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Sobre Giovanni Catelli

Giovanni Catelli, nacido en Cremona, Italia, publicó los siguientes libros de narrativa y poesía: In fondo alla notte (1992), Partenze (1994), Geografie (1998, traducido al checo, ruso, ucraniano, polaco y castellano: Geografías, 2013), Lontananze (2003), Treni (2008), Diorama dell’Est (2014), Il vizio del vuoto (2017). Cuentos suyos han aparecido en La Nouvelle Revue Française, el Corriere della Sera, el sitio literario Nazioneindiana y las revistas l’Índice dei libri, Diario y l’immaginazione. Dirige Café Golem, sección cultural de Eastjournal.net. Ha visitado varias veces la Argentina, invitado a festivales. Desde hace más de veinte años sigue las vicisitudes literarias, históricas y políticas de Europa oriental y viaja por los países del antiguo bloque soviético. Un fruto de esa trayectoria es este libro, Camus debe morir.

Índice

A la memoria de Imre Nagy

y Salvador Allende.

Los agravios que no se reparan durante la vida de una generación quedan en la nada – como si nunca hubiera sucedido nada – todo desaparece – los asesinados y los asesinos.

Jan Zábrana

 

Se trata de morir irreconciliado

y no de buena gana.

Albert Camus

SIMETRÍA

La fatalidad es maravillosa: permite resolver, como por arte de magia, problemas añosos, dificultades inextricables, casi embarazosas.

Un hombre, un intelectual de gran fama, comprometido en varios frentes, contrapuesto en solitario a potencias mundiales, dice un día: el colmo del absurdo es la muerte en un accidente vial; y de pronto se postula, como revelador del absurdo, a una muerte así, a desaparecer en un accidente.

Cuando esto ocurra, la simetría ilusoria de la suerte habrá cerrado el círculo, completado la geometría del destino, seguido la involuntaria profecía, demostrado con la evidencia las razones de la víctima, sus hipótesis lanzadas al futuro.

En el caso de Albert Camus, una gran ilusión envolverá a todos, avisados e inexpertos, intelectuales y público, detractores y seguidores: simetría habrá habido, pero sólo en la emboscada, en la amenaza y en el resultado inexplicable, absurdo como se habrá previsto, perfecto como por cálculo y presagio; ¿qué mejor destino que la extrema coherencia, que la profecía realizable, que el fin que confirma la lúcida razón de una vida? ¿Qué mejor síntesis de verdad y engaño, absurdo y complot, fatalidad y designio, profecía y ejecución?

La realidad, la verdad de los hechos, no podrá sobrevivir a esta perfección, a esta convergencia total, de la completa fatalidad, y de la completa maquinación, el accidente absoluto y el absoluto sabotaje.

Cincuenta años después, todavía no se ha salido de este abrazo mortal, de ilusión y verdad, en el que la evidencia parece sostener y neutralizar el impacto de la emboscada, hasta borrarlo en su transparencia, en su ilusoria neutralidad.

 

Sin embargo, la suerte no sepultó para siempre los acontecimientos: con los años sembró leves y lejanas pistas de la verdad. Las más seguras las dejó en Praga, en 1980, ya veinte años después del accidente.

Son pistas decisivas, de una precisión fría y minuciosa, ricas en detalles y ligadas a hechos y fechas irrebatibles: hechos y fechas casi imposibles de conocer y verificar en la Checoslovaquia de 1980, constreñida en la tenaza soviética, más rígida todavía después de los hechos de Carta 77.

Estas pistas se las regaló la suerte a un hombre vencido, ya resignado a la excesiva razón de la historia, a la derrota personal, a la lucidez de la desesperación.

Este hombre las conservó, sin decir palabra del tema a nadie.

Pocos años después se fue.

Para siempre.

 

Este hombre era un poeta, un traductor, un testigo silencioso e implacable del tiempo desdichado que la historia les había reservado a su país, a sus padres, a él.

