Índice de contenido
Portada
Portadilla
Leyenda
Legales
Dedicatoria
Nota
La señora del "A"
El encuentro
Una imprudencia
Un 30 de abril
Tulumpa
A las cinco de la tarde
El cuarto poder
Mario Cruz
Howard Smith
Arnaude
El viejo Swan
La confitería del Ambassador
Don Jacinto Cruz
Zaida Said
Patagonia del Señor
El embajador
El Amado
El mapa
Elecciones
El movimiento
Volver
El arca
La última palabra
El plan
La llamada
Juicio político
Patagonia. Una epopeya
Doscientos ochenta millones
Los Croce
Un mensaje de madrugada
La moda
El viejo Bonifacio
Una marca indeleble
Los gobernadores
Misiles
La Patagonia no se rinde
Poderes
Los días previos
La espera
Un 25 de Mayo
Por la ventana
Marino
La foto
Independencia
Itamaraty
Buenos Aires
Ainó Gatap
Maestra impiadosa
Sobre el autor
Índice

Daniel Sorín

Plan Patagonia

E-Book

ISBN 978-987-86-1929-3


© 2019, Al Fondo a la Derecha Ediciones.

José Cubas 3471 (C1419), Buenos Aires, Argentina.

www.alfondoaladerecha.com.ar

© 2019, Daniel Sorin.

www.danielsorin.com


Diseño de tapa e interior: Al Fondo a la Derecha

Imagen de tapa: Néstor Crovetto

www.nestorcrovetto.com.ar


Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Para Valeria, por su dulce tenacidad.

La señora del “A”

Todos los humanos son prisioneros de su tiempo, pero todos, alguna vez, deciden cómo serlo. En el torbellino del desorden, sean bellos o contrahechos, inteligentes o tontos, hablen el idioma de Cervantes o el del pirata Morgan, la lengua Arawak o la de los misteriosos selk’nam, todos, no importa su condición, tienen en sus vidas un día decisivo. Un día en el que los sí y los no que pronuncien determinarán su futuro de manera inexorable.

El destino, esa cárcel en donde transcurren nuestros dramas, quizá no esté construido por manos humanas; pero la aspereza de las paredes de cada celda está pintada del inmaterial color de la imaginación y la voluntad de cada uno. Allí reside, para bien o para mal, nuestra exigua libertad.

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A la diez de la mañana, Juan Balcarce se aprestaba a salir de su departamento; una hora después debía ver a un abogado que representaba los intereses de una empresa extranjera. El sujeto era amigo de un amigo del esposo de su hermana mayor, quien, escaso de palabras como era, solo le había dicho que posiblemente ese hombre tuviese algo para él.

—Te espera a las once en punto —le dijo y no le había aclarado nada más.

Su mano estaba a punto de bajar el picaporte cuando escuchó que afuera se cerraba una puerta. Espió por la mirilla y comprobó que la señora del “A” estaba en el pasillo esperando el ascensor; pudo observar que el cuerpo de su vecina —ya de por sí abultado— se había transformado, gracias al impiadoso trabajo de la lente, en una esfera. Aguardó que se fuera, pero súbitamente la señora hizo un gesto ampuloso, casi grotesco: se golpeó la frente con la palma de la mano, como si se hubiera olvidado de algo y, desandando sus pasos, entró nuevamente a su madriguera.

Balcarce comenzó el día decisivo de su vida con esta insignificancia, cotidiana menudencia que produjo la demora necesaria para provocar posteriores encuentros y desencuentros.

Esperó impaciente que apareciera otra vez la generosa anatomía de su vecina, pero nada. Pensó abrir la puerta, lo alentó para ello el ronco murmullo del motor del ascensor y los ruidos del cubículo subiendo; caviló que si corría rápidamente podría subirse al aparato antes de una nueva aparición de la señora del “A”, evitando así sus molestos comentarios. Pero cuando su mano por fin iba a bajar el picaporte escuchó, para su completo estupor, como el Otis pasaba totalmente despreocupado por su piso. No se atrevió a salir. Lo único que le faltaba esa mañana era verse atribulado de preguntas bochornosas y sabias sugerencias.

“Es una buena mujer”, le había dicho su madre (o acaso ocurrió al revés, y fue la vecina la que así había aludido a la autora de sus días). Cerró los ojos mientras mantenía la frente apoyada en la puerta y la conciencia sumergida en un húmedo sopor.

