Aisling, Orla y Cathal, que continúan sorprendiéndome con su determinación y ética laboral. Cuando eran adolescentes, perdieron a su padre por un cáncer, pero ahora se están convirtiendo en unos jóvenes adultos magníficos. Estoy tan orgullosa de vosotros y tan agradecida de teneros en mi vida… Nuestra familia sigue creciendo. Daisy, Shay y Caitlyn han traído una nueva dimensión a mi trabajo y lo han llenado de amor.

Todos los personajes de mis libros son ficticios, como también lo es la ciudad de Ragmullin, pero la vida real ha influenciado mi vida y mi escritura.

Por último, quiero dedicar No digas nada a mis amigos. Ya sabéis quiénes sois, y me siento afortunada de tener a un grupo de gente tan maravillosa en mi vida.

Prólogo


El olor a humo de las chimeneas en la urbanización le obstruía la garganta. Se apresuró e intentó contar los minutos y los segundos a medida que pasaban. Pero se sintió confundida y perdió la cuenta cuando otra punzada de dolor le perforó el abdomen. Cayó de rodillas mientras se agarraba la barriga con las manos.

Las farolas la guiaron a lo largo de la desolada carretera que pasaba tras la urbanización. Tenía los vaqueros empapados, y no estaba segura de si era de sangre o agua. Esperaba que no fuera sangre. Otra punzada de dolor la atravesó y se mordió el labio para ahogar el grito que amenazaba con salir de su garganta y escapar al aire cargado de polución.

La lluvia le pinchaba la piel como perdigones. La sensación la sorprendió. Porque, antes de que comenzara el chaparrón, solo pensaba en las agudas punzadas en la parte inferior de su cuerpo. Diluviaba y no tenía abrigo. Su fina camiseta pronto quedó empapada, al igual que los pantalones y los zapatos.

Giró a la derecha y se dirigió hacia el campo de fútbol, pero las luces estaban encendidas y una multitud se movía a trompicones alrededor de la sede del club. «Debe de ser una fiesta», pensó. Mientras regresaba por donde había venido, otra punzada de dolor agudo la hizo doblarse por la mitad.

—Todavía no. ¡Por favor! —gritó al cielo cargado de nubes.

La lluvia la ignoró. En cinco minutos había alcanzado el túnel que serpenteaba bajo el canal. No, no podía ir a la ciudad. Alguien podría verla, y no quería que la encontraran en ese estado. La gente ya cotilleaba lo bastante. Trepó por el terreno resbaladizo hacia el agua. Cuando alcanzó el sendero de gravilla, comenzó a correr por el borde del canal, rodeado de juncos, latas y barro. Le pareció oír a alguien detrás de ella. No tenía energía para darse la vuelta. «Aquí no hay nadie más», se dijo a sí misma. Solo eran las ratas corriendo por el agua del canal.

Y entonces sintió más dolor. Y todo cambió por completo.

Domingo


—¡Gol!

Mikey Driscoll golpeó el aire cuando la pelota aterrizó contra la red. Sus compañeros de equipo lo rodearon inmediatamente. ¡Sí! Era un héroe. Por fin. Durante los cinco minutos restantes del partido de los alevines jugó con una enorme sonrisa en la cara.

Sonó el silbato del árbitro y los hurras y los vítores se alzaron a coro por el aire mientras la multitud llenaba el campo. La mayoría eran padres y familiares de los muchachos victoriosos. Alguien alzó a Mikey en hombros. Ya no se sentía el más pequeño del equipo. Ahora era un gigante. ¡Sí!

Vio a su amigo Toby, que le sonreía desde la multitud, y le devolvió la sonrisa. Mientras lo llevaban hasta el borde del hastial del club para la entrega de la copa, recorrió con la vista la multitud para buscar a su madre. Su alegría se enturbió ligeramente. Por supuesto, no estaba allí. Nunca había ido a verlo a los partidos; ¿por qué lo haría ahora? Pero era la final. En cierto modo, había esperado que… Se tragó la decepción.

Se bajó de los hombros extraños a los que lo habían subido y buscó a sus compañeros. Puede que Mikey hubiera marcado el gol ganador, pero Toby era el capitán y recogería la copa. Mikey fue corriendo junto a él. Toby le sacaba una buena cabeza, y Mikey tuvo que levantar la vista para mirarlo y protegerse los ojos con una mano del sol que se ponía.

—¡Qué golazo! —exclamó Toby.

—Gracias —contestó Mikey—. ¿Puedo quedarme en tu casa esta noche? —Cruzó los dedos. Ya le había dicho a su madre que se quedaría en casa de Toby. «Por favor, di que sí», rogó en silencio.

Toby titubeó.

—Tengo que preguntárselo a mi madre.

—Vale. No te preocupes.

—¿Por qué quieres quedarte?

Antes de que Mikey contestara, Rory Butler, el entrenador del equipo, lo arrastró a él y a Toby hasta el frente de la multitud.

—Venga, chicos. Presentación de la copa y las medallas, ¡y luego os invito a todos al McDonald’s!

Se oyó un vitoreo y Mikey fue engullido por el resto del equipo, de modo que rápidamente quedó separado de Toby. Sudaba por el esfuerzo del partido y el calor de la tarde. ¿Y si antes iba a casa corriendo para darse una ducha? No. Le había dicho a su madre que se quedaría en casa de Toby, así que sería mejor que no apareciera de repente. «Ah, bueno —pensó—, los demás también apestarán, no solo yo».

