Cubierta

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Sobre Pablo Laborde

Nació en 1966, y esperó a 2009 para dedicarse de lleno a la escritura, momento en que consideró haber vivido lo suficiente como para tener algo que “contar”. Antes, transitó distintas actividades artísticas (incluida la escritura amateur desde muy chico), y otras actividades no tan artísticas, con las que consiguió solventar las primeras. En esta última década, publicó tres antologías: Bilis, relatos viscerales (2016), Los que matan el tiempo y lloran su entierro (2017), y Mueren se reproducen crecen y nacen (2019), este último libro, cierre de la trilogía iniciática; todos los títulos publicados por Bärenhaus. Sus novelas La serpiente Bicéfala y Torcido aún permanecen inéditas. Actualmente se desempeña como asesor editorial y corrector literario, siempre celoso del tiempo que se asegura disponer para llevar a cabo su propia obra.

Índice

TRASCARTÓN

Aferrado al andador, frente a mi balcón francés de Recoleta, me cautiva la deliciosa ansiedad de los dieciséis, cuando nos fugábamos con Érika a darnos besos a escondidas de su madre violenta. En mitad de mi déjà vu, los cartoneros aparecen allá abajo, y aún desde el tercer piso alcanzo a ver tatuados en sus caras los surcos de la adversidad. Sólo yo sigo su andar cansino: para los que pasan por la calle, son parte del semoviente urbano.

Sabía que más o menos a esta hora se acercarían al contenedor: les conozco el recorrido, la rutina. La primera vez que los vi, Rosita me traía del médico, y de cerca constaté que andarían por los veintipocos, y en sus movimientos precisos y eficientes, percibí la inteligencia y el estoicismo. Por eso los elegí. Supongo que la embolia despertó en mí habilidades trascendentales, elevó mi nivel de intuición. También los elegí por su belleza, por supuesto, la prosaica preferencia por lo bello la tuve siempre.

El problema ahora era cómo hacer para no asustarlos, cómo evitar que desconfíen: necesitaba el tiempo para explicarme antes de que huyan despavoridos por la aparición de un ser decrépito que apenas puede hilar dos sílabas sin tartamudear, sin que un hilo de saliva le cuelgue por la comisura del labio. Claro, uno querría no generar asco, repulsión, pero cómo hacerlo. Cómo pelear con estas armas. O mejor, con la ausencia de armas. Una carta podría ser la respuesta, pensé. Ellos deben saber leer. No habrá llegado a tanto la destrucción nuclear del sistema como para que no comprendan la forma básica de comunicación. Sin embargo, sería más que ingenuo pensar que sólo unas palabras podrían convencerlos, necesitaba un persuasivo poderoso. El más convincente. Y lo tenía.

Tanto sentí que eran ellos los adecuados, que aquel día, una vez que Rosita cumplió su horario y me dejó sólo, me dispuse a escribir esa carta. Tecleando con un único dedo, escribir esas líneas me llevó hasta bien entrada la madrugada, disfruté como un adolescente mi travesura de amor. Con mucha dificultad, había alcanzado la carilla y media de retorcidas explicaciones, justificativos y excusas que hacían complicado lo simple. Así y todo, imprimí la carta, y me fui a luchar con el insomnio.

Hoy decidí llevar a cabo mi “experimento”, y le pedí a Rosita que me bañe, me peine y me vista antes de irse. Quiero dentro de todo generar el menor impacto. El menor rechazo. Sin embargo, ahora que los estoy viendo ahí abajo, me invade un súbito pánico, y me pregunto si podré hacerlo. Mi temblor habitual aumenta, y las esqueléticas zancas que me salen debajo de la cadera están a punto de colapsar con mi magro peso. Sin el andamiaje del andador, mis cincuenta y pico de kilos estarían ya esparcidos por el parqué. Trato de aguantar: la misión lo amerita.

