Cubierta

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre Pablo Laborde

Pablo Laborde nació en Buenos Aires en 1966. En 2016 publica Bilis, una colección de relatos perturbadores y urticantes, merecedora de elogiosas reseñas y críticas. Los que matan el tiempo y lloran su entierro, su segunda antología, confirma al autor como un implacable y agudo retratador de lo social. Ambos volúmenes están editados y publicados por Bärenhaus.

Índice

A Mona.

 

 

Agradezco profundamente a:

Marcelo di Marco, Mercedes Laborde, Analía Pinto, Carlos Danza, Carlos Laborde, Fabián Fiori, Irina Sternik y Mónica Artale.

LA ÚLTIMA BIFURCACIÓN

¿Existe algo más puro que un niño?

 

Jorge intuía que yo no era un matón como los demás. Me daba cuenta por cómo me miraba: con cierta clemencia, como comprendiendo supuestas razones que impulsaban mi malicia. Por supuesto que en aquella época no conocíamos esas palabras, pero es la idea que se me filtra al paso de los años.

A veces trataba de hacerme reflexionar:

–Pará –me decía, temeroso–, vos no sos así. Pará de joderme vos también.

Pero yo no le hacía caso, porque escucharlo hacía peligrar el respeto que había ganado en el aula. O peor aún, corría el riesgo de involucrarme emocionalmente. Y yo no me quería involucrar con aquella babosa que salábamos a discreción, con aquella araña que desmembrábamos con saña y método.

Y es que así como el animal domesticado que prueba la sangre o la carne cruda vuelve a ser salvaje, del mismo modo, mi perversión se retroalimentaba y crecía exponencialmente con cada martirio prodigado.

Jorge me lo hacía notar. Con una madurez y una templanza que sólo pueden inferirse en un adulto. En un adulto muy valiente. En un mártir, inclusive.

–Está mal lo que estás haciendo –decía. Ni siquiera decía “Está mal lo que me estás haciendo”. No se victimizaba. Y eso me irritaba todavía más. Porque esa generosidad, esa madurez, ese coraje, no hacían otra cosa que evidenciar por contraste mi ruindad.

Entonces llegaba el momento del numerito que sustentaba mi reputación. Y yo debía ser más creativo cada vez. No podía quedar estancado en cosas simplonas como meterle tizas en los oídos, o hacerle baños de Plasticola en el pelo.

Cierto día, en una hora libre, quise superarme. Ir un poco más allá.

Con el aula convertida en un gabinete de experimentación filonazi, los demás canallas y yo cercábamos a Jorge. Él procuraba ignorarnos, pero no podía disimular el miedo. Su piel tersa y carnosa, alejada desde siempre del sol y la intemperie, adquiría palidez cadavérica con nuestra cercanía. Así y todo, conservaba el mentón en alto.

Fatuo, decidí apagarle aquella llama de dignidad: agarré el tacho de basura del patio del recreo, repleto de residuos de comida, chicles masticados y curitas sangradas, y se lo clavé en la cabeza.

Mis compañeros me miraron con fascinación y asombro, pero también con inquietud: más de uno habrá pensado que me había ido a la mierda. Mejor.

 

***

 

Discapacitado. 1. adj. Dicho de una persona: Que padece una disminución física, sensorial o psíquica que la incapacita total o parcialmente para el trabajo o para otras tareas ordinarias de la vida. U.t.c.s.

El discapacitado. Así se referían a Jorge la directora y la maestra. Nosotros le decíamos directamente El Paralítico. Y no sé por qué mandaban a un paralítico de clase media alta a este colegio de negros. Tampoco supe nunca por qué mis padres me mandaban a mí. Quizá lo hacían para lavar sus culposas consciencias pequeñoburguesas, convirtiéndome en chivo expiatorio de una nauseabunda genuflexión progresista. En mi casa se leía, se escuchaba a Montserrat Caballé, se jugaba al ajedrez; sin embargo, me mandaban a ese basurero. Quién sabe por qué. Nunca me preocupé en desentrañarlo. Sí puedo decir que no tardé en mimetizarme con el medio. A los pocos días de entrar al colegio, era un lumpen más. Escupía, puteaba, mentía, robaba, chicaneaba y pegaba como cualquiera de mis “compañeritos”. Cualquiera menos Jorge, por supuesto.