Aceptó la medalla que le tendía Rory Butler, y entonces Toby alzó la copa. La multitud se dispersó y algunos de los padres se sentaron en sus coches y esperaron para llevar a los chicos al McDonald’s. El minibús del equipo estaba listo para desplazar a cualquiera que lo necesitara. Mikey siguió al resto del equipo hasta los lóbregos vestuarios.

—Ha sido el mejor partido de la temporada —dijo Rory mientras daba una palmada en la espalda a cada uno de los jugadores a medida que entraban.

El entrenador le caía bien a Mikey. Rory debía de tener más o menos la misma edad que su madre. «Treinta y pico», decía cada vez que alguien le preguntaba.

—Estoy muy orgulloso de vosotros, chicos. Basta de arenga, es hora de celebrar. Coged vuestras cosas y nos veremos en el McDonald’s. ¡Los nuggets y las patatas corren a mi cuenta!

Los chicos vitorearon otra vez antes de recoger sus cosas y luego, todavía vestidos con el uniforme y con las medallas, que colgaban de lazos verdes alrededor del cuello, partieron entre hurras.


* * *


Toby se sentía mal. Sí, habían ganado la final, y sí, todos estaban sentados comiendo nuggets y patatas fritas, y sí, tenían al entrenador más guay de todo el condado, pero…

Mikey lo miraba desde el otro extremo de la mesa con sus enormes ojos marrones tristes. «Mierda», pensó Toby. Tal vez podía llevarlo a casa, como le había pedido. Después de todo, Mikey ya había dormido en su casa. Pero Toby no quería que fuera esa noche. Su hermano mayor, Max, estaría en casa, y a Toby no le gustaba lo que sucedía en su casa cuando Max estaba por ahí. Nadie de su familia había ido a ver el partido, pero eso no le importaba. Estaba mejor sin ellos.

Se apartó el pelo claro de los ojos, su corte especial, los lados rapados con una pelambrera encima, como su madre lo describía. Mikey había tratado de no quedarse atrás y había pedido a su madre que le tiñera las puntas de rubio. Resultaba chocante. Horrible. Pero Toby nunca se lo había dicho a Mikey.

Se metió un nugget de pollo en la boca y masticó con fuerza. Conocía a Mikey desde que habían empezado la escuela; habían estado en la misma clase durante toda la educación primaria. Ahora estaban creciendo. Avanzando. ¿Seguiría Mikey siendo su amigo una vez que estuvieran en la escuela secundaria? Esperaba que sí. En ese momento se sintió triste al ver a Mikey recogiendo sus envoltorios de comida, con la medalla balanceándose orgullosamente mientras tiraba los restos a la basura.

Las risas y la charla lo rodeaban, pero lo único que Toby oía era el silencio entre Mikey y él. Siguió observándolo. Su amigo charlaba con Paul Duffy, el fisioterapeuta del equipo. Bueno, no era realmente un fisio, sino que era doctor. Un sucedáneo. Todo el mundo estaba allí. Barry, el hijo del doctor, que siempre se acoplaba y daba órdenes como si fuera el jefe. «Solo tiene quince años —pensó Toby—, ¡a mí no me manda!». La mujer de Paul, Julia, que a veces lavaba el uniforme. Wes el asqueroso, el conductor de autobús que los llevaba a los partidos que se celebraban fuera. Bertie Harris, que se creía que era el entrenador, pero que en realidad solo era el conserje del club. Y, por supuesto, Rory Butler. El verdadero entrenador. A Toby le gustaba Rory y le devolvió el gesto cuando este lo miró sonriendo.

«A la mierda —pensó—. Mikey puede quedarse en casa. Que le den a Max». Que le dieran a toda su familia. Recogió la caja de nuggets vacíos y los restos de patatas fritas. Se dirigía a la papelera cuando sintió una mano sobre el hombro. Se volvió.

—Toby, hoy has jugado muy bien.

Toby se escurrió del agarre de Bertie y sonrió con incomodidad al conserje.

—Sí, gracias. Ha sido un buen partido. Nos lo hemos pasado muy bien.

—Has estado fabuloso.

—Pero Mikey ha marcado el gol.

—También ha sido un gran gol. El joven Driscoll no marca demasiados, pero este ha sido uno importante. No te olvides de la fiesta de celebración el sábado que viene por la noche.

—No me olvidaré.

Toby recogió su bolsa y miró alrededor para buscar a Mikey. El local estaba lleno de gente y había mucho ruido. Era lo bastante alto para ver por encima de la gente sentada, para mirar y buscar. Pero no había ni rastro de su amigo.

—Mierda —dijo Toby. Justo cuando había decidido invitarlo a casa. Bueno, Mikey se lo perdía.


* * *


Mikey recordó que su madre estaría en el bingo y, de todos modos, no lo esperaba en casa. Pero tenía una llave. Y Toby se estaba comportando como un capullo.

Se colgó la mochila al hombro, puso una mano sobre la medalla que le colgaba del cuello y habló consigo mismo mientras caminaba. Primero se daría una ducha, luego actualizaría el FIFA en su PlayStation y, mientras tanto, elegiría algo para ver en Netflix. Uno de los chicos había mencionado una serie llamada Stranger Things. Sonaba muy guay. Sabía que su madre nunca le dejaría verla, pero estaba fuera, ¿verdad? ¡Sí! Golpeó el aire y comenzó a correr. Con el resto de la noche organizada, se sintió mucho mejor.

Cruzó en el semáforo y se dirigió hacia el túnel para coger un atajo a casa. Odiaba el túnel bajo el canal. Puaj. Siempre pensaba que las paredes se iban a rajar y que se ahogaría en las aguas enlodadas.

