Francisco Tario

La semana escarlata y otros relatos

Lectorum

Edición Digital


 

Prólogo de Guillermo Samperio

D.R Lectorum

La semana escarlata y otros relatos D.R Herederos de Francisco Tario, 2013

D.R Lectorum

D. R. Editorial Lectorum, S. A. de C. V., 2013 Batalla de Casa Blanca Manzana 147 A Lote 1621 Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección

C. P. 09310, México, D. F.

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L. D. Books, Inc.

Miami, Florida ldbooks@ldbooks.com

Primera edición: octubre de 2013

ISBN edición impresa: 978-607-457-338-1

D. R. Prólogo: Guillermo Samperio D. R. © Portada: Efraín Cinto

D. R. Ilustración de la portada: Julio Farell

Características tipográficas aseguradas conforme a la ley. Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización escrita del editor.

Indice

Prólogo

Tario, el corrosivo eterno

La semana escarlata

La noche del traje gris

El balcón

Asesinato en do sostenido mayor

La noche del féretro

Un inefable rumor

Ave María Purísima

La noche del perro

La noche de la gallina

Usted tiene la palabra

La noche del loco

Ortodoncia

Mi noche

La puerta en el muro

La noche de los cincuenta libros

La noche del hombre

Yo de amores qué sabía


 

Prólogo

Tario, el corrosivo eterno

por Guillermo Samperio

En la década de los cuarenta, en México, pocos escritores exploraron los terrenos de la imaginación fantástica. Sin embargo, Francisco Tario escribió libros de corte macabro y fantástico: La noche (1943), Aquí abajo (1943), Equinoccio (1946), Yo de amores qué sabía (1950), Breve diario de un amor perdido (1951), Acapulco en sueño (1951), Tapioca Inn (1952), La noche del féretro y otros cuentos de noche (1958) y Una violeta de más (1968).

La pesadilla es ante todo la sensación de terror. Su perfección, según Borges, implica dos elementos: malestares físicos de una persecución y horror de lo sobrenatural. En el primer libro de Tario, el ambiente nocturno, grotesco, disparatado, sensual, se acerca a la alucinación propia de lo maravilloso sombrío y al humor siniestro.

Tario revitaliza los castillos medievales. Cuando los revive, ama un pasado muerto: ama a la muerte que introduce fantasmas en el mundo de los vivos para que compartan el pan y la sal. Sin embargo, los espíritus saben mantener el difícil equilibro entre humor y terror; la balanza no se inclina a ninguno de los dos lados. Los objetos animados en los cuentos de Tario, como un ataúd o un barco con los fantasmas de Montague Rhodes James, se ubican en un ambiente siniestro; pero los diálogos chispeantes y las situaciones absurdas e irónicas, lejos de anular el terror, tocan aspectos profundos del inconsciente.

Para Esther Seligson, Equinoccio es un libro con una estructura de breviario —similar a la que emplea el filósofo rumano Cioran en Breviario de podredumbre—, formado por aforismos, prosas breves, anécdotas e imprecaciones. Según Seligson, Tario y Cioran se deleitaban con el idioma, poetas en la literatura y en la filosofía de forma respectiva. Curiosamente, los dos libros mencionados se editaron en 1946. Se hermanan incluso en su aversión hacia lo social. La única diferencia estriba en que Tario asumió en su realidad cotidiana el suicidio literario y la soledad, verdadera condición y única trascendencia, como observamos en el siguiente fragmento: “Tener fe es sostener una loca y desproporcionada lucha con las más descomunales y antojadizas fuerzas que nos rodean para obtener al cabo algo tan mísero, nebuloso e incierto como es la esperanza. Esperar que un día... ¿que un día qué?”.

En España se conoció Una violeta de más en la edición de Joaquín Mortiz. Según Julio Farell, hijo de Tario, éste siempre pensó que si hubiera escrito en inglés, en vez de haberlo hecho en español, habría obtenido mayor éxito. Su literatura es tan anglosajona que puede relacionarse con Borges, Cortázar, García Márquez y toda esa forma narrativa sin apenas precedentes en Hispanoamérica: la literatura fantástica, irreal o como quiera denominarse. “Era muy reservado en cuanto a su obra; cuando él estaba escribiendo un libro, se concentraba en eso. Mi padre nos daba a leer lo que escribía, pero nunca nos hizo saber lo que pensaba acerca de sus textos”.

