FRÉDÉRIC LENOIR

SÓCRATES, JESÚS, BUDA

Tres maestros de vida

 

 

 

 

 

Lo importante no es vivir,

sino vivir según el bien.

SÓCRATES

 

Hay más alegría en dar

que en recibir.

JESÚS

 

Que todos los seres sean felices.

Ya en esta vida o aun al renacer,

que sean todos

perfectamente felices.

BUDA

PRÓLOGO

¿SER O TENER?

 

La pregunta es tan antigua como la historia del pensamiento, pero se plantea hoy con acuciante intensidad. Ciertamente, estamos inmersos en una crisis económica de inusuales proporciones, que debería poner en tela de juicio nuestro modelo de desarrollo basado en un crecimiento permanente de la producción y el consumo. Por no ser yo economista, no sabría atar convenientemente todos los cabos de la situación actual, pero, desde el punto de vista filosófico, presiento que esta puede tener un efecto positivo, y eso a pesar de las dramáticas consecuencias sociales que muchos padecen y que todos observamos.

La palabra «crisis» significa en griego «decisión», «juicio», y nos remite a la idea de un momento bisagra en que «toca tomar la decisión». Atravesamos un período crucial que nos impele a tomar opciones fundamentales, si no queremos que todo empeore, cíclicamente quizá, pero con seguridad. Estas opciones han de ser políticas, empezando por un saneamiento necesario y un control más eficaz y justo del aberrante sistema financiero en el que nos movemos hoy. También le competen estas decisiones al conjunto de la ciudadanía, que puede reorientar la demanda hacia la compra de bienes más ecológicos y solidarios. La salida sostenible y duradera de la crisis dependerá desde luego de si estamos verdaderamente determinados a cambiar las reglas del juego financiero y nuestros hábitos de consumo. Pero con esto, ciertamente, no será suficiente. Lo que tendremos que cambiar serán nuestros estilos de vida, basados en un crecimiento constante del consumo.

Desde la revolución industrial, y más todavía desde los años sesenta del siglo pasado, vivimos en una civilización que hace del consumo el motor del progreso. Un motor no solo económico, sino también ideológico: el progreso es poseer más. La publicidad, omnipresente en nuestras vidas, no se cansa de declinar esta creencia bajo todas sus formas. ¿Acaso se puede ser feliz sin poseer el último modelo de automóvil, el lector de DVD o teléfono móvil de última generación, un televisor y un ordenador en cada cuarto de la casa? Esta ideología, en la práctica, casi nunca se cuestiona: si puede ser, ¿por qué privarse? Y una mayoría de individuos por todo el planeta tienen la vista puesta en ese modelo occidental, que hace de la posesión, de la acumulación y del cambio permanente de los bienes materiales el sentido último de la vida. Cuando este modelo se agarrota, el sistema descarrila; cuando quede evidente que ya no se puede seguir consumiendo indefinidamente a este ritmo desenfrenado, que los recursos del planeta son limitados y que urge compartirlos; cuando quede claro que esta lógica no solo es reversible, sino que produce efectos negativos a corto y largo plazo, al fin podremos hacernos las preguntas correctas. Podremos interrogarnos sobre el sentido de la economía, sobre el valor del dinero, sobre las condiciones reales para el equilibrio de una sociedad y la felicidad individual.

Ahí es donde creo que la crisis puede y debe tener un impacto positivo. Puede ayudarnos a refundar nuestra civilización –planetaria por primera vez– asentándola sobre otros criterios que no sean el dinero y el consumo. Esta crisis no es meramente económica y financiera, sino también filosófica y espiritual. Hace que nos planteemos los interrogantes universales: ¿qué hace feliz al ser humano?, ¿qué se puede considerar como auténtico progreso?, ¿qué condiciones requiere una vida social armónica?

Las tradiciones religiosas intentaron aportar respuestas a estas preguntas fundamentales. Mas, porque se encerraron en posturas teológicas y morales demasiado rígidas, porque no siempre fueron modelos de virtud y de respeto del ser humano, las religiones, en especial los monoteísmos, ya no les dicen nada a muchos de nuestros contemporáneos. No queda más remedio que constatar que hoy un gran número de conflictos y numerosos actos violentos son debidos, directa o indirectamente, a las religiones. La inquisición medieval o el gobierno islámico del actual Irán son ejemplos de la imposible reconciliación entre el humanismo y la teocracia. Y, dejando a un lado el modelo teocrático, a las instituciones religiosas les cuesta responder a la demanda de sentido de los individuos, ofreciéndoles dogmas y normas en su lugar.