Pateó una lata de cerveza vacía y, mientras escuchaba el eco, oyó un vehículo murmurar junto a él. Siguió caminando. El coche le siguió el paso. Mikey se volvió y miró dentro por la ventanilla. Cuando vio quién era, sonrió.

—Hola —saludó.

—Sube. Te llevo a casa.

—Ah, no hace falta. No está lejos.

—Debes de estar hecho polvo. Voy en esa dirección.

—Bueno, vale.

Mikey se dirigió al lado del copiloto y abrió la puerta. Se sentó y se abrochó el cinturón. Oyó el clic del seguro automático de la puerta al cerrarse.

—Por Dios, Mikey, hueles que apestas.

—Sí, ¿verdad? —se rio Mikey nerviosamente.

—Yo puedo arreglarlo.

—¿Qué quiere decir? Ya casi estoy en casa. Ahí hay un montón de agua caliente —dijo, pese a que sabía que tendría que esperar media hora para que el calentador de inmersión calentara el tanque.

El coche giró a la izquierda cuando el semáforo se puso en verde y se dirigió hacia el puente de Dublín.

Mikey miró por la ventanilla mientras la confusión le formaba un nudo en el pecho.

—Eh, a mi casa se va por allí. Ahí atrás.

Pero no obtuvo respuesta.

—Va por el camino equivocado. —La sensación de alarma se extendió por el cuerpo de Mikey.

—Oh, Mikey, este es el camino correcto. No te preocupes, pequeño. Confía en mí.

Mikey se deslizó en el asiento con los pies sobre la bolsa y se arriesgó a lanzarle una mirada de reojo. ¿Confiar? No, Mikey no confiaba, pero ahora no podía hacer mucho más, ¿no era cierto?

Día uno

Lunes

Capítulo 1


El vuelo de Nueva York llegó temprano al aeropuerto de Dublín. Eran exactamente las 4.45 de la mañana mientras Leo Belfield esperaba en la fila del control de pasaportes. No estaba nervioso. No tenía nada que ocultar. Nada que declarar. Después de todo, era el capitán del Departamento de Policía de Nueva York. Pero sabía que el secreto de su nacimiento, y el secreto de su familia en este país, que nunca antes había pisado, eran cosas de las que no debía hablar. Había descubierto muchas cosas en los últimos seis meses. Desde que Alexis, su madre, había sufrido un ataque al corazón, había averiguado cosas sobre su familia que no estaba seguro de que ella tuviera intención de contarle. Pero aún no lo sabía todo. Por ahora.

«Ahora estoy aquí, Alexis —pensó—. En el país que intentaste dejar atrás. En el país del que nunca quisiste que supiera nada. Para buscar a la familia que me negaste».

Sonrió al agente del control de pasaportes y respondió a las preguntas mundanas.

—¿De vacaciones, señor?

—Sí, estoy de vacaciones.

—¿Va a recorrer el país?

—Me alojaré en el hotel Joyce de Ragmullin.

—Ah, sí, Ragmullin. En el centro del país. Muchos grandes músicos salen de ese rincón del mundo.

—No lo sabía —respondió Leo—. Es la primera vez que vengo.

—Espero que sea la primera de muchas. —El agente selló el visado y le devolvió el pasaporte a Leo—. Que disfrute de su estancia.

—No lo tengo muy claro —murmuró Leo para sí mientras guardaba el pasaporte azul en el bolsillo—. No lo tengo nada claro.


* * *


La inspectora Lottie Parker sacudió la ceniza de la colilla de su cigarrillo y la observó chisporrotear en el hormigón agrietado a sus pies.

—Eso es malo para la salud.

Lottie miró por encima del hombro y vio al sargento Mark Boyd de pie junto a su coche; se apoyaba en el techo mientras aspiraba con fuerza su propio cigarrillo.

—Le dijo la sartén al cazo —respondió la inspectora, y volvió la cabeza para seguir mirando la ruina que hasta hacía cinco meses había sido su casa.

Sintió que su compañero se acercaba.

—Quedarte mirándola no va a ayudar —señaló Boyd.

—Mi vida ha desaparecido en el humo.

—Sigues viva. Tus hijos están bien. Es una señal de que tienes que pasar página.

Lottie suspiró y hundió las manos en las profundidades de los bolsillos de sus tejanos.

—Ya sé que solo es cemento y barro.

—Eso es una canción, ¿no es cierto? Creo recordar a mi madre mencionándola.

—¿Y yo cómo voy a saberlo? —Sacudió la cabeza—. Y, por favor, no intentes cantarla.

—No lo haré.

—De todos modos, ¿qué te trae por aquí? No creo que quieras regodearte en la miseria conmigo. —Su casa había ardido en febrero. Pensó que había sido un incendio provocado, pero resultó ser un fallo eléctrico. Aunque todavía no estaba convencida de que esa hubiera sido la única causa.

Levantó la vista y se encontró a Boyd, que la miraba. Alto y delgado, con las orejas un poco de soplillo, su pelo muy corto más gris que negro y una ligera sombra de barba en su barbilla; nada propio de Boyd.

—McMahon te busca, como de costumbre —dijo Boyd.

—¿Qué hora es?

—Acaban de dar las nueve.

—¿Es que el comisario no puede darme cinco minutos para mí?

—Lottie, llevas meses viniendo aquí cada mañana. No va a convertirse en un fénix y alzarse de sus cenizas. —El sargento levantó la mano cuando ella abrió la boca para protestar—. Tu casa de los recuerdos ya no existe. Como ya te he dicho, tienes que tomártelo como una señal y pasar página.