En su juventud jugó futbol para el club Asturias en México; también le apasionaba la astronomía y era un estupendo pianista. Quienes lo conocieron en lo íntimo cuentan que, ya entrando en confianza, comenzaba a tocar piezas musicales, que ejecutaba de manera excepcional, acompañando a Pita Amor en sus recitales bohemios. Un hombre serio, reservado en la opinión pública y con la propia gente que lo frecuentaba. Además de que fue una de las primeras personas en rasurarse la cabeza y aceptar su calvicie, tomando en cuenta que en esa época no era común verlo.

Su aspereza equivalía a una armadura, a una protección de sus debilidades. Las personas tímidas se escudan en la tosquedad, la introspección o la violencia: Tario era una persona tímida. A las fiestas acudía un poco a la defensiva, pero una vez que congeniaba con alguien, se convertía en un gran conversador. “La casa que teníamos en la colonia Condesa era de esas que tenían un hall y arriba estaban las recámaras con un balcón que daba al interior; allí mi hermano y yo nos poníamos de chismosos, asomándonos a ver quién había venido a la fiesta: estaban Juan Soriano, Octavio Paz, Pita Amor, Carlos Fuentes, José Luis Martínez. Para nosotros eso era habitual; él invitaba a la casa a gente que le caía bien; a veces bajábamos y— como nunca nos lo prohibió, como otros padres— permanecíamos ahí hasta que por nuestra propia voluntad decidíamos retirarnos.”

Tario, describe Farell, abrevó en la rivera de dos literaturas: la rusa, con Gorky, Dostoievsky y Chejov —que es obviamente el padre del cuento—, y la anglosajona, con el teatro de Eugene

Ionesco y Strindberg —cuyo teatro del absurdo guardaba ciertas afinidades con la obra del mexicano—. Sentía una fascinación especial por James Joyce y Aldous Huxley: dicen que uno de los últimos libros que leyó fue Esas hojas estériles.

Su perfil terrorífico

Las pesadillas de Hoffmann fueron excepcionales en el romanticismo alemán, abocado a un pasado mítico y glorioso; las de Allan Poe resultaron únicas en el romanticismo estadounidense, enfocado a los pioneros que exploraban tierras salvajes. Los cuentos de ambos expresan experiencias propias del alcoholismo: el delinum tremens, la cruda moral, los papiros. Guy de Maupassant supuso una excepción en el romanticismo francés, encaminado a la desacralización de lo numinoso; escribió sus cuentos en un estado próximo a la locura, incluso en la locura misma. Los tres, escritores sin precedentes, revolucionaron el cuento de miedo en Europa y América. La obra de Francisco Tario obedece, como el caso de los poetas citados, a cuestiones más individuales que sociales o históricas. “El terror no proviene de Alemania, sino del alma”, sugería Allan Poe; “el horror no es francés; el horror proviene del alma”, apostilló Jean Arthur Rimbaud. Francisco Tario indagó en uno de los terrenos menos frecuentados en México durante los cuarenta: el miedo. Como Poe, Maupassant y Hoffmann, no necesitó precedentes. Sin embargo, como suele ocurrir en nuestro país, su literatura no tuvo continuadores ni se le ha otorgado todavía el lugar que merece en las letras mexicanas. En Tario podría encontrarse un verdadero precursor del llamado gótico mexicano —y también en Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas y el grupo de los Contemporáneos—; no en Manuel Acuña, como se ha pretendido.

Hay en la escritura de Tario, nos dice Seligson, una fluida y ágil capacidad de descripción, un exquisito dejo poético casi irónico en sus imágenes, un gusto acucioso por los detalles inusitados, mínimos, nimios en apariencia, pero que pueden retratar con intensidad a un personaje, una situación o un sentimiento. Una festiva conciencia de lo que de grotesco existe en la especie humana. Lo absurdo es grotesco, poéticamente grotesco, y Tario echó mano del absurdo en varios de sus cuentos. Mas debemos de apuntar que lo absurdo, en Tario como en otros grandes autores que durante el siglo pasado abrevaron en tal corriente estética, no es por necesidad lo incoherente o lo sin sentido. Al contrario, en el absurdo de Tario existe una lógica implacable, la cual sirve para desenmascar el vacío de una sociedad falta de valores. Y, por supuesto, Tario se sirve, como siempre, de ese absurdo para burlarse del lector por el simple y llano placer de poder hacerlo.

