Cubierta

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Sobre Rochi Iaizzo

Rochi Iaizzo nació en Buenos Aires, Argentina, en 1987. Se recibió de Licenciada en Ciencias Biológicas, por su interés en la genética, y desde 2009 se insertó laboralmente en reproducción asistida. Hasta 2015 residió en San Isidro y, después de vivir un año en Mendoza, se radicó en Capital Federal. Autora de varias autobiografías ficcionales, todas inéditas, esta es su primera novela publicada. Terminal: cómo renacer después del fin es todo un testimonio de supervivencia, y va más allá de la mera descripción de la batalla con que Rochi logró vencer a la enfermedad.

Índice

Si el hombre contemporáneo hubiese salido de Egipto, habría intentado evitar la travesía por el desierto. 

El desierto nos demora, nos presenta dificultades. Pero a su vez nos enseña el valor del camino.

 

DANIEL BEN ITZJAK

Sobre este libro

En su novela Terminal, Rochi me identifica como “Tío Ramón”, pero yo a ella la siento más una hija que una sobrina. Así, devenido personaje y estando tan involucrado en este relato de supervivencia, y no sólo como profesional, me sorprendió el lenguaje a la vez simple y descarnado con que la autora narra todas las situaciones cruciales que ha vivido.

Como esta es una historia ejemplar basada en hechos muy reales, debe ser leída no sólo por aquellos involucrados en el trasplante de órganos —pacientes, familiares, especialistas, asistentes sociales y enfermeros—: aunque no hayamos padecido una insuficiencia renal crónica, cualquiera de nosotros atraviesa en la vida situaciones equiparables a las sufridas y muy felizmente superadas por Rochi.

Dr. Ramón Exeni

PRIMERA PARTE

1

Lucían todas hermosas. Con sus pelos rubios y eternos, y sus minivestidos y sus escotes y sus tacos.

Yo esperaba otro ambiente: no me había programado para un cumpleaños lleno de gente, sino para no salir y tirarme en el sofá, taparme con una manta y ver tele toda la noche, atragantándome a pochoclo. Bah, ni siquiera: el pochoclo tiene sodio.

Me había puesto encima mis jeans de siempre, azules y rotos. Mis zapatillas de lona saldrían caminando solas en cualquier momento, dejando detrás un camino de tierra. Como el invierno ya acechaba, me había enfundado en una polera. Negra. Fúnebre. Lo peor era el abrigo, un pólar que me sobraba de mangas y que me chingaba por todos lados. Blanco —gris, mejor dicho, por el uso y el abuso—, en sus extremidades los fabricantes le habían adosado guantes que simulaban huellas de patas fucsias. Por si fuera poco, en la capucha podían apreciarse dos ojitos, una nariz de pompón del mismo fucsia y dos orejas de conejo largas como gladiolos.

Quienes no me conocen, me dije con tristeza, capaz que me toman por la animadora de la fiestita.

No me había bañado, y ni hablar de peinarme o maquillarme.

Creo que nunca, durante toda esa “fiesta”, me alejé del metro y medio a la redonda de la puerta de entrada —de salida, bah—: andaba tan obsesionada con mi imagen que tenía más ganas de desaparecer que de saludar a la cumpleañera.

Justo cuando pensé que nada podría ser peor, aparecieron algunas caritas conocidas. Me saludaron, y uno de los chicos hasta se quedó conversando conmigo. Conversando es un decir: venía de levante. Y lo mejor: no me disparó ningún comentario respecto de mi facha. O bien no quiso hacerme sentir mal, o directamente estaba tan borracho que no advertía cómo iba vestida y “producida” yo; creo que me inclino por la segunda.

Por suerte, a mis amigos y a mí nos pesaban las ojeras —y, en mi caso, también las orejas—. Digo “por suerte” porque así nos iríamos más rápido. Así que, después de saludar a la del cumpleaños, volvimos a la casa de uno de ellos, el punto de encuentro. Aquello era un refugio libre de adultos responsables: de viaje por Europa, en ese momento los padres del pibe andarían visitando castillos en Francia.

Acá debo aclarar que yo venía arrastrando fiebre desde hacía una semana. Y la temperatura ambiental —incluso emocional— en lo de mis padres hacía que nuestra enorme casa pareciera todavía menos acogedora: imposible encontrar algún tipo de contención en ese polo sur de paredes altas y tres pisos. De quedarme a cumplir mi plan original, la fiebre empeoraría. Además, hacía tiempo que mi familia ya no era la familia de siempre. Éramos más bien como un grupo de extraños viviendo bajo el mismo techo. Así que había decidido agarrar mi netbook, mis libros, mi buzo de conejo gris, y huir de la mansión embrujada. Y acá estaba ahora, en nuestro refugio.

En su mayoría, nuestra manada estaba compuesta por mujeres. La disposición de los sillones del living formaba una herradura con las guías orientadas hacia los crepitantes leños del hogar, así que todo el mundo ocupaba aquel sector. Algunos ojos se encandilaban con el naranja del fuego, otros con el blanco de las pantallas de sus celulares. La enorme mesa del living, que entre varios chicos habían desplazado, hacía que mi netbook, mis libros y las pertenencias de una de mis compañeras —una carpeta que contenía hojas con muchas más cifras que frases, una cartuchera y una calculadora científica— pudieran desparramarse cómodamente sobre la madera. También había gente en la cocina: provenía de aquel sector una sinfonía de ollas, platos y cubiertos: en cuanto a quilombo se refiere, al lado de nuestro refugio, la casa de Gran Hermano era un poroto.

A diferencia de mi sensación de incomodidad en aquel cumpleaños, rodeada ahora de esta fauna, acá abundaba la paz. Por alguna razón el destino nos había cruzado: además de la actuación, el canto y el baile, algo más nos unía: cada uno atravesaba una situación difícil, una SITUATION, como dicen en las películas cuando se vive —o se viene— algo muy jodido. Y ninguno lo confesaba, pero nos apoyábamos los unos en los otros; y esto último dicho también en el sentido literal y sensual de la palabra.

