ALEJO CARPENTIER

LOS PASOS PERDIDOS

PRÓLOGO DE SALVADOR ARIAS

Copyright Lilia Carpentier, 2002

D.R. Copyright Editorial Lectorum, S.A. de C.V., 2002

L.D. Books. Miami, Florida, 33166

Primera edición en Lectorum: noviembre de 2002

ISBN: 970-732-002

D.R. Copyright Prólogo: Salvador Arias

D.R. Copyright Portada: Raúl Chávez Cacho

Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización escrita del editor.

PRÓLOGO

SALVADOR ARIAS

Cuando apareció la primera edición de la novela Los pasos perdidos, a mediados del siglo veinte, la reacción inmediata de la crítica cercana al autor fue más bien de sorpresa que de reconocimiento. Dicho autor, el cubano Alejo Carpentier (1904-1980), tenía un buen ganado prestigio intelectual como periodista y narrador, tanto en su tierra natal como en el país donde residía entonces, Venezuela. La obra salió publicada en México en 1953, y si su anterior novela –llamada cautelosamente “relato” por su autor, El reino de este mundo (1949)— había ganado unáni-me reconocimiento, ahora la crítica se extrañaba ante este “libro denso, sin diálogo”,1 que más que novela era una serie de descripciones, que mostraban a Carpentier “perdido en una prosa enmarañada, mezcla de ensayo y filosofía”. Como en otros muchos casos, la crítica se extraviaba al enfrentarse ante algo nuevo, que rompía esquemas y convencionalismos.

Tuvo que ser la novela traducida al francés en 1956 y ganar el premio al mejor libro extranjero publicado en el país galo ese año, para que la obra comenzara a ganar terreno en la apre-ciación de especialistas y público lector. Su posterior traducción al inglés abrió el diapasón de los elogios, como los de la poeta, novelista y crítica inglesa Edith Sitwell, que estimó que Los pasos perdidos era “un libro gigantesco”, y que se encontraba “atónita ante la majestad, las escalas, la profundidad, de un estilo mila-1 El texto entrecomillado, excepto la cita de Edith Sitwell, pertenece a palabras de Alejo Carpentier, tomadas de la propia novela o de los textos Entrevistas (Editorial Letras Cubanas, 1985) y Palabras en el tiempo de Alejo Carpentier, compiladas por Ramón Chao (Editorial Arte y Literatura, 1985) grosamente logrado. Su autor es, sin duda alguna, uno de los más grandes escritores de nuestro tiempo”. A partir de entonces la obra comenzó a ganar terreno admirativo hasta convertirse en lo que podemos considerar hoy un clásico de la narrativa del pasado siglo.

Carpentier siempre estuvo consciente de las dificultades que el texto presentaba, pues reconocía que “esta novela me costó bastante trabajo en el sentido de que, por su escritura densa, su ausencia de diálogos, resultaba de una técnica un poco cansada para mí, una técnica difícil y ardua”. Detrás de ese esfuerzo existía un profundo conocimiento y análisis de toda la producción novelística universal y una segura orientación en cuanto a la búsqueda de la épica que mejor captara la problemática de su época. En forma muy consciente se alejó de los predios de la llamada novela psicológica, y trató de presentar al hombre de su época “situado en un contexto colectivo, afrontando los grandes problemas de la época”. No rechazó el compromiso, pues bien sabía que siempre ha existido para cualquier escritor; y a él, en definitiva, se deben algunas de las obras más extraordinarias de la literatura mundial: “todo depende de la forma en que está hecha la obra”.