Dentro de los círculos literarios, a Francisco Tario se le acusó de ser un autor “poco nacionalista”, un autor “de difícil lectura”. Puede que sus detractores no estuvieran por completo equivocados al formular tamañas acusaciones. A Tario, al parecer, poco le importaba hablar de temas “nacionales” o “rurales” y, a pesar de esto, de vez en cuando se pueden encontrar atisbos de México en sus cuentos, sobre todo en los de su primera época. Como los grandes escritores, Tario se deshizo de sus circunstancias, las puso a un lado y se enfocó en retratar lo más universal que puede existir en la literatura: el alma humana. El terror en el alma humana. La comicidad del alma humana. ¿Qué más universal que ello puede haber?.

Su novela Tapioca Inn. Mansión para fantasmas es la primera y única en su tipo. Escrita antes del Pedro Páramo, de Juan Rulfo, que también es una historia de fantasmas, sólo que en la novela de Rulfo son entes que de pronto cobran vida de la nada y está roto el tiempo; en la de Tario hay un estructura lineal en la que los fantasmas están implícitos en la narrativa misma y los personajes parecieran estar llenos de vida y el humor fino característico del autor, enriqueciendo la novela. El mismo Tario alguna vez comentó que, aunque tuvo que reelaborarla varias veces, nunca estuvo satisfecho con el trabajo publicado de Tapioca Inn, que pudo haberlo hecho mejor.

La selección que a continuación se presenta es lo más representativo y aunque los cuentos de Tario casi por cuenta propia se acomodaban durante mi lectura, fue difícil dejar algunos fuera, pero el propio lector, tarde o temprano, lo descubrirá una vez que haya abierto esta antología selecta. Podría parecer un libro de la obscuridad por la naturaleza de los cuentos del autor, pero el propio lector descubrirá la poética, la luz y la belleza que guarda en muchos de sus relatos, así como el sentido del humor áspero que encumbra al escritor.

Los cuentos de Tario bordan en lo profundo, lo cual no significa que estén pensados para un público especializado. Igual pueden disfrutarlos un crítico literario que un estudiante de preparatoria. No hay mejor regalo de parte de un escritor para su público que una obra en la que el lector se vea confrontado con las letras, obligado a poner de su parte para un pleno disfrute del libro que se tiene entre las manos. Pocos autores en México reúnen tantas características como Francisco Tario, para formar parte indiscutible de los cánones literarios nacionales y, aun más, hispanoamericanos.

Puede que en vida Tario no buscase la fama literaria; jamás recibió un premio, una beca ni ninguna distinción por parte de alguna institución cultural mexicana. Pero es ya la hora de que las nuevas generaciones de lectores y, por consiguiente, el reconocimiento lleguen para, al fin, hacerle un poco más de justicia a una de las obras más innovadoras y deslumbrantes en toda la historia de las letras mexicanas.


 

La semana escarlata y otros relatos

La semana escarlata

Fue a mediados del mes de marzo, un sábado en la mañana —frío, nublado—, cuando apareció en la página editorial del principal diario de la ciudad el artículo que diera nombre y apellido a aquel misteriosísimo periodo de siete días que desató en la población el más grave estado de incertidumbre y alarma de que se tenía memoria. Negras, opulentas y funerarias letras de una pulgada de altura anunciaban al público que el bautizo se había verificado: “La Semana Escarlata”.

El pueblo, alentador sumiso de toda suerte de cataclismos, aceptó el patronímico con gusto y en cierto modo con orgullo. Todos los posibles infortunios, las conmociones de peso, las calamidades humanas deben ser presididas por títulos adecuados que correspondan en intensidad y fonética a la gravedad misma de la catástrofe. De este modo y, por deducciones muy lógicas, la víctima se siente reivindicada, enaltecida, justificada digamos, en su sangrante tortura.

“La Semana Escarlata” implicaba, pues, de hecho algo especialmente importante que expresaba a maravilla el terror e incertidumbre en que vivía la ciudad por aquellos días. Incluso, en el extranjero llamaría la atención el asunto. Y eso estaba bien, desde luego. Como que aligeraba la angustia, exhibiendo abierta la herida por donde una ciudad de noventa mil habitantes respiraba ahogadamente, con los dedos helados de frío.

