Cubierta

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Sobre Drago Jančar

Drago Jančar es novelista, cuentista, dramaturgo y ensayista, y uno de los escritores eslovenos contemporáneos más traducidos y premiados. En Eslovenia recibió el premio Prešeren y en tres oportunidades el premio Kresnik; además, recibió los premios europeos Herder (2002), el premio ACEL (Association Capitale Européenne des Littératures), el premio Hemingway en Italia y el premio al mejor libro extranjero en Francia por la novela To noč sem jo videl, Aquella noche la vi. Entre sus novelas más célebres se destacan Galjot (El galeote) (1978), Katarina, pav in jezuit (Caterina, el pavo y el jesuita) (1998), y Zumbidos en la cabeza (2000), traducida al español.

Índice

Nuestras historias inventadas, hechas de realidad...

H. C. Andersen

2

Si se hubiera quedado con Stevo, le dije a Peter, hoy nuestra hija seguiría en aquel departamento de Maribor. En el departamento del oficial serbio que dejaba las botas embarradas en el vestíbulo. O tal vez estaría allá en el sur de Serbia criando gallinas. Pero yo al menos sabría dónde está. Y no me despertaría todas las noches pensando que fui yo misma quien la instó a que volviera con Leo. Para que se mudara a su mansión, de la que estaba casi tan enamorado como de mi Veronika. Y yo me mudé con ella. Y de ahí desapareció nuestra Veronika en el año 44, unos días después de Año Nuevo; desde entonces no se ha sabido nada más de ella. No tenés nada que reprocharte, dijo Peter. Se quedó pensando, como siempre, se quedó callado un momento, luego dijo: no tenés nada que reprocharte. Claro que no, no puedo reprocharme nada, ¿por qué tendría que reprocharme no haber soportado que viviera en departamentos militares y que criara gallinas? Ella, una amante de los papagayos, los caballos y los cocodrilos. Ella, que estudió en Berlín y escuchaba a Beethoven. Me afligía verla viviendo así; si ella podía soportar semejante vida, yo no podía. Pero por la noche, en mi departamento vacío de las afueras de Liubliana volvía a mí aquel pensamiento insidioso: si sólo se hubiera quedado con ese oficial... Encendí la luz y busqué la foto de Peter. Ahora ya converso con él todas las noches; él es el único que consigue tranquilizarme.

Hoy vino a casa Filip, el hermano de Leo. Vino a averiguar si tengo todo lo que necesito. Claro que no tengo todo lo que necesito; este departamento con dos cuartos en las afueras de Liubliana no es exactamente una mansión, dije. En realidad estaba bromeando, él sabe muy bien que no es la mansión lo que extraño. Se las arreglará de algún modo, dijo, hasta que todo esto pase. Me senté ante la ventana abierta, como siempre; él estaba de pie a mis espaldas y mirábamos el desfile de gente con pancartas y fotos de sus líderes, que pasaba por la calle marchando tras la banda de vientos. La multitud estaba de buen humor, vivaz; la gente los saludaba desde las ventanas y balcones. De pronto vi a un hombre que se detuvo y miró hacia arriba; me pareció que miraba hacia mi ventana, hacia mí. Era un hombre fornido de espaldas anchas y ojeras negras, como las que tiene la gente que trasnocha muy a menudo o que padece de insomnio. Su rostro me parecía conocido, tal vez era uno de aquellos peones que iban a trabajar al fundo alrededor de la mansión Sotomontana. Me estremeció su mirada; algo familiar, pero a la vez difuso me recorrió con aquella mirada. Después se dio la vuelta y siguió marchando, se perdió en el alboroto de la multitud.

Me las arreglaré de algún modo, claro que sí, le contesté a Filip, aunque el departamento no tiene tina de baño y el toilette está en el pasillo, y por la mañana los vecinos hacen fila; las mujeres en bata, algunos hombres desarrapados con los pantalones desabrochados y el cinturón abierto; me las arreglaré de algún modo. No necesito nada; me siento junto a la ventana todo el día y espero ver su rostro, el rostro de mi Veronika, o al menos el de Leo, que va a venir un buen día en su auto; tal vez los dos, tal vez lleguen por la vereda y ella vaya tomada de su brazo, y mire hacia arriba, se ría como sólo ella sabe reírse y yo la salude con la mano. Poco antes vi acercarse a Filip; él me consiguió este departamento, viene día por medio y me trae algo de comida, pan y leche, harina, a veces un poco de carne. No ha terminado de comer, me dice, otra vez ha dejado algo en el plato. No tengo ganas de comer, digo, y él siempre me contesta: ¿qué diría Veronika de esto? Veronika diría, comé, mamá, eso diría, no se puede vivir sin comer. Primero a mamá, decía siempre en el comedor de la mansión cuando servían el almuerzo; incluso si había invitados y hubiera debido servírseles en primer lugar, Veronika decía, o a veces apenas con la mirada indicaba, y todos entendían: primero a mamá. Cuando estaba de muy buen humor iba directamente a la cocina, se mezclaba con las cocineras y las muchachas, se arremangaba y preparaba la comida que a mí más me gustaba, hongos frescos, recogidos por la mañana.

