La hora de la verdad. La batalla del 5 de mayo
Victor Hugo Flores
(2013)

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El 5 de mayo de 1862, en el cerro de Loreto y Guadalupe, Puebla, se libró una de las batallas más encarnizadas en la historia de México. El enfrentamiento entre las tropas de Napoleón III, emperador del Segundo Imperio Francés, y las del Ejército al mando del general Ignacio Zaragoza, encargadas de resguardar el gobierno de Benito Juárez, era completamente desigual. Pero ese día se escribió una historia distinta en México: se forjaron héroes y fue la hora de la verdad
4 de mayo, Puebla

Mauricio camina por la calle estrecha, de fuertes muros, donde se levantan árboles frondosos. Las hojas cuelgan, rozándole cabeza y hombros.

Viste el uniforme de oficial bajo la capa. Si lo detiene una patrulla liberal, lo arrestará, con firmeza y respeto a su grado, para conducirlo al cuartel, donde lo recibirá el paredón, pues Mauricio no mentirá sobre sus intenciones y sabe que Zaragoza no tiene tolerancia con personas como él.

Al lado de los franceses, combatirá a mexicanos, pero el sacro fin justifica la acción.

Llega a la puerta trasera de la residencia de Eloísa. Arriesgando la vida, desea verla antes de abandonar la ciudad para, a caballo, rodear tanto como pueda, evitando las patrullas liberales en el radio de Puebla. Un cochero de la casa materna, en la caballeriza, le informó, mientras quitaba riendas, que los fuegos del campamento francés arden en Amozoc.

Mauricio no tiene nada pendiente. Por la tarde se despidió de su tío abuelo, recibiéndole las cartas. Cuando las tropas francesas entren en Puebla, con Mauricio entre ellas, el buen tío comprenderá sus propósitos y los aprobará.

También se ha despedido de su madre. Le reveló su plan en el salón de té a oscuras, pues esta noche no hubo velada. La luz de la luna apenas se filtraba por las amplias cortinas, posando su brillo sobre la mesa de centro.

Mauricio le tomó una mano, le explicó su idea de ir con los franceses para combatir con ellos en nombre del emperador destinado a salvar al país de los juaristas y de sus ideas de anarquía blasfema.

Su madre, emocionada, lo besó en la frente y le dio la medalla de un santo para la batalla. Al final, un abrazo y la aseveración de estar orgullosa de él.

Un caballo espera a Mauricio a las afueras de la ciudad, cuidado por un criado; éste deberá esperar pese al riesgo de ser visto con un corcel, cuando se han requisado muchos.

Mauricio tiene una última despedida. También, promesas por hacer.

Entre los árboles de ramas colgantes, llenas de hojas verdes, mira el número de la calle en la puerta trasera, pintada de azul sobre un óvalo de talavera blanca.

Hoy, simplemente, desea despedirse. No piensa que deban ser despedidas definitivas, pero sí adioses de tiempos viejos, con la esperanza de tiempos mejores.

Excepto luces en las puertas, la calle está como boca de lobo, pero nadie escapa a la expectativa en el aire, excepto los recalcitrantes, dignificados en su ignorar los sucesos.

Mauricio piensa: en esa hora, las consideraciones personales no deben tener cabida; sin embargo, no le importa, ha pensado en un discurso, escrito una carta, lleva una flor bajo la capa. Ha escrito sus palabras al cabo de muchos intentos, recorrido las callejuelas para llegar a esa puerta pensando en despedirse de Eloísa, oír sus palabras, aunque sean parcas, y prometerle volver con ella.

Llama discretamente.

Los primeros momentos son de espera; sin embargo, poco a poco se inserta en su ánimo una leve zozobra. Llama de nuevo. Nada.

La espera, al prolongarse, se convierte en certeza, primero incrédula, después en paulatina congoja y en la confirmación del temor.

“No abrirá”, piensa Mauricio.

Desde la calle empedrada observa la ventana.

El dibujo de curvas y vueltas de la reja tiene los asideros vacíos para las macetas. La ventana tiene echados los postigos, pero por las ranuras escapa el amarillo del quinqué.