Comerciantes y lecheros, abogados y amas de cría, plenipotenciarios y cadetes, agentes de Bolsa, verduleras, sintiéronse como por encanto transportados a un reino diferente y nebuloso donde la vida y la muerte, el viento y la lluvia, los pagarés y las flores ofrecían aspectos ignorados y misteriosos. Los rostros perdieron su habitual mueca de fastidio, ennobleciéndose con unas cuantas líneas de abstracción y recogimiento. Un silencio especial presidía las tertulias y aun los teatros. Una dignidad aristocrática caracterizaba a las escenas callejeras. Los más simples desahogos de la burguesía —el cobro de una factura, un accidente automóvilístico, una boda— ofrecían al espectador aguzado cierta dolorosa renuncia, un íntimo orgullo heroico, sumisión fatal al Destino. Haber sobrevivido a la trágica Semana Escarlata significaba de por sí ya un título. Haber sido comparsas de tamaño acontecimiento implicaba una superioridad manifiesta sobre el resto de los transeúntes del globo terráqueo.

El sábado anterior a aquel sábado nublado y frío, otro sábado sin nubes, azul y cálido, los periódicos llevaron a cada hogar de la ciudad en alarmantes titulares negras la zozobra de un tenebroso crimen cometido en las circunstancias más inexplicables. Cierto conocido profesionista, de reconocidas buenas costumbres, había sido hallado muerto sobre su lecho con una atroz puñalada en el costado izquierdo. Mas el hecho que inquietaba a la policía era el siguiente: tanto la ventana de su alcoba —un tercer piso— como la puerta del propio cuarto aparecían herméticamente cerradas por dentro. Se verificó el entierro, se iniciaron las pesquisas del caso y fueron varios sospechosos los detenidos. Mas no hubo tiempo para otros aspavientos.

A la mañana siguiente, en titulares todavía mayores: “Dama de nuestra mejor sociedad estrangulada proditoriamente en el interior de su automóvil. Será la autopsia la que revele los puntos obscuros que preocupan a la policía”. Y unas líneas más abajo: “Perfiles pasionales en el estrujante suceso”. Veinticuatro horas más tarde, sin embargo, la edición extra de la noche llamaba la atención sobre un nuevo desaguisado: “El tercer crimen consecutivo de la semana. Un niño de extracción humilde cobardemente sacrificado en los suburbios de la ciudad. Su cadáver es rescatado del río. La sociedad pide justicia”. El martes fue un día blanco, excepción hecha del fenomenal incendio que destruyó totalmente la fábrica de sillones dentales Sandoval y Cía. Agrio fue, en cambio el desayuno del miércoles: “Docena y media de perros callejeros recogidos a primera hora de la madrugada con los cráneos destrozados”. Y al sexto día: “Anciano evangelista muerto y enterrado en el jardín de su casa. El victimario, indudablemente un perturbado, deja al descubierto sobre la tierra la venerable y macabra calva del occiso. Ninguna huella”. Y por fin, el mismo día del editorial: “La célebre y prestigiada sastrería de Gómez Hnos. visitada por los cacos. Ochenta y cuatro trajes robados que aparecen más tarde colgados en un árbol en céntrica avenida”.

La voz popular se alzó a una, acusadora y enérgica contra la ineficacia de la policía. Hubo renuncias, promesas, atisbos de crisis política. Oficialmente se anunció a la población que sus habitantes hallábanse gráficamente a merced de un enajenado. El público aceptó el veredicto, mas nadie se sintió satisfecho.

Tan pronto caía el sol y las nocturnas sombras invadían el espacio, hombres, mujeres y niños se enclaustraban entre muros, permanecían al acecho de cualquier indicio y se pasaban la noche tiritando de frío. Se objeta, en tanto, que si como afirmaban los peritos tratábase indudablemente de mi perturbado mental, la propia perturbación de su mente lo impulsaría a cometer reiterados errores. ¿Cómo admitir, entonces, los testimonios policiales que denunciaban la invulnerabilidad del asesino? ¡Ningún error!, les respondían; ni el más leve rastro. Negras tinieblas, como la noche misma, envolvían a aquellos inexplicables excesos, realizados sin razón ni objeto por los cuatro puntos cardinales de la ciudad escarlata. Ágil, alada en sucesivos vaivenes, la Muerte se columpiaba caprichosamente sobre las indefensas cabezas de los ateridos ciudadanos.