Sabía que debía sucumbir, pero no sin recordar, sin anotar una memoria de la decadencia, una cronología de la ruina.

Quizá, sólo para sí mismo, quizá para quien desde el futuro se inclinara sobre aquellos años, anotó un diario, en el que recogía acontecimientos y pensamientos, en el que se oponía, cotidianamente, a la repugnancia y a la humillación.

Durante años, consiguió resistir.

Después, se enfermó.

Dejó sus papeles a la esposa amada.

Se fue.

Era el hombre de Praga.

 

 

Restos del auto a bordo del cual iba Albert Camus, después del accidente mortal.

UN COMPLOT

Albert Camus se fue un día de enero de 1960. El hombre que había luchado toda la vida en defensa del ser humano, contra la injusticia y el absurdo, perecía sin motivo, sin causa aparente, justo en una circunstancia que él mismo había definido como la suma de los absurdos: el accidente vial.

En una ancha carretera de Francia, no lejos de París, a la plena luz de la hora del almuerzo, mientras el auto, con el editor y amigo Michel Gallimard al volante, viajaba tranquilo y veloz por una extensa recta, nada podía permitir el presagio de la tragedia. De golpe, todo se cumplió.

Automovilistas de paso afirman que el auto, veloz, “bailaba el vals”. Después de algunos derrapes, percibidos por las pasajeras de los asientos posteriores (la esposa y la hija de Michel Gallimard) como una curva imprevista, como si “algo se derrumbara bajo el vehículo”, el auto golpeó con violencia contra uno de los plátanos que flanqueaban la carretera, rebotó contra otro, a varios metros de distancia, para destrozarse casi por completo.

Camus, con el cráneo fracturado y el cuello roto, murió de golpe. A Michel Gallimard lo encontraron sangrante en el suelo: fallecería días después en el hospital; la esposa yacía a su lado, en estado de shock; a la hija la encontraron a veinte metros, en un campo, aturdida y embarrada pero ilesa.

Según el biógrafo Herbert Lottman, “el accidente parecía deberse al bloqueo de una rueda o a la rotura de un eje, pero ni siquiera los expertos supieron explicarse aquel accidente catastrófico en una recta, con una carretera de nueve metros de ancho y un tránsito muy escaso”.

Ahí está.

Los acontecimientos mostraron pronto una grieta, una ruptura en la lógica aparente de las cosas. Nada decisivo, claro, pero lo suficiente para suscitar la duda, la sensación de que la realidad estaba encubierta por las apariencias, que la ilusoria simplicidad de los acontecimientos escondía un designio distinto.

Muchos rechazaron la cruel linealidad del acontecimiento, el puro resultado fatal del accidente y de la muerte: parecía que algo no cuadraba, que la ironía de la suerte no podía hacer coincidir de un modo tan perfecto el destino real con la premonición casi sobrenatural de Camus.

Para quien lo amaba, para quien conservaría y custodiaría su dignidad y su enseñanza, una evidencia tan simple, un destino tan simétrico, resultarían siempre falsos, increíbles, irreales. Incluso muchos años después, a distancia de los hechos y de las minuciosas circunstancias, a otros seguidores silenciosos un simple accidente les parecería siempre inadecuado, inauténtico, casi un infeliz y gratuito golpe de teatro.

Esta muda certeza los acompañaría largamente, junto con una vaga inquietud, una sensación de engaño y de invisible maquinación.

Hasta que un día la suerte, la pura y auténtica obra del azar, mostraría una pista, un testimonio inesperado: la prueba tenaz que atravesaba el tiempo, el indicio que daba vuelta las apariencias y revelaba un lejano complot.

PREFACIO

Albert Camus era un hombre libre, indomable, peligroso.

Peligroso para el poder, para cualquier poder, cuyo parentesco fisiológico con la arbitrariedad, el atropello y la injusticia él denunciaba.