Yo estaba sentada junto a la ventana, la multitud desapareció tras la esquina, los sonidos de la banda se alejaban, los últimos rezagados corrían por la calle. En Kongresni trg, dijo Filip, ahí en la plaza del Congreso hay una gran asamblea, el mariscal va a hablar. Que hable nomás, que suene la música, que la gente salude y grite, la guerra terminó, que se alegren. Yo no puedo. Filip me dice que tenga cuidado con lo que hablo con la gente, corren tiempos extraños, a veces se llevan a alguno por la noche y no vuelve más. ¿Como a Veronika?, dije, ¿como se llevaron a Veronika?, le insistí cuando no me respondía. Ya sabe, dijo después de un tiempo, que se fue con Leo, se fueron de viaje, seguro están en algún sitio a salvo. ¿Y entonces por qué no dan alguna noticia?, dije, podrían mandarme al menos alguna carta. Y de qué es de lo que no puedo hablar, si igual no hablo con nadie.

Estoy sentada junto a la ventana, como me sentaba allá en la mansión bajo pico Escarpado todo el invierno pasado, después de que Veronika y Leo se fueron una noche de enero con unas personas y no volvió a saberse nada de ellos. Se fueron de noche y en medio del invierno más crudo, había un grueso manto de nieve en los alrededores. Recién a la mañana siguiente de ese día de principios de enero del 44 me dijeron que se habían ido con las visitas. Por la noche esas visitas habían estado abriendo los armarios y dando portazos. Ya entonces me costaba caminar, en general estaba arriba en mi cuarto. Vino Joži, nuestra ama de llaves, y dijo que después de la fiesta las visitas no querían irse a dormir. ¿Y por qué están a los portazos?, pregunté. Justamente, dijo Joži, porque se entonaron un poco y no se los puede llevar ni a sus casas ni al cuarto de huéspedes. Al otro día me enteré de que con ellos se habían ido también Veronika y Leo. Y después me quedé esperando que volvieran.

Hoy sigo esperando. Yo estaba sentada junto a la ventana de mi cuarto cuando aquellos visitantes nocturnos se fueron; y ahí estuve sentada al día siguiente y todos los días del largo invierno y de la larga primavera, y luego abajo, entre nuestros peones, otras personas andaban por el patio, en uniformes alemanes, y después otros, con otros uniformes distintos. Yo miraba por la ventana esperando el momento en que Veronika me llamara desde el patio: ¡mamita, aquí estoy! Y ahora estoy sentada junto a la ventana del departamento en las afueras de Liubliana y miro cada rostro que pasa por la calle en esta mañana soleada de mayo, miro cada figura en el crepúsculo de la tarde, buscando reconocer su paso, o el de Leo. Tal vez está en Zagreb, le dije a Filip. Cuando huyó con Stevo se fue a Zagreb, tal vez él se la llevó a Vranje. Quizá ella y Leo se fueron en secreto a Italia. O a Francia, él conocía una gente en Francia. No creo, dijo Filip, llegar hasta Francia en medio de la guerra es muy difícil. ¿Y si estuviera en Berlín? Allá tiene una amiga. En Berlín todo está en ruinas, dijo Filip. ¿Y en Suiza? Mucha gente se ha ido a Suiza. Eso sería más probable, dijo Filip y miró por mi ventana hacia la calle, ahora ya completamente vacía. Entonces están en Suiza, dije. Tomaron algo de dinero y ahora están en Suiza. Filip, dije, vos ya sabés que están en Suiza. Filip no contestó nada. Tenés que confiar en mí, dije, sé que tenés miedo de que se lo diga a alguien, pero yo no hablo con nadie, nadie va a saber por mi boca que están en Suiza.

Miró por la ventana.

Filip, ¿me oíste?

Sí, dijo, oí.

