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Para mis amigas:

María Eugenia Napolitano,

una heroína de este tiempo

hermosa por fuera y por dentro,

nada cambiará eso jamás.

Stella Maris Carballo,

por dignificar la tarea de Notaria

con su humanidad. Un orgullo para mí.

Para mis hijos, Miranda y Lorenzo, siempre.

 

 

Prólogo

A veces hay que partir. Tomar decisiones dolorosas y difíciles. Reunir en un mismo acto de valentía fuerzas que no se tienen y verdades que no se afrontan. Tomar distancia. Soltar las certezas y bucear en la intensidad de lo que no se conoce, pero se necesita.

Hay momentos en la vida en los que una maleta es la única opción. Casi siempre hay muy poco que poner en ella, porque ya está cargada de un vacío que se expande. Sin embargo, se hace lugar y se guardan pequeños momentos que se atesoran junto a alguna prenda que devuelve recuerdos. Ropa y miedo. Además, esa foto que evoca el pasado del que se quiere escapar, mientras en los ojos brilla la nostalgia de lo que fue.

No es viajar por el mundo. Es haberse perdido en él y salir a buscarse con desesperación.

Un día cualquiera, al detenernos un momento, nos sorprende ser parte de un escenario diferente. Los hijos no están y el tiempo compartido con el amor de toda una vida se ha convertido en una rutina corrosiva. Peor aún, los momentos de soledad se han teñido de un amargo sabor a nada. ¿Qué falta cuando aparentemente se lo tiene todo? ¿Es posible haber perdido, en las idas y vueltas del tiempo, la capacidad de reconocer los momentos valiosos y la posibilidad de disfrutar de las pequeñas cosas simples?

Entonces se impone la búsqueda y la determinación de reencontrarse. Hallar a la mujer que habita ese cuerpo pero que ya no está allí, a su propio alcance.

Asusta el camino a todas las respuestas. Porque la distancia abruma, aleja y nos enfrenta a un viaje interior que no suele ser tan bello como los soñados paisajes que deleitan los sentidos en los lugares que se visitan. El desafío es entender que la vida pasa y el tiempo no pide permiso. Por eso, ser feliz es una misión ineludible para evitar olvidarse de una misma, inmersa en la repetida decisión de dar prioridad a todo y a todos.

A veces, hay que irse. Saber leer la brújula del alma y animarse a conocer el destino que espera en algún lugar por la mujer que somos. Las preguntas son ¿dónde? y ¿cómo?

capítulo 1

Decisión

El matrimonio debe combatir sin tregua

un monstruo que lo devora: la costumbre.

Honoré de Balzac

Volver a dejar algo atrás. Gina Rivera armaba su maleta después de días de reflexionar sobre ese viaje. La decisión que había tomado no había sido precipitada. En verdad llevaba años procesando una realidad que no quería enfrentar. Siempre la familia, las necesidades de su esposo, las estructuras sociales arraigadas a su piel, impedían que tan siquiera pudiera pensar en lo que finalmente había ocurrido, como una posibilidad.

Mientras elegía la ropa que llevaría, recordó a aquella joven de dieciocho años que alguna vez también había empacado sus sueños y había dejado algo detrás de sí. Pero entonces no había más mochila emocional que un pueblo que en buena medida atosigaba con sus rumores, sus invasiones exageradas y ese no respeto a la privacidad ajena. “Pueblo chico, infierno grande”, rezaba la voz popular. Y así era y sería. Todos creían saber mucho acerca de las vidas ajenas y parecían gustosos de opinar. Algunos abanderados de los preconceptos, otros, escoltas de los juicios de valor, y los menos, divididos entre indiferentes o profetas de cariño sincero. Convencida de que partir hacia la Capital era la única manera de ser dueña de sus decisiones y apartarse de la mirada controladora de una parte de esa pequeña sociedad tóxica, se marchó sin mirar atrás. En aquellos años, esa era la única opción de ser alguien, estudiar, crecer y tomar distancia de esa rutina detenida en el tiempo a la vera de un pueblo que continuaría así por toda la eternidad. Eso pensaba entonces.

También estaban sus padres, quienes deseaban lo mejor para ella y que de algún extraño modo eran parte de ese clan pueblerino, pero tenían arraigadas sus costumbres cuando se trataba de Gina. Su padre esperaba que volviera diplomada para trabajar con él. Su madre deseaba que lograra lo que ella no había podido. Por razones diferentes la apoyaban. Debía ir en busca de su futuro, aun a pesar del gran vacío que les dejaría su ausencia y de las altas probabilidades de que nunca regresara a vivir allí.

Había un paralelismo entre su presente y su pasado. Quizá por eso lo estaba recordando. Era la segunda vez que armaba un equipaje y debía abrazar la incertidumbre. No había seguridad alguna respecto de lo que sucedería. Solo la acompañaban sus convicciones firmes y su espíritu de lucha. Ese ser interior libre que clamaba por su lugar en el mundo era el mismo, solo habían cambiado las circunstancias.

Aquel viaje a la Capital había moldeado su vida. Había estudiado mucho hasta diplomarse como notaria. Mientras lo hacía, comenzó a trabajar en la notaría de una gran mujer, Alicia Fernández, a quien le debía casi todo lo logrado. Solo había vuelto a su pueblo de visita.

Demostrar su honestidad y su anhelo de aprender la definían. La humildad que la caracterizaba junto a su inteligencia la convirtieron en una brillante profesional en ascenso. Su independencia económica era absoluta, pero su dependencia afectiva era todavía más fuerte.

Se había casado muy joven con Francisco, su novio de la universidad, mientras ambos estudiaban. Finalizaron sus carreras siendo ya un matrimonio y con dos de sus tres hijos. Él era contador público. Aunque habían sido padres muy pronto, su vida de pareja y la familia cumplían sus sueños. Así fue durante mucho tiempo, pero en algún momento la depredadora rutina les había arrebatado lo que los unía.