La cuestión de la verdadera felicidad, de la vida justa, del sentido de la existencia, se me planteó a una edad temprana, cuando era todavía un adolescente. La lectura de los diálogos de Platón fue una auténtica revelación. En ellos, Sócrates hablaba del conocimiento de sí, de la búsqueda de lo verdadero, de lo bello, del bien, de la inmortalidad del alma. Afrontaba sin rodeos esas preguntas que me atormentaban. Y lo hacía de un modo que me parecía convincente, a la inversa de todas las respuestas prefabricadas e insatisfactorias del catecismo de mi infancia. Unos año más tarde, cuando ya andaba por mis dieciséis años, descubrí la India, y en especial a Buda1. Diferentes obras iniciáticas y noveladas –Siddharta, de Hermann Hesse, o El Tercer Ojo, de Lobsang Rampa– me condujeron a una obra pequeña pero admirable: Lo que el Buddha enseñó, de Walpola Rahula. Nuevamente se me encendió la luz: percibía el mensaje de Buda tan bien como el de Sócrates por su exactitud, su profunda coherencia, su racionalidad, su exigencia llena de mansedumbre. Podía haberme conformado con ellos por la abundancia de alimento que aportaban a mi mente, pero no tardaría en hacer un tercer encuentro decisivo: con diecinueve años abrí los evangelios por primera vez. Por casualidad me topé con el evangelio de Juan, que me causó una profunda conmoción. No solo las palabras de Jesús hablaban a mi inteligencia, sino que me llegaban al corazón. Pude comprobar entonces la existencia del desfase, a veces abismal, que separa sus palabras increíblemente audaces, que liberan al individuo haciéndolo responsable, del discurso moralizante de tantos cristianos y cristianas que paralizan al individuo cargándolo de culpas.

Desde hace más de veinticinco años, Buda, Sócrates y Jesús son mis maestros de vida. Aprendí a codearme con ellos, a convivir con sus pensamientos, a meditar sus hechos, sus diferencias y convergencias. Al final, estas me parecían más importantes. Porque, a pesar de la distancia geográfica, temporal y cultural que los separa, sus vidas y enseñanzas coinciden en puntos esenciales. Este testimonio y mensaje, que me ayudan a vivir desde hace tantos años, quiero compartirlos. Estoy convencido de que responden a las preguntas y a las necesidades más profundas planteadas por la crisis planetaria que estamos atravesando.

Porque la verdadera pregunta que nos hacemos es la siguiente: ¿puede el ser humano ser feliz y vivir en armonía con los demás en una civilización edificada por completo en torno a un ideal del «tener»? No, responden con rotundidad Buda, Sócrates y Jesús. El dinero y la adquisición de bienes materiales no son más que medios, valiosos desde luego, pero nunca un fin en sí. El deseo de posesión es, por naturaleza, insaciable. Y engendra frustración y violencia. El ser humano está hecho de tal manera que desea constantemente poseer lo que no tiene, aun cuando tenga que arrebatarlo por la fuerza en la casa de su vecino. Pero, una vez atendidas sus necesidades materiales básicas –alimentarse, tener un techo y los medios para vivir decentemente–, la persona necesita entrar en otra lógica que no sea la del «tener» para estar plenamente satisfecha y llegar a ser plenamente humana: la del «ser». Debe aprender a conocerse y a dominarse, a hacerse consciente del mundo que le rodea y respetarlo. Debe descubrir cómo amar, cómo convivir con los demás, manejar sus frustraciones, adquirir la serenidad, sobreponerse a los sufrimientos inevitables de la vida, y también a prepararse para morir con los ojos abiertos. Porque si la existencia es un hecho, vivir es un arte. Un arte que se aprende interrogando a los sabios y trabajando en uno mismo.

Sócrates, Jesús y Buda nos enseñan a vivir. El testimonio de sus vidas y la enseñanza que proponen es, a mi juicio, universal y de sorprendente modernidad. Su mensaje está centrado en el ser individual y su crecimiento, sin negar jamás su necesaria inclusión dentro del cuerpo social. Propone una fórmula doctamente dosificada de libertad y amor, de conocimiento de sí y respeto ajeno. Aunque sus raíces se hunden en diversos acervos de creencias religiosas, nunca es fríamente dogmática: siempre aporta sentido y apela a la razón. También llega al corazón.