Digo sensual porque, aunque casi quietos, nuestros cuerpos se amontonaban en los sillones; sabia estrategia del mundo animal para compartir el calor y combatir el frío. Con las miradas perdidas y la guardia baja, las palmas de las manos de algunos rozaban tiernamente las cinturas o muslos de algunas. Sí, hablo de caricias. Caricias afectuosas, pero sugerentes. De esas que consuelan, haciéndole olvidar a uno que el corazón está roto.

 

Yo venía atravesando mi propia SITUATION desde hacía poco, justo antes de esa semana de fiebre, dolores y resfrío.

Dos semanas atrás había ido a visitar al Tío Ramón, como le dice mi mamá a mi nefrólogo pediatra. Un tío del alma, no de sangre. Y, como buen tío del alma que es, estuvo presente desde que tengo memoria cuidándome como a su sobrina predilecta. La predilecta entre miles. Entre miles de predilectos. El Tío Ramón cuida a miles de pacientes. Miles de sobrinos postizos y predilectos.

Ese día, además de recomendarme que visitara a una nutricionista, me dio un mensaje raro. Me dijo algo así como que yo debía ir buscándome un equipo de nefrólogos. Creí que me había querido decir que él ya no iba a poder seguir mi caso, debido a mi edad —sería lógico: después de todo, yo ya tenía veinticuatro años, y él era pediatra—. Pero… ¿qué había querido decirme, realmente? Preferí no preguntarle.

A la semana siguiente, fui a la nutricionista.

Me sorprendió saber que mi calendario dietario sería muchísimo más estricto que el de la última vez: únicamente podía comer proteínas una sola vez al día. Y entiéndase por “proteínas” a alguna de estas cuatro opciones:

 

  1. Una milanesa de soja (chica).
  2. Un huevo (de ser posible, sólo la clara).
  3. Un poco de leche (la cantidad suficiente como para cortar el café).
  4. Un cubo de queso (tamaño dado de Monopoly).

 

Como si decirles adiós a las milanesas de soja con queso fuera poco, también me prohibieron la sal. Esto significaba no ingerir NADA de sodio, lo cual era bastante complicado —si quieren saber cuánto, les sugiero revisar la letra chica de los envases de alimentos que tengan al alcance de sus manos hasta encontrar alguna lata, frasco, botella o paquete que declare libre de sodio al alimento en cuestión.

Pero había algo más preocupante que el sabor de la comida: si la dieta era tan estricta, eso significaba que mi estado era más grave de lo que yo suponía.

Este es un trabajo para Tío Ramón, me dije, y fui a visitarlo.

Pero no me respondió directamente a la pregunta sobre mi salud, sino que empezó a contar un poco más sobre estos “equipos de nefrólogos”, cada uno correspondiente a un hospital —Austral, CENYC, Italiano.

—Tenés que elegir entre alguno de esos, Ana.

Y dale con la misma música: yo estaba cómoda con él, pero él insistía en que pronto tenía que empezar a verme con otro nefrólogo.

—Es que me convocan a una entrevista para trabajar en un laboratorio en Puebla, Tío. —Yo estaba ansiosa y expectante con la propuesta de los mexicanos, pero en el fondo temía que no fuera posible desplazarme: lo que opinara el Tío era para mí palabra santa.

—¿¡México!? —dijo con sorpresa—. ¡Pero, nena, qué México ni México! —Siempre tan sutil el Tío Ramón—. ¡México tiene los peores equipos para trasplante renal del mundo!

Y así fue como, con la mayor de las diplomacias, el buen Tiíto Ramón me bajó en un segundo de mi confortable nube de pedos: en mi hoja de ruta se venía un trasplante.

Un trasplante, acabáramos.

¿O sólo era una posibilidad y nada más?

Mi cabeza negaba tanto la situación que mi cuerpo tomó la posta él solo: arrastré durante el resto de esa semana y la siguiente un cuadro desconocido con fiebre, vómitos, mareos, resfrío, tos; pero especialmente me agobiaban el cansancio y los dolores por todo el cuerpo. Y encima, como ya dije, mis viejos estaban de viaje; así que Gastón, mi hermano del medio, se dispuso a llevarme de médico en médico y de laboratorio en laboratorio.

Y ningún médico podía decirme qué tenía, por más estudios que me prescribieran. Cuando vieron que, pasada la segunda semana, el cuadro seguía igual, me diagnosticaron una posible mononucleosis. Pero no podían comprobarlo hasta ver los resultados de los estudios.

 

Volviendo al Gran Hermano —y no me refiero a Gastón, sino a la manada de jóvenes acurrucados en los sillones—, los cocineros terminaron de amasar los ñoquis, cuando pregunté:

—¿Les pusieron sal?

—Muy poco —me contestaron, displicentes.

Preguntar era un buen paso para cumplir con la dieta, o al menos intentarlo. Les conté —muy brevemente— que la nutricionista me había prohibido el sodio “por lo mío del riñón”, y los cocineros me prepararon una sopa. De todos modos —típico mío— no pude evitar probar sus ñoquis caseros y calentitos. Pero me sentí bien de poder reemplazar el menú del día por una sopita de letras con caldo sin sal.

Durante la cena, volvieron sobre la razón de esta nueva dieta: querían que les ampliara el panorama.

—Mis riñones están en la cuerda floja —expliqué, imitando con los dedos índice y cordial el paso de un equilibrista ebrio—. Y bueno: tengo que cuidarme mucho. Con esta enfermedad, varios que no se cuidan terminan necesitando un trasplante de riñón.

Así que ahí estaba Ana, inventándose la mentira más grande. Desde ese resumen, yo misma empecé a creerme que tenía todo bajo control. Tenía todo bajo control, claro. Si me cuidaba con la comida, nada malo iba a pasarme. Porque “varios” llegan a necesitar un trasplante. Menos una, por supuesto.

Después de la comida, uno de los chicos propuso ir al cumpleaños. Estábamos cerca de la casa de la cumpleañera, que además era de nuestro grupo. Excelente plan, pero no para alguien que recién salía —si es que salía— de un cuadro viral desconocido, y que aparte llevaba puesto un ridículo pólar de conejo.

A punto de ir para aquella casa, pedí que me bancaran un toque, y fui al baño y me miré al espejo. Nunca había estado tan disconforme con lo que mis ojos percibían. Me sentía rara: era la primera vez que me peleaba con el espejo. Y supe que acababa de declararse una guerra.