Se quedó en silencio un tiempo. Después preguntó de pronto si yo recordaba a aquel médico alemán que iba a Podgorsko, a la mansión Sotomontana, durante la guerra. Claro que lo recuerdo, se llamaba Horst. Vestía uniforme militar, pero en él no había nada de militar. Era un señor amable, Veronika y Leo lo invitaban a menudo a visitarlos, a él le gustaba la música; cada vez que el pianista Vito daba un concierto, él estaba allí. Parecía una persona que se había encontrado en nuestra tierra de improviso, alguien que sólo esperaba que todo terminara de una vez. Le voy a confiar, dijo Filip, que averigüé su dirección, vive en Múnich, si es que todavía vive, claro. Al menos antes de la guerra vivía allá. Le escribí, dijo, ahora vamos a tratar de hacerle llegar la carta. Lo tomé del brazo. ¿Él sabe?, dije, ¿él sabe dónde están? Tal vez, dijo Filip, tal vez sabe algo, ya veremos. Hay que esperar. Quise saber cuánto tiempo íbamos a tener que esperar, cuándo iba a contestar. La cosa es un poco complicada, dijo Filip, vamos a mandar la carta a Graz con unos conocidos. En la carta hay una dirección a la cual nos puede responder. ¿Por qué a Graz, por qué habría de ser tan complicado? ¿Por qué será que no le escribe desde Liubliana o busca su número de teléfono y lo llama? No entendí nada. Lo increpé con nuevas preguntas una y otra vez, pero Filip no quiso explicarme nada más. Espere, dijo, tenemos que esperar.

Después empezó a hablar de que en la región había una gran carestía y que había recibido la harina de uno que la traía en negro; parecía confiable, pero uno nunca sabe con quién está tratando. Como si a mí me interesara de dónde saca la comida, como si a mí me interesara siquiera la comida. Dijo que volvería a venir pasado mañana, ¿me oíste, Filip, están en Suiza, no es cierto? Ese médico alemán, Horst, él lo sabe. ¿Cuándo va a responder a tu carta? No me oyó; se fue, sus pasos retumbaron por las escaleras de madera. Y yo me quedé sentada junto a la ventana, lo vi volverse hacia arriba desde la calle y desaparecer por la esquina, y seguí sentada ahí toda la tarde, hasta cuando volvieron esas gentes con sus pancartas enrolladas y sus banderas y fotos de sus líderes, y estuve sentada ahí aun cuando se hizo de noche y los últimos manifestantes pasaron bamboleándose sobre sus piernas flojas y pasándose la botella. Miré con atención a ver si estaba entre ellos aquel hombre fornido que por la mañana se había vuelto hacia mi ventana; era parecido a uno de nuestros peones en la mansión Sotomontana, pero ya estaba oscureciendo y no pude distinguir sus rostros.

Tengo miedo de la noche. Por la noche, cuando en el departamento alumbra la débil luz de la luminaria de la calle, sé que pronto voy a estar dando vueltas en la cama. Siempre con la noche viene el vértigo, y estoy de pronto en la mansión, en el piso de arriba, y oigo las voces de los hombres abajo. Retumban en el vestíbulo y se sacuden la nieve de los zapatos; después oigo pasos por las escaleras, portazos. Un hablar entrecortado, oigo a Leo explicando algo, oigo a Veronika explicando algo, pero no distingo las palabras. Después me visto y quiero bajar, aunque ya entonces apenas caminaba. Pero en ese momento entra Joži, señora, ahora no puede bajar. ¿Por qué no? Veronika dijo que esperara en el cuarto. ¿Qué está ocurriendo abajo, Joži? No pasa nada, ahora están cenando y conversando. Pero alguien grita, dije, alguien da órdenes, dijo marche, oí que dijo marche. ¿Quiénes son estas personas, Joži, a quién le decían marche? Casi me empujó de vuelta dentro del cuarto, no debe bajar, señora, pronto se van a ir. ¿Quién se va a ir? Me senté vestida sobre la cama y esperé que se apagara el ruido, que se fueran esas personas, quienquiera que hayan sido esas raras visitas. Y esperé que Veronika entrara y me explicara todo. Siempre me contaba quiénes eran sus invitados. El pianista Vito de Liubliana. Un pintor a quien Leo había ayudado a montar su atelier. El poeta que escribía sobre rubias, recitaba sus poemas y sobre todo contaba chistes. Me contaba sobre aquel médico alemán, se llamaba Horst, que en plena guerra venía de visita; había sido herido en Rusia y cojeaba. Le gustaba mucho la música y admiraba a Veronika. Pero aquella noche después del Año Nuevo del 44 no vino y no me contó nada. Ella no estaba. Aquella noche ella no estaba y por la mañana no estuvo y todos los días y noches que siguieron no ha estado. Cuando hubo silencio me deslicé hacia abajo; nuestro personal de servicio, Joži, Franc y Fani, me miraban ahí de pie. ¿Qué ocurre, dije, qué ha pasado? Se fueron, dijo Joži. ¿Dónde está Veronika? Se fue con ellos, dijo Franc, Leo también se fue. Ya van a volver, dijo Fani. ¿De dónde van a volver? ¿De dónde? Subieron al puesto de caza, dijo Franc, tienen que hablar de algo. Antes de que amanezca seguro van a estar de vuelta. ¿Por qué irían al puesto de caza en plena noche y con tanta nieve? Joži dijo que Franc estaba hablando zonceras, qué iban a hacer en el puesto de caza; se habían ido en el auto por el camino. Franc dijo, ah, claro, es cierto, qué iba a ir a hacer a la cabaña de caza, se fueron por el camino, por supuesto. ¿Adónde se fueron? En la mesa grande del comedor había restos de comida en los platos tirados y entre ellos, algunas de las copas estaban dadas vuelta. Les dimos de comer, dijo Fani, estaban hambrientos; el señor Leo dijo que les diéramos de comer.