Mas, ya cuando arriba a la composición de Los pasos perdidos, Carpentier no sólo ha meditado, sino que presenta conclusiones acerca de lo que estima debe ser una novelística latinoamericana, de acuerdo con su espacio geográfico, en el cual lo épico (“lo épico terrible o lo épico hermoso”) resulta cosa cotidiana. Aquí, en “nuestra América”, la historia y los contextos pesan mucho más sobre el hombre presente que lo que sucede con el europeo. Por eso, en el prólogo a su novela anterior, El reino de este mundo, había definido lo que se considera importante aporte suyo a la nueva narrativa latinoamericana: “¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo realmaravilloso?” Esto, ampliado en otros textos, vino a constituirse en una famosa posición teórica, harto llevada y traída hasta nuestros días.

En realidad el anterior postulado no significaba un dogma o precepto inalterable, sino más bien una abertura por la cual buscar nuevos caminos creativos para profundizar en la comuni-cación más idónea de esa realidad latinoamericana. La obra escrita de Alejo Carpentier ya era muy extensa cuando publica Los pasos perdidos, sobre todo en el campo periodístico, textos que han sido recopílados posteriormente en varios tomos de deliciosa y fecunda prosa. Sus crónicas son muestra de una cultura de gran amplitud, que rebasa lo estrictamente literario para incidir en los campos de la música, la pintura, la arquitectura, la historia, y otras formas del saber humanístico. Esto enriquece sobremanera sus textos periodísticos, pero también su mundo narrativo. Entre ambas series de textos los vínculos son múltiples, aunque siempre funcionales con las necesidades del género utilizado.

Los nexos existentes entre Los pasos perdidos y sus crónicas periodísticas son reveladores. Aquí debemos recordar que sus inicios como escritor, allá por 1922, encontraron marco apropiado en numerosas publicaciones periódicas habaneras, colaboraciones que continuó durante su estancia en París entre 1928 y 1939, y su posterior regreso a Cuba. Pero el conjunto de textos más relevantes en este sentido es el que publica regularmente en el periódico El Nacional de Caracas, durante su estancia en Venezuela, entre 1945 y 1959. Allí encontramos claras señales de las raíces de Los pasos perdidos. Como el mismo autor ha expresado, su estancia en Venezuela completó su conocimiento de América, “ya que este país es como un compendio del Continente: allí están sus grandes ríos, sus llanos interminables, sus gigantescas montañas, la selva”. Algunas expediciones cargadas de aventuras por el país, le permitieron adentrarse en espacios de la tierra americana aún poco conocidos entonces, de lo que re-sultaron numerosas crónicas, algunas de las cuales, como los relatos de sus viajes a la Gran Sabana y el Alto Orinoco, pensó editar como libro. Resulta experiencia de mucho interés establecer un paralelo entre sus textos periodísticos afines a Los pasos perdidos y la misma novela en sí. Pero no nos equivoquemos, las diferencias son esenciales, pues la compacta coherencia y mantenido nivel del texto narrativo es completamente autosufi-ciente en sí mismo.

Otro tanto puede decirse de las relaciones entre el autor y el protagonista de la novela, cuyo nombre jamás se revela. Los puntos de contacto entre ambos son numerosos y visibles, pero la identificación no es nada exacta, por supuesto. Como Carpentier, tras una niñez y adolescencia en La Habana, el protagonista tiene una experiencia europea que significa un choque entre sus conocimientos y la realidad que encuentra, que le sirve para una mejor comprensión y una reinterpretación de las esencias, no sólo del mundo latinoamericano, sino de la cultura occidental, a la altura de mediados del siglo veinte. El protagonista de la novela es músico y el dominio de este arte por Carpentier le permite describir en el texto narrativo el complejo proceso creativo de una partitura musical además de múltiples contextualizaciones culturales, con marcado acento en las pictóricas y las arquitectónicas.

Pero si Carpentier echa mano a todo un arsenal de cosas que conoce y ha vivido personalmente, el protagonista de la obra es un ente ficcionalizado que, a través de su narración en primera persona, nos va dando características y limitaciones muy suyas.

