Cubierta

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Sobre Marcelo di Marco

Según J. R. Fernández de Cano (www.mcnbiografias.com), Marcelo di Marco “es autor de una excelente producción literaria que, sumada a otros muchos trabajos relacionados con el ámbito del arte y la cultura, le convierte en uno de los intelectuales argentinos más destacados de la segunda mitad del siglo XX. En su versatilidad plenamente humanista, ha merecido el reconocimiento unánime de sus compatriotas no sólo por su obra de creación y por sus valiosas reflexiones ensayísticas, sino también por una ingente labor de promoción y animación cultural desempeñada desde sus ocupaciones como editor y docente”. Actualmente Marcelo di Marco dirige la colección Biblioteca Elegida, proyecto editorial lanzado en 2019 por Editorial Bärenhaus y Taller de Corte y Corrección.

 

 

 

Primer programa del canal TCyC

 

Lista de reproducción de los TCyC PESADILLA

 

Sitio oficial de Marcelo di Marco

Índice

El miedo es la emoción que nos ciega. ¿A cuántas cosas tememos? Tenemos miedo de apagar la luz con las manos húmedas. Tenemos miedo de meter un cuchillo en la tostadora para desatascar un bollo sin desenchufarla antes. Tenemos miedo de lo que nos dirá el médico cuando haya terminado de examinarnos. Nos asustamos cuando el avión se convulsiona bruscamente en pleno vuelo. Tenemos miedo de que se agoten el petróleo, el aire puro, el agua potable, la buena vida. Cuando nuestra hija ha prometido llegar a casa a las once y ya son las doce y cuarto, y la nieve azota la ventana como arena seca, nos sentamos y fingimos contemplar el programa de Johnny Carson y miramos de vez en cuando el teléfono silencioso y experimentamos la emoción que nos ciega, la emoción que reduce el proceso intelectual a una piltrafa.

 

 

STEPHEN KING

Sobre este libro

Debo confesar que no suelo frecuentar el mundo de los relatos de terror, pero creo que la literatura argentina no abunda en autores del género. Fuera de Horacio Quiroga y mi amigo Juan-Jacobo Bajarlía, podría mencionar escasos nombres. De modo que la propuesta de Marcelo di Marco para que ocupara este espacio, me dio la oportunidad de bucear en aguas para mí casi desconocidas. Fue una instructiva y placentera experiencia que agradezco. Valió la pena disfrutar de una prosa ajustada y entretenida, que suena según la necesidad del sujeto y deriva de la procacidad más chabacana a un lenguaje terso y cuidado que introduce al lector en infinitos e inesperados universos. Como a Publio Terencio, nada humano le es ajeno a Marcelo, que propone en estos cuentos una galería de personajes y situaciones de perversidad y horror que no excusa ni a los niños ni a las escuelas. En las páginas finales, el libro propone una interesante serie de comentarios sobre la estructura de los relatos y devela utilísimos trucos del oficio que, con seguridad, serán aprovechados por la legión de alumnos que desfilan por sus talleres.

Rubén Tizziani

HELGA: THE BODIES XXX SHOW

—Una prostituta será siempre una prostituta —le dijo el señor Zimmermann a su reflejo, anudándose la corbata mientras la cara de aquella cochina de Helga se iba diluyendo más y más en los restos de vapor que quedaban en un ángulo del espejo del baño, devenido lámina de Rorschach—. Esté donde esté, una prostituta jamás cambiará.

Sí: cada vez con mayor frecuencia, según lo dispusieran la química cerebral y los remordimientos, el viudo señor Zimmermann se descubría hablando solo. Y, siempre que hablaba solo, conjeturaba fantasías acerca de qué habría sido de su única hija. Aquella descarriada —por decirlo suave— a quien debió echar a patadas para evitar un escándalo mayor. Aquella vergüenza, aquella inútil buena para nada, aquella deshonra con patas que había dañado el buen nombre de la familia.

—Helga. Helga… Zimmermann. —Incluso le costaba asociarla con el apellido Zimmermann, pronunciar su nombre completo.

Hasta donde podía saberse —ya iban diecisiete años sin verla, diecisiete años de ignorar su paradero y su apariencia actual—, aquella venía sin rumbo, derrapando de trabajo en trabajo y de tipo en tipo. Incluso podía imaginársela limosneando. Incluso entregándose por un par de cervezas podía imaginársela.