“Si me matan, no te enterarás de nada.”

Eloísa está ahí.

“¿ Por qué no abre ?” Mauricio no ve que, tras esa ventana cerrada, en la habitación de Eloísa, la candileja encendida descansa sobre la mesilla de madera, junto a la mecedora de mimbre. En ella, una mujer silenciosa, inmóvil, áspera, peinada hacia atrás, con el cabello tenso, vestida de largo ropaje negro, escucha al viento, sin sentirlo, como tampoco humedad alguna invade sus ojos, vacíos por la pena.

¿ Llorar? Nunca. Con la espalda rígida observa la penumbra del cuarto, donde se cuela el frío por las hendijas de la ventana. Encuentra un color en el aire: gris.

Excepto por el aura cálida emanada del quinqué, el cuarto es gris. El frío opaco se unta a sus paredes. Inexpresiva, Eloísa no llora. No puede, no debe, no lo desea. No se lo permite. El recuerdo de su esposo perdido aquella noche, el golpe de la vida llegada con la lección de la muerte, ha sido una herida imposible de cerrar; tampoco puede cerrarla quien llama a su puerta por tercera vez; no quien ha compartido su intimidad, para dar así una bofetada al mundo que le dijeron existía, sin existir.

Ha perdido a quien ella amaba. Perder a quien la ama sería demasiado. La sola amenaza de sufrir de nuevo cierra su alma por completo. Eloísa no desea sufrir. La inflama una ira soterrada. Es una bella Furia. Una Medusa de terciopelo. Una Némesis de caricias y de relámpagos sin luz.

“Tocar mi cuerpo, sí. Tocar mi alma, nunca”.

Eloísa no solamente está separada del calor y del ámbar por el frío donde ha cobijado su alma; tampoco una cerradura la aleja de quien llama a su puerta: está separada de la vida por la blanca puerta del limbo, abierta a un tiempo sin verbos, de cerraduras cuyas llaves vuelan en el viento, dejando por siempre dormida a la princesa. Conforme el tiempo pase, Eloísa endurecerá más sus facciones y dará a su mirada un aire de soberbia distante; una invisible fuente de dolor permanecerá brotando de su corazón. Nadie lo sabrá, si no se le acerca.

No lo sabrá quien toca a su puerta, pues la busca. Por buscarla, ella lo apartará más.

Mauricio está a punto de llamar por quinta vez, pero se detiene. Sonríe discretamente.

“¡No le interesa!”, se dice, y la triste interpretación le da un poco de alivio, por su claridad. Alivio que hace más cristalino el río de su amargura.

“Todo esto me importa a mí, solo. Yo veo todo, soy yo quien siente todo. ¿Qué le puedo reprochar? No por amarla, ella ha de amarme.”

Aun así, mira por la acera moteada de árboles frondosos, respira el cálido viento, con la misma sonrisa.

“La noche es hermosa.” En esa noche —lo siente con fuerza—, ella y él podrían estar.

Y, sin embargo, ella no desea nada de eso. No con él.

“Hoy, cuando podría ser la última oportunidad, verdaderamente la última de todas para decir si me amas, es justamente la noche que desechas.”

Mira de nuevo la ventana. Es la misma de todos los días, pero no entiende su vacío.

“No era yo, no fui nunca yo”, piensa, mirando los cristales negados, “quien habría de despertar eso en ti. Yo lo pensé todo, lo imaginé todo”.

Considera introducir la carta por el buzón de la puerta. No. Él ha de tener dignidad.

—Tu peor error —dice a la ventana— es tu miedo de sentir. El capitán se aleja. Quienes lo ven, tienen la impresión de verlo rodeado por un aire lúgubre, resignado y, también, como a quien se ha quitado un peso.

Lanza la flor a la entrada de una iglesia.

Sale de Puebla a galope, buscando al Ejército francés.

4 de mayo, Amozoc

El conde de Lorencez sostiene una última reunión en la madrugada. Él y su Estado Mayor desdeñan las sugerencias de sus colegas militares mexicanos, conservadores, de atacar Puebla por el Este. Almonte no es tomado en cuenta y, además, sufre la humillación de ser tratado como lacayo y nada como algo parecido al presidente de la República que imagina ser.