Este intelectual que busca y cree encontrar su verdad en un mundo que no le corresponde, constantemente a través de sus propias palabras nos va mostrando su, ya imposible de cambiar, visión del mundo: la de un cultivado —y especializado— hombre de mediados del siglo veinte. Desde el mismo principio el lector debe advertir el sutil contrapunteo entre la realidad imaginada y la vivida, a través de un sabio manejo del punto de vista.

Por ejemplo, las primeras líneas de la novela nos introducen en un mundo que pronto descubrimos es sólo una escenografía teatral. En el resto de la narración veremos cómo los escenarios naturales van convirtiéndose, mediante las palabras y referencias del narrador, llenas de alusiones cultas, en enormes espacios teatrales que acaba por confundir con idealizaciones de una realidad más buscada que encontrada.

Lo anterior permite al autor toda una superestructura de referencias culturales que enriquece y, a veces, parece ornamentar la narración, pero que en realidad cumple la función de series de leitmotiv (motivo conductor) simbólicas, que comentan y estilizan el significado de los aconteceres. Ya desde el primer capítu-lo aparecen estos elementos, que no sólo confieren profundidad a los hechos de la acción novelesca, sino que sirven para conferirle unidad a todo el texto mediante significativas repeticiones.

Señalemos al respecto el mito de Sísifo “subiendo y bajando la cuesta de los días, con la misma piedra al hombro”, que reaparece en numerosas ocasiones, como reflejo de la propia existencia del protagonista en la gran ciudad, para concluir ya al final de la novela: “Hoy terminaron las vacaciones de Sísifo”.

El contrapunteo con obras artísticas trascendentales es perenne, y como obras literarias dominantes están la Odisea de Homero y el Prometeo Unbound (Prometeo libertado) de Shelley, presentes con sus significados del hombre en sus búsquedas y luchas más vitales, pero también imbricadas en los quehaceres de la trama, la primera como el libro que lee incesantemente el griego Yannes, la segunda como el texto no a la mano que el protagonista necesita para componer una cantata, contratiempo que incide en su vuelta a la civilización, la tercera prueba en la que termina fracasando. Una obra cumbre de la música occidental, la Novena Sinfonía de Beethoven, aparece en dos ocasiones, primero como audición negada en Nueva York, luego ana-lizada, desmenuzada, cuando la escucha a través de un radio en un lugar camino de la selva. Este análisis de la obra de Beethoven tiene su complemento cuando el protagonista, ya en plena selva, conforma los detalles del Treno que intenta componer sin apenas tener papel en donde hacerlo.

En la vida erótica de este personaje central influyen cuatro mujeres. La primera sólo evocada, junto a los recuerdos de su niñez habanera, María del Carmen, presente sobre todo a través de olores que lo llevan al pasado. Ruth, la esposa, inmersa en la rutina de una vocación que la esclaviza sin permitirle realizarse, está acompañada por un retablo de los personajes célebres teatrales que quisiera hacer o ha hecho. Mouche, la amante, superficial y frívola según modelos que la civilización occidental ha establecido, responde a símbolos y consideraciones de una astrología no menos superficial y frívola. Rosario, la mujer elemental, la mujer verdadera, telúrica, profunda, en contraste con los otros dos personajes anteriores, se realiza en símbolos esenciales ligados con la tierra, como esa vasija de barro que representa a la madretierra como principio de todas las cosas.