Antes de empezar la titánica tarea de bajar a la calle sin la ayuda de mi cuidadora, releo la carta: No quiero que se asusten, no busco aprovecharme ni nada. Sólo quiero ayudarlos a cambio de algo que para ustedes no representará un problema... Sin pasar del segundo renglón, hago un bollo y lo arrojo al cesto del escritorio. Cómo pude escribir semejante basura, no logro entenderlo. Utilizaré el lenguaje universal, el “convincente”. Voy hasta la cómoda y agarro del primer cajón dos billetes de cien dólares. Con una mano me sigo sosteniendo del andador, y con la otra doblo los billetes y me los meto en el bolsillito del cárdigan. Bajo a buscar a mis elegidos antes de que continúen su periplo reciclador.

 

Cuando el ACV se cargó mi independencia —y de paso— mi dignidad, el hijo de puta olvidó llevarse consigo el deseo carnal y la necesidad de afecto. Un grande, El Piadoso, que no conforme con convertirme en una ameba, dejó dentro de mi estructura unicelular los imposibles neurotransmisores encargados de la sofisticada sinapsis del placer. Sólo me robó las herramientas físicas necesarias para proporcionarme ese placer. La embolia me dejó postrado, inservible, pero no fue lo compasivamente letal como para arrasar con mi libido, que sigue intacta dentro de mi cuerpo inútil. Y sí, el sadismo es materia predilecta de El Piadoso: aprieta pero no ahorca.

Con todo, hay algo bueno en esto de estar fuera de carrera, y es que a mí no me tocan las leyes de los que siguen corriendo tras la liebre artificial: yo voy paseando por el costado del canódromo, y en esa banquina solitaria y escarpada, me puedo dar lujos que no pueden darse los que se paran aún en dos patas. Vale decir, puedo aprovecharme de mi condición para conseguir algunas cosas. Bueno sería que de tan estoico no usufructuara mis beneficios.

La invalidez me llevó a descubrir la televisión de la tarde, un producto diseñado para ser consumido por la franja etaria con demencia senil, aunque su contenido purulento a veces derrama hacia mentes jóvenes y fértiles, corrompiéndoles el sentido común. Y también derramó hacia mi mente lisiada, sin corromperme, sólo asqueándome.

Sé muy bien cómo se desarrollaría la secuencia si el financiado neopuritanismo del mainstream conociera mis planes cartoneros: con las llamas de la hoguera mediática ya ardiendo en el piso de TV, el conductor de un panel de notables enunciaría mi crimen, y luego daría paso a un debate en el que participarían encumbrados referentes en materia jurídica, médica, moral, psicológica, religiosa y penal; a saber: abogados mediáticos, médicos promotores lácteos, psicólogos sociales, curas de televisión; más un maremágnum de excrecencias seudocientíficas, tales como tarotistas, numerólogos, tiradores de runas, expertos en diversidad, esteticistas y astrólogos. Cuando el in crescendo de ofuscación hubiera sublimado en el grito de ¡quémenlo!, harían pasar al acusado (yo) para leerle la sentencia y hacer justicia de una vez por todas. Entonces, el gran momento: un productor me ayudaría a entrar en plano, y yo exageraría histriónicamente mi hecatombe física al acercarme a la hoguera que espera por mis huesos. Al verme, los panelistas silenciarían su vómito acusatorio, y descubriendo estupefactos que despellejaban a un paralítico, empezarían a lamerme las bolas. El conductor y Juez Supremo haría señas desesperadas al mismo productor que me puso al aire, para que me saque de inmediato, y pediría urgentemente un matafuego para apagar la hoguera. Mientras tanto y para salir del aprieto, un director de piso alienado al que “se le pasó” que los inválidos no forman parte del crimen en la sociedad moderna (como tantos otros “colectivos” que terminan siempre su recorrido en lo inmaculado), daría paso a un PNT de piojicida, que el conductor con capacidades capilares diferentes, adicto al pelo en aerosol y a las carillas dentales de porcelana, recitaría de corrido, sin respirar y con mala dicción, sin el menor respeto por el anunciante que le da de comer a él y a toda su cohorte de chacales.

Así y todo, yo sabía que lo que iba a intentar hacer ahora era cuestionable, pero hay determinadas pasiones que no pueden domarse. Aunque uno sea un cangrejo monópodo.