Estaba triste pero satisfecha al mismo tiempo. Una gran paradoja. Después de veinticinco años de matrimonio, habían decidido separarse. Más bien ella. Y él aceptaba la decisión. No lo hicieron por alguna infidelidad, deudas o reproches, como suele pasar. La cuestión era la falta de un proyecto en común. Tal vez ese había sido el fatal desencadenante, y ahora solo tenían un fabuloso pasado que los sostenía. Cada vez más débil y lejano. Una historia compartida que había ido latiendo un pulso cada vez menos apasionado y más costumbrista. ¿Acaso no mata el amor esa constante erosión de gestos repetidos? ¿Estaba muerto ese vínculo o agonizaba? No lo sabía, pero la realidad era innegable: no era feliz.

Habían reemplazado el placer de saborearse a solas por la cotidianeidad de encuentros sociales. Pero como otras parejas vivían una situación similar, ambos pensaron, sin decirlo, que la natural decadencia de los años matrimoniales tomaba protagonismo, tan fervorosos en el pasado y tan vacíos en el presente. Ninguno advirtió que el corazón había dejado de latirles al ritmo del amor que los había unido, para ir a dormir indiferentes sobre lados opuestos de la cama. Tampoco notaron que ya no se iban a dormir juntos a la misma hora. Mucho menos que era tarde también para salvar la relación del final que se insinuaba. Sin darse cuenta fueron abandonando la mirada del alma y se dejaron alcanzar por la que ven los ojos que ya no se atraen. Esa que sucede sin prestar atención ni detenerse.

La última conversación se repetía en su memoria.

­–Francisco, merecemos algo mejor que esto. No soy feliz, hace tiempo que me siento así. Lo sabes. Estoy vacía.

–Vacía es algo exagerado… A cierta edad, la felicidad es otra cosa. Ya te lo he dicho: cambiamos pero seguimos siendo una familia.

–No. Ese es el punto: ya no quiero anteponer la familia. Quiero pensar en mí y en ti. Ya no hay nosotros.

A Francisco le molestaba volver a hablar de esos temas, no estaba de acuerdo y rechazaba ese análisis de la situación afectiva en su matrimonio.

–No voy a oponerme a lo que quieras, aunque no estoy convencido de tus razones. Hemos pasado otras crisis y las superamos siempre. Ahora que nuestros hijos están grandes no esperaba esta decisión tuya de terminar con todo.

El diálogo dejaba entrever que eran ideas de ella. ¿Acaso los varones eran más permeables a la comodidad de una situación al punto de negar la verdad? ¿Sería un tema de género? No tenía respuestas, pero estaba segura de que el presente los alcanzaba a los dos, solo que él decidía postergarlo en beneficio de un camino más simple. Seguir. Lo que venía sucediendo desde hacía tiempo.

–No esperabas esta decisión… ¿Qué esperabas entonces?

–No lo sé, pero no esto–respondió. En ese momento recordó todas las conversaciones que tuvo con Gina acerca de la pareja. De pronto, le dio real dimensión a los diferentes planteos que su esposa le hacía desde tiempo atrás. La veía muy decidida y un temor desconocido lo recorrió entero. ¿Iba a dejarlo?

–No es la primera vez que hablamos. Hace tiempo que te he dicho que no soy feliz –remarcó segura de su verdad.

–Yo estoy bien y no me parece que seas infeliz.

Eso fastidió a Gina al extremo de sentirse invisible. No era que no la mirara, era mucho más grave: no podía verla. Había una desconexión total. No existía sintonía de pareja.

–¡No puedo creer lo que dices! ¿Acaso nunca me escuchaste?

–Por supuesto que te he oído cada vez, pero pensé que exagerabas–dijo con sinceridad.

–¿Te estás escuchando? ¿Exagerar? ¿Con qué frecuencia nos deseamos en el último tiempo? ¿Cuánto hace que no miramos la misma película o salimos solos a cenar? ¿No pensaste que puedes estar cómodo o acostumbrado a este matrimonio? ¡Eso no es la felicidad! –respondió subiendo el tono.

–Gina, por favor, eso no es determinante a esta edad –omitió detenerse en el resto de las cuestiones.

–¿A esta edad? Tengo cuarenta y cinco años, y tú, cuarenta y siete. ¡La vida no terminó! Al menos no para mí.

Francisco se acercó y la abrazó. Su modo de vencer sus enojos había sido siempre la seguridad que le daba estar entre sus brazos. Ella se apartó bruscamente.

–No. Hablemos –se impuso.

–Podemos hacerlo después –se insinuó como si fueran adolescentes en una pelea sin sentido.

Entonces, Gina supo con claridad que había llegado el momento.

–Francisco, yo te quiero. Eso está fuera de discusión, pero ya no es amor. La vida se me fue de las manos. Cada día es igual al anterior, estoy sumergida en mi trabajo y tú, en el tuyo. No tenemos planes que nos ilusionen. Nada que disfrutar como pareja. Me siento vacía. Nos convertimos en un modelo de padres que desplazó al matrimonio. Creo que si no fuera por nuestros hijos tendríamos muy poco de que hablar.

Francisco la observaba en silencio, trataba de comprender todo en ese momento. Sus palabras le dolían. No podían ser ciertas, ¿o sí?

–No me parece que sea una situación así de extrema –atinó a decir.

–¡Lo es! He procurado por todos los medios que hiciéramos algo para cambiar esta realidad, pero siempre minimizaste el tema, como ahora.

–¿Qué quieres que haga? Lo haré.

–Ya es tarde. En todo este proceso perdí mi identidad. No sé quién soy realmente. Necesito un cambio. Descubrir qué hay más allá de mis cuarenta y cinco años, y no puedo hacerlo a tu lado. Ya lo intenté. Me cansé de darlo todo.

Él no era un hombre combativo o cuestionador. Su perfil era estructurado, pero respetuoso. Aunque siempre lograba persuadirla, se sentía diferente. El rechazo de Gina lo había hecho reaccionar y todo aquello a lo que le había restado importancia, en ese momento lo sacudía como una realidad irremediable que lo ubicó nuevamente frente a ella a corta distancia física. Sin embargo, un abismo helado se interponía entre sus miradas cruzadas. Sus palabras confirmaron que nada podía decir que la hiciera cambiar de opinión.

