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Respirar profundo.

Abrir los ojos.

Observar tu reflejo.

Aceptar tu historia.

Abrazar tu presente.

Soñar tu futuro.

Amarte para amar.

Creer para crear.

Soltar para vivir.

Siempre…

vera.romantica

vera.romantica

Para Benicio,

pequeño gran guerrero.

Tu paso por esta vida me enseñó

que no somos las batallas que ganamos

sino las luchas que emprendemos con el corazón…

Prólogo

Salió de la ducha y se puso la ropa que había dejado acomodada sobre la tapa del retrete. Un pantalón deportivo y una sudadera. De pie frente al espejo, removió el empañado con la palma de su mano, y observó su reflejo. Por primera vez en años, se veía en paz. Luego de haber tomado la determinación de acabar con todo, había entrado en una especie de limbo mental. Un estado intermedio entre aquí y allá.

Dio un vistazo general al apartamento, satisfecha de ver que todo se encontraba como quería. Limpio y ordenado. Cada cosa en su sitio, para que pudieran dar con todo sin inconvenientes. El final se aproximaba. Pero aún le quedaba una cosa por hacer; lo más difícil, sin dudas. Siempre había tenido problemas para comunicarse con su hija; y escribirle una nota de despedida, no sería la excepción.

Se sentó en una silla, mirando por la ventana, un tanto abstraída. Sobre la mesa, frente a ella, había una hoja en blanco. A un lado, el sobre azul y cuatro hojas ya escritas que contenían la verdad. Su verdad. Una verdad que también era la de su hija. Decirla en voz alta era demasiado doloroso. Escribirla, no había sido menos traumático. Pero se la debía.

Cuando estuvo lista, tomó un bolígrafo y escribió…

Primera
Parte

Capítulo 1

Unas
manos
hermosas

Nada se parece tanto a una persona
como la forma de su muerte.

Gabriel García Márquez

La despertó el sonido de su celular. Giró sobre la cama y extendió una mano para alcanzarlo; ni siquiera se molestó en abrir los ojos. Estaba acostumbrada a tomar llamadas a mitad de la noche y en plena oscuridad.

–Diga… –balbuceó.

–Anna, te necesitamos aquí. Con urgencia. Tengo a una manada de incompetentes vagando por la escena como si estuvieran de paseo por la feria. ¡Sí! ¡Me refiero a ustedes! ¡Muévanse de allí! ¡Que nadie toque nada! ¡Oye, tú! ¿No me oíste? ¡Fuera de aquí! –gritó el teniente Dubré, del otro lado de la línea. Anna alejó el teléfono de su oído, para ahorrarse la jaqueca–. ¿Puedes venir?

–Necesito diez minutos para cambiarme –respondió mientras se sentaba al borde de la cama y encendía la lámpara–. ¿Puedes adelantarme algo?

–Una mujer se arrojó de la azotea.

–Por Dios… –susurró.

–Quiero que procesemos la escena cuanto antes.

–Por supuesto. Si me envías un texto con la dirección, estaré allí tan pronto como pueda –aseguró.

–Okey. Cuento contigo.

–Lo sé. Te veo pronto.

Dejó el teléfono sobre la mesa de noche y se puso en marcha.

De camino al baño, encontró los jeans y la camiseta de tirantes negra que había usado el día anterior. Con eso bastaría; pues, la elegancia no tenía cabida en su profesión, era más importante la comodidad y la libertad de movimiento. Se lavó la cara con agua fría, más de una vez, y luego observó su reflejo. Se veía molesta. Trató de alisar la pronunciada línea de su entrecejo, pero era inútil. Había dormido nada más que un par de horas y eso la ponía de muy mal humor.

Se aseguró de que la cámara fotográfica y todos los implementos necesarios estuvieran dentro de su estuche, al igual que las baterías de repuesto y los cargadores y, antes de salir de su habitación, fue en busca del celular. Los diez minutos que prometió que tardaría estaban prontos a cumplirse.

Era una noche sin luna, sin estrellas. Una noche oscura. Anna, detrás del volante de su confiable Polo gris, bajó el cristal y encendió un cigarrillo; era un horrible hábito que arrastraba desde la etapa más rebelde de su adolescencia, pero la ayudaba a calmarse.

Mientras conducía, pensaba en lo conveniente de morir en una noche así. Un tranquilo y oscuro miércoles. Justo a mitad de semana. La ambulancia no tardaría en llegar y los agentes de la policía estarían mejor predispuestos que en un ajetreado fin de semana. Las calles se encontrarían prácticamente desiertas, no habría curiosos a los que mantener alejados mientras trabajaban en la escena. Se preguntaba si la mujer lo había planeado así, si había pensado en todos esos pequeños detalles antes de decidir arrojarse desde lo alto de su edificio. Anna sabía que muchos la tildaban de fría, de inhumana por pensar de esa manera, pero esos muchos jamás entenderían lo que se necesitaba para hacer su trabajo, la distancia emocional que era preciso imponerse. Analizar las circunstancias de un modo racional le permitía estar lista para enfrentar lo que fuera.

El teniente André Dubré, en cambio, sí la entendía. Él solía hacer ese mismo ejercicio. La mayoría de sus allegados y compañeros de trabajo lo tachaban de temperamental y malhumorado, pero pocos sabían que era la máscara que necesitaba para sobrevivir. Por supuesto que la cuota de empatía con la víctima era ineludible, pero también era preciso poner una necesaria barrera al dolor. De no ser así, se volvería loco.

Mientras aguardaba por la llegada de Anna, el teniente Dubré circulaba por la escena y se aseguraba de que nadie alterara nada. Tenían un método de trabajo que respetaban obsesivamente. Juntos, casi desde sus comienzos, habían aprendido a apoyarse mutuamente y a confiar el uno en el otro.

Dubré comenzaba a inquietarse cuando vio al Polo aproximándose lentamente hacia la escena.

–¡Oye, tú! ¡Mantén el cerco de seguridad disponible para dejarla pasar! –le ordenó al oficial más próximo–. Es mi fotógrafa forense. La necesito aquí de inmediato.