—Hace días que no me llevo un pan a la boca —dijo exagerando la súplica, imitándole el tono. Miró el ángulo del espejo: ya ninguna forma podía reconocerse en el vapor condensado, diluido—. Qué fue de vos, Helga, qué hiciste de tu vida. —Y enseguida pensó que a quién le importaba.

Terminó de vestirse, buscó las llaves, se calzó el sombrero. Y maldita fuera la gana que tenía de ir a la exposición esa, a la que lo había invitado el insoportable de Marcus. Pero no le convenía negarse: aquel viejo morboso —morboso como todo buen escritor de noveluchas de misterio— era uno de los dos o tres conocidos que le quedaban. Aparte de Helga. De la hija ausente.

Tuvo que contenerse el señor Zimmermann para no cerrar de un portazo cuando salió de su vacío departamento.

 

Volvió a la hora y media, y esta vez no se contuvo y pegó un portazo que debió de oírse hasta en el sótano.

Vista con objetividad científica, la exposición del llamado Doctor Muerte no había estado nada mal, y no era de extrañar que un enfermo como Marcus se deleitara llevándolo a ver esos cadáveres perfectamente plastinados y perfectamente disecados, puestos a reproducir actividades de lo más habituales —fútbol, lectura, nutrición—, incluso actividades de lo más íntimas. Ya el señor Zimmermann había visto esas imágenes por YouTube. Estaba al tanto de una exposición tan “educativa”, a la que hasta alumnos de colegios religiosos visitaban en excursión.

Pero la cuestión no pasa por ahí.

La cuestión pasa, específicamente, por una de las figuras que el señor Zimmermann ha visto —ha necesitado ver— con mayor detalle que cualquiera de las otras. En realidad se trata de dos figuras. Dos momias que antes tenían piel y sangre, y que ahora son de plástico, y a quienes han enjaulado en una celda de acrílico transparente. El rígido y para siempre bien erecto miembro del cadáver del hombre se abre paso por la abierta y para siempre bien dispuesta vagina de…

LA PREGUNTA DEL MILLÓN

Junto al cuerpo quedó la notebook salpicada de rojo, y los investigadores no tuvieron dificultad alguna para encontrar en ella el siguiente texto, escrito en Word.

 

Súbitamente despabilado no podía creerlo del todo, pero era evidente que cerca de mi cama había alguien más: en medio de la penumbra, un contorno grueso se desplazaba silencioso. Lo supe al ver cómo interrumpía la mínima luz del farol de la bocacalle, que entraba por las hendijas de la persiana.

Me oí respirar entrecortado, y advertí un olor como a pedos de brócoli podrido que infestaba mi dormitorio. Y no se trataba de un flamante caso de la llamada parálisis del sueño —había visto el escalofriante documental hacía muy poco, por Netflix—, porque yo estaba bien consciente y bien despejado. Me habría dormido a la una y pico, momentos después de apagar la luz, sumido más que nunca en mis negras cavilaciones. Y seguramente me había despertado algún ruido del merodeador. Un ruido dentro de mi dormitorio.

Muy dentro de mi dormitorio.

Un ladrón, me dije, y me noté un brusco sudor en las sienes. Un ladrón como le pasó al sensei, que se lo encontró al lado de la cama, y desde abajo le encajó al tipo un tzuki que le fracturó dos costillas. Pero yo, que empecé de grande, recién iba por mi cuarto mes de cinturón blanco, así que llevé la mano al cajón de la mesa de luz —guardo en él esta conveniente CZ 75, con un cargador entero, más una bala en recámara—, y estaba por abrirlo cuando me contuve: opté por hacerme el dormido, bien quieto. Me oí jadear y cerré la boca, que se me había vuelto de lija.

Siempre me pregunté cómo reaccionaría ante una situación así. Pero ahora no quería hacer el mínimo movimiento. No podía, mejor dicho: el miedo me iba ganando la voluntad, que ya se confundía con una mezcla de precaución y espanto creciente. Jamás en mi vida tuve un ataque de pánico, pero supuse que esto sería lo más parecido.

Ahora las piernas del tipo se interponían entre la luz débil y rojiza del antimosquitos y mis ojos: andaba por la piecera.

¿Y por qué no “andaban” en lugar de “andaba”?