–Gina, no voy a discutir. Te conozco, y cuando tomas una decisión nada te hará cambiar. Yo creo que lo tenemos todo, pero si tú necesitas distancia, es eso lo que voy a darte. Déjame organizarme y me voy. Buscaré un apartamento. Aquí todavía viven dos de nuestros hijos y no tengo intenciones de que sus vidas se alteren por un tema nuestro. Tuyo en verdad, pero nuestro en las consecuencias. Quizá sí hay algo “nuestro” después de todo –agregó con ironía.

Esa posición de no intentar convencerla de que no se separaran le demostraba que, de modo inconsciente, él quería lo mismo. Gina eligió ignorar su referencia a ese doloroso “nuestro” que aludía al tema minimizándolo. Era mejor no prolongar esa conversación.

–Francisco, creo que es lo mejor. Quiero que te vayas. Yo ya les expliqué a los chicos que las cosas no están bien entre nosotros. Además, no los afectará la decisión mientras estemos para ellos como siempre. Puedo conseguirte un apartamento…

–Deja de pretender digitarlo todo. Yo decidiré dónde voy a vivir. Se hará a tu manera, Gina, pero no bajo tu lupa implacable de control –agregó cortante. Estaba molesto.

Así, habían transcurrido algunas semanas en las que ella sentía que había hecho lo correcto y él se amoldaba a su determinación sin ninguna reflexión aparente. Al menos no les ponía palabras a sus sentimientos. Y el muro invisible entre ambos se tornaba infranqueable. Sus diálogos se limitaban a cuestiones de organización familiar. Muy acorde a su profesión de contador. Todo exacto, como si hiciera el balance de un cliente, solo que era él. ¿Pérdidas? ¿Ganancias? ¿Saldo?

Finalmente, la noche de un 20 de septiembre de 2017 se había ido. Gina se despertó el 21 con la sensación de que era el primer día del resto de su vida. Víctima de una rara congoja, pensaba que él extrañaría la vida cotidiana, los chicos en el desayuno, la casa, el perro, la gata, hasta la luz que entraba por la ventana. Esa habitualidad agradable y simple que viven las familias puertas adentro. Eso le dolía, no le deseaba nada malo. Era su compañero de vida, el padre de sus hijos. No era una separación convencional, de esas donde las personas muestran lo peor de su ser. Era un final anunciado, pacífico, silencioso y dotado de cierta melancolía.

Mientras lo imaginaba, ella miraba su casa y todo eran recuerdos. Deseaba tener la posibilidad de cambiar ese escenario en un abrir y cerrar de ojos. Empezando por el color de las paredes, los muebles y ese olor familiar a nostalgia que le provocó un nudo en la garganta mientras bebía su café y daba inicio a su nueva etapa.

Llegó a la notaría. Lucía un formal traje color celeste con una camisa azul oscuro y sus habituales zapatos de taco. Confirmó que todo seguía su curso. El mundo que la rodeaba no se detenía y se sumergió en él, dejando que su lado profesional le ganara la pulseada a la mujer que había perdido dentro de sí. La idea de irse, de hacer un viaje, comenzó a tomar espacio en su cabeza.

Había pasado un mes desde su separación. Faltaban días nada más para su partida. Ya no tenía dieciocho años, ni dejaría un pueblo atrás. Tenía cuarenta y cinco, y lo que dejaría al partir era su vida entera. Sabía que fuera cual fuera el camino, debería volver. Aunque esperaba hacerlo siendo Gina Rivera, la auténtica, no esa mala copia de ella misma en la que se había convertido.

capítulo 2

Vínculos

Conozca todas las teorías. Domine todas las técnicas, pero al tocar un alma humana sea apenas otra alma humana.

Carl Gustav Jung

Gina Rivera no era una notaria convencional. Quizá allí radicaba la razón de su éxito. Para ella, su profesión era una tarea de absoluta humanidad. Ella no redactaba escrituras: construía vínculos. Por supuesto que era precisa, ordenada y detallista. Casi obsesiva, por eso buscaba que la perfección pudiera advertirse en cada pieza de su protocolo. Sin embargo, no era ese el objetivo de su trabajo. No tenía clientes a quienes les cobraba honorarios a cambio de una prestación profesional. Ella era parte de la historia familiar de cada persona que pasaba por su sala de reuniones. Los conocía por primera vez en momentos importantes de sus vidas y luego volvían contándole los progresos, las fatalidades, el desarrollo de sus vidas a lo largo de los años. Cada trámite que requería un notario los llevaba de vuelta a su cordialidad y a su sonrisa. Generaba una empatía poco habitual con la gente. Sostenía que era dueña de una “notaría familiar” y lo decía con gran orgullo y emoción. Muchos de sus clientes eran hijos o nietos de clientes de Alicia Fernández, la mujer que le había enseñado todo lo que sabía y le había heredado su registro siendo adscripta.

Comprar una casa quizá sea el sueño cumplido de la mayoría de las familias. Jamás se olvida al escribano que participó. Solía decir que no existía un solo vendedor que no hiciera alguna referencia al comprador respecto de lo que le vendía. Cada propiedad era especial para ambas partes y todas conllevaban una historia valiosa. Todo delante de su mirada cálida y sus sentimientos. Ella era la notaria que escuchaba las ilusiones, que observaba hacer cuentas para confirmar si era suficiente el dinero. También era testigo de padres lúcidos que, frente a la finitud de la vida, decidían realizar donaciones con usufructo en favor de sus hijos para evitarles la realización de sucesiones. Había firmado autorizaciones de menores de edad para viajar a Disney con sus abuelos, a quienes años después les legalizaba los títulos profesionales o les suscribía el formulario de transferencia de su primer vehículo. Hipotecas. Cancelaciones y tantos otros trámites relacionados con la vida de alguien pasaban a diario por sus manos y daba fe. Claro que lo hacía, en cada acto jurídico daba fe de su pasión, de su entrega, de ese gran amor por su trabajo que la definía no solo social sino personalmente como una mujer inteligente, generosa y humana. Un estilo propio.