El novelista, en su afán por apresar en un decursar artístico la realidad, siempre ha tenido que lidiar con dos categorías inevitables: el tiempo y el espacio. Particularmente el tiempo se convirtió en factor obsesionante para los narradores del siglo veinte: tiempos recurrentes, fragmentados, traídos del pasado o proyectados hacia el futuro, paralelos, revertidos en su fluir, tiempos personales frente a tiempos históricos, en fin, un gran caudal de necesidades y posibilidades a las que el autor tiene que enfrentarse al crear una acción narrativa. En Carpentier este campo ha sido trabajado con especial virtuosismo. Él reconoció que “los problemas del tiempo empiezan a definirse en mí desde la época de Los pasos perdidos”. Inmediatamente después viene su volumen Guerra del tiempo, en donde en un relato el tiempo corre en sentido inverso al normal, de la muerte al nacimiento; en otro la acción regresa al punto de partida; mientras en un tercero el personaje apenas se mueve, mientras que lo que corre, “al revés o al derecho es el telón de fondo de la historia y las épocas”. Precisamente su mencionado viaje por el Orinoco le ofreció claves muy ricas para el tratamiento del tiempo en Los pasos perdidos. En un sentido, el gran río, con su inmutabilidad, representa el transcurso del tiempo en sus tres categorías: pasado, presente y futuro. Pero cuando lo remonta hacia su nacimiento, el protagonista va retrocediendo también distintos estadios de la cultura humana, hasta llegar a los días iniciales de la Creación, proceso que según Carpentier sólo era posible conse-guirlo, en aquel momento, en tierras americanas.

En este sentido, la novela responde también a lo que había planteado en su relato “Viaje a la semilla”, como “búsqueda de la madre o búsqueda del elemento primigenio en la matriz intelectual o telúrica”. Pero, ¿esta evasión temporal es posible en un hombre de una época determinada, en la cual ha sido formado y a la cual se debe en sus anhelos por mejorar lo que es? Este es el dilema que se le plantea al protagonista de Los pasos perdidos, músico por añadidura. El factor tiempo se subraya en varias dimensiones a través de la novela. Por ejemplo, los capitulillos están puntualmente encabezados por la fecha en que ocurren, día por día (a partir del 3 de junio), hasta que en los momentos que llega a estadios más primigenios (mediados del capítulo quinto) dejan de señalarse. No es hasta después del “salvamento” o “rescate”, que de nuevo comienza el conteo del tiempo, ahora más espaciado (18 de julio, 20 de octubre, 8 de diciembre, 30 de diciembre). Este conteo no resulta un mero afán detallista, sino una habilidosa utilización del contrapunteo entre el tiempo en que transcurren los acontecimientos y el tiempo de lectura, que se traduce en otra categoría importante, el tempo, es decir la intensidad o velocidad con que se siente avanza la acción (y la prosa). El tempo es una categoría fundamental de la música y bien la siente el protagonista en su profesión, pero también en el decursar de los hechos de su vida, según va acotando puntualmente el autor, que también declaró haberse impuesto en esta novela “lograr un tempo en la prosa, así como en la música hay un tempo andante, tempo lento, tempo maestoso, hay un tempo allegro”.

Una de las virtudes capitales de Los pasos perdidos es el equilibrio que alcanza entre su elaborado aparato conceptual y lo vívido de sus personajes y descripciones. Aunque por supuesto, Carpentier rechaza los análisis psicológicos, cada personaje (excepto el complejo protagonista-narrador) se encuentra captado con rasgos tan bien perfilados y llenos de color que fácilmente quedan en la mente del lector. En una nota al final de la novela, junto a la localización exacta de algunos paisajes, da cuenta sobre las fuentes reales de algunas figuras, como El Adelantado, Montsalvaje, Marcos, fray Pedro, quienes son “los personajes que encuentra todo viajero en el gran teatro de la selva”. En cuanto a Yannes, “el mismo que viajaba con el tomo de La Odisea”, incluso llega a asegurar que ni el nombre le cambió. Cada una de las mujeres, en su función arquetípica, se sienten como presencias bien palpables, tomadas del natural y no carentes de particular encanto. Incluso, también expresó en otro lugar: “Conocía a una mujer que parecía una princesa egipcia. La convertí en la heroína de una novela mía, Rosario”.

