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Sobre Alberto Nessi

Alberto Nessi nació en Chiasso en 1940, creció en Mendrisio y vive en Bruzella, tres pueblos del Tesino, el cantón suizo de lengua italiana. Estudió en Locarno y en Friburgo y trabajó de docente y publicista. Publicó: nueve libros de poesía, desde I giorni feriali (1969) hasta Un sabato senza dolore (2016); tres libros de cuentos, desde Terra matta (1984) hasta Milò (2014), y tres novelas, la última de ellas La prossima settimana, forse (2008), traducida al francés y al alemán, como casi toda su obra, y también al portugués y ahora al castellano. Participó dos veces como invitado en el Festival de Poesía de Medellín (2002 y 2007) y algunos poemas suyos se tradujeron a nuestra lengua. En 2016 se le otorgó el Gran Premio Suizo de Literatura por su trayectoria.

Índice

Agradezco a cuantos me fueron de ayuda en el trabajo de documentación; en particular a mi amigo Daniel el navegante, Manuela Cruzeiro, atenta biógrafa de José, Gabriele Rossi, don Walter Cereghetti,

Marc-Antoine Kaeser y Fernanda Rollo.

Dedico este libro a la memoria de mi madre cigarrera y de mi padre, que en la juventud cantó “Bandera roja”.

Un pájaro que vuela por el tiempo

Le Locle, 1er août 1857

 

 

 

 

Cherubino Patà, peintre, en passage en cette ville, prévient le public qu’il se charge de faire des portraits à l’huile, de toutes manières et de toutes dimensions. Prix du portrait grandeur naturelle: 20 francs. S’adresser à l’hôtel de La Couronne ou à l’église catholique”.

 

Aquel “grandeur naturelle” me había impresionado. Yo jamás había visto a un artista. De pinturas recordaba sólo el san Jorge a caballo de mi pueblo, el pequeño fresco con la Virgen de la Leche y las tablillas de los exvotos. Entonces me había ido aquel domingo por la tarde a La Couronne y me había puesto allí, bajo la insignia de hierro donde resplandecía la corona del rey, a mirar por la ventana a Cherubino, que iba de pueblo en pueblo haciendo retratos. Me parecía un auténtico ángel. O tal vez incluso un arcángel. En suma, un ser de naturaleza divina que sabía crear de la nada.

Le Locle: Loculo, Nicho, lo llamaban en mi pueblo. Porque allá hace un frío sepulcral, sopla un viento que llega traído por treinta zarpas, te entra en los huesos como el frío de la muerte. Viento y cuervos caen sobre los campos.

Había llegado al Jura con mi mamá, porque el aire de montaña hace bien a los débiles de los pulmones. Y lo primero que me impactó fueron los cuervos. No son aves alegres: mi padre había muerto cuando yo tenía pocos años, allá abajo en mi valle, y aquel día los cuervos graznaban.

Me produce un efecto extraño mirar ahora este recorte de periódico de cuando era chico. Ahora que el papel impreso se ha vuelto mi murmullo cotidiano, oigo aletear las alas del ave que me trae este recuerdo. Cada aleteo, un día que pasa.

Entonces, cuando estaba espiando al ambulante desde detrás de los vidrios del hôtel de La Couronne, tenía toda la vida por delante. Miraba a aquel querubín de aire astuto y bucles desordenados, tal como deben ser los artistas. Él movía el pincel sobre la tela y poco a poco aparecían los rasgos de monsieur le maire en pose. Colgado el sombrero de copa del perchero, se mantenía tieso con el cuello de moño, las manos sobre el bastón de paseo; y dentro de aquellas formas que iban delineándose sobre la tela me parecía que se reflejaban también la esposa con la sombrilla y el caballo blanco.