Peligroso para las malas conciencias, de los franceses y de los rebeldes argelinos, de los antiguos colaboracionistas y de los estalinistas, para la moralidad burguesa y para la sociedad intelectual, peligroso siempre, porque era capaz de ver, con la sola mirada de su espíritu crítico, de su honestidad inflexible, de su amor incondicional por el hombre y por toda vida.

A muchos benefició su muerte, su perpetuo silencio futuro: a los nacionalistas franceses, que no querían la independencia de Argelia; a los extremistas argelinos, a quienes hacía sombra su moderación frente a la suerte de los pieds noirs, los franceses de Argelia, en caso de una independencia; a las fuerzas reaccionarias, que veían en él a un paladín de la Resistencia y de la izquierda; a los estalinistas y a la Unión Soviética, a la que había atacado con excepcional vigor por la invasión brutal de Hungría; a la dictadura fascista española, a la que se oponía con intervenciones y discursos públicos, denunciándola en todas partes, para que Occidente no la aceptara en las instituciones internacionales.

Siempre ha sido difícil creer que su muerte haya sido el simple resultado de un accidente vial común.

La suerte no conspira casualmente contra un hombre: otros hombres pueden hacerlo con mayor facilidad.

Ahora, del río indistinto del tiempo, ha emergido una pista, precisa, que indica un nombre, una orden, una voluntad homicida: quizás alguien decidió de veras el fin de Albert Camus.

Frente a la precisión de esta pista, es nuestro deber indagar, para que lo que sucedió no desaparezca en el olvido, sino que vuelva a la luz del presente, a la plena luz de la indagación histórica, para que la verdad desnuda de los hechos sea conocida por la posteridad y encuentre una clara y definitiva comprensión.

En el transcurso de la investigación aparecen, como protagonistas reales, vivos, personajes de gran trascendencia, literaria y humana, cuyo trayecto existencial se cruzó con el de Camus, de modo a menudo imprevisible, pero siempre fructífero y a veces decisivo.

Estos protagonistas vivieron en Praga y en Moscú.

Son Jan Zábrana, Marie Zábranová y Boris Pasternak.

De Praga y de Moscú, por lo tanto, además que de París, puede venir la verdad sobre la suerte de Albert Camus.

EL SUEÑO

La noche del 2 de enero de 1960, Albert Camus tuvo una pesadilla prolongada y terrible.

Soñó que lo seguían, al anochecer, por una carretera de campo, cuatro hombres sin rostro.

Corrían despacio, casi sin querer de veras alcanzarlo, pero siempre un poco más cercanos y amenazantes.

Él también corría, aun con pulmones enfermos, casi sofocándose, en un esfuerzo extremo, sin respiro, corría, dándose vuelta a trechos, a divisar la ventaja, indagar en vano aquellos rostros de goma, esos lisos perfiles sin fisonomía.

Corrió, durante un tiempo infinito, sin más pensamientos que no fuesen la fuga, devorando el aire, desesperado, con indecible afán, con gritos de ahogado; luego, desde una carretera lateral, vio llegar un coche: se lanzó a detenerlo, agitando los brazos, en el medio del cruce; logró subirse, y el coche volvió a arrancar, rapidísimo.

Trató de recobrar el aliento, de reanimarse después del esfuerzo.

En la tiniebla que bajó de pronto, intentó distinguir el semblante del conductor, pero la total oscuridad se lo impidió.

El auto viajaba ahora veloz, cada vez más veloz, por una campiña desierta, irreconocible, anónima.

Le hizo una pregunta al conductor, sin obtener respuesta.

El silencio en el habitáculo se hacía más denso.

De repente, los faros resplandecientes iluminaron una curva grande, y enfrente la alta pared de una granja.

El coche corría a velocidad descabellada, sin la más mínima seña de viraje.

Cuando el choque parecía inevitable, él se arrojó con un grito sobre el volante.

 

En aquel momento, se cayó de la cama y se despertó, todavía jadeante por la angustia.