Reconocido por la crítica y disfrutado por los lectores, uno de los encantos mayores de Los pasos perdidos radica en sus varia-das y múltiples descripciones, tanto de objetos creados por el hombre como pertenecientes a la naturaleza. Carpentier quiere que el lector sienta directamente “cómo se presenta un objeto, qué representa, para qué sirve, cuál es su color, cuál es su densi-dad, cuál su función”, evitando las expresiones ya acuñadas y las frases manidas. Su mayor fuerza y poder evocativo se constata en los que él estimaba “los pasajes más cuidados, siempre en mis novelas”: “descripciones de la naturaleza, conchas, frutos, estado del clima, raíces, árboles, vegetación, en fin, todo lo que pueda dar la idea de qué cosa rodea al hombre”. En Los pasos perdidos, dadas las intenciones que la guían y el espacio en que se desarrolla, estas descripciones alcanzan una dimensión superior. Las palabras, precisas, funcionales, sobrias pero cargadas de un gran poder de sugerencia, sin rebuscamientos ni desbordes ofrecen poderosas y ceñidas visiones de ese marco “realmaravilloso” americano. Sin embargo, a diferencia de su novela anterior — El reino de este mundo— y de las que la siguen inmediatamente — El acoso (1956), El Siglo de las Luces (1962), el barroquismo de la escritura se encuentra tan domeñado en sus mecanismos esenciales, que se convierte en una muestra clásica de las posibilidades del español como lengua capaz de armónicas proporciones.

Puede decirse que Los pasos perdidos responde, como culminación, a toda una línea de desarrollo de la narrativa latinoamericana, bien conocida por Carpentier. En numerosos textos al respecto, señalaba como la “primera novela auténticamente latinoamericana” a El Periquillo Sarniento (1816), del mexicano Fernández de Lizardi, dentro de “un género costumbrista, muy influido por la picaresca española”. Después vendría “un corto periodo romántico, con tres novelas principales con nombre de mujer: Amalia, de José Mármol; María, de Jorge Isaac, y Cecilia Valdés, del cubano Villaverde”, seguido por una “etapa del naturalismo local y de costumbrismo, de indigenismo”, que nos dio “una novelística regional y pintoresca que en muy pocos casos ha llegado a lo hondo –a lo realmente trascendental de las cosas—”, sin alcanzar lo universal que puede encontrarse en el mundo americano, establecido a veces por las vías del contraste y las diferencias. Sin embargo, en cuanto al ajuste del idioma a los temas, señalaba logros en el venezolano Rómulo Gallegos y el colombiano José Eustasio Rivera, éste con su conocida novela La vorágine (1925). Precisamente esta última guarda sin dudas relaciones con Los pasos perdidos.

Carpentier reconocía en “la admirable Vorágine, un libro clásico de nuestra literatura. Es una obra maestra, totalmente lograda en un sentido, ya que el propósito deliberado del autor consistió en otorgar el papel capital, protagónico al paisaje”. En la novela de Rivera el personaje principal, Arturo Covas, se sumerge también en la selva amazónica, acompañado por una mujer. Pero según Carpentier, “José Eustasio Rivera se limita a esbozar los perfiles del machismo latinoamericano, quedándose en la superficie de su Arturo Covas, quien pudo ser un personaje gigantesco, un arquetipo”. Además, en el propio texto de Los pasos perdidos existe una alusión a La vorágine, que se me antoja una especie de homenaje: “Tengo en mi maleta una novela famosa, de un escritor suramericano, en que se precisan los nombres de animales, de árboles, refiriéndose leyendas indígenas, sucedidos antiguos, y todo lo necesario para un giro de veracidad a mi relato”. Pero que en mi relato, es decir en Los pasos perdidos, ese giro de veracidad se persigue en dimensiones más profundas, como hemos visto.

Precisamente la fusión en Los pasos perdidos del mundo expresado y el lenguaje utilizado para ello, marca un punto cimero en el desarrollo de la novela latinoamericana, que la sitúa en la avanzada de la literatura universal a mediados del siglo veinte.