Cuando Anna se bajó del automóvil, todas las miradas recayeron sobre ella. Destacaba por más de un motivo. En principio, porque no era habitual que las mujeres asistieran técnicamente en las escenas; y las pocas que lo hacían, solían adquirir modos masculinos para no diferenciarse de sus compañeros. Anna, por su parte, se sentía orgullosa de ser una mujer trabajando en un mundo “de hombres”. No ocultaba los atributos de su femineidad; por el contrario, los enaltecía. Amaba ser diferente. Por eso, aunque su atuendo era cómodo y funcional, permitía un buen vistazo a sus curvas. Pero no se trataba solo de que tuviera una bonita figura, eran sus modos los que atraían miradas. La elegancia de sus largos pasos, el orgulloso mentón en alto.

–Soy la fotógrafa, ¿me permites avanzar? –le pidió.

El oficial asintió y se hizo a un lado para dejarla pasar. Se sorprendió al ver de cerca el colorido tatuaje que cubría su brazo izquierdo y buena parte de su hombro; un intrincado diseño de flores y hojas verdes.

–¿Me sostienes esto, por favor?

Sin poder articular palabra, el oficial recibió el estuche. Verla era igual que caer al vacío; un camino de una sola vía. Las suaves facciones de su rostro desentonaban con la dureza de sus ojos negros, pero el conjunto resultaba atractivo.

–Gracias, fortachón –le guiñó un ojo y recuperó su estuche.

Dubré alcanzó a ver la sonrisa bobalicona en el rostro del oficial y le dedicó una mueca de advertencia. No se admitían tonterías en el trabajo y todos lo sabían.

–Anna, por aquí… –la llamó con una mano en alto.

Tratándose de un suicidio, no había demasiados interrogantes que develar. Las circunstancias del incidente estaban bastante claras y no se requería de tanto personal para llevar adelante el caso. Un vehículo policial, aparcado a mitad de la calle, desviaba el tránsito. A un lado de la ambulancia, estaban los paramédicos que habían acudido a la escena para constatar la muerte. Los únicos que se encontraban en plena labor eran los técnicos forenses. Había un equipo trabajando en el apartamento de la víctima, recogiendo la evidencia pertinente. El registro fotográfico de la escena, a cargo de Anna, serviría como apoyo. Ese era el protocolo.

El teniente la esperaba cerca del cuerpo.

Anna dejó su equipo en el suelo y apenas miró la escena de reojo. El cuerpo no era más que un lío de sangre y huesos rotos en medio de la calle. Tendría que concentrarse en respirar por la boca. Aun después de diez años trabajando como fotógrafa forense, no soportaba el olor de la sangre.

–¿Estás bien? –André puso una mano en su hombro y presionó levemente.

–Sí –mintió–. ¿Qué es lo que tienes?

–Una mujer caucásica, entre cuarenta y cinco y cincuenta y cinco años. Se trata de la ocupante de un apartamento en el quinto piso. Los muchachos están allí, buscando su identificación y hablando con los vecinos… Suponemos que se arrojó de la azotea. Estamos hablando de unos treinta metros de altura.

–Me da vértigo de solo imaginarlo –sintió un escalofrío recorriendo su espalda de punta a punta.

–Ni que lo digas.

–¿Los paramédicos movieron el cuerpo? –preguntó mientras preparaba su cámara.

–No fue necesario… La pobre mujer está destrozada. Confirmaron la ausencia de signos vitales, eso es todo –se llevó una mano a la frente, agotado, quería acabar rápido con el asunto–. Anna, te llamé solo por protocolo. Todo está claro aquí. Toma algunas fotografías para el registro y luego te vas a casa.

–Bien.

André se alejó, con el teléfono pegado a su oído, ladrando algunas órdenes para el equipo que trabajaba en el apartamento. Anna lo observó a la distancia y pensó en invitarlo a tomar una cerveza luego de que acabaran allí. Ambos necesitaban relajarse.

Antes de acercarse al cuerpo, se preparó meticulosamente. Hacía años que usaba el cabello corto, a la altura de sus hombros, para mayor comodidad, pero las caprichosas ondas oscuras la obligaban a amarrarlo para que no le estorbara. Después, se colocó unos guantes de látex azul, un barbijo y unos cubrepiés desechables. Siempre se aseguraba de tomar todas las precauciones para no contaminar la escena, y para no contaminarse con la escena. Era muy apegada a las normas.

Dio los primeros pasos con la atención puesta en su cámara, ajustando los últimos detalles. Cuando vio el primer rastro de sangre sobre el asfalto, disparó una fotografía. Así sabría si la luz era la correcta o si era necesario realizar algún ajuste adicional. Como todo parecía estar bien, comenzó a trabajar.

Nunca empezaba por el cuerpo, solía tomar la escena de afuera hacia adentro. Además, eso la ayudaba a lidiar mejor con la situación. Algunos decían que tenía un ojo hecho a la medida de las tragedias, pero se equivocaban. Ningún ojo estaba preparado para enfrentar los horrores que Anna había visto a través del lente de su cámara. Hacía el trabajo porque la paga era excelente, nada más.

Con cada descarga del flash, la escena se iluminaba y cobraba sentido. La mujer lo había planeado, sin dudas. No se había tratado de ningún impulso. Estaba usando una sudadera y unos pantalones deportivos. ¿Quién se vestía de esa forma para ir a la cama? A esa hora de la madrugada, era esperable que estuviera usando ropa de dormir. Pero la lógica del pensamiento suicida era otra.

En el último segundo, la mujer había intentado detener la caída con sus manos. Tenía ambas muñecas rotas, y uno de sus codos estaba completamente desplazado. Las piernas extendidas, rígidas. El cabello oscuro tapaba la porción del rostro que aún podía identificarse.

Anna apoyó una rodilla, asegurándose de no tocar la sangre espesa que rodeaba el cuerpo, y se concentró en los pequeños detalles. La mujer tenía unas manos hermosas, de dedos largos y uñas pintadas.

Unas manos verdaderamente hermosas.

Unas manos que ella conocía.

–¡Anna!