Son tal para cual, pensó.

No, no debía verla. ¡Bajo ninguna circunstancia!

Fue hacia el equipo de música y puso los Rolling Stones, bien fuerte, la vecina (igual que su madre) no podía soportarlos.

¿Y si viene a quejarse?

“Juan, querido, poné esa música más bajo que me rompe la cabeza”, le diría la señora del “A” apenas él abriese la puerta.

Podía imaginar el humilde pedido acompañado por una mirada hambrienta que indagaría el estado de su departamento. Y el discurso ulterior sobre las bondades del orden y el aseo. La señora del “A” solo se iría después de comprobar que el hijo de Amanda no tenía visitas. Ambas llamaban “visitas” a las compañías femeninas; las masculinas eran simplemente “amigos”, dicho con el mismo tono despectivo con el que dirían “vagos”.

Parado nuevamente frente a la puerta, con miedo de salir y encontrarse con lo que no debía, pensó en la desquiciada suerte que había tenido en alquilar un departamento en el mismo edificio y, lo que era aún más grave, en el mismo piso que esa vieja amiga de su madre. ¡Con los departamentos que había para alquilar!

Volvió sobre sus pasos y apagó el equipo antes de que se hubieran escuchado las primeras notas.

Mejor no pongo nada, pensó. Y mejor no hago ruido, como si no estuviese. Así no viene a preguntarme, “¿cómo está tu mamá, Juancito?” —se dijo hablando solo.

Se sintió estúpido y encendió un cigarrillo, acto reflejo que hacía cada vez que se sentía estúpido o le atraía una mujer. Atontado por la confusión, no escuchó el teléfono; solo cuando atendió el contestador, tomó conciencia de la llamada. Era su madre.

—Otra vez esta máquina. ¿Juan, cómo estás?

Se sirvió los restos tibios de café del reciente desayuno y escuchó sin levantar el auricular.

—¿Tenés alguna novedad, querido?

Era una suerte no haber contestado, no tener que pronunciar las palabras que lo atormentaban: “no, no tengo ninguna novedad”.

La noticia que esperaba Amanda Cao, y por la cual preguntaba todos los días sin falta, hiciese frío o calor, con lluvia o sol radiante, era si el tercero de sus cinco hijos había conseguido trabajo. Pero tal noticia nunca se concretaba y Juan, que hubo conocido mejores tiempos, hacía dos años que estaba desocupado. Y eso no era todo. Hacía seis meses que no pagaba las expensas comunes y tres, que no abonaba el alquiler. Todo lo cual, de haberlo sabido, habría sido terrible para quien, como la señora Amanda Cao de Balcarce, jamás se retrasó ni siquiera un solo día en el pago de los impuestos. Tampoco sabía doña Amanda que ese día Juan consumiría los últimos billetes de sus antiguos ahorros.

Un día en que la realidad se había impuesto a su ánimo de común estable, Juan le había confesado a su madre que se estaba quedando sin fondos.

—Ay, Juan, ¡qué mal, anda todo! ¡No sabés la cantidad de gente que está sin trabajo!

Iba a decirle que mal de muchos, consuelo de tontos —o alguna estupidez por el estilo, sabiendo que su madre era muy afecta a las bíblicas sentencias del gran Perogrullo— pero ella, como de costumbre, se adelantó:

—Hay gente a la que le va peor, jefes de familia, muchachos con hijos. ¡Menos mal que vos no tenés hijos, Juan!

No le preocupaba tener hijos, y mucho menos no tenerlos, pero a su madre sí. Ella se había casado con su padre cuando tenía veinte años y él veintidós. Después de un tiempo de búsqueda, había hecho un raid de partos, separados entre sí por dos años exactamente. De manera que, a su edad, don Bartolomé, ya había completado toda una familia.

Juan sabía muy bien lo que quería decir “menos mal que vos no tenés hijos”. Su madre no le mostraba a modo de consuelo el lado positivo de las cosas, ni siquiera le sugería la dudosa fortuna que significaba que se podía estar peor. Lo que quería decir la señora era que no había servido ni siquiera para darle un nieto. ¡Y ya tenía treinta años!

—Escuchame vieja, ya tenés nueve, para qué querés otro —le había contestado una vez que estaba con ánimo menos alicaído.

—¿Cómo para qué quiero otro?

—Sí, ¿para qué carajo querés otro?