Esa mañana de octubre, llegó a la oficina temprano. Antes que todos sus empleados y su adscripta. Vestía elegante y formal, como siempre. Miró detenidamente el lugar como si fuera la primera vez que lo veía. Recordó personas y momentos que se proyectaban delante de sus ojos como una película. La inminencia del viaje, la separación de Francisco y todos los cambios que enfrentaba la colocaban por momentos en el lugar de espectadora de su vida. Como si la observara de afuera con una mirada sutil. No pudo contener una lágrima atrevida de gratitud y emoción. Sonó el teléfono. Ella nunca atendía, pero estaba sola. Lo hizo y eso también le trajo recuerdos de sus comienzos. La conmovió un acto tan simple como ese porque era prueba de lo logrado.

–Notaría Rivera, buenos días. ¿En qué puedo ayudarlo?

–Hola, querida Gina. En nada. Más bien soy yo la que quiere preguntarte eso –dijo Alicia al otro lado del auricular.

–¡Hola, Ali! Siempre es tan lindo escucharte. En nada. Estoy bien.

–Yo no estoy tan segura de eso –agregó.

–¿Por qué no? –preguntó siguiendo el rumbo que planteaba cordialmente.

–Bueno. Digamos que porque terminaste con tu matrimonio. Te irás de viaje sin saber todos los destinos y no tienes fecha de regreso. Dejarás la notaría a cargo de tu adscripta con mi supervisión. Adelgazaste. Te cortaste y cambiaste el color de pelo de siempre. Todo en un mes. ¿Es eso suficiente para dudar o sigo? –dijo con cierto humor realista.

Enumeradas así, todas sus últimas decisiones sonaban a mucho. Sin embargo, por muy irracional que pudiera parecer, cada cambio había sido meditado lo necesario y no se arrepentía de ninguno.

–Ali… te juro que estoy bien –repitió con cariño.

–Yo creo que estás convencida, pero eso no significa que estés realmente bien. Por eso me permito dudar. ¿Qué haces tan temprano en la oficina?

–Me conoces mucho. Estoy aquí porque el trabajo es mi escape cuando cierta nostalgia me invade. Es verdad, estoy muy convencida de todo lo que hice y de lo que hago. No te preocupes. El hecho de que, estando jubilada, me apoyes y vengas a la oficina durante este tiempo para que me sienta tranquila, es suficiente. Te debo mucho, cada vez más. Nunca voy a dejar de agradecerte. Igual llamaré a diario –advirtió.

–Basta de gratitud. Hemos completado nuestras vidas. Eres la hija que no tuve. Lo sabes. Quería avisarte que en un rato estaré por ahí. Voy a acompañarte en esta escritura simbólica de hoy. No solo porque es de las últimas antes de tu viaje, sino porque es la primera que unirá el paso de cuatro generaciones por nuestro registro. Gustavo Velázquez es el hijo de tu cliente, pero el bisnieto del mío. Recuerdo aquel hombre con gran cariño. Sería feliz si pudiera verlo convertido en gerente del banco en el que fue tesorero toda la vida.

Gina entendía lo que Alicia sentía. Eran esas situaciones especiales. Los sentimientos no se enseñan, pero ella creía que de Alicia había aprendido a respirar la profesión y a sentirla parte de su ser.

Quizá lo ve desde la eternidad, reflexionó.

–Sí, es cierto. Cuatro generaciones han pasado por aquí. Estoy preocupada por él…

–Yo también. La cotización del dólar no te dejó dormir, ¿verdad?

–Sí, entre otras cosas. Si hoy abre el mercado y sube, no les alcanzará el dinero.

–Tengo eso presente. Ya veremos qué sucede y cómo podemos resolverlo.

–Que así sea. Te espero.

Las variaciones del dólar eran un tema muy frecuente y problemático en toda América Latina. Lejos de lo que la gente piensa, los notarios comprometidos jamás están ajenos a esas situaciones que tanto afectaban a sus clientes.

Un rato después, Gustavo Velázquez, en calidad de parte compradora, y los vendedores ocupaban la sala de escrituras. El dólar había permanecido estable, para alivio de todos, igual que al cierre del día anterior. Gina leyó el contenido del acta, testigo de la emoción de los presentes. La parte vendedora lo hacía porque su única hija se había radicado en Canadá y finalmente, había obtenido la autorización de ese país para que sus padres pudieran vivir allí junto a ella y la familia que había formado. En ese momento la vendedora habló.

–Chicos, hay un jazmín en el jardín. Yo misma lo planté y yace a su lado nuestro perro. Me gustaría que no lo sacaran porque forma parte de la casa y, además, –agregó para convencerlos–, es muy difícil que al jazmín le guste el lugar. No siempre florece.

Los Velázquez sonrieron. Era tierno sentir el amor de esa señora respecto de la que ya no era su casa.

–Lo dejaremos allí. Quédese tranquila. Nos gusta mucho el perfume y amamos los animales.

–¿Cómo se llamaba su perro?

–Oh… él se llamaba Sleep. ¡Era muy hermoso! ¡Lo tuvimos casi dieciocho años!

–Pues será un honor tener su alma con nosotros.

–¡Muchas gracias! Me quedo tranquila –agregó y era cierto–. Te dije que lo entenderían –le susurró a su esposo. El hombre solo hizo un gesto de gratitud hacia el joven matrimonio. Era evidente que habían discutido sobre el tema y el esposo opinaba que debían callar.

Etapas que concluían y otras que comenzaban. Después de años de trabajo, Velázquez y su esposa, embarazada de ocho meses, tendrían la casa en la que verían crecer a sus hijos y cumplirían sus sueños. No era una propiedad cualquiera: era la de otra familia que dejaba su vida entera en esas paredes.

Viajes y ese ir y venir de los destinos cruzados, colocaba en paralelo todas las historias entre líneas de una escritura que escondía verdades, miedos, esfuerzos, desafíos y amor. Siempre amor.