EL VIAJE

El lunes 3 de enero de 1960, Albert Camus, pese a que había comprado un pasaje de tren junto con René Char, partió de su casa en el sur, en Lourmarin, hacia París, en el auto del amigo editor, Michel Gallimard; los acompañaban la hija y la esposa de este último, Anne y Janine, con su perro; Char, para no sobrecargar el coche, había decidido partir en tren.

Ya el día anterior Camus había acompañado a la esposa Francine y a los hijos a la estación de Aviñón, haciéndolos regresar por adelantado.

La mañana del 3 telefoneó a la secretaria, en París, para comunicarle algunas cosas sobre el rechazo de futuros trabajos y para confirmar el regreso.

Quizá la llamada fue interceptada, pero ya diversas fuentes habían podido informar con exactitud sobre los próximos desplazamientos del escritor.

El 30 de enero le había escrito a la actriz Catherine Sellers, una de sus mujeres, para anunciarle la llegada inminente.

El 31 le había escrito otra vez, comenzando con: “Aquí va mi última carta...” y anunciando con precisión su llegada: “Hasta el martes, querida mía, ya te beso...”.

El 30 le había escrito también a su mujer más importante, la compañera histórica, la actriz María Casares, dando noticias detalladas y fundamentales: “Última carta... sólo para decirte que llego el martes, volviendo por la carretera, saliendo con los Gallimard el lunes. (Pasan por aquí el viernes. Te llamo al llegar, pero ya podemos arreglar para cenar juntos, el martes)”.

Diversas personas podían entonces saber, con suficiente antelación, los desplazamientos y los programas de Camus. El círculo de las dos actrices era rico en potenciales informantes: los más comprometidos políticamente eran próximos a María Casares, y las noticias recibidas por ella las más precisas; tal vez de ella, inconcientemente, provinieran las indicaciones decisivas para los verdugos.

El 29 de diciembre le había escrito noticias también a Mi, una nueva compañera, en Dinamarca, que se preparaba también para regresar a París.

En verdad muchos podían estar en conocimiento de los planes del escritor, y de su intención de volver en coche con los Gallimard.

Era el momento para organizar una operación.

Era una ocasión extraordinariamente favorable.

LA PARTIDA

La mañana del 3 de enero, entonces, después de haber confiado como de costumbre la llave de la casa a la señora Ginoux, asegurándole el regreso a los ocho días, Camus se sube a su potente Facel Vega para enfrentar su viaje.

El editor Robert Laffont, días antes, le había aconsejado a Michel Gallimard que fuera al sur en tren, pero Gallimard había insistido en que quería visitar a Camus y volver con él.

Las geometrías de la suerte son a menudo casuales, leves y ligeras como la espuma: se condensan a trechos como por encanto; a veces en cambio su traza incide en las cosas con secreta saña, converge de lejos con diseño preciso, intención meticulosa, definitiva exactitud.

Aquel día preciso, aquel coche y aquellos hombres tenían una carretera trazada.

Y otros hombres seguirían aquella carretera.

Después de un saludo a los amigos Mathieu y Jacques Polge, el grupo recorre la ruta nacional 7 hasta Orange, donde se decidió una parada para almorzar.

La marcha es relajada, Michel Gallimard, normalmente veloz, elige un ritmo de manejo más tranquilo, conversando con sus familiares y el amigo.

Quizás esta decisión garantiza ahora la incolumidad de los viajeros.

Alguien los acompaña, silenciosamente, sin llamar la atención. El viaje es todavía muy largo; las posibilidades de intervención, múltiples.

Por la tarde el viaje se reanuda, el destino es conocido: el hotel restaurante Le Chapon Fin, en la aldea de Thoissey, apenas antes de Mâcon. En previsión del gentío en las carreteras debido al regreso de las vacaciones, habían reservado las habitaciones para descansar y dividir el viaje en dos partes.

Ninguna prisa los anima: y también el destino conoce con antelación las propias citas.

La pernoctación disolvería la fatiga del viaje: al día siguiente se dirigirían a París, descansados y sin prisa.

