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Sobre Pablo Montanaro

Pablo Montanaro nació en Buenos Aires en 1964 y desde 2004 reside en la ciudad de Neuquén. Es periodista.
Ha publicado los libros de biografía y ensayo: Osvaldo Soriano: Los años felices en Cipolletti (2017), Juan Gelman: esperanza, utopía y resistencia (2006), Roberto Arlt: El arte de inventar (2005), Cortázar, de la experiencia histórica a la Revolución (2001) y Palabra de Gelman (1998).
En 2013 publicó Construcción de la memoria. Conversaciones sobre dictadura y genocidio, que reúne entrevistas y notas periodísticas a sobrevivientes de la dictadura, familiares de desaparecidos, dirigentes de organismos de derechos humanos, sociólogos e historiadores.
También es autor de varios libros de poesía, Los nombres del oleaje, En la luz de la palabra, Andante, entre otros.

Índice

A Beatriz Urondo, Ángela Urondo Raboy y Javier Urondo, por abrirme los recuerdos para conocer a ese hombre que vivía en el corazón de una palabra.

 

 

A Vanina, Facundo y Gonzalo, con su amor, todo es posible.

II. VIVIR EN EL CORAZÓN DE UNA PALABRA

En la primavera de 1950 aparece el primer número de la revista Poesía Buenos Aires que, dirigida por Raúl Gustavo Aguirre, comienza a difundir las voces poéticas renovadoras antagónicas tanto a las corrientes neorrománticas y neoclásicas propias de la poesía escrita en la década del ’40. Lo secundan a Aguirre en esta “aventura” un grupo de jóvenes poetas que en su mayoría no superan los veinticinco años: Jorge Enrique Móbili, Rodolfo Alonso, Luis Yadarola, Mario Trejo, Ramiro de Casabellas, César Fernández Moreno, Edgar Bayley, entre otros.

A través de Móbili, Urondo se acerca a este grupo en 1953, y de inmediato establece un vínculo de amistad y de comunicación sobre todo lo relacionado a la creación poética y al quehacer literario.

Los poetas de Poesía Buenos Aires suelen reunirse en la casa de Bayley o en la de Urondo, ambas situadas en Ituzaingó; en el departamento del artista plástico Jorge Souza, diagramador de la revista, o en los bares próximos a la Caja de Ahorro, donde trabaja Aguirre. Pero el lugar preferido por los vates es un estrecho y oscuro bar llamado Palacio do Café, en el 751 de la avenida Corrientes. Paco se lleva bien con todos, principalmente con Alonso, el más joven del grupo (veinte años), y con Edgar Bayley, con quien se sumerge en interminables teorizaciones sobre el poeta francés Guillaume Apollinaire.

“Tengo los mejores amigos de la tierra y/ los quiero de corazón, con toda mi mala memoria: ellos/ sufren las angustias y las revelaciones/ de esta época torva, que nos toca vivir.// Qué daría por verlos fundamentalmente/ alegres y despreocupados, pero nadie tiene el dinero/ suficiente. A veces, cuando nos sentamos/ a charlar y tomar un poco de vino, se terminan/ por un rato las catástrofes, se diluyen/ con el calor del humo.// (…) No sé/ qué será de todos nosotros, ni de los amigos perdidos o lejanos/ como Raúl Gustavo o el otro Rodolfo o Ramiro. Nadie sabe/ si hemos dado en el clavo, si tuvimos ganas de hacerlo, si este/ fue nuestro fin de semana, nuestro réquiem, nuestro reñidero (…)”.1

Gaviotas es el primer poema que Urondo publica en la revista. Aparece en el número doble 13/14, correspondiente a setiembre de 1953. Allí Espiro y Aguirre presentan una selección de poemas bajo el título “Imagen de la nueva poesía”. Los antólogos incluyen este texto, una prosa poética, antecedido por una breve nota en la que destacan la “claridad”, “riqueza inventiva” y “delicado equilibrio” del texto de Urondo. “En este meridiano ejemplo –agregan– puede advertirse cómo un poema puede llevar, a la vez, el más grande misterio y la expresión más pura”.

“Estas pequeñas aves marineras se reúnen a veces en las playas, en no muy grandes cantidades, a descansar quizás. Permanecen paradas sobre sus finas y ágiles patas dando cara al mar, mirándolo fijamente como viejos marineros que añoran, desde el sosiego de los malecones, quien sabe qué puertos. De pronto pareciera que algo les inquieta y como buscando salvación, vuelan desesperadamente hacia su verde magnitud.

Pese a estar en grupos, permanecen ocluídas en su soledad pues, por lo menos aparentemente, parecen ignorar la presencia de sus compañeras y es así como tan sólo cambian algunas pocas palabras entre ellas. Todo hace suponer que existe una sola verdad y una sola preocupación en su mundo.

Remontan de tanto en tanto pequeños vuelos sobre el grupo, para luego posarse nuevamente y terminar así con lo que esto tuvo de desconcertante, siempre con la mirada detenida en su sentido magnífico. A veces vuelan en dirección contraria, pero estos vuelos son intrascendentes. De inmediato todas a pasos cortos y donosos se acercan hasta la proximidad mayor que las olas les permiten, para cerciorarse de que el mar no las ha abandonado aún.

Cuando divisan o presienten, pues aún no se ve, algún barco en la lejanía, se lanzan en un vuelo irreductible.

Indudablemente, la costa es circunstancial para ellas.”

La aparición de Gaviotas coincide con el momento de la escritura de una serie de textos que al año siguiente (1954) Urondo da a conocer bajo el título La Perichole, en un cuadernillo mimeografiado de escasas veinte páginas.