Escuchó la voz del teniente llamándola, pero no pudo responder. Apoyó la otra rodilla en el suelo y sintió la fría viscosidad de la sangre que empapaba sus jeans. Pero no le importó. Dejó la cámara a un lado y, olvidando el protocolo, movió el cabello oscuro que tapaba el rostro de la mujer.

–Lo siento mucho –André llegó a su lado, justo a tiempo–. No lo sabía. Acabamos de dar con su identificación.

El cuerpo sobre el asfalto, que no era más que un lío de sangre y huesos, era una mujer que Anna conocía. Aunque sus diferencias las hubieran mantenido alejadas y enojadas por más de una década, identificaría esas manos entre miles. Cuando era niña, le habían trenzado el cabello para ir a la escuela en más de una oportunidad. Era uno de los recuerdos más preciados de su niñez.

–André…

–Lo sé, Anna –sostuvo su hombro, una vez más–. Lo sé.

–Esta mujer es mi madre…

Capítulo 2

Una cometa
suelta
en el viento

Me quedé sentado en medio
de la ruina de mí mismo,
con los ojos desorbitados.

Iris Murdoch

Estaba sentada en el sofá de su apartamento, con las luces apagadas. En su mano izquierda, sostenía un vaso. Sobre la mesa de café, estaba la botella de vodka. Cuando rellenó el vaso, se dio cuenta de que la bebida pronto se acabaría. No recordaba si tenía otra de repuesto en la cocina, pero esperaba quedar inconsciente mucho antes de tener que levantarse para ir a comprobarlo.

–Salud –brindó con los fantasmas que habitaban en los rincones de su consciencia y luego se bebió el trago de un solo golpe.

Sintió cómo su garganta se incendiaba y culpó al ardor del alcohol por la lágrima que rodó sobre su mejilla. No quería admitir que lloraba de pena. Que lloraba por ella. Se había jurado nunca más volver a derramar una lágrima por esa mujer. “¡Para mí, estás muerta!”, le había gritado más de diez años atrás, el día que se fue de su hogar para nunca más volver.

Ahora, esa frase arrojada en un momento de ira, se había vuelto realidad.

No sabía cómo sentirse al respecto.

El celular comenzó a vibrar, una vez más, e iluminó brevemente su rostro. No tenía que ver la pantalla para saber que se trataba del teniente André Dubré. No respondió ni esa llamada ni todas las anteriores. Tampoco respondería las próximas.

Estar enfadada con su madre y no querer saber nada de ella era muy distinto a saberla muerta. Estar enfadada era una elección; la muerte, en cambio, era irreversible.

Durante años, luego de aquella gran pelea, había esperado una señal. No importaba lo mínima que fuera, cualquier indicio hubiera bastado… Pero no. Su madre no hizo ningún intento por acercarse; parecía estar mejor así, sola. Tampoco Anna hizo ningún intento por remediar el conflicto. Se había cansado de ser la hija no deseada de una madre apática. “¡Ojalá hubieras tenido la valentía de admitir que no querías tenerme!”, le había dicho muchas veces. Su madre ni siquiera se inmutaba. No parecía importarle nada de lo que Anna dijera o sintiera. No le importaba nada más que ella misma y el vacío al que se había aferrado con tanta pasión.

–¡Maldita seas! –gritó en la soledad de la sala.

El vaso se estrelló contra la pared. Había vidrios rotos sobre todo el suelo, pero no le importó. Sonrió en la oscuridad y tomó un trago directamente de la botella. Por un momento, se sintió mejor.

Había estado tratando de comunicarse con Anna durante todo el día, sin éxito.

Luego de que se identificara el cadáver y se realizara el papeleo correspondiente, la había llevado a la casa. “Descansa”, le había pedido. No estaba del todo convencido con la idea de dejarla sola en un momento tan delicado, pero Anna había insistido. Ahora, luego de más de veinticuatro horas sin saber nada de ella, comenzaba a preocuparse.

André:

Voy a usar mi llave para entrar.

Aunque hubieran terminado su relación más de un año atrás, André aún conservaba sus llaves. Solo para emergencias. Esta ocasión, sin lugar a dudas, podía calificarse como una.

Llegó hasta su apartamento y golpeó la puerta varias veces, pero no recibió respuesta alguna.

–Anna, voy a entrar –anunció sin más.

Apenas empujó la puerta, lo recibió la oscuridad y el fuerte aroma del alcohol en el ambiente. Antes de continuar avanzando, encendió la luz.

La encontró sentada en el sofá, con una botella vacía entre las manos y los ojos parcialmente cerrados por la inconsciencia. Aún vestía la misma ropa que el día anterior, y la sangre en sus jeans comenzaba a despedir un olor nauseabundo. Ella parecía inmune al hedor. Ausente como estaba, era incapaz de percibir nada más que su pena.

Sin esperar un segundo más, André se cubrió la boca y la nariz con una mano y fue hasta la ventana. Solo cuando consiguió abrirla de par de par, volvió a respirar con normalidad.

Anna, desde su lugar en el sillón, balbuceaba sin sentido.

André dejó su abrigo sobre una silla antes de arremangarse la camisa y quitarse la corbata.

Habían estado juntos por casi cinco años y se habían amado intensamente. Él todavía la amaba con la misma intensidad, quizás más que entonces. Fue Anna quien decidió poner fin a la relación porque quería estar sola, porque no sabía cómo compartir su vida con nadie. No le habían enseñado cómo. Una madre negligente y desamorada le había hecho eso. La carencia de ese amor fundamental, que solo una madre podía dar, había dejado en Anna una marca indeleble. La había transformado en una mujer que, tras una máscara de seguridad, escondía la enorme fragilidad de quienes temen entregar el corazón. Aunque se hubiera arrojado de la azotea, esa mujer no merecía compasión alguna.

–Arriba –la tomó de un brazo, con la rudeza que lo caracterizaba, y la sostuvo cerca de su cuerpo para llevarla hasta el baño.

Una vez allí, encendió la luz y la dejó sentada sobre la tapa del retrete. Práctico como era, abrió el grifo, templó el agua y puso a llenar la bañadera.

–¿Qué haces aquí? –Anna se quejó y cerró los ojos ante la repentina claridad–. Me duele la cabeza.