Aquella noche no dormí; la mañana llegaba lentamente. Por la mañana ella no estaba y Leo tampoco. De nuevo me asaltaban las preguntas. ¿Por qué se habían ido en plena noche? ¿Adónde? ¿Con quién? Es cierto que Leo no siempre nos avisaba adónde iba; estaba mucho en Liubliana y por otras partes, por sus ocupaciones. Pero esta vez se había llevado a Veronika. ¿Por qué? Veronika no me había dicho nada; cuando se iba a Liubliana, siempre venía a contármelo. Joži decía que se habían ido con las visitas. ¿Quiénes eran estas personas? Yo no entendía nada. Pero seguro, pensé, seguro que Leo entiende por qué es necesario. Tenía que resignarme a la idea de que se habían ido. Y de que volverían, siempre han vuelto. Pero el vértigo en el que se mezclaban los hechos y las preguntas confusas no cesó ni siquiera la noche siguiente, y tampoco entonces pude dormir.

Ahora tampoco duermo, o me despierto sumida en el vértigo de aquella noche. Un extraño vacío se ha abierto tras mi frente. Por la noche. Llamo a Peter todas las noches para conversar con él. Él me tranquiliza. De día no, de día nunca aparece; de día me quedo sentada junto a la ventana y miro hacia la calle. Contemplo rostros y figuras. Ya conozco a mucha gente, pero no les presto ninguna atención; son empleados del ferrocarril que van a trabajar por la mañana, y esos que vuelven de la guardia nocturna, las feriantes que llevan el carro con las verduras de primavera de su huerto al mercado de la ciudad, el oficial que sale en bicicleta del vestíbulo al otro lado de la calle, el joven que intenta arrancar sin éxito la motocicleta que petardea y luego da vueltas un buen rato a su alrededor. Conozco a todos estos y a muchos otros. Cuando alguna mujer desconocida va por la calle vestida de blusa y con paso leve, me palpita más rápido el corazón. Hasta que pasa por debajo de la ventana, hasta que veo con claridad su rostro y me doy cuenta de que no la conozco. Alguien va a venir, lo sé muy bien. Si no viene Veronika, si no viene Leo, tal vez venga Stevo, tal vez llegue cabalgando desde su cuartel de caballería o de algún otro lado, en fin, y corra hacia arriba por las escaleras, saltando de a dos escalones con sus largas piernas, y se detenga agitado en el cuarto y diga, dice Veronika que... o quizá venga algún hombre desconocido y me traiga una carta. O una hojita donde diga, mamita, está todo bien, no te preocupes. O puede que venga Filip y me diga que Horst, el médico de Múnich, ha respondido. Respondió que Veronika y Leo están sanos y salvos. Le dije a Peter que estoy otra vez llena de esperanzas, desde que me enteré de que Filip escribió a Múnich. Si llegara su respuesta, entonces me enteraría de su paradero y cuándo va a volver Veronika.

Va a volver, dice Peter, por supuesto que va a volver.

Yo le digo: si se hubiera quedado con Stevo no habría ocurrido esto; no se habría ido, no habría desaparecido con los visitantes desconocidos una noche helada de enero hace un año y medio. No puedo ahuyentar ese pensamiento. Se habría quedado en aquel departamento de Maribor, y aun si a Stevo su ejército lo hubiera llevado dios sabe adónde, ella se habría quedado ahí. No habría ido a la mansión Sotomontana y no habría partido de ahí a lo desconocido. Yo le aconsejé que volviera con Leo. Era su marido, era atento, la seguía queriendo aunque ella le había provocado un gran dolor cuando había huido con el oficial serbio hacia el sur. Se conocían desde la infancia; en los encuentros de las dos grandes familias él siempre intentaba acercarse a ella; también después, en los años de escuela, cuando Veronika no le prestaba mucha atención. A ella le interesaba todo, el deporte, la danza, los caballos, el arte, todo excepto Leo. Hasta quería ser piloto de avión. Fue la única mujer de Liubliana que se inscribió en un curso para pilotos de avión a motor, y más tarde, cuando ya ella y Leo estaban juntos, fue la primera mujer de toda Yugoeslavia que dio el examen de piloto. Todos sabíamos que Leo la adoraba y que estaba muy apegado a ella. Todos lo sabíamos y lo veíamos, excepto ella misma, al menos eso pareció durante mucho tiempo. Y todos queríamos que se encontraran, no voy a decir que se acercaran, porque estaban cerca todo el tiempo, tal vez demasiado cerca. Quizá era porque se conocían desde mucho tiempo atrás y demasiado bien. Tal vez por eso mismo Leo era demasiado retraído. Y más tarde estaba demasiado ocupado; había heredado una fábrica en Liubliana, era el propietario de una gran mina en Serbia; primero retraído, luego ocupado, y Veronika estaba llena de fuerza, alegría, curiosidad por todas las cosas de este mundo. Poco después de la boda, que tenía que llegar inevitablemente —Veronika dijo: es el destino—, ella enloqueció por los caballos y la equitación. A mí me parecía que estos caballos eran su destino más que la boda con Leo, al menos entonces eso me parecía.