Esa vez su madre dejó de llamarlo por dos semanas, mientras le decía a nueras y yernos que el tercero de sus hijos era un verdadero guarango.

—No sé a quién salió. A mí no, y tampoco a su padre —se apresuraba a aclarar—, que el bueno de Bartolomé jamás levantó la voz en esta casa y mucho menos para decir palabrotas.

Por fin, Juan pudo oír claramente que doña Dora, tal el nombre de la esférica vecina y entrañable amiga de su señora madre, abría y cerraba la puerta de su departamento, caminaba por el pasillo, llamaba al ascensor y se perdía, llevada por el bueno de Otis.

Respiró aliviado. Estaba libre, ya podía irse.

El encuentro

Quiso el destino, la fatalidad o la fortuna que, de tanto esperar que se fuera doña Dora, llegase tarde a la entrevista. La secretaria le informó lo que él ya sabía: el escrupuloso profesional ahora estaba ocupado y no podría atenderlo durante el transcurso del día.

—Siéntese, ya me fijo cuándo puede venir —le dijo con una de sus peores caras la agria recepcionista.

Juan levantó la vista, pero se quedó de pie delante del escritorio, sin moverse, atraído por un afiche que colgaba de la pared, detrás de la mujer. La lámina anunciaba una corrida de toros en algún lugar de España; en ella, un hábil torero estaba a punto de clavarle dos afilados aceros al animal.

—Puede sentarse.

Prestó atención a la mirada feroz del toro que pasaba apenas a centímetros de la cintura de su verdugo.

—Joven...

Le pareció que el torero, en puntas de pie, iba a moverse de un momento a otro.

—Siéntese por favor.

Al fin Juan se dio vuelta. Pero, para sorpresa de la mujer, en vez de ir como puntual penitente hacia alguna de las dos sillas desocupadas, caminó hacia la puerta y, tras abrirla, desapareció sin pronunciar palabra.

Balcarce bajó por la calle Montevideo, apenas había doblado por Corrientes, vio que un inmenso corpachón venía hacia él con los brazos abiertos. El hombre tenía una amplia sonrisa detrás la barba y repetía su nombre en voz tan alta que casi era un grito.

—No me recordás. ¿A que no sabés quién soy?

En ese primer instante no lo supo, pero pronto una imagen vino a su conciencia.

Entraron en un bar.

El corpachón se llamaba Basilio Costas, había sido veinte años antes compañero suyo en la escuela General San Martín de la ciudad de Neuquén. Cuando Juan dio el primer sorbo al café se dio cuenta de que ya casi había olvidado aquella ciudad y tuvo un súbito estremecimiento, no por recordar las inmensas y frías tierras donde el viento nunca se cansa, sino por la repentina sospecha de que algo importante había perdido.

Delante no estaba el niño que frecuentó, pero tampoco un absoluto desconocido. Fue por eso, o quizás porque ese día el alma le pesaba de inusual manera, que habló. Además, Basilio le dijo que a la mañana siguiente retornaba a Neuquén. Esa afirmación, evidencia de que posiblemente nunca más volvería a verlo, lo alentó a poner sus angustias sobre la mesa. Habló de los trabajos que había tenido, de la infructuosa búsqueda de uno nuevo, de sus estudios abandonados, de un amor perdido, de la reprobación de su madre y hasta de la molesta vecina entrometida.

No era habitual que Juan comentase ni éxitos ni fracasos. Allí, sentado en la mesa de un café con un viejo y desconocido amigo, tuvo la vívida conciencia de la angustia que le comía las entrañas.

Basilio, pasado el primer momento de euforia, lo miraba con la serenidad de los habitantes de aquellas inabarcables mesetas. No decía nada, solo lo escuchaba con atención. Media hora después miró el reloj y descubrió que tenía que irse.

—Me parece que tengo algo para vos, algo que puede solucionar tus dificultades.

Sacó la billetera, llamó al mozo y pagó.

—O meterte en un buen problema, pero ahora no puedo decirte nada.

Se dieron la mano después de quedar en verse a la noche en la casa de Juan.

—A las diez.

—A las diez en punto.

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Esa noche Basilio Costas le dijo a Juan Balcarce a qué se dedicaba, el manso corpachón era dirigente sindical. En ese mismo momento, su gremio tramaba lo que él llamó un "movimiento de resistencia".