–Es lo que sucede cuando bebes hasta la inconsciencia. Se llama resaca.

–¿Estás molesto? –preguntó al ver su entrecejo.

–Sí, estoy molesto –la miró directo a los ojos, implacable–. No respondiste mis llamadas.

–Lo siento.

–No es cierto, no lo sientes –replicó–. Ni siquiera te importa.

–No me regañes, por favor. No estoy de humor.

–Tampoco yo –cerró el grifo y le arrojó una toalla–. Puedes tomar un baño mientras preparo el desayuno.

–Yo no te pedí que vinieras. ¡Estoy perfectamente bien sin ti!

–No me ataques, Anna. Y no me mientas –se apoyó sobre el lavabo, enfrentándola–. Solo mírate… Estás hecha un desastre.

–¿Acaso no te enteraste? Mi madre se suicidó. Estoy teniendo un día pésimo.

–Lo sé. Por eso estoy aquí. Porque tienes un día pésimo y quiero apoyarte, aunque no me lo hayas pedido –extendió una mano y acarició su mejilla.

Ninguno de los dos tenía ánimos de pelear, pero no eran buenos para lidiar con sus emociones. André era explosivo en demasía; Anna, en cambio, implosionaba. Y, en ambos casos, el riesgo de acabar lastimados era serio.

–Te prepararé el desayuno, ¿de acuerdo? –besó su frente antes de dejarla sola.

Salió de la bañadera y se quedó de pie en medio del baño. Por primera vez en mucho tiempo, no sabía qué hacer. La inesperada muerte de su madre la había dejado desorientada en más de un sentido. Pasó una mano sobre el empañado del espejo y observó su imagen. André tenía razón, estaba hecha un desastre. Usó los dedos para peinar su cabello húmedo y lo apartó de su rostro. Necesitaría muchas horas de descanso para combatir esas ojeras, pero el problema era que no las tenía. Tenía que comer algo y recomponerse deprisa. Había muchos asuntos que resolver.

Luego de echar la ropa sucia a la lavadora, André se ocupó de preparar un desayuno ligero. Café y un poco de pan tostado.

–Huele bien… –dijo Anna, apareciendo desde el pasillo.

–No había mucho en tu cocina, pero al menos tienes café.

–Suena excelente. Necesito una buena dosis de cafeína –se sentó en una de los taburetes de la cocina y recibió su taza de manos de André–. Gracias.

Verlo así, en una situación tan doméstica y cotidiana, le provocaba nostalgia. Él se sentía de la misma manera. Pero ninguno lo diría en voz alta.

–Necesitas ir de compras, Anna. Tu refrigerador da pena.

–No es lo único que da pena en este apartamento –bebió un sorbo de café que la regresó a la vida–. No sé qué debo hacer, Andy. ¿Cuáles son los pasos a seguir?

–¿A qué te refieres? –dijo deteniendo la taza a medio camino de su boca.

–Quisiera tener un protocolo para este tipo de situaciones… –pensó en voz alta, masajeando sus sienes–. Aunque descarto el funeral, debo decidir qué hacer con el cuerpo. Sería más sencillo si supiera lo que Lili quería, pero nunca hablamos de eso. Nunca hablamos de nada, en realidad –buscó el auxilio de André–. ¿Qué harías tú?

–Optaría por la cremación, por supuesto. Costosa, pero efectiva. No necesitas más complicaciones de las que ya tienes.

Él no dudaba, actuaba.

Anna apreciaba su punto de vista, pero, para ella, la decisión no era tan sencilla. Bebió su café en silencio, mirando por la ventana, como si afuera estuvieran las respuestas que tanto ansiaba. Pero sabía que no era así. Sabía que se quedaría con nada más que un puñado de dudas. Pues, así había sido siempre. Lili Leclerc, su madre, solo había sido un enorme interrogante.

–No se molestó en dejar una nota… –el comentario se deslizó de su boca sin que pudiera detenerlo–. Me pregunto si en algún momento, en todos estos años de ausencia, pensó en mí.

André dejó la taza a un lado, sin poder beber un sorbo más. Tenía un enorme nudo en la garganta.

Era inusual que Anna se mostrara así de vulnerable. Conmovía la forma en que sostenía la taza entre sus manos, como si la vida se le fuera en ello, como si así pudiera sostener su propia cordura. Dos gruesas lágrimas rodaron por su mejilla izquierda y se estrellaron en la mesa, pero ella pareció no percatarse de eso. Su tristeza era desgarradora.

–Tú no le debes nada, Anna. No se merece tus lágrimas –apretó un puño bajo la mesa, preso de la ira.

–No lloro por ella –sorprendida, como si saliera de un trance, lo miró a los ojos–. Lloro por mí. Porque Lili se llevó la verdad acerca de mi origen. Yo era el secreto que nunca quiso compartir con nadie, porque se avergonzaba de mí. No quería que nadie supiera quién era mi padre… Nunca supe si lo protegía a él o si se protegía a sí misma. Solo sé que no me quería, y que por mi culpa era infeliz… pero yo no pedí nacer. No pedí esta vida. ¡Ella no tenía derecho a arrebatarme mi identidad! ¡A guardar un secreto que no la involucraba solo a ella! La muy egoísta –apretaba la taza con tanta fuerza que hasta podría quebrarla– me lo quitó todo. Quién soy, de dónde vengo y quién es mi padre, son preguntas que jamás podré responder –su voz se quebraba–. No hay protocolo para una situación así. ¿Cómo sabré hacia dónde ir, si ni siquiera sé de dónde vengo?

André permaneció en silencio, porque no había respuestas posibles para tales interrogantes.

–Nunca me había sentido más sola en toda la vida.

–No digas eso –tomó su mano con fervor–. Estoy aquí. Y siempre estaré.

Anna asintió y le devolvió la caricia, agradecida de que estuviera allí, pero André no comprendía. Nadie comprendía. No había soledad más grande que la de sentirse a la deriva, como una cometa suelta en el viento. No había nada que la sujetara al suelo. No tenía un lugar al que llamar hogar, ni personas a las que nombrar como familia.