Cuando toda mi parafernalia metálica sobresale ruidosa por la puerta del ascensor en la planta baja, mi portero se sorprende de verme solo, y exagera el afán de asistirme, con esa torpe lentitud que a las claras muestra su pereza para levantarse de esa sillita del palier, y yo lo relevo, desestimando su “ayuda” con la misma falsa amabilidad con que él hizo la pantomima de pararse.

Al salir a la vereda, veo que mis elegidos están terminando su faena en ese contenedor, y temo que no me alcance el tiempo para acercarme a ellos; pero en mis condiciones, la única posibilidad de llegar vivo a la vereda de enfrente, es ir hasta la senda peatonal de la esquina y esperar el semáforo. Y debo recorrer cada centímetro con el exasperante ritmo de una babosa. Incluso con la apariencia de una.

Cuando por fin consigo llegar a ellos, él apila los últimos cartones, mientras ella fuma a su lado, abstraída en remotos pensamientos. Aversión es lo primero que muestran al verme, inmediatamente después, desconfianza. Pronuncio la palabra “ayuda” con la dicción de un alcohólico terminal. Él deja los cartones, y ella pita y me estudia de arriba abajo. “Ayuda” repito, y muestro los billetes (no hay mucho tiempo). Se miran. Ella sonríe nerviosa. El dinero es un arma magnífica, pienso. Aunque también veo en él la precaución. Digo una vez más, “ayuda”, y esta vez señalo el tercer piso de mi edificio. Quiero mostrarles que no existe peligro alguno: ¿qué mal podría ocasionarles un ricachón minusválido?

Qué pasa, amigo, dice él, acercándose de mala manera. Y ella lo frena para que me deje “hablar”. En general las mujeres suelen ser más reflexivas y mediar ante el arrebato violento del macho, o acaso ella haya llegado a conjeturar antes que él lo que podrían comprar esos doscientos dólares al cambio del día.

“Ayuda”, digo por cuarta vez, y vuelvo a señalar mi departamento. Y comprimo más mi cuerpo, reduciéndome a la complexión de una larva, me vuelvo un gusano inofensivo para ganar su favor.

Ella le hace que sí con la cabeza. Él se acerca y toma de mi mano los billetes. ¿Habrá visto alguna vez doscientos dólares? Sí, conoce perfectamente la moneda universal, porque sabe testear su legitimidad. Qué querés que hagamos, dice. Y yo vuelvo a señalar mi departamento del tercer piso. “Ayuda”, digo una vez más. Sé que he logrado interesarlos, porque descartan los cartones que hace un instante eran su cometido.

Yo podía acentuar o disminuir el espantajo de mi incapacidad según lo que la circunstancia requiriera, y en este caso, evitaba así las molestas indagaciones de portero preguntón. Es decir, cuando don Antonio me vio aparecer con la parejita, exageré mi contrahechura a un nivel grotesco, y él no dijo ni mu, y se limitó a abrirnos muy solícito la puerta del ascensor. Me imagino cómo se habrá roto la cabeza pensando qué demonios hacía yo llevando a esos cartoneros a mi casa; como decía, no todo es malo en el universo de la invalidez. De la invalidez de un rico.

Subimos. El silencio pesaba. Y si bien el viaje en el ascensor fue corto, alcanzó para que ella me espiara, y cuando yo levanté la vista, sus ojos y los míos se encontraron, y ella los bajó de inmediato. Habrá descubierto en mi mirada la juventud insolente, decidida a no abandonarme. Actué con ella el papel contrario al que actué con el portero: procuré verme mejor, más armado. Mostrarme como un esperpento se me hacía más sencillo.

Había dejado café caliente, tostadas, manteca y mermelada sobre la mesa del comedor diario. Una merienda muy básica que a mí hacerla me llevó casi una hora de complicadas maniobras y destrezas circenses culinarias.

Les pedí con gestos que se sentaran a merendar, pero ellos desconfiaban, querían ir al grano, a lo que habían venido: ¿Qué había que arreglar?, preguntaba él. Y ella lo retaba con disimulados gestos por ser tan tosco.