Una madrugada en la casa de Urondo, los poetas de Poesía Buenos Aires siguen charlando entre carcajadas y cigarrillos. Sobre la mesa ratona una montaña de cigarrillos apagados y en el sillón Edgar Bayley dormidísimo. Le preguntan a Paco sobre sus últimos poemas escritos. Paco no responde, se hace el misterioso. Va a su escritorio, en el trayecto se sorprende con la presencia de su mujer que no puede dormir por las risas y los gritos de sus amigos. Chela le dice algo sobre la nena y que en unas horas tenía que irse a trabajar. “No te preocupes”, le responde Paco mientras se dirige con una pila de hojas escritas a máquina de escribir. Edgar se despierta, bosteza y se incorpora para escuchar a Paco que comienza a leer en voz alta La Perichole.

Con un lenguaje irónico, preciso y exceptuado de todo lirismo, recrea en La Perichole las andanzas de Micaela Villegas, amante de don Manuel de Amat y Vinent, virrey del Perú en el siglo XVIII.

“(…) La Perichole era/ el más remoto fuego, la luz/ del aire sin historia, la infancia/ soterrada, la primera energía.// Nacida entre los Andes:/ altos monjes nevados,/ estalactitas ágiles,/ ventisqueros continuos,/ graves y sigilosos.// Perú ligero, sedas,/ tibias y alborotadas fuentes/ vapor de alcohol agolpado en el viento/ y breves clavicordios/ relatando otros vuelos./ Chola desplegada,/ destronada quechua de ademanes/ presentes, vaporosa/ teca, honda, veloz,/ La Perichole era una mujer incierta.// Don Manuel a su lado/ dichoso tramitaba/ los embates mórbidos: un esfuerzo/ elegante/ aceptable y ecléctico.// Afamado anciano, héroe/ de las alcobas virreinales,/ don Manuel de Amat y Vinent,/ antes de retirar sus tropas derrotables,/ pugnaba, consagrado a esas horas airadas.// (…) La Perichole acaricia, lo mima/ a don Manuel, le baila danzas,/ propone sus laderas/ donde no debe, enloquece/ la Perichole rebosa en el proscenio/ contento, del final que le toca (…)”.2

Comparado con el Canto del amor y de la muerte del Corneta Cristóbal Rilke, del poeta alemán Rainer María Rilke, La Perichole marcará, respecto del tono, la poesía posterior de Urondo: “una tierna ironía, una voluntad de nombrar las cosas para conocerlas, para intimar con ellas antes que la cotidianeidad las distancie, por esa paradoja del lenguaje que aleja lo que nombra cuando la palabra sustituye a la cosa nombrada”.3

Su amistad con Rodolfo Alonso se afianza aún más cuando ambos llevan adelante la redacción de la revista cultural Vigilia, que en forma trimestral edita Hugo Delfor Mangini en Merlo, provincia de Buenos Aires. Fantasean con la idea de firmar sus textos mezclando sus nombres y apellidos: “Alondo” o “Francolfo Uronso”.

Reunión del grupo Poesía Buenos Aires en 1956. Jorge Souza, Rodolfo Alonso, Néstor Bondoni, Urondo, Osmar Bondoni, Edgar Bayley y Raúl Gustavo Aguirre.

Tres años después de aquellos primeros encuentros en el Palacio do Café, Urondo decide que es hora de publicar su primer libro. Historia Antigua, que aparece con el sello editorial de Poesía Buenos Aires, recibe disímiles críticas.

El diario La Razón manifiesta que los diez poemas de Historia Antigua “repercuten eficaz y largamente en el lector y dejan más que un pasajero recuerdo, la convicción de que el poeta ha tocado fondo, de que sabe llegar con una profunda sencillez, en una especie de conversación íntima. Su palabra es segura, su estilo, por otra parte, sutil y empleado con destreza propia, incluyendo dichos o palabra de sabor, diríamos ‘nacional’, que adjudican a sus versos matices nuevos, ya que están colocadas en función puramente poética. Esa franqueza sin interrupciones de Urondo y de su poesía está ampliamente explícita en poemas como ‘5 de la mañana’, ‘La fiera’, ‘Mosquitos’, ‘Bellas en el cortijo’ o ‘Tute cabrero’, positivos exponentes de un espíritu consciente de su función literaria y humana. Su manera de trascender, de destruir los límites de la rutina y extraer de la vida elementos suficientes para la creación, hacen de Urondo y de ‘Historia Antigua’, testimonios de una fervorosa vocación que nada consigue frustrar”.4

En tanto El Litoral, diario de su provincia natal, aclara que el poeta aún se halla en la búsqueda de su propia expresión; no obstante los poemas exhiben “cierto desgano y carencia de pasión, así como la irregularidad del ritmo, provenientes lo primero de un enfoque un tanto apático, y la segunda, de la falta de dominio de sus medios, explicable esta última por tratarse de un autor joven”.5

Desde muy pequeño Urondo se sintió motivado a darle forma a su imaginación y a sus sueños. En su infancia, cuando armaban junto a su hermana Beatriz aquellas representaciones transformando la cama o el patio de su casa en un verdadero escenario teatral, y más tarde en El Retablillo de Maese Pedro o en El Retablo de Bartolo.

Ahora, con veintiséis años, vuelve a emerger con toda plenitud esa invención. Se anima a dirigir una farsa de tono medieval, llamada Burla de primavera, situada en la ciudad de Madrid del siglo XVI. Escrita por Edgar Bayley, la obra se representa los sábados 6 y 13 de octubre de 1956 en el teatro AIM, ubicado en la calle Pampa 2654.

Pero ambas piezas ofrecen una particularidad: los que la interpretan no son otros que los mismos integrantes del grupo Poesía Buenos Aires: Rodolfo Alonso, Daniel Saidón, Luis Yadarola y Susana Morla suben a escena, acompañados por Enrique Montpellier, Héctor Maldonado y Juan Carlos Cabello, compañero de Paco en Vialidad Nacional.

A una de las funciones asiste el ya consagrado poeta Oliverio Girondo, que dos años antes había publicado En la masmédula, una de las obras más originales de la literatura argentina. Cargando sus 65 años, Girondo se siente a gusto y reconocido por esta pléyade de jóvenes poetas. Al finalizar la función los poetas devenidos en actores lo invitan a tomar unas copas al bar más cercano. En un momento de la exultante reunión alguien le pregunta a Girondo si gusta tomar una copa de vino. “Sí, mi amigo, y a veces demasiado”, responde el poeta ante la carcajada de todos.