Porque el escándalo que provocó su repentina desaparición, que luego reveló ser la descarada, traicionera y desvergonzada fuga con el amante, un oficial de caballería, fue inaudito. Hasta ahora sus hazañas habían sido pilotear un avión o salir de paseo con un cocodrilo por las calles de Liubliana, o aquella vez cuando, ya casada con Leo, se fue al mar sin decírselo a nadie; pero eso no era nada en comparación con la ola de comentarios y chismorreos que levantó este hecho. Todos estábamos consternados y afligidos, yo durante un tiempo ni siquiera pude hablar con nadie. Me encerré en el departamento y busqué la foto de Peter. Por la noche conversaba con mi difunto amado, el padre de Veronika, que no podía creer lo que había ocurrido. Peter, decía, ¿sabés lo que pasó? Una gran desgracia. Él sólo se sonreía, como siempre lo hacía cuando estaba vivo; vi que sus bigotes temblaban, en esa foto aún tenía barba y bigotes; se sonreía y me dijo, hay cosas mucho más graves en el mundo. Él solía relativizar cualquier problema, para mí en cambio, no había nada más grave en el mundo. Su pequeña Veronika había dejado todo —y lo tenía todo, todo lo que una mujer joven puede querer—, y había huido al sur de Serbia, donde pasaba privaciones en un departamento militar. Si Peter viviera se le rompería el corazón, tal vez volvería a morirse. A Leo también le rompió ella el corazón, pero él se sobrepuso, tenía demasiado trabajo; ocupaciones tan abarcadoras demandan que uno se entregue por entero, y Leo era un hombre entero; se compuso, trabajó aún más. Se lanzó a la compra de cuadros y valiosas antigüedades; era la única alegría que le quedaba. Aunque se lo veía con alguna amiga, no pasó de eso; la única mujer en la que pensaba era Veronika. Leo era un señor elegante. Calmo. Capaz de estar al mando de una empresa. Y quería a Veronika, también a mí, era un buen hombre. Pero Veronika cocinaba y lavaba la ropa de un oficial de caballería serbio en una ciudad allá lejos en la frontera con Bulgaria, y en las cartas me aseguraba que era feliz. En una carta me escribió que criaba gallinas, porque el pago del ejército era más bien escaso y el dinero extra, infrecuente. ¡Gallinas! Tu querida Veronika, le dije a Peter, ahora está en algún rincón de Serbia donde todos apestan a aguardiente de ciruelas, y ¡cría gallinas! ¡Ella, una joven dama admirada por toda Liubliana! ¿Para eso la mandamos a estudiar a Berlín? Nuestros antepasados también criaban gallinas, dijo Peter, y cerdos también. Peter a veces me sacaba de quicio, él se resignaba a todo. Yo no podía. Al principio estaba tan furiosa que ni siquiera le respondí la carta. Más tarde quise ayudarla, en una conversación telefónica le rogué que aceptara el dinero que le había mandado, pero lo rechazó; el envío vino de vuelta. Si cortás, es de una vez y para siempre, dijo. No quería el dinero. Jesús adorado, ¿y ahora qué es todo esto?, le dije a Peter, se abandonó a su suerte.