Miré con horror la palidez de mi piel. Una espantosa erupción me brotaba desde el puente de la nariz, roja y paspada de tanto sonarme los mocos, y se bifurcaba en cada mejilla. Vi el poco brillo que quedaba en mis ojos de párpados hinchados y ojeras moradas. Mi pelo —o lo que quedaba de él: había decidido cortármelo como varón para hacerme la cool— parecía untado de aceite. A falta del brillo en la mirada, compensaba con su grasitud.

Siempre llevaba en la cartera algo de base, aunque sentí que ni un extreme makeover podría hacerme zafar. Me tapé un poco las ojeras y las manchas de la cara, pero al verme igual de consumida decidí no intentarlo de nuevo. ¿Estaría diferente, o era una ilusión óptica? ¿Aquello lo provocaba la presunta mononucleosis, o habría algo más? Quizás estaba somatizando algo que no terminaba de aceptar del todo.

De todos modos, el cumpleaños pasó sin pena ni gloria. Aunque, como ya dije, lo único destacable fue aquel borracho que quiso avanzar más de la cuenta —y lo logró, aunque esas no son cosas para andar contando—. Y todos nos volvimos al refugio más temprano que tarde.

 

Al día siguiente llegó el hermano mayor del dueño de casa.

—¡SEBASTIÁÁÁN! —rugió a decibeles infinitos desde el umbral del cuarto, y yo pensé que lo habrían oído hasta en los castillos de Normandía. No pareció agradarle mucho encontrar invadido su territorio (su cama, más propiamente, que, aunque vacía, estaba deshecha), así que se desquitó con mi amigo, su hermano menor—. ¡Vos me estás jodiendo, qué mierda es esta mierdaaa!

Resonaban sus pasos de gigante. Con las pupilas contraídas, la cólera enrojeciéndole los iris, se apareció en el living ante todos nosotros: un predador acechando a su presa, preparándose para el ataque mortal. Los pliegues en la nariz y el labio dejaban a la vista sus colmillos, y las fosas nasales se abrían con rabia en cada exhalación. Su respiración era un gruñido constante, como si estuviera por lanzar otro rugido. En su garra, tensa y contraída, le mostraba al pobre Sebastián algo que no llegué a reconocer. Como fuese, a juzgar por la fuerza con que agarraba aquel objeto, quería hacerlo trizas.

—¿De quién carajo es esto? —rugió nuevamente, aunque esta vez hacia nosotros; mientras, extendía el brazo con tanta tensión, que el objeto temblaba. Desde mi sitio, lo tomé por un control remoto.

¿Y si era mi…?

Rápidamente palpé mis bolsillos delanteros, y después los traseros. Mi corazón se detuvo por una milésima de segundo. El celular, sí. Me faltaba el celular. Con sólo apretar cualquier tecla y ver mi foto de fondo de pantalla, el Rey de la Selva —dominante dueño y temido por todos y cada uno de los presentes— iba a saber que, como en el cuento de los tres ositos pero con un final más trágico, yo había dormido en su cama. Dormir es un decir: el desarreglo de las sábanas dejaba mucho a la imaginación.

—Es mío —mintió Sebas heroicamente, y de un saltito trató de arrebatárselo a aquel animal que le llevaba una cabeza y media y que lo eludió como si mi celular fuese la sortija del más hábil de los calesiteros.

—Vos, pendejo, estás... muerto —dictaminó, con un amenazante tono de sicario y apuntando a Sebastián como si el celu fuese una 9mm—. Muerto estás, ¿entendiste? —Y, ante el horror general (y especialmente del mío), alzó el brazo lo más que pudo y estrelló mi pobre celu contra el parquet.

¡Craaashhh!

El display fue un relámpago de vidrios resquebrajados, y el impacto nos intimidó tanto que todos miramos hacia el piso.

—Pará, Rocco. —Extendiendo hacia la bestia las palmas de las manos, Sebastián intentaba calmarla—. Dejame que te explique.

—¡Qué me vas a explicar, puto! Qué mierda tenés que andar metiéndote en mi cuarto cuando yo no estoy. ¿Otro puto entraste?

—Dejame que te explique —insistió mi amigo.

—Ah, ahora me querés explicar —Rocco se remangaba los puños de la camisa—. ¿Querés explicarme arriba, mejor, si sos tan machito?

Acá se arma, pensé. Se hizo un silencio absoluto, nos mirábamos aterrados.

Muy serio, dolido, y con el rencor y el miedo ardiéndole en la mirada, Sebastián se paralizó sin sacar la vista de los ojos de su oponente. Muy despacio, dejó caer las manos, y, con gesto desafiante, levantó la pera indicando que estaba dispuesto a recibir el golpe. Y ahí nomás los vimos subir por la escalera, uno detrás del otro. Sigilosamente me escurrí del sillón y me guardé el celular en el bolsillo. Funcionaba.

Intimidados por los gritos provenientes del piso de arriba, ya no sabíamos para dónde mirar. Y un ruido sordo —imaginé un puñetazo contra la pared— hizo que un silencio sangriento invadiera la jungla.

Y la pelea habrá terminado más o menos en buenos términos: calmo, mi amigo bajó, salió al jardín y ocupó una reposera. Se quedó callado, contemplativo, haciendo manitos con el novio en la reposera de al lado. Salí para intentar cruzar algunas palabras con él: como todos —y más que nadie—, yo era parte del quilombo.

—Gracias, Sebas.

—De nada.

Hubo una larga pausa.

—Qué bajón con tu hermano. ¿Siempre reacciona así?

—Siempre, Ana. Él es como es. Se cree que es lo más. Es egoísta, enojón, materialista.

—En el fondo —dijo el novio—, lo hace porque no te puede aceptar como sos.

Mi amigo asintió:

—Sólo piensa en él mismo.

—Te entiendo —dije, moviendo la cabeza—: tengo un hermano que es igual.

2

La pregunta de la psicóloga me vino desde atrás, sin anestesia:

—¿Siempre fue tan conflictiva la relación con tus hermanos?

Me acomodé en el diván, una maniobra para ganar tiempo y pensar en la mejor respuesta. En realidad, la familia no era el problema. Aunque yo quería creer que sí.