Porque perfectamente podrían ser dos.

O más de dos. Como aquellos seres del puto documental, que eran tres: el hombre del sombrero y sus dos ayudantes.

¿Y si yo no estaba despierto? ¿Y si yo estaba entre despierto y dormido, como les pasaba a aquellas víctimas de la parálisis del sueño?

Y, cuando probé a abrir el cajón y sacar la 9 mm, alguien prendió las dicroicas del cielorraso. Quedé con el dedo quieto en el guardamonte de la pistola.

Y al ver lo que vi desde la cama la adrenalina me inundó, y el horror me dejó sin aire. El cadáver —aquella masa abominable no podía tratarse de algo vivo— apestaba con los hedores propios de la carne podrida. O quizá con los hedores propios de la carne quemada.

Y entonces, a pesar de la desfiguración causada por la fauna cadavérica o el fuego, lo reconocí. Me reconocí.

—Primera visita —dije. Y me mantuve allí, acechándome desde la piecera. Mirándome fijo lo dije, señalando hacia la cabecera donde estaba yo. Lo dije con una conminatoria voz que evocó en mi cabeza las profundidades de un pantano en descomposición.

A dos manos me apunté con la CZ, los brazos bien extendidos hacia mi figura en la piecera, pero antes de que pudiera dispararme desaparecí en un soplo.

 

Han pasado años de aquello, y ya no puedo soportarlo. El horror en que vivo no puede compararse con el hecho casi anecdótico de levantarme sin haber pegado un ojo, mañana tras mañana; de mirarme al espejo para descubrir estas ojeras marcadas como herraduras. No: lo auténticamente grave es que a partir de esa primera noche me vengo visitando bajo múltiples y horrendas apariencias. Desde la cama, sosteniendo el arma inútil, me veo venir con los ojos desorbitados y la piel azul por la cianosis del estrangulamiento. A veces, voy hacia mí con la tapa de los sesos volada por un tiro que acaso provendrá de mi propia pistola. Otras, me descubro hecho un guiñapo de carne desgarrada y huesos a la vista, tal vez aplastado por un camión, o descuartizado por el ferrocarril.

Y ya no sé si pensar que soy un fantasma —mi futuro fantasma—, o más bien una proyección de mi mente. La misma mente que jamás ha conseguido librarse de su insoportable y eterna obsesión. La misma mente esclavizada por esta idea fija de toda la vida: ¿cómo moriré cuando me llegue la hora?

EL ENANO PREGUNTÓN

—Te explico, Dani —dijo Beto dejando el vaso de vino a un costado del plato de madera, y se enderezó el gorro de cocinero que usaba sobre todo para que después la cabeza no le apestara a humo—. Lo de Rigo es bien dinámico, tiene que correr y disparar todo el tiempo. En cuanto a lo mío, cuanto más quieto me quede, mejor me va a salir la tirada.

—Son dos formas distintas de encarar el deporte —explicó Rigo apuntando a Daniel con la cuchara de la ensaladera como si sostuviera una de sus pistolas de tiro práctico—. Es la misma diferencia que hay entre esquiar y hacer culipatín. El tiro práctico es lo más parecido a un combate verdadero. Te cronometran y todo, vos viste. Y tenés que dispararles a objetivos establecidos de antemano.

—Todo lo que quieras, salame —concedió Beto abarcando con la vista y la entonación de la voz a los demás amigos de la mesa—. Pero eso de esquiar y hacer culipatín es invento tuyo. Nada que ver. —Y ahí señaló con la punta de su cuchillo criollo a Rigo, a quien tenía enfrente, y amagó en broma a ensartarlo; pero ninguno de la barra se rio—. Cuando se precisa un francotirador se llama a un carabinero, bien quietito. Y eso también es combatir.

—Menos mal, Beto, así no te nos morís de un infarto. Mirate los rollos, Michelin. No durás ni dos metros de carrera.

Sin parar de masticar su choripán, Daniel les prestaba toda la atención a los dos veteranos: realmente estaba muy interesado por saber qué diferencias había entre las dos disciplinas de tiro que practicaban. Incluso últimamente andaba considerando la posibilidad de hacerse socio del Tiro. Los demás, legos en la materia, seguían con medias sonrisas y comentarios ocasionales los chistes que se lanzaban los dos tiradores viejos: todos tenían un ojo puesto en ellos y en Dani, y el otro ojo en las doradas costillas de cordero y de lechón que cada cual se estaba pelando.