Sus numerosas relaciones en los diversos campos del arte, especialmente en el literario, su manifiesto entusiasmo para emprender actividades culturales y su incipiente pero más que prometedora labor creadora, fueron motivos suficientes para que Urondo sea elegido Director de la Sección Arte Contemporáneo, creada por el Instituto Social del Departamento de Acción Cultural de Santa Fe, dependiente de la Universidad Nacional del Litoral. Este proyecto tenía por finalidad el estudio y difusión de las distintas manifestaciones artísticas como así también concretar un vínculo orgánico entre los creadores de la cultura y el pueblo. Por lo tanto, a los veintisiete años, Urondo retorna a su provincia natal.

En sus planes contempla la posibilidad de realizar conferencias, cursos, exposiciones y conciertos con la precisa intención de crear un ámbito para el intercambio de ideas. Son numerosas las actividades puestas en marcha por Urondo, pero entre todas se destaca la Primera Reunión de Arte Contemporáneo, desarrollada en el Museo Municipal de Bellas Artes de Santa Fe, entre el 18 de agosto y el 15 de setiembre de 1957.

Participan del encuentro arquitectos (Juan M. Borthagaray, Gerardo Clusellas, Francisco Bullrich, Jorge Goldemberg), pintores y escultores (Alfredo Hlito, Libero Badii, Mauro Kunst, Ideal Sánchez, Miguel Ocampo, Jorge Souza), directores de teatro (Alberto Rodríguez Muñoz), críticos de arte (Clorindo Testa), cineastas (Fernando Birri), músicos (Juan Carlos Paz y Francisco Kröpfl), y escritores (David Viñas, Tomás Eloy Martínez, Adolfo Prieto, Raúl Gustavo Aguirre, Edgar Bayley, Amelia Biagioni, Hugo Gola, Juan Carlos Portantiero, Leónidas Lamborghini, Francisco Madariaga, Alberto Vanasco). Y como invitado especial, el poeta entrerriano Juan L. Ortiz.

Este verdadero acontecimiento cultural que encabeza Urondo se refleja posteriormente en el libro Primera Reunión de Arte Contemporáneo, publicado por la Universidad Nacional del Litoral y el Instituto Social, en noviembre de 1958. En el mismo se incluyen las disertaciones como así también los dibujos, grabados, esculturas y maquetas expuestas durante el mencionado evento.

En el texto de presentación del libro, Urondo esboza algunas ideas acerca del significado del arte. Afirma que las maniobras que, en pos de un provecho económico-comercial, utilizan la expresión artística condicionan “el gusto popular” y la capacidad “de percepción estética del público”. Coincide con Max Bill en cuanto a que la educación es el único medio efectivo para quebrar esa barrera entre el arte y los hombres.

Considera que el ámbito artístico e intelectual “no deja de ser indiferente y conformista, manso y prudente”. Desde su punto de vista es justamente el espacio de la cultura donde se pueden combatir los males que asedian a un país. Para que este proceso incida en la realidad es necesario, según Urondo, una acción “orgánica” de los intelectuales.

“La difusión de criterios equivocados o fragmentarios sobre lo que debe ser la obra de arte, o la depreciación de su importancia en esta época, o la aceptación de cualquier manera falsificada de ese arte –como la propaganda–, tiene como antecedente una mentalidad negativa que nos configura y nos preside”, subraya. Además sugiere que a esta mentalidad se le debe oponer otra, ubicada “en nuestro ámbito y en nuestra circunstancia”. De lo contrario, se obligaría a la sociedad a “contemplar la deformación impune que se opera del gusto popular”, y se acostumbraría a estar lejos de percepción estética alguna.

Para Urondo la manera de lograr una mentalidad nueva es a partir de la conformación de una “conciencia reflexiva” que asuma la obra de arte como tal y, al mismo tiempo, busque la manera de dialogar. Pero para que eso ocurra –destaca– deben ponerse en funcionamiento ciertas transformaciones dependientes de la cultura.

Es consciente de que el arte “no necesita ser rescatado”, pero cree sumamente necesario que si las formas expresivas no movilizan “zonas íntimas del espíritu de los hombres” será imposible pretender que establezcan “verdaderos vínculos entre ellos”.

Absorbido por su intensa labor al frente de la Sección Arte Contemporáneo, Urondo recibe feliz la llegada de su segundo hijo, Javier, nacido el 27 de noviembre de 1957. Le dedica el poema Quien pudiera, que posteriormente incluye en su libro Nombres: “tiene/ el ‘aire suave’ y limpio del infierno/ la peligrosa cadencia// conoce esa forma/ de mirar las cosas/ esa perdición recién nacida// algo sabe/ angelito de dios/ animal tibio del silencio// desterrado de este mundo/ que viene y escapa”.6

Pero un año después del nacimiento de Javier, la relación entre Paco y Graciela Murúa comienza a resquebrajarse.

Javier, el segundo hijo de Urondo.

Ella se siente cansada por los continuos traslados de casas y ciudades desde el momento mismo en que contrajeron matrimonio. La valiosa experiencia en Santa Fe motiva a Paco a buscar nuevos espacios desde donde proyectar su labor literaria. Cada uno se siente ajeno y distante a los objetivos del otro. Deciden que lo mejor es separarse. Graciela se instala con sus dos hijos en un departamento de la calle Ciudad de la Paz 153.

 

GRACIELA MURÚA: “Después de la experiencia en Santa Fe, Paco tenía que buscar otro horizonte. Es una época importante para él porque comienza a relacionarse con mucha gente. Era de una gran sociabilidad y tenía una personalidad seductora que lo hacía conectarse rápidamente con todos, a veces hasta con un gesto de cierta ternura. Eran cambios para él, pero no para la familia. En definitiva era lo que él quería hacer. Cada uno elige. No se puede estar cediendo todo para vivir a contrapelo. Con Paco nunca hubo una ruptura frontal porque nos veíamos frecuentemente, una vez por semana venía a buscar a los chicos.”