No estaban, en el retrato, la esposa y el caballo. Pero yo los veía, porque desde pequeño siempre tuve ojos visionarios. Allí la cara del alcalde, más noble que la verdadera, sin arrugas, aquí la nariz, garbosa bajo el pincel, aquí la corbata, la cadena del reloj sobre el chaleco, el relincho del caballo... Grandeza natural. Por veinte francos uno se vuelve inmortal y bello, como san Jorge. Como Guillermo Tell, nuestro héroe, a quien aquel día los republicanos festejaban por las calles al son de la fanfarria.

A decir verdad, estoy acostumbrado a ver cosas que no existen. ¿Hay belleza en aquel mendigo de la esquina de rua do Chiado? ¿En el cáncer que le devora el rostro? ¿En la caverna abierta en mis pulmones? Sin embargo, cuando camino, a cada paso entra en mí la belleza, como si el polvo de los días dejara tras de sí un polvillo luminoso. Por la calle, en cada gesto de mujer veo la naturalidad que enciende el deseo, la vista de los transeúntes me alegra. En medio del gris se enciende una vela que dice: –Podrías ser feliz...

No sé si es un gran pintor, aquel Cherubino Patà. Pero entonces me parecía el mago creador en persona. Cuando se fue el alcalde, Cherubino me pidió que fuera a buscarle tabaco y me dio una moneda. Me miró con ojos astutos bajo los bucles. Tenía buen humor, tenía ganas de hablar.

–Eh, mon gars... ¿Qué hacías detrás de los vidrios con esa cara de monaguillo? Bien podías entrar, no está prohibido en absoluto.

–No tenía coraje, monsieur l’artiste.

–Oigo que hablas un poco como yo, mon gars. Tienes un acento estrambótico. No eres de aquí.

–No, no soy de aquí. Vengo de un valle estrecho, cercano a Italia.

–¿Valle estrecho? Porquería de mundo, yo vengo de un valle cerrado, que en el pasado habían clausurado con una puerta, para no dejar pasar guerra y peste: una puerta enorme que daba al precipicio.

–¿Se fue de chico de aquel valle cerrado, monsieur?

Je me suis sauvé... Escucha, mon gars, ¿cómo te llamas?

–Me llamo Giuseppe. Pero mi mamá me llama José.

–¿José?

–Mi mamá es lusitana.

–Escucha, pequeño lusitano, ve a buscarme un poco de picado fuerte y ven adentro a beber un vaso de sidra.

Historia del pintor de figuras

 

 

 

 

“Mi valle es un lugar del que es mejor escaparse, si consigues abrir la puerta sin caerte al precipicio. Se quedan sólo los hombres de los bosques. Se quedan los que se cuelgan de la cola de las cabras y viven como cerdos. Los paisanos, que no se toman el domingo libre como los obreros y los copetudos, ellos... Se quedan los viejos, los dementes, los niños, las mujeres con la falda ajustada hasta los sobacos y las chicas que juntan heno en el bosque, plantan centeno y nabos en los peñascos, en otoño recogen cestadas de erizos de castañas. ¿Te gustan las chicas, monaguillo? Les filles... Nosotros las llamamos matte en nuestro dialecto. Me acuerdo de la Mariangela, que era misericordiosa y se iba a la granja con los solitarios. La Mariangela estaría contigo también, monaguillo, se te entregaría en fuente de plata. Así es mi pueblo. Un pozo de culebras y espinas, nunca llega nadie de afuera y hay que arreglárselas como pueda uno, ahí mismo, para sacarse la bilis. Los hombres se van a Australia a buscar oro o a las ciudades de Italia a raspar el hollín de las chimeneas.

”Hay un hombre que viene a nuestros pueblos y compra a los niños, los bocia, porquería de mundo. Se los lleva a Locarno. Después toman la barca y se van a Italia. Una vez se hundió la barca en el lago: ahí se murieron dieciséis de mi valle. Los bocia son flacos como el hambre y se meten bien en la campana de la chimenea. Se van con el padre pero después, cuando empiezan a trabajar, no pueden llamarlo más papi. Lo llaman patrón. Y para Año Nuevo los invitan a comer. Pero callados. Están ahí con la cara negra arriba del mantel blanco de los ricos, porque traen suerte.