—Vamos a ir contra el aumento de las tarifas —le dijo—. Producimos petróleo, pero miles de familias no pueden calentar sus casas. ¿Recordás el invierno de allá?

Juan no sabía qué tenía que ver todo eso con él, pero sí recordaba cómo era el invierno en la Patagonia. Basilio se acercó y casi en voz baja le susurró:

—Vamos a cortar las seis rutas más importantes de la provincia dentro de cuarenta y cinco días —dijo en voz baja e hizo un breve silencio—. Pero nos cuesta organizarnos porque ni los mails ni los teléfonos son seguros.

Juan lo miraba sin hacer gesto alguno mientras se preguntaba si estaba delante de un paranoico.

—Necesitamos un correo, alguien confiable e inteligente.

Las miradas se encontraron.

—Quizás te interese. Te damos un auto y una buena coartada.

Juan sintió que la angustia se retiraba de sus entrañas.

La coartada era simple y fácilmente demostrable: la representación de una distribuidora de productos de limpieza, llevaría folletos, facturas y muestras de una docena de productos.

—Nosotros te pagamos la nafta y te damos unos pesos con los que podés vivir sin lujos, pero tenés que vender para que nadie sospeche y lo que vendas también es para vos.

Juan Balcarce escuchó sin decir palabra, sin pensar, sin juzgar ni tramar.

—Lo que pasás es información, nada más. Nosotros no usamos fierros ni estamos en nada raro. Lo único que te pido es que me contestes a este teléfono —le extendió un papelito— antes de las ocho de la mañana.

Juan miró el papel que sostenía con su mano derecha.

—Si decís que te consiga el disco de los Beatles quiere decir que aceptás, y si me decís que no tenés la revista que te pedí es que no te interesa y ambos nos olvidamos, como si no hubiésemos hablado de nada.

Basilio se levantó, tomó su saco, se lo puso, pero antes de irse recordó algo:

—En un bar a unas cuadras de aquí me está esperando una compañera que necesito dejar en algún lugar seguro, ¿se puede quedar aquí? No te va a molestar, es una chica muy callada, es la primera vez que viene a Buenos Aires y está atemorizada.

Tan sorprendido estaba Juan por la propuesta que dijo que sí sin darse cuenta.

—En media hora viene. Chau Juan, espero tu llamado... ah, a la piba no le digas nada de lo que hablamos.

Y se fue.

Juan se sirvió un whisky y salió al balcón; la noche estaba fresca y sin luna. Recordó el cielo de Neuquén y el que tenía delante le pareció desteñido; pensó en las películas de espías, en Casablanca y El halcón maltés, y recordó un filme italiano de Marcello Mastroiani. A la media hora exacta, sonó el timbre.

—¿Quién es?

—Beatriz —dijo la voz.

—Adelante —y apretó el botón.

Envuelto en sus cavilaciones no la había imaginado antes de abrir la puerta, pero de haberlo hecho la sorpresa hubiera sido la misma. Beatriz era como una gota de rocío sobre una hoja de limonero.

—¿Qué tomás?

—Nada, gracias.

Juan no pudo dejar de mirar aquellos ojos negros.

—¿Café te parece bien? —dijo, mientas iba a la cocina y encendía nerviosamente un cigarrillo.

Esa noche no pudo conciliar el sueño hasta las cinco de la mañana y cuando se despertó ya había pasado media hora de las ocho. Discó el número, pero no contestó nadie. Insistió una y otra vez hasta que, casi a las nueve, una voz le informó que el señor Costas se había retirado.

—Lo vinieron a buscar y se fue hace una hora.

Al rato se despertó Beatriz y él, como buen anfitrión, le preparó el desayuno. Hablaron de animales y de pequeños alumnos; la chica era maestra en un pueblito perdido entre las estribaciones de la cordillera. En otra oportunidad hubiera intentado aprovechar esos minutos para tener alguna excusa para mandarle una carta, pero los nervios le comían el estómago: se le había metido en la cabeza que Basilio podía estar preso.

Sonó el timbre del portero eléctrico.

—¿Quién es?

—Basilio.

Abrió.

—Es Basilio —le dijo aliviado a Beatriz.

—Ah, qué bien. ¿Viene solo?

No lo había pensado: tal vez la policía lo detuvo y... En esos pensamientos andaba cuando el Otis paró en su piso; segundos después abría, ansioso, la puerta de su departamento: el corpachón estaba solo.