 

La imagen de político intelectual que en 1954 presentaba Arturo Frondizi, por entonces presidente del Comité Nacional de la Unión Cívica Radical, lo convierte rápidamente en una más que interesante alternativa para aquellos intelectuales provenientes de la izquierda o del nacionalismo popular.

Antes de las elecciones presidenciales de febrero de 1958, Frondizi se compromete a levantar las proscripciones con lo cual obtiene el apoyo de Perón, por entonces exiliado. La fórmula que presenta la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), Arturo Frondizi-Alejandro Gómez, alcanza el 44% de los sufragios.

El gobernador de Santa Fe, Carlos Silvestre Begnis, prestigioso cirujano y político experimentado, crea la Dirección General de Cultura, que reemplaza a la Comisión Provincial, dirigida durante tres décadas por Horacio Caillet-Bois. La exitosa gestión de Urondo al frente de la Sección Arte Contemporáneo provoca que el ministro de Educación y Cultura de la provincia, el ensayista Ramón Alcalde, piense en él para llevar adelante la gestión cultural. El poeta recibe con entusiasmo la designación de Director General de Cultura, poniéndose al frente de sus nuevas funciones el 16 de junio de 1958.

Durante su breve gestión –renuncia el 30 de julio de 1959–, reestructura el organismo con ideas vinculadas al desarrollo del quehacer cultural. “Manifestaba que las ideas generales sobre cultura, planificación democrática y organización de la planificación se basaban en las concepciones de la antropología cultural de ese momento (obras de Ralph Linton y Karl Mannheim, entre otros)”, afirma Jorge Campana.7

En su puesto de gestor cultural considera que es primordial concentrar la política cultural hacia dos objetivos. Primero, lograr una estructura que le permitiera llevar adelante planes más complejos y abarcadores y conseguir un presupuesto que mínimamente alentara la idea de contar con medios económicos acordes con la tarea a realizar. En segundo lugar, se propuso llevar adelante las denominadas Promociones Culturales. “En el primer punto –sostiene Campana–, se llevó a cabo la transformación de cargos administrativos en técnicos con la debida reglamentación en cada caso a los efectos de cubrir los mismos por concurso, que abarcó también a los organismos como museos, archivo, orquesta, etc., jerarquizando, de esta manera, el número de sus empleados. Se organizó, jerarquizó y concursó los cargos”.

En su análisis, Urondo expresa que su apuesta está dirigida a elaborar “una política de desarrollo material que va concretándose en una industrialización cada vez mayor y una explotación intensiva y racional de las fuentes naturales. Y suponemos que una elevación del nivel material de vida ha de permitir un mayor desarrollo cultural. Pero no podemos pensar que éste sea simplemente una consecuencia de aquél. No es admisible establecer una relación causal y esperar que la riqueza promueva la cultura. La acción de desarrollo e integración cultural debe llevarse a cabo paralelamente a la de fomento de las actividades económicas y ambas desenvolverse en extensión y profundidad, si no queremos que, finalmente, sus beneficios se conviertan en patrimonio de una clase o grupo social”.

Las Promociones Culturales, la otra parte fundamental del proyecto de Urondo, coordinadas por su amigo Rodolfo Alonso, abarcan la creación en el interior de Santa Fe de un tejido de centros de acción cultural con la participación de personas interesadas en alguna actividad determinada y que con el tiempo se constituirían en nuevos promotores culturales de su propio medio. Así también se propone la realización de una experiencia orgánica de promoción cultural planificada y realizada por especialistas santafesinos que brindara algunos métodos de promoción cultural a ser utilizados en la provincia y formara técnicos en la materia.

Su intensa labor como Director de Cultura no le impide a Urondo asistir a los eventos que se organizan en la provincia, algunos de los cuales le resultan sumamente divertidos. Como la fiesta patriótica en conmemoración del 25 de mayo realizada en una escuela de Laguna Paiva. Urondo llegó acompañado de su amigo Alonso a bordo de una avioneta de la gobernación. Ni bien comenzada la velada, los poetas convertidos en funcionarios no paran de beber y bailar con todas las maestras presentes en el lugar.

 

RODOLFO ALONSO: “No teníamos conciencia que estábamos ahí como funcionarios. Un conductor de un programa de radio dijo que éramos unos existencialistas salidos de Buenos Aires; y en una revista nacionalista de derecha, llamada Esto, se llegó a hablar de nosotros como esos personajes que habían ‘caído’ en la fiesta. A la vuelta, estábamos completamente borrachos, y también el avioncito parecía estar alegre, ya que aterrizamos o mejor dicho nos caímos al lado de la vía del ferrocarril. Casi nos matamos. Dejamos la avioneta y volvimos en un carro lleno de pasto. Al otro día en los diarios se referían a nosotros como ‘los irresponsables’. Ese mismo día nos llamó el ministro de Cultura de la provincia de Santa Fe, Ramón Alcalde, para decirnos: ‘Los convoqué sabiendo cómo eran. Ahora ustedes han hecho lo que realmente son’. Parecía mentira, pero el ministro avalaba lo que habíamos hecho en aquella fiesta.”

 

Noé Jitrik, profesor en Letras y crítico literario, asiste también a la fiesta en Laguna Paiva, y por primera vez conversa con Urondo.

 

NOÉ JITRIK: “En esa escuela había un conjunto de maestras, a quienes desde el ministro para abajo intentaban seducir, y en algunos casos con éxito. Paco estaba presidiendo una mesa con una gestualidad un tanto solemne. Tenía puesto un sobretodo en los hombros. Estaba actuando como poeta, rodeado de mujeres, y con mucho éxito. La vida de ese grupo de funcionarios, jóvenes, brillantes y activos, algunos de ellos poetas, era muy divertida y seductora. En esa fiesta corrió la ginebra abundantemente. Ellos la tomaban en vaso de agua. Ese día trabamos con Paco una relación que poco a poco se fue consolidando, con algunos encuentros más en Santa Fe.”