El sonido de las llaves deslizándose sobre la mesa logró arrancarla del oscuro lugar al que la llevaba el pensamiento.

–¿Qué es eso?

–Son las llaves del apartamento de Lili. Por eso estaba llamándote con tanta insistencia. El dueño pidió que se retiraran sus efectos personales, cuanto antes… Según el equipo que trabajó allí, no hay demasiadas cosas. Algo de ropa y baratijas menores. Puedo encargarme, si quieres.

–No –sin atisbo de duda, Anna tomó las llaves–. Lo haré. Hoy mismo. Tengo que acabar con esto de una vez.

–Puedo acompañarte.

–No. Es algo que debo hacer sola.

Capítulo 3

Querida
Anna

Cuando quedas atrapado en la destrucción,
debes abrir una puerta a la creación.

Anaïs Nin

Apagó el motor de su Polo gris y permaneció sentada detrás del volante. Desde su posición, podía ver el punto exacto en el que había estado el cuerpo de su madre. Se habían ocupado de limpiar el asfalto. Ya no había rastros de lo ocurrido poco más de veinticuatro horas atrás. Pero Anna jamás olvidaría lo que había visto esa tranquila y oscura madrugada de miércoles; las huellas de la memoria eran imborrables.

Se bajó del automóvil y caminó lentamente hacia la entrada del edificio, con las manos en los bolsillos traseros de sus jeans.

El aire se sentía denso y húmedo en esa zona. Se encontraba muy cerca del Puerto Viejo, uno de los puntos más emblemáticos de la ciudad de Marsella. Se asombró de que su madre hubiera elegido un lugar así para vivir, un sitio en constante movimiento y pleno de actividad, no parecía estar en concordancia con la apatía de su carácter. Se quedó de pie frente al edificio y encendió un cigarrillo, mientras hacía girar entre los dedos el pequeño llavero que André le había dado.

Al conserje no le pasó desapercibida su presencia. Le resultó extraño ver a una desconocida paseándose frente al edificio, con actitud sospechosa. Era evidente que estaba nerviosa. Solo por si acaso, salió a dar un vistazo.

–Buenos días… –se acercó.

Anna, sorprendida, detuvo su errático ir y venir.

–Buenos días –arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con su pie. El conserje le dio una mirada poco amistosa–. Lo siento.

–¿Puedo ayudarla? ¿Busca a alguien?

–Mi nombre es Anna Leclerc. Lili Leclerc es mi madre… Perdón, era mi madre –se corrigió–. Vengo a retirar sus pertenencias, a pedido del dueño del apartamento.

–No sabía que tuviera una hija –entrecerró los ojos, estudiándola de pies a cabeza.

–No éramos cercanas.

–Ya veo. ¿Podría mostrarme su identificación, por favor?

No respondió, por supuesto; porque lo que quería decirle, no sonaría nada amable. En cambio, comprendió las reservas del sujeto y accedió a mostrarle su identificación.

–Lo siento mucho –se sintió apenado luego de comprobar que, efectivamente, era quien decía ser–. Quedamos todos muy conmocionados después de lo sucedido. No puedo decir que conociera demasiado a la Sra. Leclerc, pero lamento su pérdida. Pase, por favor. No quiero detenerla más. Si me necesita, aquí estaré.

–Gracias.

Después de que el conserje la acompañara hasta la entrada, ya no era posible seguir evadiéndose. No podía retrasar lo inevitable.

Entró al elevador y presionó el botón que la llevaría hasta el quinto piso. Cuando el aparato comenzó a moverse, sintió que su estómago daba una vuelta completa. Tuvo que apoyarse en el espejo, detrás de ella, para no perder el equilibrio.

Al llegar al piso correcto, se apresuró a salir. Necesitaba estar en un espacio más abierto, respirar con libertad.

Se encontró con un pasillo estrecho, escasamente iluminado y con enormes manchas de humedad en las esquinas del techo. Llave en mano, caminó directo hacia la puerta del apartamento “C”. Aunque temblaba un poco, no tuvo inconvenientes para abrir. Lentamente, empujó la puerta y dio un tímido paso hacia el interior.

Adentro estaba oscuro. Buscó el interruptor de la luz y la encendió, encontrándose con un espacio reducido y austero, casi impersonal. Había una cocina pequeña hacia la izquierda, una mesa y un par de sillas hacia el centro, y la cama sobre la pared de la derecha. La puerta entreabierta, en un extremo del apartamento, conducía al baño. Antes de explorar con más detalle, se acercó hasta la única ventana y la abrió de par en par para permitir que la brisa marina se llevara la sensación de encierro.

El equipo forense estaba en lo cierto. No había demasiados efectos personales en el apartamento. Era preciso mirar con mucho cuidado para encontrar algo que estuviera fuera de lugar. La cama estaba perfectamente extendida, no había vajilla olvidada en el fregadero, ni una prenda a la vista. Incluso podía percibirse cierto aroma a productos de limpieza en el ambiente. Era como si nadie hubiera vivido allí. Lili no había dejado una nota de despedida, pero, sin lugar a dudas, lo había preparado todo.

Tras un vistazo general, Anna localizó la cómoda a un lado de la cama. Sobre su superficie, había un cepillo para el cabello y una colonia de azahares. Se sentó en el borde la cama y desde allí observó los objetos con más detenimiento. El cepillo aún tenía un poco de cabello, igual de oscuro y ondulado que el de Anna. Tomó la colonia entre sus manos y la acercó a su nariz. Si cerraba los ojos, a su mente acudía el recuerdo de los abrazos que Lili le daba al regresar de la escuela. Anna solía apoyarse en su hombro y quedarse allí por varios minutos; entonces, ese aroma a azahares se le pegaba a la ropa y le inundaba los sentidos. Igual que en ese momento… Con la diferencia de que Lili ya no estaba, y que hacía mucho tiempo que no le daba un abrazo. Haciendo la nostalgia a un lado, abrió los ojos y la colonia regresó a su sitio.

Dentro de las gavetas, se encontró con un poco de ropa y algo de dinero dentro de un sobre alargado, junto a identificaciones y documentos varios. Todo estaba en orden. Incluso había dejado a la vista el recibo del último pago por la renta del apartamento.