—Gastón —dije con el tono más despreocupado que me salió—, que es el del medio, es bueno y muy divertido…

—¿Pero…?

—Pero le agarran tales ataques de mal humor que se transforma y trata mal a todos.

—Ojo, Ana: recién me anduviste contando que él se encargó de llevarte al médico mientras estabas enferma. Que él estaba ahí, agarrándote la mano cuando el médico te anunció que no tenías mononucleosis. Incluso fue él el que vino con el auto a rescatarte de Gran Hermano. ¿O no?

—Sí, Patri. Pero porque se lo pidió mamá.

Patricia no dijo nada: por el sonido, me di cuenta de que escribía en su cuaderno.

—Pero es un adulto independiente —dijo—. Puede decir que no, y elige decir que sí. ¿No es una prueba de que se preocupa por vos?

Me quedé callada. A veces tengo la telepatía en su nivel más alto: supe que se venía una pregunta un tanto más incómoda. Y se vino nomás:

—¿Y con tu hermano mayor, Ana?

—Nunca tuve mucha relación, casi no hablamos. Mejor dicho: Nicolás apenas me dirige la palabra. Ni me habla, para ser sincera.

Scratch-scratch: la mina del lápiz cruzaba la hoja del cuaderno.

—¿Siempre fue así? —dijo Patricia, la Experta en Meter el Dedo Donde Más se Necesita Meterlo.

—Bueno, una vez... —Me rasqué la cabeza, haciendo memoria—. En 2004, vimos una película en casa. La vimos juntos, él y yo. Y me compartió un poco de su Coca.

—Lo recordás como si hubiera sido un hito.

—Es que lo fue.

—Y cómo describirías la relación con tus padres.

—Mi mamá sólo me habla para pedirme que lave los platos o ponga la mesa —contesté acongojada: el dedo de Patricia revolvía la herida—. Por momentos siento que mi único aliado en aquella casa es papá.

¿Sospechaba Patricia que yo estaba escondiendo los temas más importantes debajo de aquel clásico titulado “Mi familia no me quiere”?

—Y nunca pensaste en independizarte.

—Cada día de mi vida, Patri —dije reacomodándome en el diván y mirando por la ventana, nostálgica—. Cada día de mi vida desde que tengo dieciocho años.

 

En pocas sesiones más, los temas familiares se “resolvieron”. Después de todo, y entre nosotros, ¿quiénes son más normales? ¿Los Locos Adams, o La Familia Ingalls?

Lo alarmante es que después de cada sesión me quedaba con una carta menos, y tarde o temprano tendría que jugarme la última; la carta a la que no quería llegar: LA SITUATION. Todo un arcano, más que una carta. Hasta me costaba ponerle nombre a semejante enormidad: EL TRASPLANTE.

—Te quedaría… ¿algún otro tema? —me preguntó Patricia como si supiera que estaba evadiendo algo.

—Me queda otro tema —contesté mientras revisaba mentalmente mis cartas, hasta que en ese tarot imaginario apareció El Colgado. Zafé, me dije. Todavía me queda una—. Invité a salir a un chico. Me dijo que sí, y cada tanto chateamos; pero nunca se concreta.

—Y por qué pensás que puede ser. —Patricia parecía sinceramente intrigada.

—No sé. Supongo… —Me puse nerviosa, hice una pausa y tragué saliva—. Supongo que es porque... —No pude seguir. Me di vuelta para mirarla, y me señalé. Más precisamente me señalé la cara, si es que así podía llamarse.

Aclaro que, en los tiempos de LA SITUATION, una hostigadora inseguridad se había apoderado de mí. Pasaron los años, y sigo sin saber si ese espantoso rostro que me disparaba el espejo era verídico, o si un ejército de fantasmas merodeaba por mi cerebro, distorsionando la realidad. ¿Era fea realmente? ¿O será que de chiquitas nos insisten tanto con los halagos que, cuando ya nadie nos elogia, pensamos que son todas mentiras?

Sesión tras sesión, el tarot imaginario se fue transformando en un póquer: acudí a la inexpresión para que Patricia no descubriera mis cartas. Para que no descubriera la carta.

Un día ya no pude sostener mi poker face. Y fue cuando me sentí diminuta ante la inminente aparición de aquella carta. En este juego macabro me fui al mazo, y abandoné terapia para evitar mi derrota. Y había otras personas con quienes hablar de LA SITUATION.

 

Meses después, una tarde mis amigas íntimas vinieron a mi casa. Nos acomodamos en una lona sobre el pasto, rodeadas de algunas ricas porquerías.

—¿Te sentís bien? —me preguntó Agustina al ver que el bowl de Doritos seguía intacto, al menos de mi parte.

—Me siento perfectamente —dije, evitando el contacto visual, mientras enroscaba un pastito con el dedo.

Agustina y Paula se miraron por encima de sus Ray-Ban.

—Explicate, Anushka… —dijeron al unísono.

Levanté la mirada y les lancé una sonrisa nerviosa. Nuevamente apareció la carta; la oportunidad de echarla en el tapete sin sentirme juzgada se me servía en bandeja, no podía desaprovechar la oportunidad.

—Estoy cumpliendo una nueva dieta —empecé diciendo, para llegar a donde quería llegar—. Una dieta estricta.

Mis amigas volvieron a mirarse, y echaron a reír.

—¿Vos, dieta? —Paula hacía montoncito con los dedos—. Vos no necesitas dieta, Ana. Vas a desaparecer.

—No te preocupes, Pau. ¿Vos te pensás que esta piba puede cumplir una dieta?

Agus tenía razón. Siempre fui fanática de comer porquerías. Era la primera vez que me encontraba con la suficiente fuerza de voluntad como para cumplir una dieta. ¿De dónde la habría sacado?

Del miedo, boluda. Del miedo a lo te va a pasar si no cumplís.

—Se acuerdan que yo tuve una enfermedad en los riñones.

Asumo que mis amigas captaron la seriedad del tema: dejaron los chistes de lado. Quizás hasta notaron el temor en mi voz.

—Obvio, Anushka.