Pero Leo no se abandonó a su suerte. Consiguió que trasladaran a su oficial a Eslovenia, a Maribor, a la frontera con Austria; se instalaron en un departamento militar. Cuando la visité por primera vez me di cuenta enseguida de que de su tan mentada felicidad había quedado más bien poco. Stevo —que me recibió muy bien, casi afectuoso, con sus modales de oficial serbio, lo que significa muy ampuloso y con una risa sonora—, estaba mucho fuera de casa, es que el ejército entonces tenía todo el tiempo maniobras. Veronika estaba sola en aquel departamento, porque la compañía de los oficiales y sus mujeres no era de ninguna manera su forma de vida. Yo veía que algo se debilitaba entre ellos, pero no decía nada. Veronika era libre, y por eso mismo algo desdichada, pero también obstinada. Si entonces hubiera intentado esbozar su insalvable situación, se habría resistido. Por eso me callaba. Un día, durante un paseo, dije: no hace falta insistir si uno se ha equivocado... Se detuvo y me miró. No me equivoqué, dijo. Recién en la tercera o cuarta visita, una tardecita de primavera, cuando nos hubimos quedado solas una vez más, le dije que tenía la sensación de que su almita no se la estaba pasando bien. Encontré la palabra justa. Si hubiera dicho: no podés vivir en estas condiciones de privación, o: cómo has podido huir con un oficial, el instructor de equitación... me habría rechazado con firmeza. Pero cuando hablé de su alma, se le saltaron las lágrimas. De verdad su alma no estaba bien. Después de algunas semanas me llamó por teléfono para decirme que se volvía a Liubliana, a mi departamento. No se había equivocado, pero era sólo que no podía seguir así.

Esta vez me puse a llorar yo, de felicidad.

Y hoy que vuelvo a estar sentada junto a la ventana y se acerca otra noche de ansiedad, no sé si hice lo correcto. Tal vez ahí en Maribor su alma no se la estaba pasando bien, pero hoy seguiría viva. Quiero decir, al menos yo sabría que está sana y salva, podríamos hablar por teléfono. Cada vez que me viene a la cabeza esta palabra, se me hiela todo el cuerpo. Pero si tiene que estar viva, seguro está viva. Sólo que no puede comunicarse, tal vez está con Stevo en algún lugar de Serbia, tal vez con Leo en Suiza. Sólo que no puede comunicarse, es eso. Pero lo va a hacer. Se va a comunicar.

Por ese entonces Leo había comprado una mansión al pie de las montañas en Gorenjska, no muy lejos de Liubliana. Con establos, huerta y estanque. Con un bosque arriba, sobre la construcción de la vivienda, y con extensos prados abajo. Ahí pastaban los caballos. Cuando nos invitó a las dos a conocer la mansión, Veronika estaba maravillada. No tanto por Leo, él era siempre el mismo, elegante, bueno, comedido, atento, la trataba como si nada hubiera pasado entre los dos, como si hubiera vuelto a irse de excursión a Sušak y acabara de volver. Más bien la maravillaba despertarse en esa mañana silenciosa, la maravillaba esa neblina fina que se posaba sobre los prados. Era algo nuevo para ella. Le encantaba el rocío en el pasto sobre el que caminaba, los caballos en el establo, los segadores por la mañana en los bordes del bosque, el barullo de los pájaros con el primer albor. ¿Oíste los búhos?, decía, ¿oíste cómo ululaban en la noche oscura, en los grandes bosques sobre la mansión Sotomontana? Para el desayuno estuve segura de que Veronika iba a querer vivir aquí. Ya pasada una semana nos mudamos. Así era Veronika, así es Veronika, dondequiera que esté. Cuando toma una decisión, nadie puede detenerla. Y decidió volver con Leo. La mansión y sus alrededores la maravillaron. Además estaba harta del trajín, de los departamentos militares y maternos, de los paseos de Liubliana y de las fiestas que hacía tiempo ya no la atraían; quería vivir en calma y andar libremente en la naturaleza.

A mis años ya no se pide demasiado de la vida. Pero ver a Veronika tranquila y sonriente era lo que iba a ponerme en pie. Y por algún tiempo fue así. Hoy me pasaría lo mismo. De inmediato me pondría de pie y buscaría los álbumes con fotografías. Con los barcos en Rjeka, con Peter, con Veronika cuando era una niña de falda clara y moños en el pelo. Yo era feliz cada vez que andábamos juntas por los prados, juntábamos hongos en el bosque o nos sentábamos junto al estanque. Cada vez que desde la ventana la veía andar a caballo entre los campos. O arremangada entre los peones a los que les había encargado alguna cosa. Ella y Leo se querían otra vez, él era atento y comedido, aunque estaba más tiempo en Liubliana que allá arriba. Tenía mucho trabajo con la fábrica y las minas en Serbia. Cuando más satisfecho se lo veía era cuando podía estar con Veronika unos días, hasta la invitaba a ir de caza con él. Era lo único que a ella no le gustaba de Podgorsko, de la mansión Sotomontana; de inmediato se iba del patio cuando traían ciervos o jabalíes abatidos. Venían invitados de Liubliana, los amigos de Leo de su mundo de negocios, las amigas de Veronika, venían artistas y poetas. En la biblioteca de casa estaba cada novedad que se editaba en Liubliana, y claro, también libros en alemán, algunos del tiempo en que Veronika estudiaba, otros eran libros nuevos que ella había encargado por correo.