El detective Galisteo, al frente de una parvada de agentes menores, fue designado comandante en jefe de la frenética cruzada. Tratábase de un hombre alto, ponderado y activo, tan experto en Criminología, de precisa inteligencia y aspecto por demás sombrío. Una vez efectuado el nombramiento, se dispuso a ordenar el material archivado y verificar los trabajos del caso, cotejando minuciosamente por espacio de días y noches los datos que le suministraban sus subordinados, quienes recorrían la ciudad en secretas e inquietantes misiones.

Hubo tres días de tregua inusitada, sin que se reportaran novedades de índole criminal en ninguna de las dependencias. Sin embargo, al cuarto día reapareció la mano del delincuente.

Mas, por esta vez, trasladémonos preferentemente al lugar exacto de los hechos, juzgando el macabro suceso por nuestros propios ojos:

La señorita Laura X, frondosa, jovial y despreocupada muchacha de diecinueve años, que habita una pequeña casa en los suburbios de la ciudad en compañía de su tío, el profesor de música Rómulo Pimentel, de cincuenta y ocho años, soltero, hipocondriaco, es llamada por teléfono a las diez en punto de la mañana. La voz del impaciente novio al audífono. Su voz de ella, a la recíproca. Oh, un baile de carnaval —tan delicioso y sugestivo—. Pero ya veremos. ¿Que aquella misma noche? No iba a ser fácil, así de golpe. Sin embargo, su tío accede, la señorita Laura va al peinador —localizado posteriormente por Galisteo—, ordena sus ropas, se baña, se limpia las uñas, se perfuma sus axilas y parte. Son las nueve y cuarenta y cinco de la noche. Una clara noche de luna. El baile es allá, a treinta calles de distancia, sobre el sector norte de la ciudad. El novio —bajo, rubio, petulante— luce una flor marchita en la solapa. Ella dice —lo recordaría, si viviera—:

—Qué flor tan estúpida has elegido. ¿Qué significa eso? —y ríe.

Él detiene un taxi y arroja la flor al pavimento. El ojal de su solapa permanece entreabierto, como un pardo ojo adormilado. Las avenidas obscuras. Todo huele bien. Y la señorita Laura y su novio se apean. Un parque privado. Suena la música. Pudieron beber más de la cuenta o no, mas bailaron como les permitieron sus fuerzas. Lindos jardines, igual que en las estampas de Viena: farolitos, serpentinas, claras fuentes por entre los macizos y tropeles de mamarrachos haciendo cabriolas. Laura se sentía transportada. Un vals.

—Creo que ya debiéramos marcharnos. Mi tío...

El novio luce ahora otra flor nueva y un trozo de serpentina. Ella, un plateado gorro de almirante. Transcurre el tiempo. Y de súbito, un disfraz ante ella: el enigma. ¿Quién es? ¿Cómo es? ¿Qué pretende? Tan divertido. La sigue a lo largo de toda la pieza. Por entre unos cartones lívidos y sucios, dos ojos apasionados y obscuros. El profesor duerme, la señorita Laura baila y el novio siente que una inefable espuma se le sube a la cabeza. La estrecha; linda, breve vida.

—¿Salimos?

Ella comprende. Él es joven; también ella lo es. Siente un pájaro en el pecho. Joven, joven. Se instalan en una banca. Donde no haya estruendo. Él la atrae, tiene prisa.

—Bésame

¿Por qué no? Mas la señorita Laura advierte algo: un breve ruido de hojas a su espalda, un aliento. Se mueven unas ramas, no hay duda.

—¿Qué tienes?

Miedo. Tiene miedo. Fueron demasiadas miradas durante aquella danza, demasiado entregarse con sus ojos al desconocido. Su novio ya no existe; existe alguien tras ella, amenazador e incomprensible. El dice:

—Pues iré a buscarte una copa de vino para que te animes. ¡Qué rara estás esta noche!

Cuando el novio desaparece, la cara gris se presenta. Ya lo sabía ella. Y que la toman así, por su tibio brazo, huyendo. Recuerda algo de golpe: los periódicos. Va a gritar, mas se lo impiden atenazándole la boca. Y un pensamiento fortuito:

“Van a asesinarme.” Besos, besos, a través del cartón humedecido. Labios fríos —sin vida, deduce ella—. No se entregará, si de esto se trata. Pierde el gorro de almirante, su novio no regresa con las copas. Se sofoca, la ahogan. Y comprende que su vida está en peligro.