—Perdoname Juan, tuve que irme antes y no pude esperar tu llamado.

Beatriz se acercó con su pequeño bolso dispuesta a despedirse.

—¿Qué resolviste? —le preguntó Basilio antes de partir.

Una imprudencia

Diez días después del impensado encuentro entre Juan y Basilio, la Coordinadora de Gremios Combativos y el Frente Piquetero Neuquino presentaron un petitorio al gobierno en el que pedían, con tono tan firme que valía como exigencia, una rebaja de las tarifas de los servicios públicos del setenta por ciento. Al final decía: “Nación y pueblo son inseparables; una nación sin pueblo no es más que la mentira de los explotadores”.

El único medio que levantó la información fue el diario El Sur. “Reclamo por tarifas”, fue el breve título. La escueta nota se completaba con un recuadro donde se analizaba el deterioro del salario durante el último año.

Fuera de esas líneas, nada se habló. Los medios tradicionales omitieron el petitorio, lo que ya estaba previsto por sus autores. Pero el viernes de esa semana ocurrió algo inesperado. Tomás Sanmartino, un inquieto periodista de la Radio Nahuel Huapi, después de una noche de sana juerga, concurrió a la conferencia de prensa del ministro de Servicios Públicos habiendo olvidado en la casa de su ocasional amante las preguntas que le había preparado el día anterior el gerente de noticias de la emisora. Privado de ellas, en vez de permanecer callado, prefirió lanzarse a la creación periodística. Micrófono en mano, le preguntó al ministro sobre el petitorio sindical del cual su emisora nada había dicho hasta ese momento.

La contestación del funcionario fue desconcertante.

Se dijo posteriormente que el doctor Mario Cruz estaba esa mañana, como el joven periodista Sanmartino, bajo los efectos desinhibitorios de un alcohol nocturno; también se formuló que tuvo un inusual e inoportuno rapto de sinceridad. Podemos dudar por igual de ambas afirmaciones.

—El reclamo es enteramente justo, aunque un tanto desmedido —respondió el ministro.

Repreguntado aclaró:

—A la hora de problemas excepcionales las soluciones no pueden ser ordinarias. Si bien la rebaja pedida suena exagerada, algo habrá que hacer para evitar males mucho mayores que los números en rojo.

Semejante declaración tuvo mejor destino que el pedido sindical que las originó y ningún medio las pudo pasar por alto.

A la tarde noche de ese día, un alto ejecutivo de una petrolera afincada en la provincia se anotició de la singular declaración durante una reunión financiera. Quienes estuvieron presentes dejaron correr el rumor de que después de proferir un grueso insulto, que tenía como destinataria a la señora madre del ministro, para entonces ya fallecida, levantó el auricular del teléfono y mantuvo una corta pero interesante comunicación.

El gobernador de la provincia, Edelmiro Castillo, tomó conocimiento del traspié lingüístico de su colaborador apenas este lo hubo tenido. Primero pensó que a Marito se le había ido la mano, aunque no le dio al hecho mayor importancia. Pero hacia las tres de la tarde comenzó a darse cuenta de la repercusión de las palabras de su amigo. Llamó entonces al subsecretario de Medios y le preguntó si la policía había detenido al violador de prostitutas y si el presidente había muerto de un síncope.

—¿Cómo dice, doctor? —el humor del gobernador era incomprensible para el subsecretario.

—A ver si inventa algo rápido, esto no puede ser tapa de los diarios de mañana.

Cuando el subsecretario se fue del despacho, el gobernador le dijo a su secretario privado:

—A Marito hay que decirle que las que van para afuera no las meta adentro.

Metáfora referida a los arqueros que su secretario privado, ajeno por completo al cosmos futbolero, no entendió, lo que no le impidió apuntar con entusiasmo:

—Eso mismo digo yo, doctor.

Pero fue recién cuando atardecía que el gobernador tuvo acabada conciencia de las consecuencias de la desafortunada intervención de Marito. La toma de conciencia ocurrió cuando le pasaron una llamada telefónica; del otro lado de la línea, una voz con el inconfundible acento que otorga el poder, apenas ocultando su enojo, colocó los puntos sobre las íes.