Lottie se mordió el labio y pensó en su marido, Adam, que había muerto hacía ya cinco años. Esa era la casa en la que habían vivido desde el día en que se casaron. La casa en la que habían criado a Katie, Chloe y Sean, sus tres preciosos hijos. Quemada hasta los cimientos. Desaparecida. Todo había desaparecido. ¿Tenía razón Boyd? ¿Era una señal? Lottie no lo sabía. Ya no sabía nada.

—¿Te apetece una copa? —propuso la inspectora.

—¡Dios, Lottie! Son las nueve de la mañana. Vamos. ¿Dónde está tu coche?

—He venido andando.

—¿Desde casa de tu madre?

—Pensé que hacía una buena mañana para dar un paseo. —Levantó la vista al cielo azul oscuro y vio las nubes amenazantes que se arremolinaban con fuerza, pese al sol perezoso. Sabía que Boyd no se lo iba a tragar—. El coche no arrancaba, así que llamé a Kirby para que me acercara. Me ha dejado de camino al trabajo. Hoy está de muy buen humor.

—Debe de ser su chica —dijo Boyd—. Gilly O’Donoghue es como un tónico para él. De todos modos, deberías haberme llamado a mí. Te llevaré a la comisaría. —Caminó hacia el coche—. ¿Vienes o te vas a quedar mirando esa ruina durante el resto del día?

Lottie pateó la colilla de su cigarrillo, sacó el paquete y preguntó:

—¿Tienes mechero?

Boyd alzó una ceja.

—No voy a prender fuego a los escombros, si eso es lo que pensabas. Quiero un cigarrillo, y Kirby me encendió el último porque no tengo mechero ni cerillas. —Las lágrimas amenazaban con salir. «Dios —pensó—, estoy incluso peor que la maldita casa». Ladrillos y argamasa. Eso era todo lo que era. Pero había sido más, mucho más. En esa casa habían vivido todos sus recuerdos, y ahora no era nada.

—Sube. —Boyd le abrió la puerta del coche.

Lottie se encogió de hombros e hizo lo que le decían. No estaba de humor para peleas. Entonces recordó por qué había ido a buscarla.

—¿Te ha enviado McMahon? ¿Por qué siempre quiere verme? —El comisario en funciones David McMahon la tenía atada muy corta. Papeleo y más papeleo. Estaba segura de que él lo disfrutaba.

—Adivina. —Boyd encendió el motor, dio marcha atrás y salió de la urbanización.

—Problemas —dijo ella.

—Probablemente.

Capítulo 2


Lottie se entretuvo en el parking de la comisaría después de que Boyd aparcara el coche.

—Ve tirando. Solo necesito un poco de aire fresco.

—Será mejor que te des prisa. No pienso poner más excusas por ti. —El sargento entró en el edificio.

¿Por qué se sentía tan decaída? Puede que fuera la convivencia hacinada en casa de su madre. Con Katie, de veintiún años, y su hijo, Louis; Chloe, de diecisiete años; y Sean, de quince, estaban realmente apretados. Pero Rose les había ofrecido su casa después del incendio y Lottie había aceptado de un techo bajo el que resguardar a su familia.

Aunque no iban a quedarse mucho más tiempo. Lo tenía solucionado. Entonces, ¿cuál era el problema? Respiró profundamente y rechazó el anhelo de otro cigarrillo mientras se juraba que lo iba a dejar. Encontró un Xanax en el bolsillo de los tejanos y se lo tragó. Con suerte, la calmaría.

Entró en el edificio y dejó que la puerta batiente se cerrara tras ella. En el área de recepción saludó con la cabeza a la sargento que estaba en el mostrador de la entrada, la garda O’Donoghue, y se dispuso a introducir el código que abría la puerta interior. Antes de que introdujera el segundo dígito, oyó un chillido a sus espaldas.

Se dio la vuelta y se encontró cara a cara con una chica adolescente con unos enormes ojos negros muy abiertos, el pelo empapado que se le pegaba a las mejillas y una expresión salvaje. Sus pantalones estaban desgarrados, la bragueta, bajada, y los pies, descalzos. La camiseta, blanca originalmente, parecía que se hubiera teñido con sangre.

De forma involuntaria, Lottie dio un paso atrás y chocó contra la puerta. Abrió la boca, pero las palabras se negaron a formarse.

La chica habló.

—Creo que lo he matado —susurró.

Lottie se recompuso y dio un paso adelante.

—¿Qué has dicho?

La joven alzó la voz. El sonido era gutural, como animal.

—Lo he matado.

Y entonces cayó desmayada al suelo.

La médica de guardia insistió en que había que llevar a la chica a un hospital. La ambulancia llegó en diez minutos y Lottie se montó en la parte trasera con ella.

Shock e hipotermia —apuntó la doctora. Mientras contemplaba el pálido rostro bajo la máscara de oxígeno, Lottie se preguntó cómo la chica podía sufrir de hipotermia en el cálido clima de julio. Pero esa era la menor de sus preocupaciones.

El paramédico monitoreó meticulosamente la presión sanguínea y otras constantes vitales.

—El ritmo cardíaco es muy bajo —dijo.

—¿Quién eres? —le susurró Lottie a la chica.

—No creo que pueda contestarte —comentó el paramédico. La insignia con el nombre en su uniforme verde indicó a Lottie que se llamaba Steven.

—No soy estúpida —saltó. Al ver que el hombre bajaba la vista, añadió—: Lo siento.

—No pasa nada. ¿Qué ha hecho?