Venía el pianista Vito, él era un huésped especialmente bienvenido, a veces tocaba hasta bien entrada la noche, y nosotros lo escuchábamos y mirábamos sus dedos deslizarse y salticar por el teclado con admiración. A menudo venía un poeta de Liubliana. Le dedicó a Veronika su libro titulado Poemas sobre rubias. Le escribió la dedicatoria: A la rubia Veronika – ¡qué hacer si la edad joven es fugaz! Ella se rio. Le gustaba reírse como ríen todos los jóvenes que no creen que la juventud sea fugaz; yo también pensé alguna vez que la juventud era eterna, cuando con Peter viajábamos por Istria. Pero unos días después, cuando leí aquel libro, entendí por qué Veronika se había reído tanto ante la dedicatoria. Era una broma, al poeta le gustaba bromear; era una broma sobre su fuga con el oficial, el instructor de equitación. Encontré el verso de la dedicatoria en el poema titulado ¡Huyamos! Me lo copié y guardé la hoja en el álbum con sus fotografías, aún sigue aquí: Huyamos, vayamos al abrazo del goce salaz, / pues el día vendrá cuando ya no estemos / ¡Y en el camino una canción cantemos! / ¡Qué hacer si la edad joven es fugaz! No se reía por indolencia ante la juventud fugaz, se reía porque el poeta sabía su secreto, que ya era un secreto a voces. De cualquier modo era algo de lo que ya no volvimos a hablar nunca más.

Así era, y estaba bien. Veronika reía y con Peter estábamos conformes. Después empezó a fallarme la salud y pasaba mucho tiempo en mi cuarto. Miraba fotografías y recordaba los días que había pasado con Peter en Rjeka. Le decía: Peter, ahora estamos juntos de nuevo, eso está bien. Ya te dije, contestó, que todo iba a estar bien. No me dijiste eso, repliqué, dijiste que había cosas más graves en el mundo que el hecho de que nuestra hija criara gallinas. Que nuestros antepasados también criaban gallinas. Y cerdos. En invierno los carneaban y hacían morcillas con la sangre. Sabés que no me gusta la morcilla, le dije, me da asco pensar que echaron la sangre de los animales al balde y después la revolvieron todavía tibia en esa mezcolanza espesa. A Peter sí le gustaba, le recordaba los días de fiesta en la infancia, incluso en Rjeka se las hacía traer todos los inviernos desde su pueblo. Hablando con Peter siempre me quedaba tranquilamente dormida aquellas noches. Y después por la mañana descansaba la vista en los campos verdes y los prados en que los campesinos gritaban mientras juntaban el heno.

Leo y Veronika eran de nuevo marido y mujer, no sé a quién se le ocurrió aquella ceremonia en que los volvimos a unir en matrimonio. Tal vez fue aquel poeta bromista. Los unimos literalmente, con una cadena. Es bien posible que haya sido Veronika misma a quien se le ocurrió aquella divertida ceremonia, a Leo seguro que no, era demasiado serio para semejantes bromas. Entre risas y de muy buen humor hicimos una especie de ritual pagano de boda. Los atamos con una cadena en el patio de la mansión, para que nunca más pudieran separarse. Nuestro poeta pronunció unas palabras graves y solemnes que no parecían cuadrar en una ceremonia en broma, más bien embonaban con el sacerdote que las dijo en su verdadera boda... “hasta que la muerte los separe...” pero quien hubiera visto a Veronika y a Leo aquel día y todos los que siguieron en Podgorsko, en la mansión Sotomontana, habría sabido que era para siempre, que ya nada podía ser de otra manera, iban a estar juntos para siempre, pasara lo que pasara... hasta que la muerte los separe. Como nos separa a todos, como separó a su padre de ella y de mí, como me va a separar a mí de todos los que aún conozco. Aquel poema con el título Huyamos, sigue: Y las tumbas un día se abrirán, / ya nos esperan húmedas y oscuras / y los dioses aviesos inquietos estarán... Y ahora que se acerca otra noche de ansiedad y revuelvo las fotografías y encuentro entre ellas la hoja con el poema, ahora pienso y le digo a Peter que nuestro poeta bromista no por casualidad dijo en la ceremonia hasta que la muerte los separe, ¿y si realmente se abrieron las tumbas? ¿y si la muerte de veras los separó? No me gustan estos horribles pensamientos que en noches de ansiedad se cuelan en mi silencio, soy pura angustia y de pronto siento un vacío en la cabeza, un espacio hueco en el que empieza a reverberar una idea insoportable, Peter, la muerte nos separó, tu muerte, y en este momento quisiera que me separara también a mí, ¿de quién? ¿De Veronika o de las pocas personas que me visitan en este suburbio de Liubliana? ¿De este departamento y los habitantes de la casa, que cada mañana, las mujeres en batas y los hombres con sus cinturones desabrochados, se paran en fila ante el baño en el pasillo?