Urondo en la década del ’50.

Las opiniones de Urondo sobre la poesía que se estaba escribiendo en los años ’50 pueden conocerse en una entrevista publicada en la revista cultural Punto y Aparte.8

“La poesía actual está comprometida con el hombre y su realidad circundante. Esto, aunque no agota la discusión del problema y que, por otra parte a veces es enunciado con ligereza, puede ser aceptado como exacto. Pero también es exacto que ese compromiso no ha sido ajeno a la poesía de cualquier época, haya sido ésta ‘oscura’ o ‘abierta’ (la división es al sólo efecto de la claridad). La mala poesía, la ‘literatura’ –en el peor sentido de la palabra– nunca nos ha dado sorpresas de este tipo aunque suela hacer mérito mencionando insistentemente a los hombres y sus peripecias.

La única particularidad que se podría advertir en la poesía actual es que ésta, al pertenecer a un mundo que ha sufrido y padece, pero que ha ido obteniendo alguna experiencia, ve con mayor claridad los problemas que aquejan a su tiempo. Este mayor grado de lucidez (que la diferencia de su pasado) le exige mayores responsabilidades y por lo tanto, da un contenido fundamentalmente ético a la poesía contemporánea”. Asimismo sugiere que al poeta contemporáneo no se le debe exigir “grandes palabras” sino el “ejercicio de éstas” porque de esta manera “obtendrá solvencia para pronunciarlas, para que ellas desencadenen el poema”.

Respecto a la actitud del poeta frente a la sociedad y su relación con la responsabilidad creadora, responde que el poeta ha comprendido que “no existen privilegios sino tan sólo exigencias para él y por eso rechaza cualquier actitud pasiva. Su lucidez le hace valorizar las soluciones políticas, sociales y económicas pero no olvida que éstas sólo pueden favorecer pero nunca resolver los cometidos últimos del poema. Nunca tal vez como hoy esté inmerso hasta en los más ínfimos problemas de la realidad de su tiempo, pero también nunca más que hoy tiene el significado de su labor; no puede olvidar que él debe otorgar las armas para establecer entre los hombres la más honda comunicación, un conocimiento esencial, capacidad de justificación o de redención, de conquista de una inocencia perdida, de una libertad profunda”.

Considera que el trabajo del poeta puede ser útil a los hombres de su tiempo. “La arenga aduladora –agrega–, además de ser para el pueblo, su lector, tan violento como el desprecio, es también síntoma de la inconsistencia de ese amor; el pueblo tiene suficiente instinto para advertir en qué momento se lo pretende estafar. Creo en una sabiduría de intemperie y opino que hay un gusto popular que reaccionará ante cualquier forma que pretenda seducirlo o menoscabarlo”.

Su vinculación a Poesía Buenos Aires sigue manteniéndose y por ello publica en 1959, bajo este sello, dos nuevos libros: Dos poemas y Breves (1957-1958).

Con Dos poemas, Urondo había obtenido el primer premio en el certamen organizado en 1959 por la Asociación Santafesina de Escritores. Tanto en Candilejas como en Arijón, los dos poemas que componen el libro, se puede vislumbrar una voz narrativa, marcadamente coloquial, que apunta a establecer lazos con lo cotidiano.

En un artículo publicado en el diario La Gaceta de Tucumán9, Roberto Juarroz señala que en ambos textos predominan “la expresión y un configurado ámbito externo”. “Sentimos en su obra –expresa– disposición poética, pero no abierta disponibilidad para los últimos vuelos aquellos donde el poeta sucumbe o alcanza la poesía. Es como si la aptitud fuera aquí mayor que la actitud o como si ambas no estuviesen suficientemente coordinadas. Debiera haber más poesía. Se extraña cierta ausencia, cierto incumplimiento de una promesa de poesía que brotó de alguna parte de estos poemas. La libertad exterior no parece correlativamente acompañada de libertad interior y son ambas las que cuentan en poesía. Hay sinceridad, pero hay también algo que no conforma en cuanto a dimensión creadora total. Se tiene la sensación de que el poeta puede dar y darse más que esto.”

En su comentario Juarroz subraya la existencia de “un contrapunto de ilación”, especialmente en Candilejas, “unido a un disimulado impresionismo del paisaje, el medio y el propio espíritu, no evidente a primera vista a causa del ultramoderno ropaje verbal que lo recubre. El curioso resultado se acerca a una especie de romanticismo de vanguardia”.

Quien escribe la crítica en el diario La Nación se lamenta de que este segundo libro de poemas de Urondo no continuará la línea vigorosa y madura manifestada en Historia Antigua10 porque éste “auguraba un espíritu que seducía por su claridad y acento viril” y Dos poemas señala un camino “indeciso (auténtica vacilación, afán de lucidez), que importa sí una mayor destreza, un alto brillo formal, pero también una pérdida de su valiosa vitalidad tras una presunta jerarquización de sus proposiciones originales. Rescatar la contemporaneidad de su lenguaje, recobrar la condición vital de entre todo posible extravío debe estar presentes permanentemente en la empresa de un poeta de quien cabe aguardar una empinada continuidad, su altura verdadera”.

El 15 de diciembre de 1959, en los talleres gráficos de la Universidad Nacional del Litoral, se termina de imprimir Breves. Este tercer libro de Urondo se caracteriza por la brevedad de su lenguaje, comparable a la poesía de René Char o del italiano Giuseppe Ungaretti. Esa economía verbal para Marcelo Pichón Rivière, está ajustada a “una inquietud exclusiva por la expresión, por una necesidad de cantar con estrictez”.11

Leónidas Lamborghini considera que Historia Antigua es el punto de partida de todo lo que aparecerá posteriormente en Urondo tanto en lo poético como en la humano.