—Bueno, fui a ver a mi médico el otro día, y quizás… —Lo dije dudando, sabiendo que en pocos segundos la carta quedaría totalmente expuesta—. Quizás en algún futuro, y ojalá que sea lejano…, necesite un trasplante.

Se quedaron mirándome muy serias.

—De riñón —seguí diciendo—. Y ojalá que no sea nunca. Ni en la próxima vida que sea.

No perdieron la alegría. No sé si no dimensionaron lo que dije, si la palabra “lejano” les dio tranquilidad, o si simplemente se preocuparon a su manera: conservando su esencia de luz.

—Sabés que podés contar con nosotras para lo que necesites —dijo Agus con una sonrisa—. Sea lo que sea.

—Sea lo que fuere —corrigió Pau—. Nos sobra un riñón a cada una, así que…

Nos sobra un riñón a cada una.

Qué seres maravillosos.

Todavía me pregunto qué habré hecho para que la vida me regalara a estas amigas. Las dos me tendieron los brazos, como en las películas de mejores amigas, y me les acerqué y las rodeé con los míos hasta que caí encima de ellas, y las carcajadas volvieron al jardín.

Oímos que alguien abría la puerta del jardín: era Emilia, la tercera de mis mosqueteras, que había llegado un poco más tarde y se acercaba a nosotras, teatral, con el dorso de la mano pegada a la frente.

—Necesito comer algooo —dijo desplomándose sobre la lona, y atacó los Doritos—. Me saqué sangre hoy a la mañana, y casi me desmayo… ¡Me dio mucha impresión!

Mis amigas saben que no me gusta relatar anécdotas por duplicado, así que Agus y Pau se encargaron de darle la noticia a la tercera mosquetera. Emi es menos jodona que las otras dos, es más callada. Asintió, comprensiva.

Qué bueno que llegó tarde, pensé. Bajo ninguna circunstancia hubiera querido que Emi se sintiera presionada a ofrecerme su ayuda —el mismo nivel de ayuda que el resto, quiero decir—, sólo por seguir la corriente o por no quedar como el eslabón débil de la cadena. ¿Estaría dispuesta a donarme un riñón, a pesar de cómo acababa de mostrarse ante una simple extracción de sangre?

Mientras divagaba, advertí que mi mano había cobrado vida propia: ¡ya estaba junto al bowl de los Doritos! Y Agustina De Los Altos Reflejos me dio una palmada con la suya.

 

Amigas: OK. ¿Y ahora? Ahora lo difícil: esos extraños a quienes llamo “familia”. Cuando el juego es contra extraños, no sabemos con qué nos vamos a encontrar. Necesitaba un buen crupier. ¿Quién mejor que el honesto, directo y siempre leal Tío Ramón?

Empezó recordándonos, a mí y a los “míos”, qué fue lo que me pasó. Qué fue lo que le pasó a ese bebé de apenas dieciocho meses. Hasta los Mickeys y las Minnies de las paredes del consultorio lo miraban con atención.

Y mencionó las secuelas.

¿Secuelas?

Sí, había secuelas.

Sólo que, cuando están presentes desde toda una vida, son difíciles de identificar: todos en casa nos habíamos acostumbrado tanto a vivir con ellas que parecían no existir; las pastillas y los valores anormales de los análisis de rutina eran un episodio más en mi vida cotidiana.

Hasta hoy, me dije.

—Los familiares son los primeros en la lista —dijo el Tío.

Se me hizo un nudo en la garganta. ¿Los primeros en la lista para qué? ¿Lo mencionaría, o no lo mencionaría?

—Son los primeros a considerar en caso de que el paciente, en este caso Ana, necesite un trasplante. —El Tío se puso serio. Se acomodó el cuello de la camisa—. Acá alguien va a tener que poner el cuerpo, señores. Literalmente, digo.

Glup. Tragué saliva, y el chasquido de mi epiglotis se oyó hasta el Congo Belga. El nudo se fue de la garganta al estómago. Miré de reojo a papá: irradiaba paz y aceptación, como si siempre hubiera sabido que este día iba a llegar. En cuanto a mi madre, su ceño levemente fruncido le dibujaba un triángulo entre las cejas. Parecía preocupada. Como cualquier madre, supongo. Se agarraba el mentón con una mano, y la pizca de sorpresa en aquellos ojos habitualmente displicentes me hizo pensar que, si no fuera por esa mano, la mandíbula se le caería al piso. En cuanto a mi hermano Nicolás, no alcancé a verle la expresión: miraba hacia abajo; se sostenía la frente, los dedos en pinza. Y a Gastón las arruguitas petrificadas en el entrecejo le ensanchaban la nariz. Los dientes se le asomaban por la constante tensión en los labios, que se contraían frenéticamente. Esa palma que le contenía el estómago se me antojó un dique deteniendo náuseas; incluso el pobre emitía un leve y quejoso ronquido, como si estuvieran ya amenazándolo con el bisturí.

Nadie hablaba. Sólo el Tío Ramón.

Igual es hipótetico, me dije. Si está todo bien.

Sí, claro, todo bien. Tan bien que el Tío terminó la charla repitiendo la frase de la tarde:

—Acá alguien va a tener que poner el cuerpo.

3

Pasaron casi dos meses hasta que junté las energías necesarias para llamar y pedir turno con el doctor Brito —me lo había prescripto Tío Ramón, y fue la cereza del postre.

El Brito parecía un tipo divertido. Cada vez que salía de su consultorio para llamar a un paciente se mostraba efusivo y emocionado. No caminaba: bailoteaba.

¡Laaa grande amooore de mi viiidaaa! —canturreó para llamar a la señora que esperaba antes que yo. Y papá me miró a mí, y yo miré a papá, tentada: Brito no era muy serio que digamos, pero al menos el esperanzado toque Patch Adams me venía bien.

Debimos esperar. Bastante. Cuando finalmente el doctor nos llamó, le dimos un panorama, pero no quiso diagnosticarme sin antes saber qué opinaba Ramón, el nefrólogo, pediatra y Tío. Me preguntó qué era lo que el Tío había dicho, y al contestarle creí que por primera vez una partecita de mí empezaba a afrontar, de a poco, todo lo que estaba sucediendo:

—Bueno, dijo que, según cómo evolucione todo, quizá necesite un trasplante.