Junto con Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo y Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez, constituye, a mi entender, un momento de madurez nunca antes alcanzado en el continente, cuando el mundo latinoamericano descubre su más idónea expresión narrativa, ratificada por un buen número de otros títulos. Es verdad que la realidad continental ha cambiado mucho desde mediados del siglo anterior, cuando Los pasos perdidos fue creada, y ya los mundos primitivos se hacen cada vez más imposibles de encontrar: las selvas defoliadas, las tribus indígenas casi exterminadas, las culturas autóctonas en peligro de desaparecer, ofrecen en este comienzo del siglo veintiuno un panorama mucho más desolador y desesperanzado. Pero en el que reafirma su vigencia el mensaje carpenteriano: “Yo creo que la toma de conciencia con el mundo, guardar el sentido de ciertas tradiciones, de ciertos valores culturales que influyen en él, en su pasado, en su razón de ser, son de una gran importancia.

Esto forma parte de lo que pudiéramos denominar la recuperación de los valores del reino de este mundo”. En este reino en donde el hombre siempre encontrará su razón de ser imponiéndose tareas y cumpliéndolas, aunque corra peligros de pasos perdidos a los cuales deberá sobreponerse, como Sísifo, Prometeo o Ulises. En este sentido la novela de Carpentier es una advertencia y, por supuesto, un disfrute pleno para los lectores de siempre.

CAPÍTULO I

Y tus cielos que están

sobre tu cabeza serán de metal;

y la tierra que está

debajo de ti, de hierro.

Y palparás al mediodía, como

palpa el ciego en la oscuridad.

Deuteronomio, 28-23

I

Hacía cuatro años y siete meses que no había vuelto a ver la casa de columnas blancas, con su frontón de ceñudas molduras que le daban una severidad de palacio de justicia, y ahora ante muebles y trastos colocados en su lugar invariable, tenía la casi penosa sensación de que el tiempo se hubiera revertido. Cerca del farol, la cortina de color vino; donde trepaba el rosal, la jaula vacía. Más allá estaban los olmos que yo había ayudado a plantar en los días del entusiasmo primero, cuando todos colaborábamos en la obra común; junto al tronco escamado, el banco de piedra que hice sonar a madera de un taconazo.