Alicia abrazó al bisnieto de su cliente y le recordó a su abuelo cuando había comprado su casa. Todos se saludaron y se desearon suerte. Era conmovedor ver lo que la gente construía en torno a sus propias realidades. Los lazos invisibles de la espontaneidad y de la calidad humana se advertían tanto en gestos como en palabras bien intencionadas. Tradiciones. Arraigos y desprendimientos. Igual que en la vida de Gina, nada parecía tener un lugar definitivo. Ella les ofreció tomarse una foto grupal con la matriz de la escritura, una pieza que no verían nunca más. Y así lo hicieron. Todos eran felices, sus rostros daban fe de que la vida siempre continúa, porque hogar no es dónde se vive sino con quién.

capítulo 3

AIT

Si alguien desea una buena salud, primero debe preguntarse si está listo para eliminar las razones de su enfermedad. Solo entonces es posible ayudarlo.

Hipócrates

El timbre de la casa sonó en el mismo momento que el celular. Gina lo tomó en sus manos y respondió mientras se dirigía a la puerta.

–Hola, mami. ¿Cómo estás? –su hija, Isabella, sonaba triste al otro lado de la comunicación.

–Bien... Dame un minuto. Llaman a la puerta.

–Bueno.

No bien abrió, María Dolores la abrazó y comenzó a llorar sobre su hombro. Era su mejor amiga. Hacía un tiempo que las cosas no estaban bien en su matrimonio. Se conocían desde hacía muchos años: eran vecinas. Solo una cuadra de distancia las separaba.

Gina respondió al abrazo mientras intentaba ocuparse de su hija al mismo tiempo.

–Mi amor, es María Dolores. Me necesita. ¿Qué te pasa?

–Nada. Quería que habláramos –supo inmediatamente que ese “nada” era algo así como “el mundo se cae sobre mí, lo veo venir, pero permanezco quieta esperando el golpe”.

–¿Otra vez? –los sollozos de su amiga, quien todavía la abrazaba, invadieron la conversación.

–Te amo, mami. Atiende a María Dolores. Creo que está peor que yo. Más tarde te llamo.

–Está bien, mi amor. No estés mal. Recuerda que estás exactamente donde elegiste estar. Te amo.

Con esas palabras cortó la comunicación para centrarse en María Dolores, que había detenido sus lágrimas y esperaba su atención. Hablaría luego con Isabella.

–¿Qué pasa, Dolo? ¿Por qué lloras?

Ambas se sentaron en el sofá de la sala.

–Me engaña. Estoy segura. Lo seguí. Me dijo que iba a cenar con los amigos del colegio, pero estacionó en la puerta de una casa –no fue capaz de contarle en ese momento que lo había visto ingresar con una llave.

–¿Bajaste? –preguntó con cierto temor por lo que podía haber sucedido, asociando eso a los motivos por los que estaba así de angustiada.

–No. No fui capaz –respondió y comenzó a llorar desconsoladamente otra vez.

–¿Por qué?

–Porque no puedo dejarlo. Por mucha vergüenza que me dé reconocerlo, prefiero mirar para otro lado antes que divorciarme. No imagino mi vida sin él.

–¿No sería una casa a la que tiene acceso por trabajo…? –intentó defenderlo. Manuel era arquitecto.

–No. Es una casa habitada. Se notaba perfectamente que no estaba en obra. Además, a la hora de cenar…

–Es cierto. Solo trataba de analizar probabilidades. Igual puede haberte mentido, pero eso no significar que te engaña –agregó en favor del esposo de su amiga. No por él, sino para contenerla a ella.

María Dolores ya le había contado que llegaban mensajes de noche o demasiado temprano por la mañana. Su celular tenía clave y cerraba la notebook cuando se acercaba. Una vez por semana salía con amigos de la secundaria y realizaba viajes relámpago por trabajo. Lo resúmenes de su tarjeta de crédito llegaban directo a su e-mail. En fin, nada innovador para quienes eligen transitar los caminos de la infidelidad. Algo era cierto, no era un típico “rompe corazones”, pero era evidente que algo escondía. Ni siquiera era tremendamente atractivo. Era un hombre más. Común. Costaba imaginarlo engañando a su esposa. Ese no era su estilo. Hasta era posible que hubiera tenido muy poca experiencia previa al matrimonio.

No era la primera vez que ambas hablaban del tema. Gina sentía pena por esa dependencia emocional que la sumergía debajo de los niveles mínimos de dignidad.

–¿Estás segura entonces?

–Sí. Hace meses que cambió algunas actitudes. Ya te he contado y hoy… –hizo una pausa.

–¿Qué fue distinto hoy? –interrogó Gina con interés.

–Hoy… bueno, vi que tenía llave para entrar en esa casa –confesó–. Tener la llave de una casa que no es propia y que no está en obra… Creo que es suficiente.

Gina se quedó perpleja frente a la situación. Intuir era una cosa. Confirmar, otra. Pero no quería hacer sentir peor aún a Dolores. Trató de ser honesta pero de un modo casi técnico para evitar lastimarla.

–Y… sí. Todo indica que tus sospechas son ciertas. De todas maneras, deberías hacerte cargo y llegar hasta el fondo o abandonar esta cuestión. Es lo que creo.

–No puedo avanzar y asegurarme, porque de todas maneras no haré nada al respecto.

–¿Por qué? ¿Acaso es un tema económico? Puedo ayudarte –ofreció. María Dolores no trabajaba y, quizá, esa podía ser la razón. No tenía medios para enfrentar la vida sola.

–No. No es eso, aunque dependo económicamente de él. Es mi otra dependencia, la peor, la afectiva. Lo amo y soy capaz de aguantar todo con tal de estar a su lado.

–Pero últimamente él tiene un modo de hacer las cosas que te lastima. Eso está a la vista. También es claro que no “aguantas todo”. Lloras, lo sigues, estás fuera de eje todo el tiempo.

–Ya sé –respondió aceptando que era cierto.

–Pero… ¿supones que sostiene una doble vida, o crees que es un engaño aislado? –preguntó para verificar el nivel de negación de su amiga. Tenía llave, no era ocasional.

–Prefiero no pensar eso –contestó evadiendo la realidad–. No cambia nada.

–Yo creo que no es lo mismo. Todo está mal, pero no es lo mismo –insistió. No salía de su asombro. ¿Manuel era un “Latin Lover” después de todo? No era posible.

–No quiero saber eso. No voy a dejarlo. Ni siquiera voy a decirle que sé que algo ocurre –respondió.