En cuanto al Mudo Emilio —de quien ninguno de los demás invitados podía asegurar si se hacía el estúpido, o si realmente había nacido fallado el pobre—, siempre en una punta de la mesa y con los ojos perdidos, no se interesaba ni en el asado, ni en las ensaladas, ni en las prácticas de tiro deportivo de Beto y Rigo, ni en las minitas de la pileta del club, que estaba a veinte metros del quincho, ni en nada que pudiera interesar a un tipo cualquiera.

Porque el Mudo Emilio no era un tipo cualquiera.

—¿Y lo tuyo? —le preguntó Daniel a Beto—. ¿Cómo competís con la carabina? Decís que no corrés como Rigo.

—No, para nada. Lo mío es muy diferente. Son treinta tiros de .22, que tenés que embocar en cinco blancos, uno después del otro. Tenés cuarenta y cinco minutos para completar todo. Y competís tendido de panza sobre una alfombra, sin apoyo ni mira telescópica, y disparando tiro a tiro. Y tratando de no darle bola al Enano Preguntón. Monotiro.

—Qué quiere decir monotiro, Beto —dijo Daniel, a quien esa última palabra acababa de ordenarle que se imaginara un chimpancé armado con esos AK-47 de las películas.

—Tiro a tiro, Dani. Sin usar el cargador. Eso se llama monotiro. En cambio, Rigoberto tiene que usar un cargador tras otro. ¡Pum-Pum-Pum! —Beto hacía gestos de estar disparando una pistola, a toda velocidad—. ¡Pum-Pum-Pum!

Daniel se quedó pensando, y dijo que verdaderamente no tenían mucho en común las dos disciplinas.

—Nada en común —dijo Rigo—. Y además hay una diferencia muy grande en cuánto gastamos los dos en munición.

Y ahí los dos viejos se pusieron a describir las bondades de sus respectivas municiones, casi olvidados de que en la mesa no estaban solamente ellos dos. Pero se acordaron no bien el gordo Alberto dijo, desde la otra punta:

—¿Y qué es eso del Enano Preguntón, que me quedó picando?

—Eso —dijeron Daniel y dos más.

Beto y Rigo se miraron como preguntándose quién de los dos lo explicaría, y fue Rigo el que tomó la posta:

—Así lo llamaba el finado Oscar Poch. El Enano Preguntón es un hijo de mil putas que aparece en el momento justo para hacer que el tiro se te vaya al carajo.

Y todos se dieron cuenta: el Mudo Emilio, sin dejar de masticar, dirigió la mirada hacia Rigo.

—Es un socio —preguntó, como queriendo que le dijeran que sí.

—No, Mudo, no. —Beto negó con la cabeza, y lo distrajo una de las chicas de la pile, que ahora alzaba los brazos para hacerse un rodete, sosteniendo entre los dientes la gorra de baño—. Es un chiste, no una persona. El Enano Preguntón es como una vocecita adentro de la cabeza que te dice “Dale, tiralo aunque la mano te tiemble y sepas que el tiro se te va a la mierda”. O si no: “¿Y, pelotudo? ¿Pensaste que sos James Bond?”. Y a uno la adrenalina se le convierte en sudor, y en lugar de renunciar al disparo y empezar de nuevo el ciclo…

—… tira, y la bala se va al 6 —dijo Daniel, que había cazado al toque la metáfora.

—Exacto. El peor enemigo de uno es uno.

—A veces viene bien pesado el Enano Preguntón —dijo Rigo, rebañando la grasa de su plato.

—Y va y te pregunta para qué viniste —apuntó el Gordo Alberto.

—Para qué naciste —corrigió Rigo, y se llevó el pan con grasa a la boca—. Para qué naciste —repitió, sin dejar de masticar.

—Para qué naciste —dijo el Mudo Emilio con los ojos bajos, como quien habla solo.

 

Seis horas y pico después, el Mudo llega al puerto de San Isidro, que en medio de la noche ya está bien solitario. Cada tanto, contrastando su figura blanca en medio de la oscuridad, el Mudo se suelta del Enano Preguntón y se lleva las manos a los oídos, y de vez en vez tropieza al andar, barranca abajo.