Detrás, el camino del río, con sus magnolias enanas, y la verja enrevesada en garabatos, al estilo de la Nueva Orléans. Como la primera noche, anduve por el soportal, oyendo la misma resonancia hueca bajo mis pasos y atravesé el jardín para llegar más pronto a donde se movían, en grupos, los esclavos marcados al hierro, las amazonas de faldas enrolladas en el brazo y los soldados heridos, harapientos, mal vendados, esperando su hora en sombras hediondas a mastic, a fieltros viejos, a sudor resudado en las mismas levitas. A tiempo salí de la luz, pues sonó el disparo del cazador y un pájaro cayó en escena desde el segundo tercio de bambalinas. El miriñaque de mi esposa voló por sobre mi cabeza, pues me hallaba precisamente donde le tocara entrar, estrechándole el ya angosto paso. Por molestar menos fui a su camerino, y allá el tiempo volvió a coincidir con la fecha, pues las cosas bien pregonaban que cuatro años y siete meses no transcurrían sin romper, deslucir y marchitar. Los encajes del desenlace estaban como engrisados; el raso negro de la escena del baile había perdido la hermosa tiesura que lo hiciera sonar, en cada reverencia, como un revuelo de hojas secas. Hasta las paredes de la habitación se habían ajado, al ser tocadas siempre en los mismos lugares, llevando las huellas de su larga convivencia con el maquillaje, las flores trasnochadas y el disfraz. Sentado ahora en el diván que de verde mar había pasado a verde moho, me consternaba, pensando en lo dura que se había vuelto, para Ruth, esta prisión de tablas de artificio, con sus puentes volantes, sus telarañas de cordel y árboles de mentira. En los días del estreno de esa tragedia de la Guerra de Secesión, cuando nos tocara ayudar al autor joven servido por una compañía recién salida de un teatro experimental, vislumbrábamos a lo su-mo una aventura de veinte noches. Ahora llegábamos a las mil y quinientas representaciones, sin que los personajes, atados por contratos siempre prorrogables, tuvieran alguna posibilidad de evadirse de la acción, desde que los empresarios, pasando del generoso empeño juvenil al plano de los grandes negocios, habían acogido la obra en su consorcio. Así, para Ruth, lejos de ser una puerta abierta sobre el vasto mundo del Drama —un medio de evasión— este teatro era la Isla del Diablo. Sus breves fugas, en funciones benéficas que le eran permitidas, bajo el peinado de Porcia o los drapeados de alguna Ifigenia, le resultaban de muy escaso alivio, pues debajo del traje distinto buscaban los espectadores el rutinario miriñaque y en la voz que quería ser de Antígona, todos hallaban las inflexiones acontraltadas de la Arabella, que ahora, en el escenario, aprendía del personaje Booth —en situación que los críticos tenían por portentosa-mente inteligente— a pronunciar correctamente el latín, repitiendo la frase: Sic semper tyrannis. Hubiera sido menester el genio de una trágica impar, para deshacerse de aquel parásito que se alimentaba de su sangre: de aquella huésped de su propio cuerpo, prendida de su carne como un mal sin remedio. No le faltaban ganas de romper el contrato. Pero tales rebeldías se pagaban, en el oficio, con un largo desempleo, y Ruth, que ha-bía comenzado a decir el texto a la edad de treinta años, se veía llegar a los treinta y cinco, repitiendo todas las noches los mismos gestos, las mismas palabras, todas las noches de la semana, todas las tardes de domingos, sábados y días feriados —sin contar las actuaciones de las giras de estío. El éxito de la obra aniquilaba lentamente a los intérpretes, que iban envejeciendo a la vista del público dentro de sus ropas inmutables, y cuando uno de ellos hubiera muerto de un infarto, cierta noche, a poco de caer el telón, la compañía, reunida en el cementerio a la mañana siguiente, había hecho —tal vez sin advertirlo— una os-tentación de ropas de luto que tenían un no sé qué de daguerrotipo. Cada vez más amargada, menos confiada en lograr realmente una carrera que, a pesar de todo, amaba por instinto profundo, mi esposa se dejaba llevar por el automatismo del trabajo impuesto, como yo me dejaba llevar por el automatismo del oficio. Antes, al menos, trataba de salvar su temperamento en un continuo repaso de los grandes papeles que aspirara a interpretar alguna vez. Iba de Norah a Judith, de Medea a Tessa, con una ilusión de renuevo; pero esa ilusión había quedado vencida, al fin, por la tristeza de los monólogos declamados frente al espejo. Al no hallar un modo normal de hacer coincidir nuestras vidas —las horas de la actriz no son las horas del empleado—, acabamos por dormir cada cual por su lado. El domingo, al fin de la mañana, yo solía pasar un momento en su lecho, cumpliendo con lo que consideraba un deber de esposo, aunque sin acertar a saber si, en realidad, mi acto respondía a un verdadero deseo por parte de Ruth. Era probable que ella, a su vez, se creyera obligada a brindarse a esa hebdomadaria práctica física en virtud de una obligación contraída en el instante de estampar su firma al pie de nuestro contrato matrimonial. Por mi parte, actuaba impulsado por la noción de que no debía ignorar la posibilidad de un apremio que me era dable satisfacer acallando con ello, por una semana, ciertos escrúpulos de conciencia. Lo cierto era que ese abrazo, aunque resultara desabrido, volvía a apretar, cada vez, los vínculos aflojados por el desem-parejamiento de nuestras actividades. El calor de los cuerpos restablecía una cierta intimidad, que era como un corto regreso a lo que hubiera sido la casa en los primeros tiempos. Regábamos el geranio olvidado desde el domingo anterior; cambiábamos un cuadro de lugar; sacábamos cuentas domésticas. Pero pronto nos recordaban las campanas de un carillón cercano que se aproximaba la hora del encierro. Y al dejar a mi esposa en su escenario al comienzo de la función de la tarde, tenía la impresión de devolverla a una cárcel donde cumpliera una condena perpetua. Sonaba el disparo, caía el falso pájaro del segundo tercio de bambalinas, y se daba por terminada la Convivencia del Séptimo Día.