Sosteniéndome del andador, me senté con dificultad en una silla, no resisto parado tanto tiempo. Aunque sentarme tampoco es fácil, y al hacerlo se ve que hice un espectáculo, en el que toda esa preparación cuidada de tazas, cafetera y platitos estuvo a punto de colapsar. Entonces ocurrió algo impensado. Algo que yo no esperaba, y que fue en principio inoportuno y vergonzoso, pero que debo admitirlo, sirvió para achicar la distancia. Ocurrió que como un vendaval violento, me llegó la imagen clara de mi catástrofe vista desde los ojos de estos chicos. Y así, sin previo aviso (no me ocurre normalmente), me atropelló la autocompasión. De golpe y fuerte, mi resentido cinismo fue reemplazado por un angustioso desconsuelo, derivado de la súbita consciencia de mi desgracia irreversible. ¿Eso era yo? Ese andrajo humano que sólo tres años atrás tomaba cócteles en barras de bares de moda, codo a codo con mujeres hermosas, era ahora ese osario apilado sobre una silla de un piso solitario. No pude con ese huracán de estiércol, que me hundió en un llanto silencioso. No lo hice a propósito. No fue parte de mi show. De verdad me vi en sus ojos, hacía rato que me reconocía como una cosa torpe y olvidada, y por alguna razón, la presencia de mis invitados me recordó que no mucho tiempo atrás, yo había sido otra cosa. Bueno, justo lo contrario a una cosa. Había sido alguien con una vida. Alguien que tenía amor. Y en ese instante de pérdida de control, comprendí que era eso en verdad lo que necesitaba con desesperación: yo había pensado que extrañaba el sexo, pero no. En verdad era amor lo que me estaba faltando, amor del bueno, del de verdad. En rigor, no me refiero a eso con que solemos referirnos a las maniobras entre humanos después del cine romántico comercial. Para ser totalmente pragmático, lo que yo necesitaba era algo de calor, olor, humedad. Candor humano. En fin, ya se sabe: contacto con otro ser, para constatar que no estoy flotando sólo y a la deriva en el cosmos inconmensurable y frío. A eso le digo amor.

Ante mis repentinas lágrimas ella intentó acercarse, y él la agarró del brazo y se lo impidió. “Qué querés”, dijo, tratando de mostrarse impío y fuerte. Pero yo sabía que se compadecía de mi estado, podía notarlo, había cambiado algo en su mirada. Había aparecido el miedo: ¿Qué impedía que él mismo pudiera terminar como esta oruga que tenía enfrente? En un instante, el muchacho había comprendido que podía existir algo incluso peor que la miseria material. Quizá lo suyo no era tan malo después de todo. Y el pánico afloró en sus ojos, inocultable. Porque más allá de su brusquedad, se notaba un pibe sincero, bueno, incapaz de disimular un sentimiento.

Me concentré mucho para poder pronunciar correctamente. Y debía elegir muy bien la palabra para no desperdiciar mi oportunidad. Así que recurrí a la más famosa, la palabra trillada, no iba a andar con eufemismos. Necesitaba ser contundente, incluso cursi. “Amor”, dije a duras penas, y reforcé el concepto señalándolos a ellos con mis índices temblorosos. “Amor”, repetí, con los ojos húmedos (sabía que las lágrimas de recién jugaban a mi favor). Por supuesto que si refiriera la fonética y no la literalidad gramática, se habrá oído algo parecido a “ao”, o algo así. Ellos comprendieron perfectamente lo que yo pedía.

La sorpresa de los dos fue tan rotunda como diferentes fueron sus reacciones. Ella, contrario a mi intuición, pareció emocionarse, hasta tuvo como un estertor al intentar contener un acceso de llanto. Él endureció más el ceño, la agarró del brazo, y comenzó a tirar para llevársela de mi departamento. Quería sacarla de allí ya mismo. Pero ella me miraba petrificada. Él tiró más fuerte y ella trastabilló en dirección al hall de entrada.

Los perdía: no había llegado a encender bien la fogata, la había arrebatado, no tuve la paciencia necesaria como para atizar el fuego de a poco. Entonces, antes de que se apagara por completo, decidí lanzar sobre esa llamita moribunda un galón de kerosene: me levanté como pude y tambaleé hasta la cómoda, mientras ellos se debatían en mi palier privado entre abandonar de una vez mi casa, o quedarse más, quién sabe para qué. Agarré varios billetes de cien dólares, unos veinte o treinta billetes, y al salir a buscarlos al palier, el tesoro verde se me escapó de las manos y se esparció por el piso, mis manos trémulas no pudieron sostenerlo sin soltar el andador.