Él tenía claro que se había convertido, sin quererlo, en la fuente de la cual manaba el respeto hacia mí: cuanto más lo vejaba, más me respetaban los otros. Y no era fácil ganarse el respeto en aquel presidio: ser un rubiecito de cuarenta kilos me condicionaba negativamente. Pero me hice adicto a ese respeto. Y Jorge sabía de esa adicción porque padecía las consecuencias en su carne. Sabía que yo había encontrado en él mi paradigma darwiniano de la Supervivencia del más apto.

Solía trabarle los fierros de las piernas en posición de caminar para que el pobre invertebrado pudiera llegar al baño. La madre me enseñaba:

–Mirá, ¿ves? Vos te fijás que no se caiga para atrás, y él hace pis solito.

Un sufrimiento cósmico erosionaba las facciones de Elena. Alta y elegante, aparentaba diez o quince años más. Y, al igual que Jorge, ostentaba esa grandeza de los que aceptan lo terrible, lo injusto. Por alguna razón, la mujer me había elegido como tutor in absentia, como delegado de su hijo. Supongo que porque yo era blanquito como él. Haber sido distinguida con un hijo atrofiado y eternamente demandante no parecía vulnerarla más de la cuenta. Llevaba con altura su condición de madre-enfermera. Y a pesar de verse brutalmente demacrada, cargaba su cruz con entereza y vocación.

Yo presenciaba –morboso– cómo Jorge luchaba con su bragueta de Velcro: las manitos como trapos tratando de agarrar lo mejor que podían aquella pija, demasiado grande para ese cuerpito cascarudo. Madre e hijo con el pudor desactivado: semejante pija colgando de esa estructura minúscula y deforme constituía un espectáculo obsceno que ellos aceptaban con naturalidad.

–Mami, me mojé un poquito –decía Jorge–. ¿Me ayudás a lavarme ahora?

–Sí, mi amor. Claro.

Me exasperaba ese trato. Le hubiera pegado en la nuca al paralítico por ser tan grotesco, tan patético. Pero lógicamente me contenía en presencia de Elena.

Él jamás le contaba a ella de mi sadismo. Teníamos un tácito pacto tripartito: él no me delataba, la madre me agradecía cuidarlo, y yo cumplía con lo que se esperaba de mí.

–Yo lo ayudo a lavarse, señora.

–Ay, querido –me acariciaba la cabeza–, sos un chico tan bueno.

En aquel tiempo, yo ya era consciente de mis acciones ambiguas y contradictorias. Pero no sé…, la calidez de esa mano de mujer sobre mi cabeza me desarmaba. Sólo por esa caricia yo era capaz de hacer cualquier cosa por Jorge. Cualquier cosa buena, entiéndase; las maldades, como ya dije, las hacía para ganarme el respeto de los otros.

Si hubieran conocido mi oficio de enfermero ad hoc, mis padres habrían puesto el grito en el cielo. Pero, ocupados con otras cuestiones –como por ejemplo, el cuidado de mi hermana demente–, nunca se enteraron de nada. Mejor así: más que su amparo imposible, su remoto afecto, lo que yo de verdad necesitaba era esa caricia en la cabeza.

La implacable enfermedad mental de mi hermana hacía que yo no quisiera pisar mi casa. Después del colegio, me pasaba el día deambulando por la calle con otra media docena de perdedores abandonados a su suerte. Mi ser desvalido no me exime de mi repugnante comportamiento. Sólo intento contar la verdad. Mi verdad. No pretendo justificarme.

 

***

 

Después de esta digresión, vuelvo al episodio del tacho de basura:

Jorge trataba de sacarse el balde de la cabeza. Con movimientos espasmódicos, sin poder levantar los brazos más que unos pocos centímetros, no hacía más que derramarse la inmundicia sobre sus hombritos. Gritaba con el tacho incrustado en la cabeza, pero poco se entendían sus palabras. Sólo nos llegaba con eco el chillido de un cerdo carneado. La jauría celebraba mi perversidad, y yo me regodeaba en mi crapuloso regocijo.