El doctor Brito nos explicó que él era nefrólogo de adultos, pero que yo necesitaba un equipo de nefrólogos —y dale con el “equipo”—. Así que me derivó a otro especialista, quien aparentemente formaba parte de uno de estos “equipos” que realizan el seguimiento de gente que quizás, tal vez, acaso, en una de esas, algún día, si tiene mucha mala suerte, posiblemente necesite un trasplante.

4

—Now I believe in miracles —practicaba en la soledad de mi habitación, haciendo karaoke y con la letra de Michael Jackson en la pantalla de la lap—, and a miracle has happened tonight. But, if you’re thinking about my baby, I don’t matter if he’s Black or Whi...

Tuve un sobresalto: una sombra acababa de aparecerse detrás de mi imagen reflejada en la ventana. Gastón. Por la música, no lo había oído entrar. Era un sábado, bien temprano en quince minutos tenía que salir a una prueba, así que debí de haberlo despertado antes de tiempo.

—¡Cortala, boluda! —me gritó mi comprensivo hermanito intentando superar los diez mil decibeles del instrumental de Jackson—. ¡Cantás como el ojete, nena!

Y pegó un amable portazo que pude oír perfectamente.

Ayer mismo Nicolás me había agarrado in fraganti dando unos pasitos de baile en el playroom. Pero yo seguí bailando, sin ningún empacho. Él pasó delante de mí, y vi cómo se le chorreaba una sonrisa vampírica mientras negaba con la cabeza.

—Estoy practicando, nene —expliqué enojada, ante ese gesto de desaprobación.

Ni me contestó. Solamente se habló a sí mismo, entre dientes:

—Qué ridícula.

Ahora el Rey del Pop seguía con su música hasta que la maté cerrando la laptop de un golpazo. Agarré mi mochila y partí hacia la audición.

Sentada al fondo de un colectivo vacío, sentí que me observaban. Incómoda, aproveché el semáforo en rojo: fingí mirar algo interesante a través de la ventanilla.

Nada. El colectivo arrancó, y la sensación de estar bajo vigilancia seguía ahí. Y a la incomodidad sobrevino la angustia.

Era imposible que algún pasajero estuviera espiándome: prácticamente arriba del colectivo no había nadie, y yo no me movía del asiento del fondo.

Y así, después de los treinta minutos más largos de mi vida, me levanté, toqué el timbre y me bajé.

Pero la mirada seguía ahí, en mi nuca. Y el colectivo ya se había alejado hacía rato.

Y entonces, caminando por la vereda, la oí precisa y clara.

Una feroz vocecita me dijo, incrustada a la altura de las sienes:

Te van a ver conocidos, estúpida. Van a estar Adrián, Laura. ¿Vos querés que te vean así?

Me detuve y miré la calle desierta: nada había fuera de lo normal. Ningún perseguidor a la vista. Pero, más que a un perseguidor, yo buscaba un amparo; alguien que me defendiera. Imposible: ¿cómo defenderme de una mirada controladora, si la controladora era yo misma?

Y la voz de Esa volvió a aparecer:

No tenés vergüenza, salir así con la cara lavada. ¿Qué buscás? ¿Victimizarte? ¿Dar pena? ¿Dar risa?

No había un solo negocio abierto. Me descolgué la mochila, y con desesperación busqué algún espejito, el delineador. Nada, ni siquiera encontraba un lápiz Faber.

Dejé la mochila en el piso, y me puse en cuclillas para revolver con más facilidad. Billetera, llaves, peine, desodorante, barrita de cereal, estuche de anteojos, botellita de agua: una tras otra, todas las pelotudeces iban quedando sobre la vereda. Hasta que… voilá: apareció mi set Pupa, un inquilino perpetuo de la mochila.

Pero no alcanzaba: todavía necesitaba un espejo —el del set se había roto, y no lo repuse—, o cualquier otra superficie en que reflejarme. Todavía en cuclillas como una rana, levanté los ojos. Me cubrí para evitar la luz del sol, y vi a pocos metros una peluquería medio pelo.

Volví a meter las cosas en la mochila, y entré. Apestaba a acetona, y un majestuoso gato calicó vigilaba mi ingreso, desde su puesto en el mostrador. A un metro del gato, y detrás del mostrador, dos chicas de mi edad hablaban sin darle importancia a la entrada de una posible clienta. Sin mayores detalles, y como si se tratara de algo de vida o muerte, ataqué:

Necesito usar el baño, y ya.

Me hicieron una comprensiva señal como para que pasara al toilette, al fondo del negocio, y siguieron charlando.

Así que otra vez… le dije a esa cara deforme reflejada en el espejo de un baño tan diminuto como el de la casa de Sebastián. Así que nos encontramos de nuevo.

Se me ocurrió que los dos baños, este y el de Sebastián, eran uno solo. Que yo estaba encapsulada en una dimensión de espanto creada sólo para mí. Dentro de esos límites, el tiempo no existía. En ese microuniverso, éramos únicamente yo y Esa.

Y me sentí en un western, en medio de un duelo. Entrecerré los ojos para mirar fijo a esa cara de cachivache gordo y lleno de granos, y saqué mi arma. Y aquel bicho de pelo corto y grasoso sacó su base de Maybelline tono Classic Ivory —aunque más bien parecía un tono Classic Zombie—, imitándome.

La ecuación es muy simple, me dije: Yo o Esa. Y una de las dos tiene que morir.

Usando las yemas de los dedos, me desparramé por la cara un poco de base. Al ver que Esa seguía sin parecerse a una persona, tripliqué la dosis. Pero no hubo caso: el resultado era inversamente proporcional a la cantidad de base que me aplicaba en aquella frente granujienta y en aquellos pómulos desbordados por el grosor de las mejillas.

Esa se reía de mí, sacudiendo los mofletes. Y mientras las amenazantes carcajadas aumentaban en volumen y en socarrona intensidad, las paredes del baño parecían contraerse y confluir hacía mí como en “El pozo y el péndulo”. El espacio se hacía tan chico, que lograba asfixiarme.

—¡No! —grité. Y tan pronto como me cubrí la cara, Esa y el miedo se fueron. Salí del baño procurando no levantar los ojos, para evitar esa cosa diabólica.