Ella me miraba fijo, no al dinero, sufría y me miraba a mí. Tuve una epifanía: ella y yo aguantando juntos la inutilidad de la vida. Y después, asumiendo los dos la inutilidad de esos pensamientos derrotistas, y escapando épicos y de la mano por un sembradío soleado, enamorados del amor más puro. Y por supuesto, enamorados uno del otro.

Él sí miraba los billetes, y durante ese segundo que se desconcentró de sostenerla, ella se agachó a recoger los dólares que habían caído. Juntó todo, hizo como un rollito, y me lo guardó en el bolsillo de mi cárdigan de enfermo crónico. Él llamó al ascensor. Volví a agarrar los billetes con una de mis torpes manos, arriesgándome a que caigan de nuevo, y se los extendí: “amor”, dije. Y mientras blandía el rollo de dólares: “uedes, aor, ada má, o fao”, y me sorprendí de lo locuaz y verborrágico que me ponía la desesperación de perderlo todo habiendo llegado hasta allí.

Algo cambió. No sé qué fue. En un principio creí que había sido el incuestionable poder del dinero. Después no estaría tan seguro. El ascensor llegó, y ellos no lo tomaron. Durante casi un minuto nos quedamos los tres mirándonos, conformando un triángulo que parecía ser esa superficie de estrella donde pacta el diablo en las películas de terror yanquis. Me atreví a volver sobre mis pasos, esperando que ellos me siguieran. Sentí que esta vez así sería. Y sí, vinieron detrás de mí. Y no sólo eso, al franquear la entrada de mi departamento, ella cerró la puerta.

Estaba agotado. Había gastado en los últimos minutos la energía que dispongo para una semana, incluso para un mes. Volví a sentarme, y les hice el gesto de que me imitaran. Lo hicieron. Con prolijidad y respeto, despegaron sillas de la mesa y se sentaron. Me saqué del bolsillo el rollito de dólares y lo dejé sobre la mesa. Los billetes se desenrollaron con la fuerza de resortes. Señalé las tostadas, pero no hubo caso. Junté fuerzas, suspiré. No me resultaba nada fácil respirar, mucho menos, hablar. Y mucho menos fácil todavía me resultaba asumir mi patetismo. Había entrenado la humillación el año entero que estuve internado, al ser asistido las veinticuatro horas por enfermeras, pero ahora era distinto. De algún modo, la belleza de la chica me inhibía, me avergonzaba que ella me viera en tan lamentable estado. Si tuviera una remota idea de lo que yo había sido hasta hacía poco. Sí, un tipo algo grande para ella, pero de indiscutible presencia, de una belleza varonil fuera de lo común, que sin duda no le hubiera resultado indiferente, aunque fuésemos de distinta clase social, porque yo notaba que estos chicos tenían la facultad de eludir los prejuicios.

El muchacho me miraba fijo, sin duda intentaba advertirme que ella estaba con él, y que si aceptaran hacer caso a mi delirante pedido, no cambiarían en nada los vínculos ya establecidos. ¡Como si yo tuviera alguna posibilidad! Me enternecían sus celos adolescentes.

“Amor”, dije, señalándolos y uniendo mis dedos flacos. Y su expresión no dejó dudas de que sabían lo que yo pedía. Pude verle a ella el brillito de una lágrima asomando su redondez en la comisura del ojo. La enjugó disimuladamente cuando él la agarró del antebrazo y la trajo hacía sí. La empezó a besar, para mi gusto bruscamente, y ella tuvo un reflejo de rechazo, como si no quisiera saber nada con este extraño pacto; él forzó un poco la cosa, y al final, ella accedió.

Me relajé en la silla, apoltronándome como pude para hacerme invisible. Quería ser ese director de teatro, que anónimo y oculto en el proscenio oscuro, asiste al debut de sus actores, radiantes, nerviosos, encandilados por los focos. Veía los labios humedecidos, escuchaba el sonido de los besos, a veces vislumbraba una lengua reptar sobre los labios del otro.