Anna resopló molesta.

Lili lo había pensado todo, lo había planeado todo; lo cual la conducía a pensar que seguiría aferrada a su silencio aun después de muerta. No había nota de despedida. No había un diario íntimo que pudiera ofrecer respuestas. No había nada.

Fue hasta la cocina y buscó una bolsa plástica de residuos. Presa de la ira, desilusionada y herida, echó dentro cada cosa que encontró en su recorrido. No había nada que quisiera conservar. Lo que pudiera reutilizarse, se iría a la caridad. Todo acabó dentro de la bolsa plástica. Ropa, zapatos, algunas baratijas. Conservaría los documentos por una cuestión meramente formal, sabiendo que quizás los necesitaría en el futuro. No quería demorarse mucho más. Lo que había ido a buscar, no se encontraba ahí.

Cerró la ventana y apagó la luz antes de salir. El apartamento quedó tan frío y oscuro como a su llegada.

El conserje alzó la cabeza al escuchar que el elevador se detenía en la planta baja. La puerta se abrió, con un poco más de impulso del necesario, y la hija de la mujer del quinto piso que se había suicidado salió disparada del interior. Avanzaba por el vestíbulo con pasos largos, llevando consigo una bolsa oscura con lo que suponía eran las pertenencias de su madre. Se permitió verla con cuidado y el parecido con su madre no tardó en aparecer. El mismo cabello ondulado, la misma tonalidad clara en la piel, la misma oscuridad y tristeza en la mirada. La hija era una versión actualizada de la madre, pero las dos llevaban la misma sombra oscura sobre sus cabezas.

–Señorita Leclerc, ¿ya se va? –la alcanzó cerca de la entrada.

–Sí –dejó la bolsa en el suelo, entre sus piernas–. ¿Podría hacerme el favor de avisarle al dueño del apartamento? Ya no hay nada de mi madre allí. Puede tomar posesión cuando lo desee.

–Excepto por el contenido de su casillero… –respondió el conserje.

–¿Qué dice? –preguntó Anna confundida.

–Hay un casillero aquí atrás. Allí se recibe la correspondencia. Debería revisarlo antes de irse.

–No sabía que hubiera uno…

–Pues, así es. Solo necesita la llave.

Anna recuperó el llavero de su bolsillo trasero y lo observó con mayor detenimiento. Sujetaba tres llaves; dos más grandes y una pequeñita. Las dos más grandes correspondían a las puertas de entrada al edificio y al apartamento, respectivamente. En cuanto a la pequeña…

–Esa es –señaló el sujeto, apuntándola con un dedo–. Esa es la llave del casillero. Permítame llevarla hasta allí.

Anna sujetó la bolsa y siguió al conserje. El hombre caminaba deprisa, sin tener en cuenta el peso extra que ella arrastraba.

Unos metros más allá del ascensor, accedieron a un pasillo tan estrecho y húmedo como el resto del edificio. Sobre la pared del fondo, había un casillero metálico con cubículos pequeños y alargados. Cada uno de ellos contaba con un cartel que indicaba piso y apartamento. Algunos apartados estaban abiertos, y podía verse los sobres del correo asomando; el correspondiente al apartamento quinto piso “C” estaba cerrado. Anna sintió una ansiedad inexplicable.

–Adelante… ábralo –la animó.

Dejando la bolsa a un lado, se acercó al casillero e introdujo la llave en la pequeña ranura de la cerradura. El conserje apretó los dientes al oír el sonido metálico. Anna lo miró sobre su hombro.

–Tengo dientes sensibles –se excusó alzando los hombros.

–¿Podría darme algo de privacidad? –le pidió, molesta.

–¡Oh, sí! ¡Por supuesto! Estaré adelante, si me necesita.

–Gracias.

Podía escuchar los pasos de él mientras se alejaba, pero su atención estaba puesta en el casillero. En los secretos que guardaba. Aunque no quisiera, aunque tratara de protegerse de otra desilusión, la esperanza siempre encontraba la forma de anidar en su alma. Sabía que, en algún sitio, en algún punto desconocido del globo, había personas a las que podría nombrar como familia. La esperanza de dar con ellos nunca moría; era siempre combativa, nunca se rendía. Aunque hubiera perdido una batalla tras otra, no lograban hacerla desistir.

Finalmente, halló la resolución suficiente para abrir el casillero. A sus pies, cayeron meses de correspondencia sin revisar.

Había sobres de todos colores, de todos tamaños; era difícil precisar la cantidad. De rodillas en el suelo, hizo un primer intento por clasificarlos. La mayoría eran publicidades, promociones. Destinos paradisíacos por precios irrisorios, promesas de juventud eterna en muestras de cremas contra las arrugas. Lili no se había molestado en buscar la correspondencia en el último tiempo, tal vez ya no le importaba.

–No hay nada aquí… –frustrada, empujó lejos el montón de sobres–. No hago más que perder el tiempo.

De repente, de entre la pila de papeles, destacó un sobre oscuro. A Anna le sorprendió la falta de estampillas postales. Alargó el brazo y lo alcanzó. Descubrió que no había nada escrito. Nadie lo había enviado. A nadie estaba dirigido. Sin embargo, allí estaba. Solo se le ocurría una persona que pudiera haberlo dejado en ese casillero. Lo acercó a su nariz y, para su sorpresa, todavía conservaba el aroma de los azahares.

Sus dedos temblaban mientras trataba de rasgar el papel, ansiosa por descubrir su contenido.

–Por Dios…

Lo primero que encontró dentro del sobre fue una nota. La caligrafía era inconfundible. Letras pequeñas y redondeadas, un poco inclinadas hacia la derecha. Más que escritas, las palabras parecían estar dibujadas. Lili se había tomado su tiempo, como con todo lo demás.

Inspiró profundo y dejó escapar todo el aire de su pecho, aliviada. Estaba ante la primera victoria luego de años de aplastantes y desmoralizantes derrotas. Sentada en el suelo de ese oscuro y húmedo pasillo, leyó la nota que su madre le había dejado a modo de despedida.