”¿Cómo hacen para meterse en las chimeneas, monaguillo? Apoyan espalda, codos y rodillas y trepan. Y se llenan tanto de polvo que no pueden ni respirar. Por las calles de la ciudad gritan ‘Spazafurnel!’, ¡Deshollinador!, y la propina se la dan a los patrones”.

Aquella historia me impresionaba, allí en la sala del hôtel de La Couronne. Cherubino estaba en vena de confidencias y yo me sentía grande, mientras a nuestro alrededor los hombres bebían vino del domingo con monsieur le maire y fumaban en pipa. Los bronces y los penachos de la fanfarria de Tell habían pasado por la calle principal dejando atrás una estela, una promesa de algo extraordinario donde se perdían mis pensamientos.

“En la ciudad los bocia tenían que jurar frente a la Virgen no decir nada. Los curas, de acuerdo con los patrones, los hacían jurar. En la iglesia. Pero yo no quería ser esclavo, porquería de mundo, y cuando llegó el hombre compra-bocia me escapé al bosque. Hay gigantes de piedra caídos de los montes, en nuestro valle, ¿sabes? Me refugié debajo de uno de esos peñascos.

”Mi madre no sabía ni leer ni escribir, mi padre no estaba más, mi hermano se había dejado enredar por un agente y se había ido a Australia. Yo, allá arriba, siempre tallando Vírgenes y antílopes en las cortezas de los castaños, poco a poco aprendí a hacer las figuras. El cantón del Tesino me dio cien francos y me fui tres meses a la academia de Brera, en Milán. Después los austríacos nos echaron.

”Volví a Sonogno con quince spazafurnel. Pinté la iglesia, Anunciación y Natividad. Hice la Trinidad, Abraham con el hijo sobre las rodillas y el ángel que le detiene la mano. ¿Sabes las historias de la Biblia, monaguillo? Moisés con la serpiente de bronce, el evangelista Mateo que escribe en su libraco y el ángel que le sostiene el tintero, Lucas con el buey. Todas cosas sagradas, mon gars, artículos que vienen del taller de Dios Padre”.

Yo escuchaba, hechizado. Fue tal vez entonces cuando empecé a cabalgar en el caballo de san Jorge. Escuchaba las historias de los deshollinadores y sacaba la lanza.

 

“Mis paisanos, criados a pan y hambre, habían bajado a Locarno con la hoz pequeña en la cintura, un día en que yo no había nacido todavía, a arrancar el árbol de la libertad. No querían saber nada con eso, con la libertad. Hacían correr a los jacobinos con las tornaderas de estiércol: esos bandidos –decían–, hay que hacerlos confesar las culpas con el fraile y después cortarles la cabeza con la espada para que el alma se separe del cuerpo.

”Y un jueves de mercado abajo en la Plaza Grande, entre los delantalotes de las mujeres, los quesos, las verduras y los sombreros de paja, los de mi pueblo van a agarrar a cierto Gallinière, que tuvo la buena idea de parar las barcas de los cereales a la orilla del lago: le recitan las oraciones y después le meten los huesos en un canasto...

”La vez que bajé a Locarno yo también, en cambio, era Carnaval. Estábamos allá comiendo en el café Agostinetti, porque igual pagaba el abogado. Afuera estaba la banda. Humo de calderas. Risotto. Cohetes que hacían retumbar la plaza. Banderas rojas y azules. Cuando entra aquel liberalote alto como san Cristóbal y se pone a dar bastonazos todo alrededor, de golpe se apagan las lámparas y los amigos del abogado sacan cuchillos y bastones, ¡vete al infierno a hacer carbón! El liberal cae en su sangre y yo me escapo a los techos, mon gars. Porque salto como una cabra.

”¿Dónde fui a terminar? Gateando por los techos llegué hasta Gordola y después me entregué a un guardia civil que hacía gala de seis pulgadas de mostacho:

–Soy de los de ustedes. Soy un artista.

”Entonces me hicieron hacer el dibujo del liberal despachado a cuchillazos: lo recuerdo bien, pálido como un ternero. Mi primer retrato de verdad es un hombre muerto.