Mientras contemplaba mi obra: Jorge gritando y llorando dentro de la oscuridad fétida del tacho de basura, los chacales miraban con baboso deleite. Yo gozaba, pero también sufría. Me inundaba un mar empetrolado de fascinación y culpa, como el adicto que toma una dosis después de la abstinencia. Años después, esa adicción se calcó en mis relaciones “amorosas”. Vejar al otro hasta límite, esa fue mi droga. Hasta el límite del otro y hasta mi propio límite. Para después de gozar el retorcimiento, gozar la culpa.

Me acerqué y le arranqué el tacho de un saque. La piel blanca, ahora enrojecida, se mojaba con sus lágrimas.

–¡Bueno, basta! –grité de angustia–. Dejá de llorar como una nena, carajo. Era una joda.

De a poco, se fue calmando. Y yo me alejé con mi séquito, sin poder mirarlo a los ojos.

La maestra entró en el aula. Como siempre, ignoró el quilombo que dejamos. Una vez sentada a su escritorio, preguntó:

–¿Estás bien, Jorge?

Desde mi pupitre, yo llegaba a distinguir la mirada de él. Magnánima, a pesar de los ojos llorosos.

–Sí, señorita –confirmó–. Estoy bien.

Me indultaba. Una vez más.

–Pero estuviste llorando, vos.

–No, señorita. Me entró polvo de tiza en los ojos.

La maestra respiró aliviada, como si tener los ojos irritados no fuera suficiente flagelo para un cuadripléjico. Y como si fuera normal tener los ojos llenos de polvo de tiza.

–A ver, chicos, quién lo ayuda a Jorge.

Salté del banco.

–Yo, señorita –grité, sabiendo que en el recreo pagaría caro lo de “señorita”.

Nervioso, me acerqué a él y le sequé las lágrimas con ese pañuelo que su madre le metía en el bolsillo de arriba del delantal. Sobre el pupitre, sus manitos inútiles se removían como renacuajos. Los chacales me azuzaban acusándome de mentiroso, de falso. Sus pupilas cimarronas decían: Andá, si fuiste vos el que le encajó el tacho en la cabeza. Qué te hacés el bueno ahora.

Aquella vez sentí la fuerte necesidad de pedirle perdón a Jorge. De abrazarlo, incluso. Hasta de llorar con él la existencia miserable que compartíamos. Me acuerdo de la fragilidad de ese cuerpo quebradizo, de la resignación existencial de esa mirada. Recuerdo aquel momento como el momento de la Gran Bifurcación: yo hubiera podido, en la limpieza sincera de esas lágrimas, limpiar también algo de mi propio desastre. Si aquel día hubiera tomado el camino de la expiación, si me hubiera entregado, si hubiera claudicado ante mi propia miseria, ante mi propia vulnerabilidad, hoy mi vida sería otra. Pero no. No pude hacerlo. Me lo impidió el terror a que los otros me creyeran un cobarde –en esa errada concepción de la cobardía que tienen algunos niños y todos los adultos imbéciles o subdesarrollados– y obraran en consecuencia. Me lo impidió el terror a ocupar el lugar del paralítico.

Volví a mi banco guiñándoles los ojos a los otros, canchero, como diciendo: No vayan a creer, eh. Me estoy haciendo el bueno delante de la maestra nomás.

Yo lo sabía perfectamente: de los dos, el verdadero discapacitado era yo.

 

***

 

Han pasado más de treinta años. Buscando a Jorge en las redes sociales, constato que existe.

Además de paralítico, viejo.

Quiero saber más, y recorro su perfil: recibido con honores en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, tiene una relación con una tal… Josefina Oris de Roa. Abriendo una ventana nueva me encuentro con una mujer hermosa y fina, de expresión satisfecha, y quince años menor que él.

No puedo creerlo. No puede ser.

Ávido, vuelvo a su perfil: dos hijos con equipos de esquí en sitios tan nevados como impronunciables, con valijas en cruceros por el Caribe, con mochilas de expedicionarios por regiones exóticas.