 

LEÓNIDAS LAMBORGHINI: “Sobre todo, con una fuerza, que algunos que lo criticaron no se dieron cuenta. Después sobre el final de su obra aparece esa cosa explícita. En esos poemas explícitos está esa forma implícita. Una síntesis pero llena de potencialidad. Urondo sabía lo que había que hacer. Hay que analizarlo en su evolución. Por ejemplo en estos versos de un lirismo puro: ‘la mujer/ canta/ entre/ las rosas/ líquidas// su voz/ abre/ la lluvia/ somete/ las fragancias/ nocturnas// revela/ la forma/ de la flor// los dioses/ no resisten/ la humedad// la voz/ trepa/ evaporándose’. No hay entonación poética, va quebrando el tono de una poesía como la del ’40. En general eso le sucedió a muchos de los poetas de Poesía Buenos Aires.”

 

Cuarenta años después de que Urondo le hiciera llegar un ejemplar de Breves a su domicilio en la ciudad venezolana de Mérida, David Viñas cree que esos poemas de mayor síntesis son claramente un anticipo del minimalismo tan en boga en la poesía argentina de los años ’90.

1 Francisco Urondo, La amistad, lo mejor de la poesía en Del otro lado, Editorial Biblioteca Popular Constancio C. Vigil, Santa Fe, 1967.

2 Francisco Urondo, edición del autor, Buenos Aires, 1954.

3 Primera plana, 19 de diciembre de 1967.

4 La Razón, 11 de agosto de 1956.

5 El Litoral, 19 de agosto de 1956.

6 Francisco Urondo, Quien pudiera, en Nombres, Ediciones Zona, Buenos Aires 1963.

7 Jorge Campana, Crónica sobre la política cultural de los gobiernos santafesinos 1920-1999, Ediciones Culturales Santafesinas, Santa Fe, 1999.

8 Entrevista de Roberto Conte a Francisco Urondo, Punto y Aparte, número 5, Santa Fe, septiembre de 1957.

9 La Gaceta de Tucumán, 2 de agosto de 1960.

10 La Nación, 30 de abril de 1960.

11 Marcelo Pichón Rivière, “Francisco Urondo: La poesía, una especie de fatalidad”, Panorama, 29 de junio de 1971.

I. LA VIDA POR DELANTE

10 de enero de 1930. En el interior de una modesta casa de la provincia de Santa Fe, Francisco Enrique Urondo, de 33 años, casado con Gloria Edelma Angélica Invernizzi, de 26, espera con una mezcla de ansiedad y alegría el nacimiento de su segundo hijo. Quien también aguarda impaciente la llegada de su hermano varón es Beatriz, la primera hija del matrimonio, mientras se entretiene jugando a las muñecas.

La pequeña Beatriz sabe, a diferencia de la mayoría de los chicos del barrio, que a su hermano no lo traerá volando ninguna cigüeña porque su madre durante los meses de embarazo le explicaba con simples palabras cómo se había gestado esa criatura que se llamará Francisco Reynaldo Urondo.

Hereda los nombres de su abuelo paterno, Juan Francisco, nacido en Isaba, provincia española de Navarra, quien contrajo matrimonio con Enriqueta Liñán, y de Reynaldo Invernizzi, por parte de madre, un genovés casado en Buenos Aires con Aurelia Castagnino. En euskera, lengua vasca y raíz de su apellido, urondo significa “agua buena”.

Antes de cumplir tres meses, más precisamente el 2 de abril, fecha que cumplía años su madre, el pequeño fue bautizado en la Iglesia del Carmen.

“Pero mi abuelo estaba muerto del todo y merecerían un párrafo especial su buen apetito, su ascetismo frente al vino, su amor por las mujeres y el tabaco. Fue dueño de un casino tan grande como el de Montecarlo y empresario de una compañía de zarzuelas; tenía en su rostro delgado la cicatriz que le había dejado un colmillo de jabalí, al que supo enfrentar con un cuchillo y unos cuantos cerros de los Pirineos como escenario; tal vez los mismos que inspiraron a Margarita de Angulema, la infanta virgen y perendeca de Navarra. Sé que un hijo suyo, un tío mío por tanto, intentó robarle una mujer, una buscona de casino, meretriz de fichas baratas, chorra de salón, quedadora de vueltos, aunque ambiciosa y con pretensiones, por lo visto; después de esta contingencia no levantó cabeza y en el término de una semana se quedó rengo a causa de esas putas que lo rodeaban; insatisfecha con el daño que le estaba haciendo al coquetear con su propio hijo, ella intentó matarlo atropellándolo con su automóvil. Mi abuelo se había detenido frente a una vidriera de Gath & Chaves atraído por unos guantes de antílope y, en eso, la vio venir hacia él, en su Lancia convertible, a toda velocidad reflejada en la vidriera del negocio. Alcanzó a huir, pero una pierna, la izquierda creo, quedó prisionera entre el radiador abollado y la vidriera deshecha. Y renqueó toda su vida de esa pierna y en realidad tuvo suerte pues pudo ocurrirle algo bastante peor, como morir. En el término de un mes se comió una cabeza de chancho que le resultó un poco indigesta, concurrió a las bodas de su hijo mayor, es decir, mi padre, y se trenzó a balazos por Lencinas, cerca del canal de Guaymallén y nuevamente lo hirieron, pero esta vez de gravedad; durante seis meses estuvo en coma, con un cargador completo en la desembocadura del duodeno y cuatro años después moriría víctima de catarro y me obligaría a que lo hiciera resucitar merced a un mordiscón en la pantorrilla de un tío que ni siquiera era uno de sus hijos: mi padre o aquel que le había quitado una mujer”.1

La pareja se había casado en 1921 y tres años después se radicaron en Santa Fe. Francisco, nacido en Buenos Aires en diciembre de 1897, graduado en la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de esta ciudad y con vasta experiencia como profesor de Matemática y Física, aceptó incorporarse al plantel de docentes de la Facultad de Química Industrial y Agrícola de Santa Fe (actualmente Facultad de Ingeniería Química). Esta casa de estudios, dependiente de la Universidad Nacional del Litoral, había sido fundada por Josué Gollán y Horacio Damianovich.