”Después, a dar vueltas con los guardias civiles quemando prensas. Parecía que estallaba la revolución. ‘¡Abajo el gobierno de los sinvergüenzas, abajo los sombreros de copa!’, ‘¡Viva Radetzky, Vivan los croatas!’. Pero cuando me buscó la justicia para interrogarme, otra vez me hice cabra. Si quieres salvarte de los hombres, monaguillo, aprende a escaparte. Y recuerda que los perros también se aburren de estar siempre en el mismo lugar.

”Ahora soy un ambulante, hago retratos a los señores. Pero un día vi un cuadro, en Francia, que me hizo entender qué es el arte de verdad. El arte es hacer vivir a las personas de todos los días. Puede ser el guardián de los cerdos, la mujer que le enseña a leer al niño. Las personas que ves. Con sus bubones y los pies mugrientos y los pensamientos buenos junto con los malos y las cosas como son, la gente que trabaja o que llora o que parte las piedras. Si pintas una roca, tienes que pintar también el tiempo que se depositó día tras día sobre esa roca, que no es ni blanco ni rosa ni azul ni marrón sino que es un poco de todos esos colores juntos.

”Dios está en su casa en las sobrepellices de los acólitos, no en las alas de los serafines, acuérdate. ¿Tú crees en Dios, monaguillo? Courbet cree en la naturaleza y en el sentimiento. Religión natural. Sentado frente al mar, pinta las olas y la tempestad. Frente a una mujer, pinta su carne desnuda.

”El señor Courbet, lo conocí en Francia. Allá vi por primera vez un cuadro de él: voy por ahí con mi caballete haciendo retratos y un día vengo a enterarme de que hay una obra de él en la capilla del seminario. La gente de Ornans había venido a ver. Y todos decían: –Aquel de allá es el sacristán, y ese de ahí es el enterrador, ¿viste al hijo del lechero que está igualito y parece vivo? Mira a la hermana de la maestra...

”Dos solos de los que estaban ahí mirando no estaban contentos: –Sí, puso al párroco y a los acólitos y al perro pero a nosotros no, nada... Y se acordaban, en cambio, de cuando habían ido ellos también hasta debajo de las ventanas con la música de Ornans a agasajar al artista.

”Estaban todos ahí aquel día mirando el gran cuadro. Cuarenta y seis personajes, los conté, todos grandeur naturelle, todos en el funeral, los hombres de un lado, alguno con el semblante rojo de vino, las mujeres del otro lado llorando. En el medio el enterrador que dejó un momento la viña por la fosa. Y un día el enterrador nos va a guardar a todos, mon gars, vamos a ir a engordar las coles del cura, como dicen en mi pueblo.

”El año pasado fui a París a propósito para ver su exposición, en avenue Montaigne. Un pabellón enorme, había que pagar un franco de entrada. Arriba, escrito en grande: DU RÉALISME. Yo no entiendo las palabras difíciles, mon gars. Pero en aquel pabellón vi los cuadros de la pintura de verdad. Estaba de nuevo el funeral de Ornans y después otra obra, grandísima también, habrá sido de más de tres metros de altura y el doble de ancho, que representaba el Atelier del pintor con una mujer desnuda y un chiquito que mira al señor Courbet concentrado en pintar. Y el tercer cuadro que me gustó más que todos era el de los picapedreros: un viejo con el sombrero de paja y un bocia con la camisa rasgada que lleva las piedras”.

Aquella sidra de la Couronne se me subía a la cabeza; y cuando Cherubino me hablaba así me parecía que yo también me convertía un poco en el picapedrero y el chiquito que miraba al pintor y el acólito. Y aquella mujer desnuda, me la veía adelante.

”¿Por qué no hago yo también como Courbet, monaguillo? ¡Porque él es el maestro de los pintores de toda la tierra y yo un pintorcito de sacristía, porquería de mundo!”.