—No tengo ni idea. —Lottie comprobó las bolsas de pruebas que había colocado a toda prisa sobre las manos de la chica para preservar cualquier pista sobre un crimen que ignoraba—. ¿Sabes qué le pasa?

—No es que quiera hacerme el listo, pero no tengo ni idea. —Steven sacudió la cabeza y comprobó el monitor—. La presión sanguínea está peligrosamente baja.

—No dejes que muera —pidió Lottie—, por favor.

El hombre asintió.

La sirena se fue apagando y el motor se detuvo. Las puertas se abrieron y Lottie salió de un salto, luego se echó atrás para permitir que Steven y el conductor sacaran la camilla. Desplegaron las ruedas de la camilla y entraron en el hospital mientras las puertas automáticas se abrían. Lottie los siguió.

—No dejéis que muera —repitió mientras un celador pasaba a la chica a otra camilla en el box de urgencias.

Cuando cerraron las cortinas y dejaron a Lottie fuera, llamó a Boyd.

Compró una Coca-Cola light en la tienda del hospital y se quedó fuera, junto a la puerta principal, para fumarse un cigarrillo rápido, hasta que se dio cuenta de que no se permitía fumar en los alrededores. De todos modos, tampoco tenía mechero.

Boyd aparcó en zona prohibida.

—¿Alguna novedad?

—La están atendiendo.

—¿Sabes quién es?

—Joder, Boyd. Apareció en la puerta cubierta de sangre, dijo: «Creo que lo he matado», y se desmayó.

—Así que no tienes ni idea de qué ha pasado.

Lottie volvió la cabeza de golpe.

—Ya te he dicho todo lo que sé.

—Eh, no pierdas los papeles.

—Me cago en Dios, Boyd. —Giró sobre los talones y volvió a entrar en el hospital. Algunos días la sacaba de sus casillas, y hoy era uno de esos días.

Buscó al especialista que se había encargado de la chica.

—Doctor Mohamed —dijo Lottie mientras mostraba la placa—. ¿Qué puede decirme?

El médico tenía los ojos cansados y la piel un poco colgante, aunque Lottie calculaba que solo tendría unos treinta y pocos años.

—Ha perdido mucha sangre —respondió el hombre—. Puede que tengamos que hacerle una transfusión. Estoy controlando su progreso y tomaré una decisión pronto.

Lottie frunció el ceño. No había visto ninguna lesión.

—¿Cómo se hirió?

—No está herida en ese sentido. ¿No lo sabe?

—¿Saber qué?

—Ha dado a luz. Hace muy poco. La placenta aún estaba en su sitio, adherida al útero, y eso causó la hemorragia. Ya la hemos extraído.

Lottie digirió esta información y se preguntó dónde estaba el bebé de la chica. ¿Cómo y por qué había llegado a la comisaría y había pronunciado esas palabras culpables de confesión? Sintió la presencia de Boyd junto a su hombro y esperaba que él pudiera hacer preguntas pertinentes al doctor, porque toda lógica había abandonado su cerebro y estaba sin habla.

—¿Qué posibilidades tiene de sobrevivir? —preguntó el sargento.

—Hemos llegado a tiempo. Creo que se recuperará. De todos modos, si están pensando en interrogarla, no será hoy.

—Si dice cualquier cosa, háganoslo saber —pidió Lottie—. Y si descubre quién es…

—Les informaré.

Dicho esto, el doctor se alejó por el estrecho pasillo repleto de pacientes indefensos en camillas. Un agente uniformado llegó y Lottie le dio instrucciones para que montara guardia fuera de la habitación donde se encontraba el box de la chica.

—Tenemos que volver sobre sus pasos —dijo la inspectora.

Boyd se encogió de hombros y preguntó:

—¿Y cómo propones que lo hagamos?

—Trabajo policial a la vieja usanza. —Empujó las puertas dobles—. Necesito que me lleves a la comisaría.

Capítulo 3


Sean Parker, de quince años, se sentía feliz por primera vez desde que habían empezado las vacaciones escolares. Había estado en el partido de fútbol de la tarde anterior y había felicitado al joven Mikey por su gran gol. Conocía a Mikey de cuando el chaval jugaba a hurling, aunque Sean ya no jugaba demasiado. Durante una época incluso había ayudado al entrenador.

Un compañero de clase, Barry Duffy, también había estado allí y le había mandado un mensaje esa mañana para ver si le apetecía ir a pescar. Se habían hecho amigos cuando Sean se había mudado a casa de su abuela, que estaba cerca de la de Barry.

El chico miró al agua del canal, donde de vez en cuando las pequeñas olas movían los juncos de aquí para allá. A lo lejos oía el murmullo del tráfico. La campana de la catedral tocó. Los gases de la depuradora llenaban el aire con un olor nauseabundo. Pasaba todos los veranos. «Debe de ser el calor», pensó. Una leve brisa hizo crujir los árboles. Las aguas del canal se agitaron con pequeñas olas cuando una polla de agua cruzó nadando.

—Me gusta tu caña de pescar —dijo Barry—. ¿De dónde la has sacado?

Sean subió detrás de Barry por la orilla hasta el sendero que discurría junto al borde del canal.

—Era de mi padre.

—Creía que me habías dicho que todas tus cosas se habían quemado en el incendio.

—Las cosas del cobertizo sobrevivieron. —Sean se acomodó la vieja bolsa verde del ejército sobre el hombro y sostuvo la caña de pescar de su padre con ambas manos—. ¿Dónde quieres que nos pongamos?

—Un poco más allá. Ayer pesqué una trucha por ahí.

—Mentiroso —se rio Sean.