Espío las fotos. Sin duda, el encuadre está cuidado. Las imágenes no muestran por ejemplo que en esa moto de agua alguien sostiene a Jorge –como lo sostenía yo en el colegio, cuando necesitaba mear–. Como sea, se lo ve feliz. Feliz en serio. No feliz para la foto. Y quienes están con él también se ven felices. No dan idea de ser acompañantes terapéuticos. Muy por el contrario: la actitud hacia Jorge es de ponderación; incluso de veneración.

Y en las fotos también se ve cómo él los cuida a ellos. Con sus manitos de lombriz, ayuda a uno de sus hijos a ponerse un suéter. Le cuesta, se nota. Pero lo hace.

En otra foto –de otro día–, se entiende que le ha preparado una sorpresa de cumpleaños a su mujer. Y ella… ella destila felicidad. Sí, se la ve enamorada. Y en otras fotos del cumpleaños, Jorge y su mujer se besan. Apasionadamente. Eróticamente, se besan. Esos labios carnosos y sensuales pegados a los labios del engendro me retrotraen de nuevo a mi preadolescencia, a las primeras confirmaciones. Como cuando descubrí a esa parejita de mi edad besándose en un zaguán. Me acuerdo que me impresionó cómo asomaban sus lenguas rosadas. Dos chicos de unos doce años... Era verdad entonces que a esa edad algunos ya se besaban…, y no me lo terminaba de creer. Pero sobre todo sentí en aquella ocasión una profunda envidia. Porque en lugar de fustigar a un pobre lisiado, lo que yo quería en realidad era besar a una chica. Pero no sabía cómo besar a una chica. Y debo decirlo, de haber sabido, tampoco me habría animado.

Al ver ahora las fotos de Jorge y su mujer besándose enamorados, fluyen por mi cuerpo los mismos químicos que aquella vez del zaguán. En la misma proporción y cantidad. Siento muchas cosas, pero lo que predomina es la envidia.

Jorge se convirtió en un macho alfa. En cambio yo no puedo pasar dos horas sin tomar una línea de merca. Atrás quedó mi carrera de letras: en cierto momento había querido volcar algo de mi veneno en una hoja de papel, pero pronto me di cuenta de que no se aprende a escribir en la facultad. Mucho menos si se deja de asistir: para qué terminar una carrera si la droga pagaba mejor y satisfacía más rápido.

Es demasiado todo esto que veo. Desde mi pocilga de Mataderos, a través del amarillento monitor de mi PC, asisto obnubilado al espectáculo de la Justicia Divina: Jorge, el paralítico, tiene una vida estupenda.

En cuanto a la mía, es apenas un remanente mugriento. Sobras diseminadas por un suelo pringoso.

Miro la inmundicia alrededor de mí: sobre la cama alborotada, todavía hay ropa de Jésica. Estaba buena, Jesi. Tan buena, que tuve que hacerle un hijo. Aunque ni siquiera con eso conseguí que dejara de ejercer su “profesión”, eso que ella llamaba “ser modelo”. Anoche me visitó después de un tiempo. Supe de inmediato que venía en tren de mangazo, pero ya no tiene herramientas con que conseguir nada de mí: el tatuaje que tanto me calentaba a sus veintisiete, ahora me dio asco. Esa víbora multicolor reptando sobre los abdominales marcados mutó a una azulada culebra de río babeándole la panza fláccida y estriada de posparto. Después de que me la chupó mal, la eché a la mierda con un papelito de la mala. No puedo darle lo que no tengo. ¿El pibe? No me interesa. De todos modos, no salió como los hijos de Jorge. Para nada. Paradoja: los hijos del malhecho resultaron mejor hechos que los hijos del bienhecho. Como todo. Como su mujer, que está mil veces más buena que Jésica y que cualquiera de las drogonas que tuve a lo largo de estos años. Se nota que aquella perra recibe los mejores cuidados. Nadie podría conjeturar que es madre de dos hijos. Se nota que hay plata. Plata que debe generar Jorgito con tanto título. ¿Y cómo habrá hecho para embarazarla? Ella habrá tenido que treparse encima de él. Me viene a la mente la pija del paralítico: ancha, grande, adulta. La única parte normal de su cuerpo. Más que normal, diría. Valiente. La pija valiente.