 

La puerta de la sala de ensayo estaba abierta, así que pasé. Con los nervios de la audición, apenas noté que mi western había quedado en pausa.

El espacio era amplio, con gradas a los dos costados, y al fondo se extendía de pared a pared un escenario enorme. Vi a varias personas que circulaban por la sala, pero no pude reconocer a ninguna.

—¡¡¡Annetteee!!! —gritaron a lo lejos.

Era Laura, una amiga actriz, quien vino corriendo desaforadamente y se me lanzó con los brazos abiertos. Aunque en la materia “Dar afecto” generalmente me saco ceros, le permití un tierno abrazo: yo había estado viviendo siete meses en Dublín, y fue una bienvenida con todas las letras.

Me puse a charlotear con ella y algunos otros, hasta que nos indicaron que pronto empezaría la audición.

En la primera parte debimos reproducir una coreografía que nos enseñaron ahí mismo. Lo disfruté, había ido preparada. Y me dije, al recordar que mi hermano me encontró soltando pasitos de baile en el playroom, a modo de entrenamiento: Por lo menos valió la pena quedar en ridículo frente a Nicolás.

Pero los nervios volvieron antes de la segunda y última parte de la evaluación: el canto. O, como lo llamo yo: “Mi patita floja del trípode”, en el sentido de que cada pata corresponde a una disciplina de la comedia musical.

Me hicieron entrar en una sala más chica. Había tres personas sentadas detrás de una mesa: el jurado.

—¿Viste la obra? —me preguntó la directora general del proyecto (seguramente lo era, por el aspecto de hembra alfa) en un tono bastante seco.

—Vi una versión, también amateur.

Al escuchar esa palabra, puso una mueca. Amateur.

—Y decime, querida: ¿para qué personaje vas a audicionar?

Acababa de decir “querida” como quien dice “estúpida”.

—Ninguno especialmente. Me gusta el de la secretaria, la amante del jefe. —Al decir esto, enseguida recapacité—. Aunque creo que es difícil que me lo asignen.

—¿Por?

—Porque el personaje necesita de alguien que cante muy bien…, y yo no canto muy bien.

—Sólo te pregunté para qué personaje ibas a audicionar —dijo tomando nota; seguramente fingía, sería alguno de sus trucos—. Eso no significa que te vaya a dar el papel, querida.

—No, claro, seguro —dije, procurando disimular mi desilusión.

Arrancó la pista. Sólo canté intentando disfrutar, y sin poner muchas expectativas. Mientras hacía lo mío, miré al único varón entre los jurados: moviendo los labios, seguía la canción. Pero me distraje al darme cuenta de que esa fonomímica no coincidía con lo que yo estaba cantando. Buena mía: al parecer, estaba disfrutando tanto, que las palabras no se correspondían con la música; estaba yendo a destiempo. Seguí lo aconsejado en estos casos: me hice la tonta y no paré de cantar.

—Suficiente —dijo la directora, y cortó la pista antes del clímax.

—Pero…

—Suficiente.

No sé cómo lo hice —si bien o mal—, ni me importó. Sentí una gran victoria ya sólo con haber logrado escapar del encierro con Esa y presentarme frente a tantos conocidos y desconocidos.

La había dejado en el olvido. Por ahora.

5

Recuperadas las energías para empezar de cero, pedí un turno con el doctor Soles: sobrio, prolijo, de pocas palabras, era muy distinto al último nefrólogo. También esta vez me acompañaron mis papás. Volvieron a narrar aquella historia, que yo, de tan acostumbrada a escuchar, ya empezaba a considerar ajena —siempre prefería que la contaran ellos: cuando me diagnosticaron, yo era muy chiquita como para recordar. Después, el doctor nos explicó qué podría pasar en el peor de los casos; simplemente, nos expuso dos opciones:

 

  1. Diálisis.
  2. Trasplante.

 

—La expectativa de vida —dijo— es mayor en los pacientes trasplantados. —Nos miró a los tres, y entonces se puso más serio—. Les pido a los papás unos minutos a solas con la paciente.

Cuando me quedé sola con él, antes de que me preguntara algo me anticipé:

—Realmente me preocupan los efectos secundarios del trasplante, doctor.

—¿Concretamente?

—Tengo entendido que las drogas que te dan para no rechazar el riñón trasplantado vienen con un aumento de peso. Además de erupciones cutáneas, entre otras maravillas.

Sólo estoy preguntando. Por las dudas.

Me contestó a su estilo mesurado y elusivo: nada me quedó claro, por cierto, pero no me atreví a volver a la carga. Y después me hizo algunas preguntas más bien informativas acerca de mi estado de salud general. Después, fue a lo específico.

—¿Puedo ver tus estudios?

Saqué de mi mochila un pilón de papeles estropeados. En ese último tiempo, los pobres habían pasado por la misma cantidad de consultorios que yo. Una verdadera bitácora. Miró uno por uno. Concentrado. Analítico.

—Bueno, los valores de tu creatinina —dijo, refiriéndose al marcador de la función renal—, dentro de todo, se mantienen estables.

—¡Qué bien!

—Dentro de todo —repitió, esta vez en tono cauteloso. Ojito, nena, no sea cosa de que te entusiasmes.

Siempre serio, volvió a mirar algunos papeles. Se llevó la mano al mentón, como si así pudiera pensar con más claridad.

—La insuficiencia renal crónica es impredecible. —Ordenó los papeles golpeándolos contra el escritorio y me los devolvió—. Pueden pasar diez años, y tu cuerpo puede seguir resistiendo. Y te podés despertar mañana mismo con valores más preocupantes. —Volvió a quedarse pensativo. Estudiaba, analizaba, calculaba, debatía consigo mismo cada frase antes de que saliera de sus labios. Respiró profundo, exhaló por la nariz. Y dijo—: Lo más prudente es estar preparados para el peor de los casos. Sería bueno conocer la compatibilidad con los posibles donantes, por cualquier eventualidad.

Estuve muy de acuerdo, me gustó esa idea tan previsora. Y además, como licenciada en biología molecular y genética humana, me entusiasmaba conocer el grado de compatibilidad con “mi gente”.