—Dime, ¿no sientes la primavera?

Y algo helado, punzante, que le atraviesa el pecho. A poco, un liquido caliente que le desciende hasta el vientre. Fuente roja y abundante de la cual el asesino bebe. Me estoy muriendo —dice, cree—. Palpa su sangre, ya sin fuerzas. Y se abandona. Mas al abandonarse, se desmaya. No obstante, tiene noción de que trisca la hierba porque no ha llovido en mucho tiempo y alguien escapa a toda prisa. Después, un embudo de rostros adustos en una sala desconocida. Giran, hablan, abren los ojos. Quieren saber algo; ella dice lo que puede:

—Chaleco —y se muere sobre la plancha.

Eran días lúgubres aquellos, los de la segunda semana escarlata, como si también el cielo con sus pesadas nubes de plomo pretendiera estrujar aún más los espíritus. Quién habla de orgullo durante las crisis humanas. La vanidad de los héroes es posterior a su miedo; la sonrisa, posterior a la mueca. Olvidado el tono altivo del editorial del sábado, una congoja inaudita dominó a los corazones. Galisteo y sus secuaces trabajaban noche y día, bajo unas lámparas amarillas que les protegían la vista. Examinaban papeles, huellas y más papeles de nuevo. En torno a ellos, el más desalentador misterio, como un espectador solitario por entre los cortinajes. Decididamente la lucha iba a ser ardua.

Fueron hechos de menor importancia los que siguieron a la violación y muerte de la señorita Laura. La desaparición de una pequeña estatua en un parque, la repulsiva presencia de un asno en el domicilio del Encargado de Negocios, el robo de una panadería. Comenzaron a aparecer en la prensa nacionalista pintorescas caricaturas alusivas a la ineptitud de la policía.

Mas he aquí que en el curso del duodécimo día que siguió a la Semana Escarlata, el cartero llamó violentamente a la puerta de la oficina de Galisteo. Un agente recibió el mensaje y lo trasladó sin demora a su jefe. Sobre una pesada mesa roble, rodeado de innumerables papeles, Galisteo examinaba lo que en términos penales se denomina el cuerpo del delito: la trágica máscara gris del suceso de Carnestolendas. Galisteo apartó su vista de las dos cuencas vacías que lo miraban y sostuvo entre sus dedos el sobre, en el cual aparecía una breve caligrafía femenina. Dudó, hizo señas a alguien de que se retirara y se dispuso a leer. Concluido el primer renglón, se detuvo. En seguida, se puso en pie. Aproximó la carta a la luz amarilla, tornó a sentarse echando atrás su cuerpo y se limpió el sudor de la frente.

—¡Indignante burla! —fue su reflexión primera. Mas terminó la carta, que decía:

Estimado señor Galisteo:

Hastiado de mí y de usted, sin ánimos para dar término a mi Segunda Semana Escarlata, vengo a ponerme a sus órdenes, que es ponerme a las órdenes de la horca y la justicia popular. Desisto. No me conozco bien, mas espero que usted sí me reconocerá oportunamente. El crimen es abominable y no se lo aconsejo a nadie. Le aseguro formalmente que, hasta la fecha, no he experimentado el menor transporte; y lo siento. Demasiado comprometedor y sucio el asunto. Yo asesiné a la señorita Laura, yo asesiné al anciano evangelista y asesiné a más de otras personas a esa docena y media de canes astrosos que me seguían por las calles en mis infortunadas correrías. Usted cree en los símbolos; yo, no. Creo en la música y feliz el mortal aquel que logre algún día apresarla a una roca y deleitarse para siempre con ella. Lo saludo, amigo Galisteo, y lo espero, si no tiene nada mejor qué hacer, el sábado a las ocho en punto de la noche. Abajo encontrará usted mis señas. No falte, ¿verdad?