 

 

Querida Anna:

Escribir estas palabras es lo más difícil que he hecho en mucho tiempo.

Antes de irme, necesito que sepas que lo que sucedió entre nosotras, la distancia que nos separó, no fue tu culpa. Simplemente, no pude. Dentro de este sobre, encontrarás la verdad que nunca me atreví a contarte. Porque tuve miedo de ser, de amar, y me escondí. Preferí la quietud y el silencio de este pozo oscuro. Espero, de todo corazón, que la verdad te ayude a encontrar eso que buscas. Es lo único que puedo hacer por ti.

Hoy me despido. No siento tristeza, ni dolor, tampoco miedo. Estoy en paz. Sé que no tengo derecho a pedirte nada, pero lo haré de todos modos. Llévame a casa. Toma mis cenizas y espárcelas allí donde fui feliz… entre senderos de lavanda.

Lamento no haber sido la madre que necesitabas. Tú, hija mía, fuiste mi única dicha.

Te quiere, Mamá.

 

Capítulo 4

Anteponiendo
la
verdad

La verdad es el único instrumento
para destrabar el dolor.

Gabriel Rolón

Anna se cruzó de brazos y apoyó la espalda en la silla. Era una silla elegante, aunque muy incómoda. A decir verdad, todo era muy elegante. Las tres lámparas que pendían del techo con sus resplandecientes caireles, el arreglo de flores sobre la chimenea, los coloridos y modernos cuadros. Tanta elegancia y exuberante belleza tenían un solo propósito: distraer del verdadero motivo por el cual la gente iba allí.

–¿Señorita Leclerc?

Al escuchar su nombre, Anna se puso de pie y entró a la oficina. La recibió un caballero de lo más amable, vestido con un traje tan elegante como todo a su alrededor, que le ofreció un apretón de manos y su “más sentido pésame”. Anna se sentía extraña cada vez que escuchaba esa frase. Se preguntaba qué tan sentido podía ser el pésame de un desconocido. Aun así, respondió con un respetuoso “gracias”. Después de completar la documentación requerida, el señor le entregó la pequeña urna que contenía las cenizas de su madre.

Una vez dentro de la seguridad del Polo gris, se atrevió a estudiar la urna con un poco más de cuidado. Era de un color gris plomo, con un acabado muy parecido al terciopelo, y de aspecto ovalado; similar a una cápsula. Resultaba difícil creer que contuviera las cenizas de su madre. Pensó que sería extraño estar en contacto con un objeto así de raro; sin embargo, lo encontró menos chocante que el típico féretro. Ubicó la urna a su lado, en el asiento del acompañante, y condujo hasta la estación de policía.

El teniente André Dubré era el único que estaba en conocimiento de la nota de despedida que Lili Leclerc había dejado para su hija. Anna le pidió que mantuviera la reserva, en nombre de la amistad que tenían, puesto que nada de lo que plasmaba en sus líneas influía en el expediente. Lo único en lo que sí influía esa nota, y de manera trascendental, era en el curso de la vida de Anna.

La primera vez que la leyó, tuvo que detenerse varias veces, e incluso ir y venir entre las palabras, para comprender lo que había escrito su madre. Las lágrimas le nublaban la vista, y las muchas emociones le empañaban la razón.

La nota, aunque breve, contenía mucho más de lo que Lili jamás había podido decir de sí misma. No solo manifestaba su intención de pedir perdón, sino que se erigía como un verdadero intento por remediar su error, por generar un cambio que afectara la realidad. Nunca había sido capaz de hablar con su hija, de contarle su historia, pero se esforzó por escribirla y dársela a conocer.

La verdad acerca de Anna estaba dentro del sobre azul, escrita en cuatro hojas, en un total de ocho páginas. En ellas, Lili relataba desde los días en que vivía en la estancia de sus padres, hasta el verano en que todo cambió. Explicaba en detalle los motivos que la habían llevado a huir, sola y embarazada, para nunca más volver al que había sido su hogar; además, por supuesto, de revelar la identidad del padre de Anna. Tal vez, ese fuera el dato más trascendental del relato, lo que podría cambiarlo todo. O tal vez, no. Las posibilidades, anteponiendo la verdad, se multiplicaban notablemente.

Curiosamente, el final de una historia propiciaba el inicio de otra; pues, Anna estaba dispuesta a cumplir con la última voluntad de su madre: “Llévame a casa”, le había pedido en la nota. Y así lo haría. Pero, para ello, necesitaba recopilar cierta información. Como la ubicación exacta de la estancia en la que Lili había vivido junto a sus padres, para empezar.

Recibió unos cuantos “sentidos pésames” de camino a la oficina del teniente Dubré, pero estos se sentían honestos y reconfortantes. Todos los que se acercaban con abrazos y gestos de pesar eran sus compañeros de trabajo, aquellos con quienes transitaba la vida desde hacía más de una década.

–Anna, entra. Te estaba esperando –André salió a recibirla–. No me pasen llamadas hasta nuevo aviso. Solo emergencias –le advirtió a su secretaria antes de cerrar la puerta.

Tomó su lugar, detrás del escritorio, y sirvió dos tazas de café. Se veía nervioso y un tanto molesto, lo cual no pasó desapercibido para Anna, que lo conocía mejor que muchas personas.

–¿Te encuentras bien? –preguntó, recibiendo la taza de café.

–No –respondió André, tan honesto como era su costumbre–. Podría perder mi trabajo por hacer esto, así que no. No estoy bien.

Puso sobre la mesa un sobre de manila y lo deslizó con un dedo. Anna, ansiosa, se apresuró a abrirlo. Eran varias hojas.

–Anna, ¿puedes dejar eso para más tarde? Por Dios Santo, acabo de decirte que podría perder mi empleo y despliegas la evidencia en mi contra frente a las narices de todos.

–¿“De todos”? Mira a tu alrededor, Andy. Estamos solos. Controla tu paranoia –devolvió los papeles al interior del sobre, dándoles apenas una mirada de reojo–. Y muchas gracias por hacer esto por mí, en serio. No me alcanzará la vida para retribuírtelo.