Sólo disturbaba la tranquila vida en Podgorsko alguna que otra carta ocasional que daba trabajo a los carteros de Poselje, porque la dirección del sobre estaba escrita en cirílico. Veronika ni las abría. Sin embargo, cuando se las entregaban, las manos le empezaban a temblar. Luego quedaban en el pequeño armario de la sala hasta que Joži hacía la limpieza. Yo entendía que no pudiera leer las cartas de Stevo. Cuando cortás, es de una vez y para siempre. Pero yo sabía que no le resultaba fácil. Ella seguía queriéndolo. Quizá tenía miedo de que todo volviera al instante si abría alguna de aquellas cartas, tenía miedo de volver a estar de repente parada en alguna estación de tren.

Hace una hora me desperté y encendí la luz. Algo me volvió a la cabeza. Aquel hombre que hoy por la mañana pasó con el desfile y miró hacia arriba, hacia mí... lo he visto antes, ahora estoy completamente segura. Me puse de pie y volví a sacar del armario los álbumes fotográficos. Di vuelta unas pocas páginas y enseguida encontré lo que buscaba. Ante la entrada a la mansión hay un grupo de gente de nuestro personal, entre ellos hay algunos peones de Poselje que en ocasiones nos ayudaban con los trabajos más grandes.

Me puse los anteojos y lo vi inmediatamente entre ellos, un hombre fornido, joven, es el que hoy por la mañana se detuvo en medio del desfile en la calle bajo la ventana de mi departamento, se dio la vuelta, miró hacia arriba y se detuvo; me reconoció, ahora sé que me reconoció. En la foto está apoyado de espaldas sobre el muro de piedra; junto a él están Joži y una mujer del pueblo que no conozco. El joven sonríe. Su cabeza está vuelta hacia el centro del grupo, donde están de pie Leo y Veronika. Veronika lleva una camisa de hombre y pantalones de montar, tiene las mangas arremangadas, ella también sonríe, vuelve a reír, qué hacer si la edad joven es fugaz, mira a la cámara, todos están de buen humor excepto Leo; él mira a lo lejos, más allá de los campos bajo la mansión. Sí, en ese instante recordé cómo se llamaba aquel hombre en ropa de trabajo. El que hoy por la mañana marchaba a la asamblea del Mariscal. Se volvió hacia mi ventana, se detuvo y desvió la vista.

Jeranek, ¡pero si es Jeranek, el de Poselje!

A menudo venía al fundo Sotomontano, cortaba el pasto y volteaba el heno, arreglaba las ventanas, trepaba a los techos, a veces ayudaba a cepillar los caballos. Fue como una iluminación, cuando vi la fotografía me acordé de todo. Y oí la conversación que venía de lejos, de lo profundo de una memoria vívida; me vi llegar del desayuno, Veronika y él hablaban de pie en el patio.

¿Cómo es el nombre de tu novia, Jeranek?, pregunta ella. Jeranek mueve su cuerpote, cohibido, mira las puntas de sus zapatos. La bautizaron Jožefina, se restriega las manos. Así se llama también nuestra criada, dice Veronika, la llamamos Joži, la conocés. La conozco, dice, nos trae la colación cuando trabajamos en el jardín. Pero a tu novia no la llamás Jožefina, ella también es Joži, ¿no? En su casa la llaman Pepca, dice. Jeranek, grita contenta Veronika, oí que te vas a casar. Jeranek mira hacia mí, que estoy en la puerta. Eso dicen, dice. Veronika se ríe: ¿Eso dicen? ¿Y vos qué decís? Se queda un momento en silencio, turbado. Y... sí, balbucea. Bueno, traela algún día por acá, así conozco a Pepca, dice Veronika. Le voy a dar alguna cosa para que use en la boda. Se da la vuelta y se va despreocupada hacia la salida. Él se queda duro como un poste y la mira alejarse, la mira pensativo, luego da vueltas, como si no supiera adónde ir, por qué tarea empezar.

Era él, el hombre que iba con el desfile y se detuvo bajo mi ventana, era aquel Jeranek, un muchacho de campo, de Poselje, que iba a casarse con Jožefina, de su pueblo. No sé si lo habrá hecho, sé que un buen día no fue más a Podgorsko, se decía que estaba en el bosque. Con los partisanos. La gente iba y venía, los últimos años algunos habían desaparecido sin más ni más. Como desaparecieron Veronika y Leo. Tuve una especie de intuición, cuando esa mañana se detuvo bajo la ventana, miró hacia arriba y desvió la vista. Aunque ya antes me había dado cuenta de que me había reconocido. Si me reconoció, ¿por qué habrá desviado la mirada?