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Juan Balcarce llegó en el primer vuelo de la mañana, se paró en el medio del hall del aeropuerto y esperó. A los pocos minutos se le acercó un hombre de abultado abdomen que le dijo que tenía en el estacionamiento su automóvil para llevarlo al centro de la ciudad. Durante el viaje Juan le preguntó por Basilio, pero el chofer no pareció conocer a nadie con ese nombre; cuando llegaron a destino el hombre le extendió un sobre. Ya abajo del vehículo, Juan lo abrió; adentro había un disco de los Beatles. Sonrió.

Quince minutos pasadas las diez de la mañana, Juan Balcarce entraba a un lujoso edificio. Cuando en el quinto piso se abrieron las puertas del ascensor, pudo leer en grandes letras doradas: Distribuidora Los Andes.

En ese mismo momento, el gobernador entraba en la amplia sala contigua a su despacho y daba comienzo la reunión de gabinete. Su secretario privado comenzó con la lectura de los puntos a tratar, pero fue interrumpido por el gobernador Castillo quien, mirando hacia la ventana y sin énfasis alguno, preguntó:

—Escuchame Mario ¿vos sos boludo o te pasaste a la oposición?

—Ni una cosa ni la otra, Edelmiro.

Los dos hombres se conocían desde hacía años y hasta ese momento habían labrado una cálida amistad. El gobernador giró la cabeza y, mirándolo a los ojos, le dijo a su ministro:

—Si lo tuyo fue una repentina imprudencia quiero que digas que no quisiste decir lo que dijiste, que te sacaron de contexto o cualquier cosa por el estilo. Pero si estás tramando algo a mis espaldas, quiero tu renuncia de inmediato.

Hubo en la sala un silencio denso que podía cortarse con el filo de un cuchillo. Después de unos interminables segundos, el doctor Mario Cruz dijo con tono firme:

—Puede, señor gobernador, contar con mi más absoluta fidelidad.

Algunos suspiraron aliviados, otros tosieron desencantados.

—Hoy mismo tendrá sobre su escritorio mi renuncia —dijo el ministro, y sin esperar respuesta abandonó la reunión.

Un 30 de abril

El jueves siguiente a la renuncia del ministro Cruz, la Consultora Alfa entregó en la secretaría privada del gobernador tres informes; las carpetas estuvieron allí hasta el viernes por la tarde en que fueron giradas al despacho del gobernador.

La recepcionista las tuvo entre sus manos minutos antes de la seis de la tarde. Contenta porque el mandatario hacía media hora había dejado la provincia para dirigirse a Buenos Aires —donde ese fin de semana había un importante cónclave político—, la joven estaba ilusionada con un fin de semana sin molestos llamados de funcionarios del gobernador. Iba a completar el trámite de recepción de los informes incluyéndolos debidamente en el archivo “entradas” cuando sonó el teléfono.

—Gobernación.

—María, Gustavo y Sebastián pasan por mi casa a las siete.

—¡No llego!, es imposible.

—Vamos nena, ¡es tu oportunidad!

Apretada por el tiempo decidió irse rápidamente, volvió a su computadora, confundida por lo apremiante de su situación, pasó por alto la advertencia del programa que, antes de cerrarse, le decía que “entradas” se había modificado y le preguntaba si quería guardar los cambios.

Ese pequeño error administrativo del todo involuntario hizo que, pese a que los informes se estacionaron en la bandeja que llevaba el cartelito “A-C”, no fueran asentados en el documento correspondiente del todopoderoso Excel. Para completar esta rara fatalidad, la jovencita contrajo ese fin de semana una pasajera enfermedad bronquial que la obligó a ausentarse de sus funciones toda la siguiente semana. Y solo ella, teniendo a la vista la bandeja “A-C”, hubiera podido corregir su lamentable error.

Ignorantes en las oficinas del gobernador de tan raro acontecimiento, nadie reclamó los informes hasta que la situación pasó a mayores.

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La Coordinadora de Gremios Combativos no había movilizado hasta ese momento más que a unos cientos de trabajadores. Basilio Costas había ganado las últimas elecciones de su gremio —que nucleaba a una parte de los estatales provinciales— por la acción combinada de dos factores: la desunión de la lista oficialista y el uso que hicieron sus seguidores de su imagen, o mejor dicho de su no imagen.

Como nunca había integrado la conducción del gremio, Costas era poco conocido por las bases. Debía perder, pero fue justamente esa lejanía del poder lo decidió su triunfo: era ajeno a cualquier trapisonda, tenía las manos limpias y sus amigos no dudaron en exhibirlas.