Quizás ellos tuvieran el miedo lógico a que yo, obedeciendo al cliché típico de viejardo asqueroso, comenzara a masturbarme. No sólo yo no tenía la menor intención de faltarles el respeto ni incomodarlos, sino que además no tenía la más remota posibilidad de satisfacerme por mis propios medios. Después del ACV, mi miembro había quedado abandonado, como un hijo queda huérfano después de la muerte súbita de sus padres. Ya no había quién le quitara la zozobra, quien lo aliviara. Jamás me atreví a pedirle algo así a Rosita, y mucho menos se lo pediría a mi querida hermana, lógico, lo único que me faltaba era padecer el síndrome de Zeus y Hera; y mis manos atrofiadas, a duras penas me servían para orinar haciendo equilibrio en el andador. Yo agradecía al menos eso.

No podía creerlo. Me parecía estar en un sueño, tenía una fuerte sensación de irrealidad, potenciada por el cannabis medicinal, que mi médico me permite en una dosis que es buena para él, que lo tiene todo, pero que resulta insuficiente para mí. Debería al menos quintuplicar la dosis. Cannabis y amor es lo mejor que pueden pagar un puñado de dólares. Aunque el amor no sea propio, y el cannabis lo tome en gotas en lugar de fumarlo, como Dios manda. Tuve mucho de amor propio, tal vez un exceso, y quizás entonces terminé como terminé, por eso quiero ser un curioso admirador del amor ajeno. Y ese amor ajeno se desarrolla ahora con más libertad, como si hubiera encontrado una autopista de permiso en mi presencia somera y no invasiva. Seguramente también hace lo suyo el deseo real, el que bulle a flor de esas pieles jóvenes, oscuras, perfectas; de esas líneas atrevidas que garantizan el goce.

Él me mira de reojo, sin dejar de besarla. Ella no mira, aunque sé que me percibe. Él espera instrucciones: “ya está o querés más”, me pregunta su ojo esquivo entre beso y beso. Y por supuesto, quiero más. Quiero más amor. Y así lo digo: “Más amor”. Bah, así no. Lo digo así: “aaa aoo”. Creo que si entienden la consigna es más por mis gestos que por la elocuencia fonoaudiológica.

El chico sabe lo que busco, y la chica supongo que también, aunque disimula esa comprensión con un adorable pudor femenino que parece haber pasado de moda. Asiento con la cabeza, procurando que no se vea mi apremio. Ella ya no quiere mirarme, sabe que ahora irán más allá, y la vergüenza manda. De hecho, ella intenta frenarlo todo. Se ve que toma consciencia de la locura, y si bien él le da seguridad porque claramente son novios o algo así, algo de repente la bloquea y le impide seguir. Yo intento hacerme todavía más pequeño, más invisible. Me deslizo en la silla hasta que mi cabeza queda a la altura de la tabla de la mesa, casi escondida detrás de la cafetera y las tazas. Empequeñeciéndome, procurando desaparecer, busco desactivar en ella el sentido común, ese sentido de la realidad que le indica que lo que está haciendo es, como mínimo, controversial. Y es él quien sale a luchar por mi deseo (o por el deseo de él por ella, o por el deseo de llevarse lícitamente esos dólares), y con besos y caricias, la persuade de volver al acto. Para mi alivio, ella vuelve al juego.

Siento el apuro de mi sangre raspando las paredes de mis arterias estropeadas. Ya no necesito dirigir la película. La película fluye. Y hasta me sorprendo cuando él le saca la remera con cuidado, y ella deja hacer, levantando los brazos. Esa complacencia me llena de felicidad, me emociona, y debo contenerme para no volver a llorar. ¡Cuánto hace que no veo el pecho de una mujer hermosa!

El lateral de los senos contenidos por el corpiño sencillo incrementa la fuerza del volcán que llevo dentro. Ellos ahora están en su mundo, y yo vuelvo a ser invisible. Por encima del rumor del tráfico que llega de la calle, sólo se oye la respiración agitada, los besos, los chupones, los ruiditos lúbricos y exquisitos. En un extremo de la mesa, ella sentada sobre él. En el otro extremo, mi presencia insustancial, muda, quieta.