Lorencez lo tiene claro: Puebla, la mejor estación de paso para alcanzar Ciudad de México, es la llave del país. La elevación de terreno que el Ejército Expedicionario Francés tiene como punto dominante de Puebla —el cerro de Loreto y Guadalupe— es la clave del triunfo.

4 de mayo, iglesia de Los Remedios

El templo en lo alto de una colina, a las afueras de la ciudad, casi donde la línea del frente gira en ángulo recto, se ha convertido en el cuartel de mando del general Zaragoza.

Zaragoza permanece en vela.

Acaba de leer el telegrama enviado por el general Miguel Blanco, ministro sustituto del anterior general, que tuvo estacionados en la capital a soldados guanajuatenses que se necesitaban en Puebla:

C. General Ignacio Zaragoza

Salen hoy mil hombres, bien armados, municionados y de la mejor calidad que tenemos. Pernoctarán hoy en Ayotla, mañana en Texme-lucan y el 6 estarán en Puebla.

Blanco

En realidad, los refuerzos llegarán el 7... Olvídese el arribo salvador en el último momento; más todavía, Zaragoza deduce, por los movimientos franceses, que no podrá atacarlos el día 6, sino que él será atacado, mañana, día 5, esto es, “en diez horas, cuando mucho”. Los franceses se mueven más rápido que los contrincantes nacionales.

Ya ha comunicado al ministro de la Guerra su percepción de la inminencia del combate. Le da confianza sobre la moral de la tropa.

Zaragoza enfoca los binoculares hacia su izquierda, a unos cuarenta y cinco grados, observando, no oyendo, el trabajo sin parar que da silueta a los Fuertes, separados por una zanja casi terminada. Los cuerpos diminutos se ajetrean con palas y picos conseguidos en Puebla y sus alrededores; resuenan rítmicamente en manos de los ingenieros militares que refuerzan, a marchas forzadas, el cerro de Loreto y Guadalupe, además de la ciudad.

La batalla será mañana. El general está preparado para moverse desde los Fuertes a la plaza; aun así, de atacarse los Fuertes, es muy probable que los franceses no vayan a Loreto: se expondrían al fuego artillero desde Guadalupe, más letal, pues hay mayor tramo para alcanzar Loreto desde las actuales posiciones francesas. Loreto les queda detrás de Guadalupe.

El movimiento febril impuesto por el general Zaragoza se acrecienta.

—Caballeros —indica, convocando a los oficiales de su Cuartel Maestre a la mesa donde está el mapa de situación.

Da órdenes precisas sobre movimientos, posiciones, asignación de artillería.

Algunos oficiales de órdenes asienten y todos escuchan; Zaragoza indica que ochocientos hombres permanecerán en Puebla y el cerro se cubrirá con mil hombres, dejando a 3 550 en batalla.

Ordena ocupen sus posiciones las tropas de los coroneles Antonio Alvarez, Félix Díaz, Germán Contreras y las del mayor Casimiro Ramírez.

El orden queda:

• Flanco izquierdo: cerro de Loreto y Guadalupe, con fuerzas del general Miguel Negrete, al frente de la Segunda División de Infantería

• Centro: generales Berriozábal y Lamadrid, con las tropas del Estado de México y de San Luis Potosí.

• Flanco derecho: tropas de Oaxaca, al mando del general Porfirio Díaz.

• Artillería en fortines y en el perímetro interior de Puebla, al mando del general Santiago Tapia, debido a la posibilidad de un ataque desde el Este.

Sus oficiales saludan y salen a transmitir las directrices. Los acontecimientos se van a precipitar.

5 de mayo, Puebla

Una sacudida brusca lo hace abrir los ojos a las tres de la madrugada. Se incorpora cuando se alejan las botas de quien lo despertó. Ésta es la hora habitual de Felipe para levantarse. Al ponerse en pie, identifica los movimientos: pisadas, ruido de correajes, mochilas, tintineo de metales; respira el polvo y escucha cascos de caballos.