Esta obra se divide en dos partes. La primera propone una biografía cruzada de los tres maestros de vida. La escribí de manera didáctica, más como historiador que como discípulo, distanciándome y haciendo acopio de los conocimientos más fidedignos. En efecto, me parece fundamental no transmitir vidas legendarias, idealizadas, sino existencias muy reales –tanto como se pueda, dependiendo de las fuentes de que dispongamos–, ¡y tendremos ocasión de comprobar que no es tarea fácil! En una segunda parte propongo cinco grandes capítulos temáticos que resumen los puntos clave de sus enseñanzas: la creencia en la inmortalidad del alma, la búsqueda de la verdad, de la libertad, de la justicia y del amor. Podía haber transmitido muchos más elementos de sus respectivas enseñanzas. Realicé una selección, arbitraria por consiguiente, pero respetuosa con sus pensamientos, lo cual me llevó a menudo a concretar las divergencias de concepto sobre un mismo tema. Porque un sincretismo fácil no es más iluminador que la negativa a asociar, por escrúpulo religioso o universitario, tres pensamientos que se hacen eco unos a otros sobre cuestiones esenciales, comenzando por su constante preocupación por dirigirse a todo ser humano dotado de corazón y razón, que pregunta por el enigma y el sentido de la existencia.

Entre los puntos comunes de sus vidas destaco uno lo suficientemente singular para ser mencionado: Buda, Sócrates y Jesús no dejaron ninguna huella escrita. Y, sin embargo, los tres sabían, con toda probabilidad, leer y escribir, como era lo usual entre los jóvenes de sus épocas y medios, aunque en la India de Buda, en el siglo V antes de nuestra era, el uso de la escritura fuera muy escaso y estuviera reservado a los intercambios comerciales y administrativos. Su deseo de limitarse a una enseñanza oral no es anodino, sin duda. La enseñanza que transmiten es una sabiduría de vida. Esta se comunica ante todo dentro de un círculo estrecho de discípulos, aunque Jesús gustaba también de hablar con las multitudes; a hombres y mujeres que en ocasiones lo dejaban todo para caminar siguiendo las huellas de quienes consideraban como maestros de sabiduría, y que luego pondrán todo su empeño en transmitir su vida y su palabra. Algunos de estos discípulos escribieron, otros continuaron difundiendo una enseñanza oral antes de que lejanos discípulos consignaran por escrito sus testimonios.

He partido de esos textos más antiguos para intentar reescribir aquí la vida y el pensamiento de nuestros tres sabios. He procurado citar tanto como fuera posible esos textos que permiten oír la voz lejana de Sócrates, de Jesús y de Buda. El lector que todavía no haya tenido ocasión de leer los sutras budistas, los diálogos de Platón o los evangelios podrá encontrarse, de esta manera, con los propios textos y, por ellos, con las palabras que se les atribuyen y que tan alto resuenan todavía en nuestros oídos, por poco que sepamos escucharlos.

Buda, Sócrates y Jesús son los fundadores de lo que yo llamaría un «humanismo espiritual». Añadiendo a Confucio, el filósofo Karl Jaspers les dedicó el primer tomo de su historia de la filosofía y los considera como los que han dado la medida de lo humano2. ¿Qué puede haber que sea más necesario y actual ante la urgente refundación de una civilización que ya es planetaria? Un planeta que se debate excesivamente entre una visión puramente mercantil y materialista por una parte y el fanatismo y el dogmatismo por otra. Dos tendencias contrarias en apariencia y que, sin embargo, se unen para llevar al mundo al caos, manteniendo al ser humano dentro de la lógica del «tener», de la obediencia infantilizadora y de la dominación. Estoy convencido de que solo la búsqueda del «ser» y de la responsabilidad –individual y colectiva– puede salvarnos de nosotros mismos. Esto es lo que enseñan, desde hace más de dos milenios, cada uno a su manera, Sócrates, el filósofo ateniense, Jesús, el profeta judío palestinense, y Siddharta –llamado «el Buda»–, el sabio indio.

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

¿QUIÉNES SON?