El sendero se abrió frente a ellos una vez que cruzaron el puente de Dublín. Sean alcanzó a Barry y caminaron el uno junto al otro hasta que llegaron a la zona donde el canal se juntaba con el río.

—Este es el mejor lugar —dijo Barry, y dejó caer la bolsa.

Sean decidió no discutir. Barry le ofreció una lata de sidra. Mierda, su madre lo mataría. Pero no se enteraría, así que la aceptó, la abrió y bebió un trago. Miró el sol y acechó en el cielo.

Sí, iba a ser un gran día.

Capítulo 4


Hope abrió los ojos. Estaba tumbada boca arriba y miraba al techo. Veía gotas de sangre salpicadas en forma de V justo encima de su cabeza. Miró a su brazo, donde el tubo de una vía iba desde su muñeca ensangrentada hasta una bolsa de goteo.

El bebé ya no estaba. Eso lo sabía. El diminuto cuerpo que había crecido en su barriga durante los últimos nueve meses, que se había retorcido y movido, ya no estaba. El dolor había disminuido, pero sentía la sombra del pequeño, como si se hubiera negado a marcharse incluso después de la última contracción y del último estallido de dolor. ¿Y después de eso? No recordaba nada.

—Oh, estás despierta. —Una enfermera con una bata blanca levantó la muñeca de Hope, agitó un poco la bolsa y le ajustó un monitor de presión sanguínea en la parte superior del brazo.

El silbido del brazalete, que se expandía, pellizcó el brazo de Hope, pero no era nada comparado con el dolor que había experimentado hacía unas horas. ¿O hacía días? No se acordaba de lo que había pasado. ¿Por qué no?

—¿Cuánto… cuánto tiempo llevo aquí? —Su voz sonaba áspera, no parecía la suya.

—Te han traído en ambulancia hace más o menos una hora. —La enfermera anotó algo en el historial pegado al pie de la cama—. ¿Puedes decirme cómo te llamas?

—¿Qué? ¿Por qué quiere saberlo?

—En primer lugar, no puedo seguir llamándote «la chica del box tres». Y, en segundo lugar, lo necesitamos para nuestros registros.

Hope jugueteó con la idea de dar un nombre falso. Pero sabía que, tarde o temprano, la descubrirían.

—Hope Cotter.

—¿Dirección? —La enfermera anotaba en un portapapeles.

—Calle Munbally Grove, número 53. —Hope esperaba una reacción al dar una dirección de la zona mala de la ciudad. Pero no hubo ninguna. ¿Y cómo era posible que recordara todos esos detalles, pero no lo que la había conducido hasta allí?

—Me encargaré de que un doctor venga para charlar contigo. Ahora no hables más, y no vuelvas a dormirte todavía, ¿entendido?

—¿Ha dicho algo de una ambulancia? ¿Cómo…? ¿Quién…? No lo entiendo…

—¿Qué te he dicho sobre lo de hablar? Descansa. El doctor contestará a todas tus preguntas. —La enfermera iba a marcharse, pero se dio la vuelta—. Los gardaí también quieren hablar contigo.

—¿Qué?

Pero la puerta ya se había cerrado, y había dejado a Hope sola con sus recuerdos confusos y un nudo de miedo que se tensaba en su pecho. ¿Por qué quería hablar con ella la policía? No sabía lo que pasaba.

Pero había una cosa de la que estaba segura.

Tenía que marcharse de allí.

Y pronto.

Capítulo 5


—¿A quién ha matado? —Sentado en su escritorio, con el pelo negro que le caía sobre la frente, el comisario en funciones David McMahon miraba fijamente a Lottie, como si quisiera partirla por la mitad con un láser.

Lottie se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y se apoyó contra la pared del despacho.

—Eso es un poco atrevido, señor.

—No lo creo. —Se cruzó de brazos y se recostó en la silla. «Como empiece a girar —pensó Lottie—, voy a ser yo quien lo haga dar vueltas». Pero no se movió.

El comisario continuó:

—Aparece en la comisaría cubierta de sangre y anuncia, y cito literalmente: «Creo que lo he matado». Eso me suena a que hay un cadáver por ahí esperando a que lo encuentren.

—Según el especialista de urgencias, había dado a luz a un bebé y la placenta todavía estaba intacta, lo que causó una gran hemorragia. Es probable que la sangre fuera suya.

—¿Qué pasa, ahora eres doctora? —gruñó McMahon—. ¿Ya han hecho los análisis de sangre?

—Los están haciendo ahora mismo.

—Así que no sabes realmente si la sangre que tenía en la ropa era suya o de otra persona.

—Todavía no —admitió Lottie. Apretó los puños con las manos en los bolsillos. Estaba segura de que McMahon sabía que la estaba exasperando. Como de costumbre. Pero debía admitir que tenía razón.

—Por lo tanto, tienes que tratarla como a una sospechosa de asesinato. Esto es prioritario. Sal y encuentra el cadáver.

—Con todo el respeto, señor…

—No hay nada más que decir. —McMahon se puso en pie y se apartó el pelo de los ojos, que eran como dos alfileres que se clavaban en Lottie. Se alisó el chaleco de doble botonadura y se abrochó la chaqueta—. Ponte a ello, Parker.

—Me cago en Dios —dijo entre dientes mientras se apartaba de la pared y salía del despacho.