Sabía desde los once años que iba a ser bióloga —de hecho, ya estaba trabajando en una clínica en San Isidro—, y a los dieciséis empecé a interesarme en la genética, acaso por lo mágico que me resultaba haber heredado, muy notoriamente, la tez de mamá, la nariz de papá, la sonrisa de una abuela y los ojos de la otra. O por la curiosidad que me generaba el hecho de ser rubia como el trigo, mientras que mi hermano era más negro que pañoleta de viuda.

¿Quiénes estarían dispuestos a darme una mano —en este caso, un riñón—? De estas cosas no se habla con la familia. De nada se habla con la familia. Pero había dos personas que me habían mostrado su interés por sumarse a la causa: mi tía Mariela, y su hija Leticia.

Mi tía aceptó reemplazar como donante a mi mamá, quien por antecedentes de salud había sido descartada. Con respecto a mis amigas, jodían entre ellas diciendo que nos tenés de backup, Anita; porque el doctor había decidido descartarlas en previsión de problemas legales: siempre se sospecha que uno le está pagando al donante, el mercado negro cunde.

En letra de imprenta, prolija y legible, el doctor dibujó en cada receta, junto a los nombres de las posibles víctimas, el del famoso estudio: crossmatch.

Yo estaba muy entusiasmada y curiosa por saber quiénes de nosotros éramos compatibles, y quiénes no. Y además me intrigaba una cuestión bastante escabrosa: quién de ellos ganaría. O, mejor dicho, quién de ellos perdería: en esta ruleta rusa, el premio mayor consistía en que te arrebataran algo vital. Ideas siniestras aparte, fue la única vez que recuerdo no haber rezongado por salir del consultorio con más papeles.

 

Resulta incómodo convivir con personas a quienes prácticamente no tratás…, y sobre todo si pensás que algún día tu vida dependerá de cualquiera de ellas. Personas que están ahí. Que no se dan a la fuga. Todavía.

Y también, por suerte, en cada familia hay alguien que le encuentra el lado gracioso a todo. Sí: a todo.

Durante un almuerzo, en casa, llevé una jarra de agua a la mesa y ocupé mi silla, al lado de mi madre. Gastón estaba dándoles a todos su opinión sobre mi destino, de acuerdo con las características psicológicas propias de cada posible donante.

—¡¿La prima Leti?! —preguntó entre carcajadas, desde la cabecera—. Ana: a Leti la tocás, y se le hace un moretón. ¡Cuando vea la aguja, directamente se desmaya!

No conforme con el comentario, levantó de la silla sus kilos de más y, cual delicada princesa, se tiró al piso imitando el desmayo. A mi madre no le causó mucha gracia.

—Gastón, te podés levantar —ordenó mientras condimentaba su ensalada.

Pero Gastón se deshizo en chillidos de dolor, compenetrado con su papel.

—¡Ve hacia la luzzz, no la pierdas de vista! —le dije, siguiendo el juego.

—Yo le pregunté mil veces a Leticia si estaba segura. —Mi madre parecía preocupada—. Le dije “Mirá que el doctor te puede elegir”.

—Leticia siempre fue muy solidaria —argumentó mi papá—. Está en su naturaleza ayudar.

Nicolás no opinaba ni siquiera alzando la vista: tenía los ojos en la ensalada, y ahora carancheaba con el tenedor una rodaja de tomate.

—Y Papo… —Mi hermano Gastón se levantó del piso, se paró detrás del jefe y le apoyó las manos en los hombros, dándole palmadas.

—Gastón, no hinches.

—¡Hooola! —Gastón, alias El Hijo Hinchapelotas, habló con un tono despistado y alegre, imitando a papá. Y formó un bigote poniéndose el índice bajo la nariz—. ¡Hooola, vengo a donar un bigote! Digo… ¡un riñón!

—Te podés sentar. —Mi madre puso los brazos en jarra.

—Ah, vos porque zafaste —le contestó aquel payaso, y la usó para su próxima imitación—: Yu nu pueduuu, yu nu pueduuu.

—Callate, nene. —Ella se enojó de verdad—. ¿Vos no sabés lo que tuve yo?

—Uuuh… y Nicolás... —Gastón ni le llevó el apunte—. Con Nicolás ca-gas-te, Anita: no te presta ni cinco mangos pal’ bondi, mirá si te va a dar un riñón.

Quise llevarme la mano a la boca para contener la risa y no escupir el agua, pero me contuve rápidamente con la furiosa reacción de Nicolás, quien hasta ese momento parecía ajeno a todo:

—¡Y vos qué, pelotudo!

—Nao, nao, nao, eu nao donaur rinion —entonó Gastón con su portugués trucho, negando con el índice—. Eu bebe muita champán. —Y empezó a cantar una canción sobre el champagne mientras bailaba carioca, levantándose la remera y acariciándose la panza, hasta que una nueva y brillante idea llegó a su mente—: ¿El loro no tiene riñones? —Interrumpió su baile—. ¡Ya fueee! ¡Maaarche un Canuto a la parrillaaa!

—Andá a la mierda —le dijo Nicolás, quien ya había puesto la alarma: era evidente que, si Gastón seguía jodiendo, mi hermano mayor lo sentaba de culo.

Yo era la única que disfrutaba del stand-up. Me reía con las imitaciones, y también porque me sentía optimista: pensaba que la “eventualidad” a que se refería el doctor Soles nunca iba a suceder; en medio de LA SITUATION, estaba convencida de que el crossmatch —una simple extracción de sangre, por otra parte— sería una pérdida de tiempo.

Pero me equivocaba como la más cándida de las ilusas.

6

Como éramos varios, fuimos en dos tandas a la clínica: mi papá, Gastón y yo un día, y Nicolás, mi tía y mi prima en otro.

Apenas entramos en el edificio del CENYC, conocí a Victoria, la coordinadora de trasplantes. O, como empezamos a llamarla ese día, dada la desorganización con que nos encontramos, la “descoordinadora”. Lo primero que hizo, incluso antes de presentarse, fue entregarme una pila de órdenes con estudios de todo tipo, a los que debía someterme.

—¿Pero cómo? —dije, abriendo los brazos—. ¿No venía sólo para el crossmatch?

crossmatch