Además del ingeniero Urondo se sumaron profesores de la talla de Gustavo Fester, José Piazza, José Babini y Guillermo Claus. Todos ellos, con dedicación y enorme capacidad intelectual, sortearon un sinfín de dificultades (escasos antecedentes en lo científico y técnico, falta de apoyo y carencia de personal idóneo) para convertir a la facultad no sólo en la pionera en el estudio de la ciencia y de la técnica en nuestro país y en América del Sur sino también en un hito para el desarrollo científico y tecnológico argentino.

Era tal el compromiso del ingeniero Urondo con la actividad docente que llegó a fabricar por su propia cuenta los aparatos que necesitaban los docentes para realizar sus correspondientes prácticas químicas. Será autor de numerosas investigaciones: “La electricidad del agua de lluvia”, “Radioactividad y composición química en sales de salinas argentinas”, “La radiación cósmica”, “Las ideas de Galileo”, “Curso elemental de estática gráfica”, entre otras.

Esa misma felicidad y entusiasmo que le depara su profesión, intenta transmitírsela a sus hijos Beatriz y Paquito (así lo llamaban para diferenciarlo de su padre), a quienes los deja jugar con los aparatos del laboratorio de la facultad o presenciar cómo su colega Horacio Damianovich convierte un tubo de goma en vidrio, como si se tratara de un espectáculo de magia.

En tanto, Gloria Edelma Angélica, nacida en 1904 en Lobos, provincia de Buenos Aires, además del cuidado de sus hijos disfruta organizando reuniones con amigos en su casa. En esto se diferencia de las preferencias de su marido, quien se siente más complacido leyendo un buen libro o escuchando música clásica. “Mamá tenía magnetismo sobre la gente. Era el centro de las reuniones sociales; pero con papá aprobándole sus ocurrencias, sonriendo orgulloso de su simpatía. Daba gusto escucharla hablar de su marido. Lo ponderaba permanentemente, se regocijaba orgullosa con sus logros y los transmitía a los cuatro vientos, con una alegría envidiable”, señala Beatriz Urondo.

Gloria se divierte especialmente con los bailes de disfraces o “asaltos de máscaras”, como los llama. Una noche Beatriz y Paquito, desobedeciendo la orden de irse a dormir, se esconden debajo de una mesa para espiar los trajes de disfraces con que los amigos de sus padres acuden a una de sus habituales reuniones. Pasados unos minutos, cuando la algarabía de los adultos desbordaba, aquella curiosidad infantil rápidamente se transforma en gritos y llantos desconsolados. Los padres llevan a sus hijos a la cama hasta que consiguen calmarlos y dormirlos.

Pero la alegría que despliega esa madre, siempre elegante y atenta con sus invitados, contrasta con su permanente estado hipocondríaco. Siempre quejándose de dolores y enfermedades de todo tipo. “Era para darle el gusto a ‘tu pobre madre’, como decía mi pobre padre; esa madre que siempre estaba enferma y a la que había que cuidar, siempre que no estuviese con sus deplorables amigas”.2

La situación económica de la familia Urondo, por aquellos años, es sólida y sin contratiempos gracias a los sueldos que las universidades nacionales pagan a sus profesores. En las vacaciones de verano disfrutan de las playas de Mar del Plata y en el receso invernal de la tranquilidad de Huerta Grande, en la provincia de Córdoba.

Cuando los abuelos Juan Francisco y Enriqueta llegan a Santa Fe para visitar a sus nietos, lo hacen cargados de valijas repletas de juguetes. Uno de los regalos que durante muchos años Paquito lucirá orgulloso en su habitación será un tren completo con estaciones, señales, rieles y arbolitos. En tanto a Enriqueta, mujer andaluza que en sus años juveniles desplegaba belleza y habilidad en los tablaos de su pueblo, le agrada enseñarle a sus nietos algunos pasos de baile. El improvisado trío se descostilla de risa batiendo palmas y cantando: “Yo tenía un novio que era corsetero,/ y en prueba de su afecto me ha regalado un corsé./ ¡Ay que cu, ay que cu/ ay que cuerpo tan bonito y seductor,/ tiene usté!”.

Cuando la locomotora se cansa de dar vueltas y el eco de los cánticos españoles se pierden en el silencio del patio de la casa, los hermanos Urondo pasan largas horas recortando fotos de revistas. Después, como si se tratase de un escenario, las ponen arriba de la cama y crean escenas. También se entretienen representando supuestas obras de teatro que llevan a cabo en el patio de la casa. Las columnas de la galería les sirven para atar las sábanas blancas que hacen las veces de escenografía. No sólo actúan sino también hacen de boleteros, recibiendo los cinco centavos que, a modo de entrada, deben pagar los “espectadores”, familiares y amigos del barrio.

“…Como un niño de carne y hueso, saltaba y jugaba a los piratas y reparábamos la ‘americana’ con mis primos. La americana tenía las ruedas amarillas y cuatro asientos: justamente los que necesitábamos para pasearnos como verdaderos señoritos por las calles del pueblo. Atamos un lindo caballo, ahuyentamos a dos primos débiles y cargosos, para los cuales –además– no disponíamos de lugar, y salimos.

Después se rompería definitivamente y nunca más podríamos volver a la ‘americana’ y debimos conformarnos con las bicicletas y correr por las calles del pueblo, durante una semana…”.3

 

BEATRIZ URONDO: “La obra de teatro que representábamos era simplemente un diálogo inventado en el momento, o bien bailábamos o cantábamos. Paquito solía vestirse de gaucho usando las polainas de papá que le cubrían toda la pierna y lo hacían caminar de manera muy cómica y patadura, pero no le impedía cantar con su guitarrita de juguete…”.4

Paquito jugando en la orilla del río en Santa Fe.

Paquito con su madre y su hermana, Beatriz.