McMahon se la tenía jurada desde el primer día. Todavía no había llegado al límite, pero cada día se acercaba más. Lottie le había dado su merecido en un caso del pasado octubre, cuando lo habían enviado desde la brigada antidroga. Pero, cuando su comisario, Myles Corrigan, había tenido que coger la baja, McMahon se le había adelantado y había reclamado el puesto en funciones. Para seguir con el castigo, la bombardeaba continuamente con papeleo, cosa que Lottie odiaba, y la pila crecía proporcionalmente a lo que disminuía su paciencia. Cada mañana la hacía ir a su despacho para controlar su progreso. Al menos esa mañana la cantinela había sido distinta.

Se dirigió hacia su propio despacho, situado al fondo del área principal. Era poco más que un cubículo, similar al espacio que su chica desconocida ocupaba en el hospital en ese momento. Pero al menos Lottie tenía una puerta de cristal en vez de una cortina. ¿Dónde estaba el bebé de la chica? ¿Y estaría vivo o muerto?


* * *


Los detectives Larry Kirby y Maria Lynch estaban sentados en sus respectivos escritorios y ninguno levantó la cabeza cuando Lottie pasó junto a ellos.

—¿Dónde está Boyd? —preguntó al reparar en su silla vacía.

Dos pares de hombros que se encogieron fueron toda la respuesta que recibió.

—¿Qué pasa con todo el mundo? —Sabía que era una pregunta retórica, pero, aun así, le molestó que ninguno de los detectives respondiera.

—Como queráis —masculló, y cerró la puerta de un portazo. Se hundió en la silla y deseó poder escaparse a una isla desierta. Pero no iba a pasar. No con tres hijos y un nieto de los que encargarse.

Clicó en su ordenador, entrecerró los ojos para tratar de recordar la contraseña y apartó el teclado de un manotazo.

Su móvil vibró. La palabra «Madre» apareció en la pantalla. Rechazó la llamada. ¿Es que esa mujer no podía dejarla en paz mientras estaba en el trabajo? Ya era bastante malo que Lottie tuviera que vivir en su casa y pasar las tardes con ella. Al menos estaba decorando una casa de alquiler con la ayuda del marido de Maria Lynch, Ben, pero el día en que ella y los niños pudieran mudarse no llegaba lo bastante rápido. Esperaba que fuera a principios de la semana siguiente. Sabía que sus hijos también necesitaban su propio espacio. Y pronto. De lo contrario, Katie corría el peligro de asesinar a su hermana menor. ¿Y Sean? Bueno, él no daba problemas…

El teléfono fijo sonó. Su madre no podía ser tan insistente, ¿no? Pero quien llamaba era una enfermera del hospital. Con novedades.

Lottie anotó el nombre y la dirección de la adolescente ensangrentada y colgó. Justo cuando estaba a punto de marcharse, el móvil volvió a vibrar.

—Mira, madre, estoy ocupada —dijo al descolgar sin mirar quién llamaba.

—Lottie, ¿estás bien? —Era el padre Joe.

—Lo siento. Creí que eras… Oh, ya sabes. —Se sintió exasperada y se dejó caer en la silla de nuevo—. ¿Sucede algo?

—¿Podrías venir a la catedral unos minutos? Quiero hablar un momento contigo.

Lottie sabía que debería comprobar la dirección de Hope antes de regresar al hospital para interrogarla.

—Claro. ¿Dónde nos vemos?

—Estaré dentro, junto a la puerta principal.

Mientras colgaba, Boyd asomó la cabeza por la puerta.

—¿Me buscabas?

—¿Te apetece dar un paseo?

Capítulo 6


Urgencias estaba hasta arriba. Doctores y enfermeros frenéticos. Camilleros y celadores que corrían de un lado a otro. Hope encontró su ropa en una bolsa de plástico azul en un escalón de metal bajo la cama. Se arrancó la vía, se quitó la bata del hospital y se puso los vaqueros de cintura elástica ensangrentados, que todavía estaban húmedos. Su abdomen protestó de dolor, pero se los puso igualmente. La camiseta estaba hecha un desastre, pero de todos modos se la puso. Tenía compresas entre las piernas y le resultaba incómodo moverse. La enfermera le había dicho que la habían traído al hospital desde la comisaría. ¿Por qué había ido allí? ¿Había hecho algo terrible? Fuera lo que fuera, sentía con una certeza antinatural que tenía que salir de ahí.

No había ni rastro de su sudadera. No sabía si al llegar la llevaba puesta o no. Y no había zapatos. ¿Dónde diablos estaban sus zapatos? Tendría que ir descalza.

Lentamente, apartó la cortina y se escurrió detrás de un celador que empujaba a un paciente en silla de ruedas hacia una puerta con un cartel de «Rayos X». A la izquierda vio una puerta de emergencia que tenía un letrero que, con enormes letras rojas, prohibía abrirla.

Ignoró las instrucciones y empujó hacia abajo la barra horizontal. No sonó ninguna alarma. Una vez que estuvo fuera, dejó que la puerta se cerrara tras ella.

Sentía el suelo duro bajo las plantas de los pies, pero tenía que seguir. Mantuvo los brazos cruzados sobre el pecho para abrazarse a sí misma y esconder la camiseta ensangrentada, y se dirigió hacia la salida trasera, que daba a la calle principal. Sabía que el canal aparecía por allí en alguna parte. Solo tendría que encontrarlo. Y entonces podría llegar a casa con relativa facilidad y sin que la vieran.

Mientras subía los escalones que llevaban al sendero del canal, un calambre le asaltó el abdomen, seguido de un dolor desgarrador. Pero siguió adelante.

No recordaba nada desde justo antes de que el bebé saliera de su vientre.

Y entonces la asaltó un pensamiento horrible. ¿Dónde estaba su bebé?