Cierro los ojos. Imagino a la mujer de Jorge metiéndose hasta la garganta toda esa pija, los labios arremangaditos sobre los dientes como quien sabe chuparla. Me excita pensar en las exánimes manos de él no pudiendo agarrar la cabeza de ella, debiendo adaptarse al ritmo ajeno. Y lo aparto y meto mi propia pija en esa boca. Experimento un placer salvaje. Placer que proviene del hecho de violarle a la mina, de cornificarlo.

Sigo pasando fotos. Aunque vieja, la reconozco de inmediato. Y de inmediato –como en aquel entonces– deseo la calidez de su mano. Es la mujer que hace treinta años me acariciaba la cabeza. Esa que creía en mí. La que me juzgaba bueno. Fantaseo que me dice que me quiere. Que me quiere tanto como a su hijo. Más que a su hijo. ¿Por qué conformarse con esa aberración de la naturaleza si me tiene a mí, Elena?

Vuelvo a cerrar los ojos. Pienso en la mujer de Jorge y me amaso la pija. Abro los ojos. Excitado, busco más fotos de ella. Encuentro la secuencia de la playa, la de la moto de agua: Josefina, con un bikini blanco, parada a metros de él. Imagino mi boca colmada por una de esas enormes tetas. Pero pienso en la madre de Jorge y me envuelve una tierna calma. Mezclo, en un cóctel delirante, el éxtasis que me produce la imagen de la mujer de Jorge, con el arrobamiento que me produce el recuerdo de la madre. Integro a Josefina y a Elena en el ser más maravilloso que pudiera existir. Y se me pone bien dura.

Hacía años que no se me ponía tan dura. Siempre los mismos chistes con otros amigotes acerca de las bondades de la lengua. Una lengua obligada a suplantar un miembro que la pornografía y la droga han vuelto perezoso.

Me masturbo pensando en las dos mujeres, que en mi cerebro y en mi alma son una sola. Son la mujer que debería ser mi mujer: la madre presente, la hermana cuerda, la esposa fiel. Esa mujer que la asquerosa existencia me retaceó, obligándome ahora a gozarla a escondidas.

Y cerca del final, me atrevo a lo que nunca: me atrevo a aceptar –en la inmunda abyección de mi onanismo– eso que los sanitos llaman Amor. Y alcanzo a comprender ante el inminente clímax el significado de esa abstracción. Alcanzo a sentir ese amor.

Justo a tiempo, tuerzo mi pensamiento –mi alma– en la dirección que nunca tuve el coraje de tomar.

La última bifurcación.

Y ese apasionamiento –ese Amor– mana en un chorro de leche estupenda. Leche densa y adolescente que se mezcla con las lágrimas que me estallan en el pecho y fluyen a través de mis ojos. Las primeras auténticas lágrimas de mi puta vida.

DESNUDA EN
PLAYA DESIERTA

Una masa oscura, pesada, la distrae de la lectura; irrumpe lenta en su playa secreta. Y ella deja caer el libro por el lateral de la reposera para atisbar la distancia: un carguero. Un enorme carguero rompe la recta en la lejanía.

Saca un cigarrillo. Despacio, prolongando al máximo el tiempo previo al placer de la nicotina. Y decide postergar todavía más el goce supremo: se pone el cigarrillo en la oreja como le vio hacerlo al carnicero con la birome —así, con esa impunidad que tienen ellos—, y se ceba un mate.

El viejo que le alquiló la casita del médano se hacía el misterioso, como queriendo asustarla con ridículas historias de fantasmas, de bañeros ahogados y otras estupideces. En vez de arreglar los pormenores del alquiler y la estadía, el tipo le contaba fábulas del lugar. Mientras le espiaba el culo, se debatía entre querer cobrarle más por la tapera, y asustarla para venderle “protección”. Ridículo: qué puede temer una mujer que lidia con un ex al que no le cabe en su cerebro entomológico el concepto de restricción perimetral. Qué puede temer quien puede ser robada a diario al costado de la vía. Quien puede ser violada, incluso. Violada al costado de la vía.