Gina no podía entenderla, pero aceptaba sus motivos. Francisco nunca la había engañado. El respeto por la relación había estado siempre primero. Manuel era muy parecido. ¿Qué había ocurrido para que cambiara así? No parecía capaz de ser infiel, pero durante el último tiempo, todas sus conductas indicaban que tenía una amante. Después del relato de esa noche, no le quedaban dudas. No había excusas para mentir y entrar con llave en esa casa. Buscó la mejor manera de aconsejarla sin herirla.

–Dolo, no sé si me estás pidiendo opinión o solo quieres mi hombro para llorar… pero creo que ya es tiempo de que tomes una decisión –comenzó a decir–. Yo no te juzgo si prefieres ignorar la verdad, pero sí me atrevo a decirte que no puedes seguir así. Si eliges ser la esposa que mira vidrieras, hazlo, pero no lo sigas. No llores. No intentes confirmar cosas respecto de las cuales sabes que no harás nada. No dejes tu vida en el camino. Eso es completamente insano.

–No puedo. Estoy pendiente de él y cuanto más segura estoy de que tiene una amante, más me obsesiono y hago cosas sin sentido, como hoy cuando lo seguí. Me aferro a él y hago lo que sea para que no me deje.

–¿Y tu terapia?

–Evidentemente no está funcionando. Es que cuando vuelve, me seduce, me trata tan bien, me dice cosas divinas y por momentos creo que me imagino todo. Nunca digo una palabra ni cuestiono su conducta. Nada. Es lo que no pasa para mí. Vivo una mentira, lo sé, pero prefiero eso antes que la verdad –se puso de pie y se dirigió al baño–. Ya regreso –agregó.

Gina estaba indignada. No podía imaginar su rol de seductor y no entendía cómo podía tener una amante. La vida era absurda a veces. Pensaba en que esa relación tóxica la tenía atrapada, cuando de repente escuchó un ruido. Fue hacia el baño y entonces su respiración se aceleró. María Dolores se había caído al piso. Intentó auxiliarla. Algo terrible sucedía. Era peso muerto. Sus brazos colgaban inertes y apenas pudo sentarla con la espalda contra la pared. La miraba con desesperación, como si quisiera tener control sobre sí misma y no pudiera.

–¡Dolo! ¡Háblame, por favor! Contéstame –suplicaba.

Su amiga intentaba modular palabras, pero ningún sonido salía de su boca.

El corazón de Gina latía a un ritmo desconcertante. Corrió a buscar su celular. Regresó a su lado y llamó al servicio de ambulancias sosteniendo la mano de su amiga.

–Por favor, mi amiga, se cayó. No puede hablar…

–Señora, tranquilícese. ¿Está consciente?

–Sí, pero no puede hablarme, ni domina su cuerpo. Solo me mira. Por favor, apúrense –dijo y dio su dirección.

–Una unidad va en camino ya mismo. Es un código rojo. Indíqueme cómo sigue el cuadro –pidió.

–Igual.

El tiempo parecía eterno. ¿Acaso era un accidente cardiovascular? No era posible. Eso dejaba secuelas y había afectado su habla. Se les caían las lágrimas a ambas. Nunca soltó su mano. ¿Y si sus palabras habían provocado ese ataque? Tenía su misma edad. ¿Qué hacer frente a los umbrales del principio del fin? En ese instante, sintió que todo su mundo era una pequeña e insignificante partícula de un universo que le mostraba lo importante de la peor manera. Si era un ACV, Gina preferiría morir si estuviera en su lugar. Alejó esa idea de asumir la situación como si fuera personal.

La ambulancia no llegaba. Volvió a llamar.

–Por favor, he llamado hace rato ya y ¡nadie viene a ayudar a mi amiga!

–¿De qué domicilio me habla? –interrogó la telefonista.

–Es un código rojo. Usted lo dijo. ¿Qué pasa que no vienen? –reclamó luego de repetir sus datos.

–Señora, pasaron solo cinco minutos desde su llamada. Están en camino.

¿Cinco minutos? La unidad de medida del tiempo era su desesperación y para ella había pasado no menos de una eternidad.

De pronto su perro ladró y dio la alerta. Los médicos entraron, examinaron a María Dolores y le dijeron que debían trasladarla a la clínica. Ingresaron una camilla. Ella corrió todos los muebles para facilitar los movimientos y reaccionó recién en la guardia, cuando escuchó decir a unos de los médicos “Posible ACV”.

Entonces, llamó a Manuel. Él no atendió.

Estaba sola en la sala de espera. La noche marcaba el ritmo diferente de la clínica. Solo pensaba en el poder de la fatalidad. En un instante todo podía cambiar, derrumbarse. El destino simplemente podía empujarnos de la montaña rusa de la vida. Y en ese momento, durante la caída libre, quizá era demasiado tarde para aferrarse a lo que siempre había estado allí y no se le había dado importancia. ¿Por qué María Dolores no elegía ser feliz? Del modo que fuera, tal vez, no importaba ya. Era posible que el golpe de revés que le había dado la vida para hacerla reaccionar, hubiera provocado más efecto que ese. Le pedía a Dios que no fuera así. ¿Valía Manuel su salud? ¿Justificaba ese matrimonio o cualquier otro, resignar la felicidad por una relación que solo le quitaba poco a poco sus oportunidades?

Sumida en esos pensamientos, completamente acongojada, confirmó que su decisión era la correcta. Había logrado priorizarse. La vida le demostraba que ese era el camino que debía seguir, y lo que le pasaba a su amiga era el fatal atajo de los que eligen perpetuarse en el estrés y los conformismos.

Finalmente, un médico salió y la hizo pasar. Le dio el parte. Habían pasado unas horas.

–¿Es usted familiar?

–No. Soy su amiga. Estaba en mi casa. ¿Qué sucedió? ¿Cómo está?

–Tuvo un AIT.

–¿Qué es eso?

–Un accidente isquémico transitorio. Por unos instantes no llega oxígeno al cerebro y en este caso afectó su habla. Hemos realizado una resonancia y una tomografía. No hay lesiones cerebrales y responde bien a los exámenes neurológicos. Este accidente vascular se resuelve y no deja secuelas. Por eso, ya puede hablar normalmente.