Rómulo Pimentel

Galisteo dio un salto, soltando sin proponérselo la extravagante carta. Rómulo Pimentel: tenía ese nombre como un clavo hundido en lo más secreto del cráneo. Rómulo Pimentel: había sospechado de él en un principio, aunque después lo había olvidado. ¿Sería posible? Pero, no; era infantil la denuncia. Él mismo, Rómulo Pimentel, se le había presentado hacía unos días para decirle: —Mi sobrina Laura ha sido asesinada. ¡Exijo justicia cuanto antes!

La casa del profesor era un minúsculo edificio cuadrado, de una sola planta y rodeado de un jardincito insignificante donde crecían algunos rosales y enredaba sobre la tapia posterior una vieja madreselva. El salón de música —que él pomposamente así llamaba— estaba constituido por una regular estancia en mitad de la cual, como un catafalco, alzábase el monumental piano de cola. Sucesión obsesionante de estatuitas blancas, con los semblantes adustos de una treintena de músicos célebres, campeaban por repisas, consolas y mesitas de tres patas. Funerarios y gigantescos cromos, también de compositores inmortales, ornamentaban las paredes. Un viejo mantón chino, color crema, ocultaba piadosamente las raspaduras y deterioros del piano, sobre el cual la difunta Laura cuidaba de conservar frescas media docena de rosas, cuyos pétalos al desprenderse constituían uno de los más sonoros estrépitos en la silenciosa casa. Raídas e incoloras alfombras acrecentaban el palpitante misterio. Largos y obscuros ventanales permitían ver desde afuera el aletear impreciso de las cortinas. Y en el portón, de madera roja, abría su boca un fauno, quien anunciaba con voz austera a los escasos visitantes que llegaban. El eco, poco agradable, hacía vibrar ligeramente la aguja del metrónomo, siempre abierto sobre el piano. Por su parte, el piano, y como característica general, rara vez sonaba.

Galisteo, a las ocho en punto de la noche del sábado, levantó por la quijada al fauno y llamó a la puerta. Simultáneamente, el profesor Pimentel, de riguroso luto, se incorporaba en su escritorio. Una criada, de rostro ambiguo, mostró al detective el camino a la sala. Cinco minutos exactamente tardó el profesor en salir, avejentado, muy pálido, con una turbia mirada de foca que conmovió justificadamente a Galisteo. Deplorable traza la suya. El detective examinó su chaquetón ajado, su barba sin afeitar, sus pardas manos huesosas y aquellos cabellos blancuzcos que se le adherían fuertemente a las sienes. Tras estrechar la helada mano que le tendían, se sentó. Y se sentó el profesor, emitiendo un gemido. Si Pimentel se hubiera asomado a la ventana habría descubierto sobre la acera a tres sigilosas sombras, llenas de significado, que iban y venían muy al pendiente de la casa. Una débil luna en lo alto dotaba de cierta irreal movilidad a las sombras. Galisteo, sin ningún preámbulo, extrajo la carta y se la alargó al profesor.

—Recibí su carta —dijo— y aquí estoy. ¿Tiene usted inconveniente en leerla?

Con la mayor parsimonia, Pimentel se caló sus anteojos de miope e inició la lectura. A Galisteo le pareció advertir que su interlocutor palidecía. Transcurrió el tiempo. Al cabo, el detective aventuró

—¿Y bien?

—Esta carta no es mía —repuso, perplejo, el profesor devolviéndosela—. ¿Cuál es el objeto de todo esto?

Galisteo se sintió más confiado y sonrió.

—Indudablemente la carta es suya y usted no puede negarlo, aunque aparezca escrita por una mujer. La caligrafía en si es lo de menos y de ello nos ocuparemos posteriormente. Existen pruebas en mi poder que lo atestiguan y le aconsejo adoptar por lo tanto una actitud reflexiva y justa. Hable usted, lo exijo.

El profesor Pimentel, sin despojarse de sus anteojos, miró curiosamente al visitante. Ni el más agudo psicólogo habría logrado deducir de su expresión el más leve indicio. Una serenidad imprevista acababa de asomar a sus ojos.

—La carta no es mía, repito, y lamento en el alma que le jueguen a usted esta clase de bromas.

En seguida sonrió y preguntó a su visitante si apetecía un anís. Éste no osó replicar, aduciendo en cambio que en virtud de su negativa se vería obligado a exhibir las pruebas y demostrar de un modo objetivo que la carta sí era suya. Por fortuna —reflexionaba—, conservaba el trozo de papel, propiedad del profesor, y sobre el cual Pimentel durante su explosiva visita a Galisteo había asentado sus generales. El papel, con su correspondiente membrete, era justa y alentadoramente el mismo que en la actualidad le mostraba.