Qué puede temer.

“Asegurate de ir al pueblo a comprar lo necesario antes de que anochezca”, le había dicho el viejo. “Mirá que acá no tenés nada”.

Y ella, anhelante de empezar a disfrutar la soledad, y saturada de sabiondos, lo despachó: “Sí, sí”, le dijo. “Quédese tranquilo”. Aunque pensaba: viejo metido, andate de una vez por todas.

Prendió el cigarrillo nomás. Y esa primera pitada fue sublime. Tanto, como el humo azul arremolinándose en el viento azul del atlántico.

Fumar no falla. Fumar es bueno.

Ni se acuerda muy bien por qué había dejado. Un poco por la celulitis, otro poco por la piel seca. También por la pastilla: “Tenés que elegir: o el cigarrillo, o la pastilla”, le había dicho la ginecóloga. Pero hace rato que no necesita la pastilla. Tres años, para ser exacta.

Sí, alquilar la casita del médano y volver a fumar han sido buenas decisiones: siente que recupera la fibra de cuando era pendeja. De la época del secundario, en que amparada por sus compinches se atrevía a ser audaz, corajuda. La época en que se le animaba –cigarrillo en mano– al rubiecito de quinto.

¿Cuándo perdió a la quinceañera? Bah, en realidad no la perdió: se la secuestraron. Y no hay sólo un culpable, sobran cómplices.

Pero, en esta playa blanca y desierta, la quinceañera revoltosa ha regresado. El costado blanco de las tetas rebalsándole del biquini así lo confirma. Ha regresado en su cuerpo de treintañera. Y en este día radiante la quinceañera treintañera quiere al sol arrasando esas blancuras.

Pero cuando el viejo se fue y quedó sola con el viento y el mar, no se atrevió a la desnudez.

 

***

 

Sin darse cuenta ha desarrollado una rutina: se levanta temprano, carga en el canasto el mate, los bizcochitos y unas frutas, y baja a la playa. Cuando arde el sol, sube a la cabaña, prepara el almuerzo, come. Y duerme una siesta bajo el ventilador de la pieza.

A media tarde, vuelve a la playa. Contempla el mar, lee; escucha a Billie Holiday, a Giant Sand, a Einaudi.

Y los colores: un celeste marino y gastado se insinúa como una pátina en la casita, ese rectángulo de madera montado sobre pilotes, que se resiste a ser del todo blanco.

Desde adentro, sacó ya muchas fotos. No se cansa de admirar el mar, sobre todo a través de la ventana, y a través de la lente de la cámara. Y saca una y otra vez la misma foto. Creyendo quizá que cada imagen es mejor que la anterior. O que logra alguna diferencia por los diferentes horarios en que realiza la toma. Siempre es y no es la misma foto.

Hacia el quinto día se produce un pequeño cambio: ha mermado –ínfima pero certeramente– la euforia que al principio le trajeron la arena y la soledad. Y la libertad. Por primera vez desde que llegó se siente un poquito aburrida. Deprimida, incluso. Lo percibe al mediodía, después de picotear una ensalada hecha con las pocas verduras que le quedan. No quiere admitirlo, pero se inquieta. Y toma más vino que de costumbre.

Me tiro un rato, piensa. Y ya en la cama, reconoce esa angustia como una dolencia física. Su mano derecha acude a la zona afectada, ya examinando el malestar, ya procurando un alivio.

Y alivia ese malestar.

Cuando acaba, llora.

Y después se duerme.

 

***

 

Viernes. Aparece el viejo, y desafía:

–No tuviste miedo, vos.

–No. Por qué iba tener miedo.

Aunque en las noches, hay que decirlo, el chiflido del viento…

El viejo trajo una garrafa para reemplazar la supuestamente agotada. Y también trajo paltas “de mi propio árbol”.

Ella agradeció. Lo ponderó mejor que el primer día.

–Una vez vinieron dos pibas así como vos –disparó el tipo–. Una sola, nunca.

Así como vos. Así como vos cómo.

–Dos pibas muy cariñosas, ¿sabés? Cariñosas entre ellas.

Viejo pelotudo, ya empezó.