El Frente Piquetero Neuquino, por su parte, fuera de las villamiserias era aún menos conocido que Costas. Sus cortes de ruta, si bien no estaban carentes de violencia, llamaban poco la atención pública. El Frente nunca había sido en realidad un frente, sino la simple unión de tres organizaciones barriales que, al fusionarse, formaron un único ente con tres asentamientos geográficos diferentes. Este hecho venía desconcertando a la policía desde hacía dos años; los custodios del orden nunca sabían de qué sucia villamiseria saldrían esos indios a quemar neumáticos, batir bombos e impedir que los ciudadanos transitaran libremente. El Frente estaba integrado por desocupados de familias numerosas, de piel oscura e inocultable ascendencia mapuche. Por lo general hablaban poco y habían sido reiteradamente acusados de exigir extorsivos peajes a los automovilistas durante las horas nocturnas.

Se ha dicho con razón que, si ambas organizaciones hubieran sido mejor conocidas por el gobierno, este no se habría sorprendido por los acontecimientos. Es cierto. Tan cierto como nada casual que las autoridades no repararan en ellos. Sus espías estaban ocupados con otros actores.

Veamos. Días antes se había firmado el Acuerdo Social Neuquino que, de tener éxito, desembocaría en la reelección del gobernador Castillo. Los hombres del gobernador hacían animosos esfuerzos por juntar el número necesario de diputados para promulgar cierta ley que mejoraría las ganancias de las compañías petroleras. A cambio de ello, estas garantizarían un millonario apoyo a su reelección.

Mientras tanto, sus rivales en el mismo partido de gobierno ponían iguales energías, aunque en el sentido contrario, para que la ley no se aprobara.

De manera que unos y otros seguían muy atentamente la actividad de los partidos de oposición porque estos, siendo minoritarios y sin esperanzas de acceder a la gobernación, decidían la lucha interna de la mayoría.

Fieles devotos del poder, los hombres del gobernador estuvieron empeñados en el seguimiento de las elucubraciones opositoras. De ellos dependía su futuro y las ganancias petroleras. Ocupados en tales devaneos, no prestaron atención ni a los desocupados organizados en el Frente ni al barbudo e ignoto Basilio Costas.

Tampoco los medios periodísticos repararon en ellos hasta que, treinta y cinco días después de aquella mañana en la que Juan Balcarce se vio impedido de salir de su departamento por la molesta presencia de una esférica vecina, el Frente Piquetero Neuquino y la Coordinadora de Gremios Combativos llamaron a un paro con movilización y cortes de ruta para el martes 30 de abril. Tozudos, volvían a pedir una rebaja del setenta por ciento en los servicios públicos, pedido al que ahora sumaban un aumento del treinta por ciento en los sueldos estatales y la implementación de un subsidio para los desocupados equivalente a medio salario mínimo. Todo lo cual estaba fuera de los límites de la voluntad y la imaginación del gobierno del doctor Castillo.

Preguntado por el cronista Sanmartino, que no dejaba de seguirle los pasos, el exministro Mario Cruz dijo que la confrontación era inevitable y volvió a señalar que el pedido obrero era exagerado, pero “básicamente justo”.

—Las ganancias de las empresas son fundamentales porque son ellas las que generan riquezas, riquezas que pueden después ser distribuidas. Pero incluso reconociendo esto, incluso dejando claramente expresado el respeto a la propiedad privada que tienen nuestras leyes, aun teniendo en cuenta todo eso —dijo—, este militante de la causa nacional sostiene que antes está la vida.

El periodista iba a retirar el micrófono para hacerle una nueva pregunta cuando el doctor Cruz lo retuvo con su mano.

—Permítame, estimado Sanmartino.

El exministro estaba en vena y hablaba como si delante tuviese a miles de partidarios exultantes.

—Ceder al justo reclamo no es debilidad, sino sabiduría —hizo un breve silencio—. No dude, señor gobernador, en avanzar por el camino que lleva a la justicia social, porque solo ella garantiza la paz social.

Ya porque las empresas petroleras presionaron, ya porque la situación podía poner en peligro su ansiada reelección, quizá porque los airados reclamos obreros —especialmente los de los violentos piqueteros— no podían ser aceptados por su conciencia, o porque las palabras de su exministro y amigo sonaron en sus oídos como un virtual desafío, acaso por todas estas razones juntas, el gobernador Edelmiro Castillo contestó que, en su provincia y en su gobierno, lo primero y lo segundo era la ley.