Su escaso entrenamiento ha finalizado: consistió en marcha, reconocimiento de órdenes, a moverse en formación y uso de la bayoneta, aunque ninguno recibió una. Alguien le ha dicho que los artilleros la tienen peor, pues han debido ceder pistolas y fusiles a los muchachos de las trincheras, confiando la defensa personal a sus propios cañones.

Felipe se carga a la espalda la cobija hecha rollo, el fusil, se pone el sombrero de paja, el gran cuchillo machete, y se forma en línea, sencillamente imitando a los otros.

Voces de mando. Los caballos resoplan nubes de vapor, mientras sus jinetes montan y salen de la explanada a galope.

Dejan el cuartel, marchando. El frío despierta a todos. Felipe es el número tres en la fila, entre los mismos cinco milicianos de anoche.

Mira por la acera empedrada, en la vía oscura entre casas, cuya blancura apenas las rescata de la penumbra: tiritando, confía que Rosario no esté afuera con ese frío; pero de todos modos, desearía verla.

Dos viejos de cejas espesas, canas, y dos mujeres en chal los ven partir desde un balcón. ¿Será Rosario una de ellas? No, si lo fuera, su mujer ya le hubiera pegado un grito.

Felipe mira hacia delante, desistiendo de hallar a su esposa. La conoce desde que eran niños; la recuerda esa tarde, cuando corrieron de la caballería estadounidense. No había modo de saber que de esa carrera como niños asustados, cubiertos de polvo, saldrían este día, a esta hora.

No oye ruidos, pero intuye que en todas partes la gente se moviliza, a caballo, a pie, a la derecha, a la izquierda, enfrente, en las sombras. Felipe se ajusta el cotón que lo medio abriga y el sombrero que le sirve de casco, llevando el fusil al hombro.

El largo cuchillo golpetea contra su pierna derecha. El frío es hostil; se confunde con el frío en sus piernas, debido al nerviosismo; pero al mismo tiempo, la mordida helada lo aviva, le hace sentir en dirección a algo tan grande como el nacimiento o como la muerte.

Calles cercanas al cuartel, por donde no pasan, se alejan en la oscuridad, internándose en el futuro o en la nada.

El sonido de botas, zapatos y huaraches sobre el empedrado, aunque trata de ser rítmico, no acaba de sonar como si fuera de un contingente militar.

El movimiento del bloque donde Felipe va —ladrillo vivo, no una persona— posee un aire definitivo.

“Ay, Rosarito, me voy a la guerra y no te di otro beso”.

Los milicianos atraviesan Puebla y entran a una zona de árboles, cambiando el sonido de las pisadas contra el empedrado por el rasgar de la hierba fresca en los huaraches de cuero. No se ve más allá de la nuca de quien va delante. Las orillas de los pantalones de manta se mojan en las hierbas altas y empapan los pies en las sandalias.

Cruzan algunos árboles ralos. La oscuridad aumenta; las vaharadas de vapor semejan el paso de un tren lento.

El suelo cambia y se vuelve pedregoso, arcilloso. Felipe se concentra en el paso de la fila de milicianos. Excepto el suboficial que los encabeza, nadie lleva uniforme, sino las ropas de diario.

No ve las otras columnas, pero las escucha como susurro de arbustos en marcha pronta.

Las hojas crujen, la columna de milicianos aparta ramas.

El camino se eleva. Tiene curiosidad de confirmar, pero no lo necesita: están subiendo al cerro de Loreto y Guadalupe.

Ladrillera de Azcárate

Una hora antes, a las dos de la madrugada, el general Porfirio Díaz, con sus hombres, ha llegado al límite este de la ciudad, donde los caminos viejo y nuevo entran a Puebla. Cruza por la plazuela de San Román, hasta una fábrica y almacén de ladrillos. El teniente coronel Joaquín Rivero, llegado desde el cuartel de mando, lo ha conducido ahí después de comunicarle que el general Zaragoza le ordena posicionarse en la ladrillera y resistir el probable ataque francés, pero no debe entrar en combate, salvo en el caso expreso de ser atacado, y responder mediante orden expresa.