El otro día, desde mi monumento aquí en el cementerio de los Placeres, te vi. Miraste mi brazo de piedra que sostiene la antorcha, la medalla de bronce con la dedicatoria de la classe dos estucadores, el friso con la escuadra, la rueda dentada, el compás, las dos manos que se estrechan.

Eran tantos velándome, arriba en el Bairro Alto, en la sede de la Asociación de los Trabajadores, en calçada dos Paulistas. Y después acompañándome hasta aquí en la colina. Un millar de obreros, había incluso mujeres. Y cada año el 1º de mayo venían a verme con las banderas, una carretilla cargada de flores y en el medio mi retrato.

Ahora estás tú. ¿Cómo se te ocurrió venir a verme? ¿Dejar la luz que persigues por los barrancos como un perro sediento en el valle donde nací? ¿Dejar el agua estrechada entre aquellas gargantas que en invierno, cuando los árboles pierden las hojas, en la hondonada muestran su carne de piedra viva? ¿Dejar el pueblo, donde tejiste tu capullo para envolverte en la seda de las palabras? ¿Qué te impulsa a hacer como los de tu pueblo que antes que tú se fueron por el mundo? ¿Nostalgia de vida no vivida?

Me llamo José, tengo treinta y un años, soy librero en Lisboa. Estoy enfermo de los pulmones y quiero cambiar el mundo.

Mucho tiempo pensé que era el santo representado en el ábside de la iglesia del Salvador, en el pueblo que me vio nacer. Corría montado en mi caballo blanco y ensartaba la lanza en las fauces del dragón. Eran fauces abiertas al lado del altar mayor y pertenecían a un lagarto con cresta que en el sermón del domingo simbolizaba el mal. La fe era el bien, el lagarto el mal. Y yo san Jorge montado en el caballo blanco. Ahora quiero contar aquel sueño.

 

Mi librería es la más antigua de la ciudad, “desde 1727 al servicio de la cultura”. De día atiendo a los clientes, me siento frente al escritorio o voy al depósito de rua da Figueira. La noche es para la política.

A la librería viene con frecuencia Eça de Queiroz, el compañero Eça. Nos hicimos amigos y leo siempre sus folhetins. Cuando sale la Gazeta, corro a comprarla, recorto el artículo. Acá mismo sobre el escritorio tengo una frase suya que me gusta: “Todo pie querría ser ala”.

Desde mi lugar de trabajo veo a los transeúntes de rua do Chiado, cada uno encerrado en su silencio. Algunas tardes, cuando calla también el organillo del ciego de la esquina y la librería está desierta, pienso: el mundo es melancolía. El pie querría ser ala, pero no lo consigue. Se queda en tierra, mientras una ceniza se deposita sobre las cosas. Especialmente en otoño, en primavera, las estaciones de paso. El mes de mayo, cuando las flores son las ilusiones que después octubre se llevará.

 

¿Por qué decidí llevar un diario y escribir mi historia? No lo sé, me lo pregunto. Tal vez porque en mis pulmones la mancha húmeda se expande y está cambiándome la mente también. La enfermedad trae consigo preguntas y recuerdos. Me gustaría entender algo de mi vida. Por ejemplo, qué me impulsó a hacer entrar a los otros dentro de mí. No hablo de libros, sino de personas obreros mujeres de fábrica. Los libros hacen compañía, los hombres hieren. Pero ¿qué vale más que el hombre?

Tal vez sea la ofensa lo que me hizo decidir. La ofensa del mal en la tierra. Quienquiera que pase por la calle se refleja en mi espejo secreto. No puedo aparentar nada. Yo soy como ellos. Yo soy ellos.

Quiero escribir para intentar frenar el tiempo, que para mí ha acelerado su marcha. Escribir. Tal vez quiero hacerles la competencia a todos los escritores que me miran desde los estantes... Una nueva lucidez me hace dilatar la vida en dirección inversa, alarga mis días hacia atrás. Y las cosas del pueblo donde uno ha nacido brillan, en el recuerdo, como la hoja de la guadaña en manos del segador.