—Reconozco que algunos sectores de la población están pasando por grandes penurias, pero de esta situación debemos salir todos juntos por la puerta de la ley, porque la otra puerta nos lleva al vacío y a la disolución social —expresó ante cámaras de televisión y micrófonos radiales—. No es impidiendo que los ciudadanos circulen por las rutas como conseguirán algunos torcer el brazo de este gobernador.

En un comunicado posterior se hizo referencia a los logros del gobierno y a que este mantendría “la paz social y el derecho de los ciudadanos aplicando todo el peso de la ley”. No conforme con estas afirmaciones el gobernador Castillo le ordenó a su vocero que dejase en claro que, teniendo el Estado el monopolio de la fuerza, la ejercería “con responsabilidad, pero con total decisión”.

El ministro de Economía, Emilio Lombrosso, aseguró a los postres de una comida empresarial que el gobierno mantendría con firmeza sus objetivos fiscales.

—No nos apartaremos de nuestra política, aunque vengan degollando miles de indios en malón.

Lamentablemente para el ministro este último párrafo fue lo único que levantaron los medios, lo que motivó la airada protesta de una federación de cooperativas mapuches, de dos organismos de defensa de los derechos humanos y de tres agrupaciones indigenistas.

Tulumpa

El domingo 28 de abril, Juan Balcarce llegó a una pequeña población de la cual no daban noticias los mapas ruteros; tan pequeño era el poblado que solamente tenía media docena de construcciones de adobe. Su nombre era solo conocido a través de la lengua oral que, tan cargada de atajos e imprecisiones, llamaba al caserío Tulumpa o Chozas Negras o Teniente Primero Agustín Paraíso, que sobre su identidad existían estas tres versiones diferentes.

Balcarce arribó cuando el sol comenzaba su declive detrás de la inmensa cordillera. Bajó del auto y estiró las piernas. Vino a recibirlo un can amistoso de pelaje indefinido que olió sus botas y que, tras levantar su pata derecha, mientras él oteaba el panorama, marcó el calzado del forastero como parte de su territorio.

Tocó bocina, encendió un cigarrillo y esperó. Al tiempo apareció una niña de unos cuatro años, de bellísimos y achinados ojos negros; tenía los pies descalzos, lucía un vestido blanco, con dos florcitas bordadas del lado del corazón, un vestidito hermoso e impecablemente limpio.

—Señor, dice mi pa que enseguidita viene.

Media hora después hacía su aparición un hombre de unos cincuenta años, delgado en extremo, que le extendió la diestra y lo invitó a pasar a su casa.

—¿Cómo anduvo el viaje?

—Bien, cansador, pero bien, don Amaro.

Los ojos de Juan tardaron en acostumbrarse a la oscuridad del ambiente.

—No, yo no soy don Amaro. Él está llegando; se tardará todavía unas horitas.

El hombre se llamaba Ramón Cura y habitaba desde siempre esa casa ausente de toda riqueza: sin piso de material ni ventanas, y donde nada dividía comedor, cocina y gallinero. El hombre vio cierto destello de sorpresa en la mirada de Juan, no le dolió ni se sintió ofendido ni le preocupó, solo dijo al pasar y sin motivo aparente, mientras acercaba la mejor silla que disponía para que el visitante se sentase:

—¡Así es la cosa!

Hablaron de la ciudad de Neuquén, de Buenos Aires, de la cordillera y de los cóndores, mientras la niña seguía atentamente la conversación. Tomaron unos amargos cebados por una mujer joven que permaneció callada; tenía una mirada que, sin parecer perdida, no terminaba de estar presente. A Juan le atrajo esa ambigüedad. Baja, de piel oscura y manos labradas por el trabajo, tenía los cabellos negros de los mapuches sin mezcla y los músculos firmes de la juventud. Parecía —calculó— tener unos veinticinco años. No atinaba a acertar si era la hija o la mujer de don Ramón, hasta que la criatura la llamó mamá.

Cuando ya estaba completamente oscuro, don Ramón encendió un sol de noche y le dijo en tono de disculpas:

—Sabrá usted entender, don Juan, hace tres inviernos el generador dejó de funcionar y nunca pude arreglarlo.

—No se preocupe, don Ramón, así está perfecto.