A la derecha de la posición del general Díaz se forma la Brigada del general Antonio Alvarez; a la izquierda del general Díaz se une la Brigada del general Berriozábal; a la izquierda de éste, el general Lamadrid. Estos jefes toman la formación que por iniciativa ha adoptado el general Díaz, quien previniendo el ataque, ubica a sus fuerzas con tiradores al frente, y detrás de ellos coloca a columnas paralelas por batallones. En el caso del general Díaz —las banderas bordadas se agitan en la noche— son el Batallón Morelos, Batallón Guerrero, Batallón Independencia y Lanceros de Oaxaca, más dos batallones nominales, pues entre los dos suman menos de cien hombres.

Felipe no ve eso, pues él acaba de subir la cuesta, muy a la izquierda de esa posición; tampoco ve al general Zaragoza llegar a caballo flanqueado por ayudantes y recorrer la línea. Empieza por la del general Díaz en la ladrillera, llamada de Azcárate, donde ordena la distribución de la artillería la cual llega a continuación; el general Zaragoza la sitúa por batallones, así como reordena a los tiradores para que formen un frente continuo, encabezado por el Batallón Rifleros de San Luis. Las órdenes de Zaragoza son precisas, claras, de comprensión inmediata, en un tono de voz austero, no desprovisto de amabilidad, pero firme, mostrando visión del terreno, contar con un plan sólido y tener enorme experiencia de batalla, así como audacia. Son las cuatro de la mañana cuando el general Zaragoza sube al cerro de Loreto y Guadalupe.

Fuerte de Guadalupe

Ambos Fuertes, tanto Loreto como Guadalupe, están terminados; poseen un muro circular, con defensa de cañones, más un foso circundante; la zanja une ambas fortificaciones.

Desde ahí se domina visualmente el valle. La pendiente del cerro es pronunciada. De los Fuertes, el terreno baja a la planicie que se extiende y se eleva en montañas, kilómetros allá. En línea recta de Guadalupe, está Amozoc. A las afueras de ese pueblo, en pequeñas manchas brillosas, arden las fogatas del Ejército francés.

Las fortificaciones son un alarde de esfuerzo, levantadas en un día y una noche. En el Fuerte de Guadalupe están formados los artilleros; a lo largo de la trinchera se ordenan batallones y las fuerzas del 6° de Puebla, donde está Felipe. Muchos son milicianos vestidos de paisano, otros son soldados vestidos con partes de uniforme y ropa común.

En posición de firmes, Felipe lo respira: es parte del Cuerpo del Ejército de Oriente. Está en medio de su formación. La bandera del Batallón ondea al inicio de la fila y eso le hace sentir pertenencia.

Al general Zaragoza no se le nota cansancio. Ha de haber trabajado toda la noche, pero habla con voz fuerte, montado en su caballo.

El General hace que las cosas sucedan. De no haber estado preparado para el combate, nada de esto se habría logrado. Están ahí gracias a su previsión y rapidez de respuesta, incluso contra las sugerencias de algunos de sus oficiales.

Lo que vaya a suceder, está en puertas. A Felipe le asombra cómo puede él presentir la batalla, si no ha estado nunca en una, pero el combate se huele en el aire: una tensión flotante, una proximidad del tamaño de un gigante, una apertura del horizonte, una agitación en resoplido de corceles.

Si es malo eso, a Zaragoza tampoco parece importarle. En vez de evitar la responsabilidad como su predecesor, quien se derrotó al vislumbrar el Leviatán en ciernes, se le percibe un gesto de concentración.

Al pie de los altos muros de Guadalupe —un baluarte con forma de puntas de flecha—, montado en su corcel, el general Zaragoza se dirige a la tropa, compuesta por veteranos de la Guerra de Reforma, soldados bisoños y novatos completos como Felipe, apenas unas horas antes instruidos en su básica formación militar en Puebla. El fresco de la madrugada los aviva.