Además de actuar junto a su hermana mayor, de pasear y correr con la “americana” y la bicicleta, y jugar con Tom, un perro de caza de pelaje rojizo regalo de un médico amigo de la familia, a Paquito le gusta dibujar. Uno de los enojos del pequeño Paquito con su mamá fue aquel mediodía cuando al llegar de la escuela junto a su hermana, le resultó raro que Tom no fuera a recibirlo como sucedía todos los días. Al preguntar por el perro, se enteró que la madre se lo había devuelto al médico, que se lo había regalado, porque la estaba volviendo loca con sus travesuras. Cursando el segundo grado de la Escuela N°9 “Juan José Paso”, la maestra María del Carmen Peón le pide a sus alumnos que dibujen la bandera argentina. La insignia patria de Paquito se destaca de la del resto de sus compañeros porque la dibuja flameando. Después de recibir la correspondiente felicitación, ésta desliza la nunca más inadecuada pregunta ante semejante muestra de creatividad: “¿Quién te ayudó?” Ese día Paquito llega a su casa ofendido y dolido. Al día siguiente, su padre que no acostumbra a conversar con los profesores de sus hijos, esta vez hizo una excepción. Sin alzar la voz, el ingeniero Urondo le aclara a la señorita Peón: “¡A mi hijo nadie lo ayudó a dibujar la bandera! ¡Se le ocurrió hacerla así!” De vuelta en el aula, Paquito pide a su maestra dibujarla de nuevo. Prefiere hacerla en el pizarrón para que no quedaran dudas de que aquella flameante bandera había sido producto de su propia imaginación.

En la escuela primaria Paquito tiene buen comportamiento, es prolijo, atento y aplicado, y aprende con dedicación y entusiasmo.

Jorge Reynoso Aldao, amigo de aquellos años de la infancia, desliza el perfil de Paquito: “un niño bonito, un ángel sacado de los frescos de Miguel Angel; rubiecito, muy fino de rostro, muy simpático, que hablaba muy suavemente”.5 Pero también por esos años se entusiasma jugando con espadas y en las fiestas lleva alfileres para pinchar globos.

“Nos alejábamos de la infancia; la leche/ tibia de antes, se había cortado/ para siempre y ahora sólo/ quedaba el sabor de las lágrimas,/ del sudor, de la sangre derramada sobre/ la que era/ imposible llorar. Es nuestra historia/ sagrada, con sus trofeos temblorosos/ con sus varas macilentas y tiesas. Después/ fue el verdadero fin de la niñez, y hubo/ paz en los cementerios, y una racha/ de luz iluminó/ las gargantas cegadas/ por el horror de tantos cambios y tanto/ crecimiento para el desastre.// Había entonces un aire donde nadar, un barro/ donde hundirse en paz, tropezando/ en pleno vuelo con un ave del agua…”6

La familia Urondo paseando por la Rambla de Mar del Plata, verano de 1939.

El descubrimiento del fascinante mundo de la literatura se produce hurgando los libros científicos y clásicos universales que se mezclan en la vastísima biblioteca de su padre. Una de esas tardes de tranquilidad provinciana, Paquito queda cautivado por un libro que en la tapa lleva el siguiente título: Los tres mosqueteros; su autor, Alejandro Dumas.

“Mucho antes de todo eso que la adolescencia suele desencadenar, como la timidez, el resentimiento, la codicia, el deseo, el onanismo, las ganas de ser libre, de tener ya cumplidos los proyectos y los sueños; el terror a la homosexualidad y al fracaso, el deseo de poder y la comodidad del sometimiento; el rencor, la rabia, las culpas y el amor jugando definitivamente en cada antiguo niño, actualmente hombre, es decir ex niño miserable, aterrorizado y entrampado por el futuro, enredado en su memoria.”7

Terminada la escuela primaria, en 1943, inicia los estudios secundarios en el Colegio Nacional “Simón de Iriondo”, de Santa Fe. Paralelamente Paco –así pretende que sus amigos y familiares lo llamen desde ahora– frecuenta el galpón de la casa de un joven y entusiasta artista, llamado Fernando Birri, quien brinda para unos pocos amigos un breve espectáculo de títeres. Birri maneja la marioneta –un negro de ancho moño azul que baila al compás de la música Saint Louis Blues–, y no percibe que está abriendo el camino para la conformación de un movimiento que más tarde será conocido con el nombre de El Retablo de Maese Pedro.

Birri pertenece a la generación de artistas santafesinos que a mediados de los años ’40 convierten a la provincia y a la región litoral en un polo de fuerte atracción cultural para los jóvenes con diversas inquietudes artísticas. No sólo se convocan alrededor del mencionado retablo, también lo hacen en la revista literaria Espadalirio, la Academia de Artes y Letras, el Teatro Universitario del Litoral y la Escuela de Artes Plásticas.

Instalado inicialmente en el Centro Vasco Gure Echea para luego trasladarse a un galpón de la calle Hipólito Yrigoyen, El Retablo de Maese Pedro ofrece hasta 1953 funciones en escuelas, en el Centro Español, Círculo Italiano y Jockey Club. En algunas de esas funciones están presentes el cubano Nicolás Guillén y el español Rafael Alberti, quien había llegado a Argentina después de haber participado en el bando republicano durante la Guerra Civil Española.

Cuando en 1948 Birri viaja a Italia para estudiar en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma, las marionetas y títeres de guante son manejados por Manucho Giménez, Jorge Auditrac, Rubén Rodríguez Aragón, Cocho Paolantonio. Llegan hasta las localidades del interior de Santa Fe a bordo del camión de Don Giovanni, un viejo inmigrante dueño de un conventillo, para ofrecer funciones de títeres, en las cuales también participan Paco y su novia Graciela Murúa, “Chela”.

 

FERNANDO BIRRI: “En El Retablo había músicos, recitadores, escenógrafos, hasta teníamos una orquesta. Era una movida impresionante que empezó en la total indiferencia y terminó con la ciudad que sostenía y quería mucho a este grupo. Cargábamos en un camión todos los bártulos de teatro y hacíamos obras en las localidades santafesinas especialmente para las fiestas de fin de año o para Reyes.”