–¿Cuál es la causa?

–Pueden ser múltiples. Pero claramente, el estrés y la vida sedentaria complican estos cuadros. Considero que ha sido una señal de alerta. Tendrá que ordenar sus prioridades y mejorar su calidad de vida. Quizá hacer terapia.

Luego de esa conversación con el médico, pudo verla. María Dolores estaba acongojada y ausente. Entrada la madrugada le dieron el alta con diferentes recomendaciones. Gina quiso llevarla a su casa, pero ella prefirió regresar a la suya. Lo primero que le preguntó fue si le había avisado a Manuel. El episodio aparentemente la colocaba en el centro de atención y eso la alegraba. Gina sintió furia, pero no podía interponerse entre su amiga y su equivocada posición, más allá de todo lo dicho. Prefirió ser testigo pasivo de su error. No era el momento de profundizar la cuestión para ninguna de las dos.

Manuel se comunicó cuando todo había terminado. Puso la infantil excusa de no haber escuchado el celular en medio de la charla con sus amigos. En la clínica, pidió que los médicos le informaran directamente su estado y le agradeció a Gina todo lo que había hecho. A los ojos del mundo era un esposo encantador y preocupado. María Dolores la miró y la abrazó en silencio. Segundos después, susurró un “gracias, te quiero” sincero y devastador. Era lo que no se dice. Ninguna palabra encubierta o código de amigas. No hubo señal que le indicara a Gina que algo había cambiado. No podía entenderla. Se iba con la causa de todos sus problemas.

Un minuto, quizá menos, podía ser la fracción de tiempo en que actuaba el destino para demostrar que era capaz de mutilar cualquier vida. No siempre era posible revertir las consecuencias de ese fatídico minuto pero, a veces, podía ocurrir. Sin necesidad de un episodio tan tremendo como el que vivió su amiga, Gina había logrado esa oportunidad y procuraba que la vida cobrara otro significado. Había cambiado el eje de principal atención. Pero María Dolores no era capaz de entender lo sucedido. Su despedida señalaba su decisión. Lamentó prever que la vida sería más difícil para ella, siempre inundada de dudas y ausencia. Hubiera querido que su amiga comprendiera el hecho de que no se es dueño de la vida y por eso, hay que honrar la posibilidad de vivirla mientras se pueda. Si algo le había dejado ese fatal AIT, además de aprender un concepto médico que desconocía, era esa reflexión.

Volvió a su casa nerviosa y agotada. La maleta a medio armar parecía tener un cartel luminoso que decía “soy tu mejor opción”. Pensó que las personas se van mucho antes de irse, lo hacen en el momento en que desean estar en otro lugar. Ese era su caso, probablemente también el de Manuel, pero no el de María Dolores. Sintió pena por ella. Miró su celular. No había mensajes en el grupo de la familia.

No se dio cuenta en qué momento se durmió en su cama junto a su gata Chloé que la acompañaba.

capítulo 4

Isabella

Mamá, ¿qué es rendirse?

No lo sé, hija. Nosotras somos mujeres.

Anónimo

Para Gina, no existía una tarea más exhaustiva que ser madre. No sabía en qué lugar mágico encontraba fuerzas para soportar el dolor que no podía evitarles a sus hijos. Todos esos años había sido capaz de resistir las preocupaciones, hasta la agonía física, mostrando una sonrisa y dándoles tranquilidad. Pero ya eran grandes. Cada uno transitaba el camino que había elegido. Los tiempos de enseñarles a andar en bicicleta habían sido reemplazados por la búsqueda de comprensión para apoyar sus decisiones adultas.

Las épocas de guardias pediátricas, fiestas escolares, clubes, traslados, rezar cuando salían, dormir solo cuando regresaban, lavar equipos y uniformes cada noche, cocinar, recibir amigos, ir a recitales, bajar fiebres, levantar ánimos y callar para respetar sus espacios adolescentes, todo eso había quedado atrás. En su lugar, una especie de heroína con un gran sentido de la oportunidad para hablar la había convertido en ese ser amado al que se recurría cuando los vientos soplaban fuerte, la vida golpeaba duro o se ansiaba la seguridad del abrazo de aquella madre que todo lo podía en la infancia.

Los roles cambiaban. Gina sabía mucho de eso. Sus hijos, Isabella, de veinticuatro, Andrés, de veintitrés, y Diego, de veintiuno, ya no dependían de ella ni de Francisco.

Parte de su búsqueda interior se relacionaba con ese hecho inevitable que conlleva esa intensa afirmación común: “Mis hijos son grandes”. Y lo eran, pero igual se preocupaba. Debía proponerse no involucrarse en sus temas más de lo necesario o de inmediato comenzaban a ocupar toda su atención, y no debía ser así. Pero como a toda madre de varios hijos, había uno que la preocupaba más que los demás. Para Gina, esa era su amada Isabella.

Al día siguiente, la alarma del reloj despertó a Gina a las seis de la mañana, como siempre. Estaba aturdida, como si lo ocurrido la noche anterior hubiera sido una pesadilla. Se había dormido vestida. Su gata comenzó a estirar su cuerpo para desperezarse. Era hermoso ver la armonía de sus movimientos. La tomó en sus brazos y la besó como cada día. Le faltó el saludo de Francisco en ese ritual doméstico. Lo echó de menos, pero prefirió no pensar en eso.

Se duchó y bajó a desayunar. Cuando vio los muebles corridos de lugar, todo el episodio regresó a ella como una sombra angustiante. Pensó en llamar a María Dolores para ver cómo estaba, pero era muy temprano. Le mandó un WhatsApp a Manuel: “Hola. ¿Cómo pasó la noche?”.

“Muy bien. Gracias por todo, otra vez. No te preocupes, me quedaré con ella todo el día”, le contestó de inmediato.

Eso no ayudaba para que su amiga reaccionara, pero no quiso gastar energías en eso, no por egoísmo sino por inutilidad. Sabía perfectamente cuando algo era en vano y ese era un caso. Conocía muy bien a María Dolores, no iba a dejarlo. Al menos, no por el momento.