–No digas tonterías. No hay nada que retribuir –se reclinó en el asiento sosteniendo la taza entre sus manos–. Haría cualquier cosa por ti, y lo sabes. Solo espero que uses sabiamente esa información.

–¿A qué te refieres? –alzó una ceja, contrariada por el tono de su ex.

–Me refiero a que… –bebió un sorbo de café, mientras buscaba las palabras adecuadas–. Bueno, a que no le debes nada a Lili, ¿sabes? No tienes la obligación de llevar sus cenizas a ningún sitio. Es decir, comprendo que saber la verdad sea emocionante y demás; pero debes pensar con cuidado en cuáles serán los pasos a seguir. No puedes simplemente presentarte allí y gritar quién eres a los cuatro vientos. Tienes mucho que considerar.

Anna sintió que su interior entraba en ebullición. André, que también la conocía muy bien, trató de explicarse un poco mejor.

–Lo único que digo es que deberías actuar con cautela. Tu madre se fue de allí por una razón.

–¿Crees que no lo sé? Leí acerca de sus razones y déjame decirte que la comprendo, desde su punto de vista, pero no creo que sea justo. No para mí.

–Anna… –dejó la taza sobre la mesa y se cercioró de que no hubiera curiosos alrededor tratando de escuchar lo que sucedía dentro de la oficina–. Anna, tu padre es un hombre casado. Tiene una familia. La tenía entonces, y la tiene ahora. No digo que no tenga responsabilidad en lo sucedido, pero asumo que tu madre sabía a lo que se exponía cuando decidió tener una relación con él. Por eso huyó. Eligió el exilio.

–Ese no es mi problema –se cruzó de brazos cerrándose en su posición.

–Es cierto –André cedió, sabiendo que pelear con ella no lo llevaría a ningún sitio–. Tienes toda la razón. Ese no es tu problema. Pero lo será si no actúas con cautela… Si en tu cruzada por que todos conozcan la verdad, destruyes a quienes se atraviesan en tu camino, tendrás que vivir con esa culpa. Y te conozco, Anna. No eres de las que lastima sin miramientos.

–¿Y qué hay de mí? –hundió un dedo en su pecho–. ¿Quién piensa en mí? ¿En cuánto me lastimó no tener una familia?

–Otra vez, estás en lo cierto –admitió tomando sus manos y presionándolas cariñosamente–. Tu madre debería haber pensado en ti, ese era su deber, pero no lo hizo. Eso no puede cambiarse. No me malinterpretes, cariño. No estoy diciéndote que ignores la posibilidad que se abre ante ti… Solo digo que te cuides, que avances cautelosamente. ¿Quieres llevar las cenizas de tu madre? Pues, hazlo. Lamentablemente, tu abuela falleció hace muchos años; pero aún hay un abuelo con quien puedes vincularte. Pero también es un padre que perdió a su hija, en circunstancias que desconoce y que tú tendrás que comunicarle. No pierdas eso de vista, mantente enfocada. Tú, como fotógrafa, lo sabes mejor que nadie. Si pierdes el foco, dejas de ver la realidad y el panorama se torna borroso. No te precipites.

Gradualmente, mientras lo escuchaba, Anna depuso las armas. Descruzó los brazos y permitió que las palabras de André impactaran en su alma. Tenía razón. Estaba tan revolucionada que no era capaz de ver el panorama completo. Y no quería que eso sucediera. Siempre le había reprochado a Lili que tuviera actitudes egoístas; ahora, no sería ella quien asumiera ese rol. Debía serenarse, encontrar su equilibrio, y luego avanzar con paso más seguro.

–Dentro del sobre, está toda la información que me pediste. Acerca de tus abuelos; y también de tu padre. Úsala sabiamente.

–Lo haré, lo prometo –le dedicó una sonrisa leve, cargada de emoción–. Eres un buen amigo, André. Me diste mucho en qué pensar.

–Me alegra que así fuera. Luego de tanto pelear, nos volvimos buenos en esto de hablar.

–Coincido contigo.

–¡Hasta coincidimos! ¿No es emocionante? –bromeó, en un intento por aligerar el momento–. Vamos ya, que tengo cosas que hacer. Te acompañaré hasta afuera.

Hombro con hombro, caminaron hacia la salida. El sabor agridulce de la inminente despedida se sentía en el espacio entre ambos. Anna entrelazó un brazo con el suyo, necesitándolo un poco más cerca. André la dejó hacer, porque no estaba seguro de volver a verla.

–Es un viaje relativamente corto. No deberías tener ningún inconveniente en llegar. De todos modos, te dejé un mapa con los detalles dentro del sobre.

Abrió la puerta del conductor y aguardó a que entrara. Solo cuando estuvo sentada y con el cinturón de seguridad colocado, volvió a cerrarla.

–Bueno, ¿estás lista? –preguntó, y se apoyó en el marco de la ventana para deleitarse una última vez con la profundidad de sus ojos negros.

–No lo sé –admitió conteniendo las lágrimas.

–Estarás bien. Ya lo verás –puso una cálida mano sobre su mejilla–. Solo mantente enfocada, ¿de acuerdo?

–Lo haré, lo prometo. Cuidate mucho.

El motor del Polo gris se encendió y André retrocedió unos pasos para verla avanzar. De pie en la acera, la despidió con una mano en alto. Ninguno de los dos se atrevió a decir “adiós”, tampoco un “hasta luego”. Lo único certero era que las posibilidades, anteponiendo la verdad, siempre se multiplicaban.

Capítulo 5

Una mujer
distinta

Porque en los humanos la atracción inmediata
se disfraza de detalles corteses.

Héctor Abad Faciolince

Poco más de noventa kilómetros la separaban de su destino. Aunque, si lo pensaba con cuidado, eran más de treinta años de silencio los que se interponían en su camino. Era curioso de cuántas formas distintas podía erigirse la distancia.

Se detuvo a un lado de la carretera y se bajó para estirar un poco las piernas. No es que lo necesitara en verdad, pero cualquier excusa era buena para detenerse a pensar. Eso era lo que le había prometido a André, y a ella misma, que avanzaría despacio.