La noche sería larga, en el pueblito.

No todos dormirían.

Los viajeros son todavía inconcientes, y están alegres.

Los espera una cena opípara y una atmósfera convival.

Todavía las horas parecen propicias, sólo producen momentos placenteros.

Las leyes secretas del mundo, sus armas afiladas, parecen lejanas.

La tenaza del poder sobre los destinos singulares, todavía invisible, remota, irreal.

Dejemos a los hombres, y las mujeres, sus últimas horas de alegría.

EL HOMBRE DE PRAGA

El hombre de Praga era un poeta. Un hombre pronto golpeado por la historia en los afectos más preciados. Los padres, socialistas, habían sido perseguidos y encarcelados por el régimen después de 1948. Los había visto marchitarse y morir entre cárcel, privaciones y enfermedades. Las esperanzas que había tenido una generación entera en una sociedad más justa habían sido pronto sofocadas por la burocracia, por una opresión obtusa, por la policía secreta.

La literatura sería para siempre el refugio de los reveses continuos de la existencia, de las dificultades cotidianas, del progresivo disolverse de las esperanzas, de las ilusiones. Además de la poesía, el arte de la traducción le descubría paraísos remotos, intocables ya por la historia, por la vida, por la cotidiana desolación.

Poco a poco se construyó una fama cada vez más sólida, una autoridad moral cada vez más cristalina, resistiendo en el silencio y en la sombra al impacto intolerable de los acontecimientos, a las ofensas que la historia, los imperios, los invasores continuaban infligiéndole a su tierra. A aquel país de maravillosa civilización y cultura, el siglo breve le había dado independencia, pero bien pronto, la ocupación nazi, y, después de la liberación, una nueva tiranía extranjera.

Pravda vítězí, la verdad vencerá, sostenía el profeta Jan Hus, traicionado y quemado en la hoguera siglos antes. Sin embargo, la vida del hombre es breve, frágil, cada fuerza suya es limitada, y la vida de los estados, de los imperios, aun si inertes, cínicos y opresores, es tanto más larga y resistente que representa un desafío sin esperanza para el individuo desarmado.

La breve estación del ’68, la Primavera de Praga, había arribado como un sueño, la utopía de un socialismo humano, la tercera vía tan temida por los dos imperios, pronto ansiosos por sofocarla, ambos concientes del peligro, seguros de la fuerza generada por la esperanza, por la civilización, por la libertad de espíritu: había sido breve aquel sueño, y sin embargo capaz de rescatar en pocos meses años de angustia y represión, años de obtusa miopía, de mezquinas delaciones, de control sofocante. En el verano se estaba materializando otro sueño, esta vez privado: la traducción de Doctor Zhivago, largamente buscada, conquistada con peripecias dignas de una novela y finalmente casi lista; antes que una noche fatídica de agosto llegara la invasión, el golpe arrojado a traición del Pacto de Varsovia; la horda negra, los tanques, los ocupantes, pronto lanzados como chacales a prohibir publicaciones nuevas, a sofocar de nuevo aquella libertad sin censuras que Dubček había tratado en vano de hacer aceptar a los patrones lejanos, a los dueños de aquella mitad del mundo.

En aquella breve estación, todo había parecido posible, la censura había desaparecido, se proyectaban nuevos libros, nuevas traducciones, sin más miedo de incurrir en un veto, sin más miedo de hablar, de expresar las propias ideas, opiniones, esperanzas.

La posibilidad de escribir, de traducir libremente, sin oportunismos políticos o ideológicos, no parecía del todo verdadera a quien había visto los años oscuros de Gottwald, los años del proceso a Slánský y del más hondo control del poder.

Para los intelectuales fue una borrachera de libertad, casi irreal, que hizo más doloroso todavía el retorno al orden, a la mezquina obediencia de los dictados del partido, de los gustos culturales y literarios expresados por sus lugartenientes, por los responsables de la línea cultural.