Acomodó los muebles, se preparó un café y lo bebía cuando Isabella la llamó, nuevamente. Atendió enseguida, con todo lo de la noche anterior había olvidado devolverle la llamada.

–Hola, mi amor. ¿Cómo estás?

–Triste.

–¿Qué pasó ahora?

–Estoy angustiada y no sé qué hacer. Siento que Luciano no me entiende.

–Bella –así solía llamarla–, te casaste con él hace un año. Tienes veinticuatro. Eres profesional, tienes un trabajo que te gusta. ¿Por qué estás en un lugar donde no eres feliz?

–Soy feliz –retrucó de manera automática–. Él es bueno –lo defendió.

–Acabas de decirme que estás triste. Y yo no digo que sea malo. Solo digo que si lo piensas, son más los días que estás mal que los que no. Eso no debería ocurrir a tan poco tiempo de matrimonio. ¿Por qué sientes que no te entiende?

–Quiere tener hijos.

–Bueno. Eso es parte de los sueños de una familia. No me parece mal, salvo que tú no quieras.

–Sí, quiero.

–Entonces... ¿cuál es el problema, Bella? –a veces había que preguntarle de mil modos las cosas para que hablara. Daba vueltas en torno a lo que le molestaba, pero no lo decía enseguida.

–Es que me parece que le molesta que trabaje en la revista.

–Eres periodista. Trabajas en un gran lugar. No entiendo por qué le molesta y qué tiene que ver eso con el proyecto familiar.

–Supongo que encontró la manera de camuflar sus celos. No me lo dice directamente, pero creo que es así. No le gusta que yo me relacione con otras personas. Quiere que deje de trabajar cuando tengamos hijos.

–Eso es grave…

–No sé, mamá, estoy confundida.

Gina se debatía entre ser clara y contundente o ser más comprensiva. Sabía que su hija hacía esfuerzos por disimular su angustia y suponía que había cosas que no le contaba. No podía entender por qué razón no le ponía límites a Luciano. ¿Acaso su rol en las últimas horas era ver cómo otras mujeres se postergaban justo cuando ella había decidido no hacerlo más? Todas parecían señales que la impulsaban a seguir. Sin embargo, era su hija. Le rompía el corazón no poder hacer más que contenerla y aconsejarla, pero así era.

En determinado momento los hijos crecían. El futuro de los suyos había dejado de pertenecerle. Isabella ya no era pequeña, había una línea invisible que separaba sus decisiones de la posibilidad de opinar abiertamente sobre ellas. Sin embargo, ser madre implicaba jamás descansar. Gina era una respetuosa guardiana de su vida adulta. Le dolía, pero no podía ayudarla demasiado. Había situaciones en las que era necesario dejar que el tiempo hiciera su trabajo. Siempre lo hacía. Procuró encontrar las palabras justas y darle un consejo adecuado.

–Isabella, sabes bien que eso no tiene sentido. No tiene por qué estar celoso y no deberías permitir que manipule tu trabajo con algo tan serio y lindo como es el proyecto de ser padres. Tienes que hablar con él.

–No se puede.

–Inténtalo. Que comprenda que son dos temas diferentes. No se excluyen entre sí. Hoy en día ser madre de ningún modo implica dejar de lado lo profesional.

–Cambia las cosas y parece que lo que yo digo no es así, sino que se convierte en lo que él sostiene.

–No entiendo. Sé más clara.

–Yo le digo que soy feliz en mi trabajo y que no quiero dejarlo. Él me dice que la felicidad es la familia que formamos, que quiere hijos y que le gustaría que yo sea quien los cuide. Cuando le pregunto si me está pidiendo que deje de trabajar en la revista me responde que no, que él me respeta como profesional. ¿Entonces?

–Es confuso lo que dice. Solo me gustaría aconsejarte que en este contexto no te apresures a quedar embarazada.

–Ese es el problema, mamá.

–¿Cuál?

–Tengo un atraso. Solo una noche no nos cuidamos. Le dije, pero bueno… Ya está hecho y ahora tengo miedo.

Gina sintió un escalofrío. Un matrimonio que no funcionara era una cosa, pero un bebé en camino con un esposo que quería anular su vida profesional, era otra. Se le ocurrían mil cosas para decir, pero ganó la madre que llevaba dentro y pensar en su hija fue lo primero.

–Bella, quédate tranquila. Un atraso no es un embarazo. No necesariamente. Estás muy nerviosa y angustiada, esa puede ser la causa.

–Pero ¿y si estoy, mamá?

–Si estás tendrás que hablar con él y por supuesto, pensar muy bien qué quieres para tu vida. Yo estaré apoyándote sea cual sea tu decisión.

Gina nunca había considerado el aborto como una posibilidad en ningún caso. No porque su familia fuera católica sino por sus propias convicciones. Una vida era una gran responsabilidad y nadie debía tener el poder de terminar con ella.

¿Capito?

–Te amo –su hija sonrió.

–Y yo, a ti.

–¿Qué le pasaba a María Dolores? –preguntó cambiando de tema.

–Problemas que no sabe cómo enfrentar –comenzó a decir.

Luego le contó el episodio del AIT de María Dolores, y su hija quedó consternada.

–Mami, viaja y cuídate mucho. Me moriría si algo así te pasara.

–Nadie lo sabe, hija. Por eso insisto en que debes ser feliz. Todos debemos.

Se sintió diferente al darse cuenta de que había hablado con su hija mayor y había sido capaz de vencer los lazos que la ataban a ella. Había sostenido su decisión de irse, aunque Bella pudiera necesitarla. Era como si estuviera frente a nueva versión de sí misma. ¿Era egoísta? Quizá sí. Pero luego de analizarlo, se sintió satisfecha. Se había postergado el tiempo suficiente. Recién a los cuarenta y cinco años estaba logrando ser lo primero en su vida.

A veces, no hay obstáculos; hay actitudes. No hay desamor; sino respeto por los espacios propios. No hay mala intención; hay que permitir que los demás sean protagonistas. No hay ausencia; hay cambios.

A veces, no hay laberintos; hay llaves. Y Gina creía haber encontrado la suya.

Lo importante era que para todos siempre habría una nueva oportunidad.