—Soldados —afirma Zaragoza—: os habéis portado como héroes combatiendo por la Reforma; vuestros esfuerzos han sido coronados siempre del mejor éxito y, no una, sino infinidad de veces habéis hecho doblar la cerviz a vuestros adversarios. Loma Alta, Si-lao, Guadalajara, Calpulalpan, son nombres que habéis eternizado con vuestros triunfos. Hoy vais a pelear por un objeto sagrado: ¡vais a pelear por la Patria, y yo me prometo que en la presente jornada le conquistaréis un día de gloria!

Zaragoza es el intransigente de la Patria. Es el devoto de la Patria. Ese hombre ve un mundo más allá de la llanura. Nada hay en la mente y en el alma de este general de brigada que sobrepase a esa Patria, a la cual ama con fervor incondicional, supeditando todo a ella; su felicidad personal, en primer lugar.

Zaragoza no espera de nadie nada que él no se haya exigido.

Aunque la Patria que Zaragoza ama sea más bien algo en construcción que una realidad, en el alma del General, la idea está aterrizada. Es visible, palpable, respirable.

Hace cuarenta y dos años apenas, los cerros donde están y el país entero eran Nueva España. Los abuelos de los formados aquí nacieron durante el Virreinato. Algunos vieron a Miguel Hidalgo y a José María Morelos o hablaron un momento con Vicente Guerrero.

En contraste, el mundo por el que peleará el Ejército de Oriente es muy pequeño. El frágil ensueño de la República es un barco de papel en una tormenta, pues se asienta en una realidad inestable. La

República que hace no mucho estrenó su Himno Nacional, hoy se sacude bajo el tornado de poderes mayores; es una presa desgastada por derrocar a sus tiranos, enfrentar infinidad de asonadas, la derrota ante la Intervención Estadounidense hace apenas quince años, por una deficiencia crónica de dinero y estar asolada de enfermedades.

—Nuestros enemigos son los primeros soldados del mundo; ¡pero vosotros sois los primeros hijos de México y os quieren arrebatar vuestra Patria!

No es retórica, para estos hombres es la pura verdad: es el momento de decidir el tiempo, el presente, el futuro; saber si el pasado se reivindicará o se derrotará. En unas horas se verá si se es o no.

Y eso es todo. No hay otra oportunidad. No hay vuelta de hoja. Si los franceses derrotan al Ejército de Oriente, tendrán libre el camino a la capital. Aunque después recibieran un golpe importante —improbable, pues la mayor fuerza es la de Zaragoza—, el Imperio Francés cumplirá sus deseos. Avalado por el triunfo inicial, no únicamente Napoleón III verá demostrada su creencia de que México es un remedo de país donde no se necesita honrar la palabra. Estos “pobres indios” únicamente valen como terreno de la potencia que decida imponer su voluntad o su astucia. Un peón en el tablero del poder. Hoy, los franceses; mañana, el que quiera. La República morirá cuando apenas se consolidaba, se fragmentará en protectorados impuestos por potencias extranjeras. Su nacionalidad será destruida.

Aun a pesar de sus dudas y temores, porque los tiene, porque todavía el 28 de abril el general Zaragoza, en las Cumbres de Acultzingo, se preguntaba si no iban a morir todos, él se presenta decidido. Es la actitud del jefe de inspirar confianza, pero también es la certeza de haber trabajado, tomado medidas tácticas y la muestra real de su idealismo. En su barquito de papel se va a enfrentar a un Imperio y a un general avezado en el combate contra otros militares de carrera. La barca del otrora miliciano, del muchacho Ignacio que a los diecisiete años no pudo entrar al ejército, son los fortines; el mar es la llanura abrupta y su vela es la bandera de su Patria y el viento es su corazón romántico.

Felipe, en la formación, lo siente de nuevo: la Patria es lo que somos y nos identifica, lo que pisamos y respiramos, lo amado diariamente. La Patria es la familia, la tierra, el trabajo, la dignidad, el idioma. Zaragoza desenfunda la espada y rubrica sus palabras con firmeza:

—Soldados: leo en vuestra frente la victoria... fe y ¡viva la independencia nacional! ¡Viva la Patria!