—Con mil perdones —insistía el otro—, pero está usted en un error. Se me acusa, sospecho, de algo tan peregrino y estúpido que de no tratarse de un asunto de tamaña envergadura me echaría a reír a carcajadas la noche entera. ¿Yo el asesino de mi sobrina? ¿Yo el azote y terror de la ciudad entera? Discúlpeme, señor Galisteo, pero usted me sobreestima —y meneó repetidamente la cabeza, esbozando una mueca de amargura.

Fue una entrevista poco común y por demás deprimente. Incluso, durante una de tantas pausas, probó a insinuar el profesor si al detective no le agradaría escuchar algo de música. E hizo ademán de incorporarse.

—El hecho —lo interrumpió éste— es que su actitud me impele a tomar medidas de otro orden. Perdóneme. Provisionalmente, y durante tantos días como sean necesarios, permanecerá usted confinado en esta casa bajo mi exclusiva custodia. ¡Mis agentes particulares se encargarán de ello!

Y el profesor que prorrumpe:

—Encantado, señor Galisteo. ¡Es lo que más deseo en este mundo!

No fue muy grata la despedida, puesto que el detective no se detuvo a estrechar la mano que aquél le ofrecía, ni éste, a su vez, procedió a acompañar al visitante a la puerta como era lo debido. Ambos dibujaron una leve reverencia y se separaron. A través de los visillos, Galisteo creyó descubrir en la penumbra el rostro del profesor mirando hacia la calle. Seguidamente cayó de lo alto una negra sombra en el interior de la alcoba y todo quedó en tinieblas. El detective examinó la puerta, habló enérgicamente con sus sabuesos y regresó a su oficina. Las tres sombras se desperdigaron e iniciaron su trabajo en torno a la casa de Pimentel. Transcurrió la noche.

A la mañana siguiente, la primera ocupación de Gailisteo fue encender un cigarrillo y comunicarse a la Inspección, con objeto de investigar si había sido reportada alguna nueva de última hora. El informe fue de sin novedad y nuestro hombre sonrió. Otra noche más y una tercera, ésta de viento y lluvia, noche también blanca en aquellos tormentosos días escarlata. Progresivamente reanudaba la ciudad su ritmo, en tanto que Galisteo acariciaba el triunfo, como si jugueteara entre sus dedos un hermoso gatito blanco, con un cascabel al cuello. Mas, hombre de singular experiencia, no se precipitó. Lacónicamente se concretó a informar a la prensa:

—El asesino está a buen recaudo, pero hasta dentro de algunos días no será posible decidir nada.

Confinado entre sus muros grises, el profesor Pimentel enflaquecía por causas secretas y extrañas, tal cual si una misteriosa enfermedad lo fuera minando. Escasamente probaba bocado, permanecía largas horas inmóvil y, a juzgar por el testimonio de los agentes policiales, la luz en su cuarto no se apagaba ni por un momento durante la noche. Cinco o seis veces diarias le llamaba Galisteo desde su oficina.

—¿Se siente usted bien, profesor?

—Pésimamente —expresaba el otro—. Sospecho que voy a morirme.

—Cuánto lo siento. Pero, ¿desearía recibirme hoy?

—No tengo por qué recibirle. La carta no es mía y usted me hace víctima de su crueldad. ¡Dios lo castigará!

Los comentarios de la prensa acerca de los terríficos sucesos disminuían sensiblemente hasta quedar reducidos a pequeñas informaciones secundarias donde se aventuraba que el asesino había huido del país, esperándose en cualquier momento que hiciese su aparición en alguna población del extranjero. Un respiro de alivio acogió a la prometedora noticia. Se reanudó la vida activa, despreocupada y sencilla. Los enlutados y enfermos no despertaron ya ningún interés en la calle y un sol radiante, como en las primeras etapas del mundo, inundó de oro las avenidas, los parques y el interior de las casas. El sentido de heroicidad se hizo más ostensible, a semejanza de un gigantesco ejército que tras morir de terror en las trincheras desfila gloriosamente al compás de la música y entre el griterío de las mujeres.

—Señor Inspector: bajo mi palabra de honor le prometo que el asesino estará mañana sin falta en sus manos.