* * *


El sol se hundió detrás de una nube y el agua se oscureció.

—Esto no es muy divertido —se quejó Sean.

Barry tiró la lata de sidra vacía al centro del canal y cogió su caña mientras una rata se escurría entre los juncos.

—Eres un quejica. Vuélvete a casa, si quieres.

—No quería decir eso. —Sean no estaba seguro de qué quería decir, pero no pretendía molestar a Barry. Era guay salir con alguien que no fuera su amigo Niall. ¿No era cierto? Y Barry era popular. Era diferente. Sean bebió un trago de su propia lata y la tiró, todavía medio llena, al agua.

—Veamos si hay más ratas listas para atacar —dijo. Forzó la voz para que sonara valiente, pero la risa murió en su garganta.

—¿Qué pasa? —preguntó Barry.

—¿Ves eso?

—¿De qué hablas?

—Eso…, esa cosa de ahí…, ¿qué es?

—No veo nada. De todos modos, no me gustan los bichos de cuatro patas. —Barry comenzó a guardar sus útiles de pesca en la bolsa—. Vayamos más lejos.

—Vale —accedió Sean, aunque no llevaban mucho tiempo allí.

Al moverse las nubes, una suave brisa se alzó y los juncos se mecieron. Sean sintió que sus ojos se abrían más, como su boca, en señal de protesta. Dejó caer la bolsa de pesca y recogió su caña de pescar mientras se inclinaba hacia delante y hurgaba entre los juncos.

—Pero ¿qué…? Joder, Barry. Mira. Ahí no. Por aquí, idiota. ¿Qué es?

Barry se acercó hasta Sean.

—Parece… ¿Es humano? —dijo.

—Necesito verlo mejor. —Sean hurgó con la caña—. Hostia puta, Barry. Tenemos que llamar a la policía.

—¿Por qué?

—Sea lo que sea, está… está m-muerto —tartamudeó—. Y parece muy pequeño.

—¿No puede ser un perro o algo así? —preguntó Barry.

—No es un perro, capullo. No tiene pelo. —Sean sujetaba el teléfono en la mano.

—Ni siquiera te sabes el número de la policía.

—Mi madre es inspectora. —Trató de llamarla, pero no respondió—. Voy a llamar al número de emergencias.

—¿Qué hacemos con el alcohol?

—No creo que nos registren a nosotros.

Cuando respondieron a su llamada, Sean dio los detalles y entonces colgó. Siguió hurgando entre los juncos con la punta de la caña de pescar. De repente, una rata nadó junto al borde de la orilla y él dejó caer la caña justo cuando pinchó la cosa. A duras penas fue lo bastante rápido para evitar que se hundiera.

Barry se dio la vuelta y comenzó a correr.

—¡Eh! —gritó Sean—. ¿Qué pasa contigo? Vuelve.

—Es un cadáver —gritó Barry—. Pero es… es un…

Se oyeron las sirenas sobre el puente.

—Ahora es demasiado tarde. Será mejor que esperes. Les he dicho que éramos dos.

Cuando vio el rostro pálido de Barry, Sean se volvió para mirar en el agua una vez más.

—Hostia puta —maldijo Barry, y al momento vomitó.

Capítulo 7


El aire era fresco pese al sol de julio y, por un momento, Lottie pensó que debería haberse llevado una chaqueta al salir. Cogió el cigarrillo encendido de Boyd e inhaló.

—Ya va siendo hora de que te compres los tuyos —dijo este.

—¿Por qué iba a hacerlo si eres tan generoso?

—¿A dónde vamos?

Estaban en el primer escalón frente a la comisaría. Lottie miraba fijamente hacia la catedral y pensaba en el padre Joe. Tenía que mantenerlo de su lado. Sería un buen confidente ahora que Boyd estaba haciendo una ruta enrevesada a su alrededor en el frente personal. No podía culparlo. Se había distanciado de él durante demasiado tiempo y, cuando Boyd le había pedido compromiso, ella había retrocedido. Era culpa suya. Pero sabía que su vida era demasiado complicada para compartirla con nadie más que con sus hijos y su nieto. ¿Y su madre, Rose? Ella era un problema en sí misma. Una historia familiar tergiversada que Lottie no tenía ganas de afrontar en ese momento.

Lottie vio al padre Joe dentro, justo al lado de la entrada principal. Sintió que Boyd se tensaba junto a ella. Tiró el cigarrillo y cruzó la calle para saludar al sacerdote.

—Buenos días —saludó—. ¿Tenías algo que decirme?

—Puede que no sea nada, pero hay algo que querría hablar contigo —dijo el padre Joe—. En privado.

Lottie se volvió hacia él. Mierda, ahora lo tendría todo el día con mala cara.

—¿Nos darías unos minutos?

—Primero quieres que venga contigo, y luego… Asumiré que no es una petición —respondió Boyd. Resopló, luego apagó el cigarrillo con la suela del zapato y volvió a entrar a la comisaría dando pisotones.

—Lo siento —se disculpó el padre Joe.

—Oh, no te preocupes por Boyd. Ya se le pasará —dijo Lottie—. Pareces inquieto.

—Caminemos un poco y charlemos.

Entraron en la catedral.

—¿Cómo van las cosas en casa de tu madre? —preguntó el sacerdote.

—Apretujadas —contestó Lottie entre risas.

—¿Cuánto tiempo tenéis que quedaros allí?

—Ya no mucho. En contra de mi criterio, he aceptado una casa por un alquiler simbólico, de, entre todas las personas, Tom Rickard. Lo recuerdas, ¿verdad?