Hoy, sin embargo, se había alterado la regla dominical, por culpa de aquel somnífero tragado en la madrugada para conseguir un pronto sueño —que no me venía ya como antes, con sólo poner sobre mis ojos la venda negra aconsejada por Mouche. Al despertar, advertí que mi esposa se había marchado, y el desorden de ropas medio sacadas de las gavetas de la cómoda, los tubos de maquillaje de teatro tirados en los rincones, las polveras y frascos dejados en todas partes, anunciaban un viaje inesperado. Ruth me volvía del escenario, ahora, seguida por un rumor de aplausos, zafando presurosamente los broches de su corpiño. Cerró la puerta de un taconazo que, de tanto repetirse, había desbastado la madera, y el miriñaque, arrojado por sobre su cabeza, se abrió en la alfombra de pared a pared. Al salir de aquellos encajes, su cuerpo claro se me hizo novedoso y grato, y ya me acercaba para poner en él alguna caricia, cuando la desnudez se vistió de terciopelo caído de lo alto que olía como a los retazos que mi madre guardaba, cuando yo era niño, en lo más escondido de su armario de caoba. Tuve como una fogarada de ira contra el estúpido oficio de fingimiento que siempre se interponía entre nuestras personas como la espada del ángel de las hagiografías; contra aquel drama que había dividido nuestra casa, arrojándome a la otra —aquella cuyas paredes se adornaban de figuraciones astrales—, donde mi deseo hallaba siempre un ánimo propicio al abrazo. ¡Y era por favorecer esa carrera en sus comienzos desafortunados, por ver feliz a la que entonces mucho amaba, que había torcido mi destino, buscando la segu-ridad material en el oficio que me tenía tan preso como lo estaba ella! Ahora, de espaldas a mí, Ruth me hablaba, a través del espejo, mientras ensuciaba su inquieto rostro con los colores grasos del maquillaje: me explicaba que al terminarse la función, la compañía debía emprender, de inmediato, una gira a la otra costa del país y que por ello había traído sus maletas al teatro.

Me preguntó distraídamente por la película presentada la víspera. Iba a contarle de su éxito, recordándole que el fin de ese trabajo significaba el comienzo de mis vacaciones, cuando tocaron a la puerta. Ruth se puso de pie, y me vi ante quien dejaba una vez más de ser mi esposa para transformarse en protagonista; se prendió una rosa artificial en el talle, y, con un leve gesto de excusa, se encaminó al escenario, cuyo telón a la italiana acababa de abrirse removiendo un aire oliente a polvo y a maderas viejas. Todavía se volvió hacia mí, en ademán de despedida, y tomó el sendero de las magnolias enanas... No me sentí con ánimo para esperar el otro entreacto, en que el terciopelo sería trocado por el raso, y un maquillaje distinto se espesaría sobre el anterior. Regresé a nuestra casa, donde el desorden de la partida presurosa era todavía presencia de la ausente. El peso de su cabeza estaba moldeado por la almohada; había, en el velador, un vaso de agua medio bebido, con un precipitado de gotas verdes, y un libro quedaba abierto en un fin de capítulo. Mi mano encontraba húmeda todavía la mancha de una loción derramada. Una hoja de agenda, que no había visto al entrar antes en el cuarto, me informaba del viaje inesperado: Besos. Ruth.

P.S. Hay una botella de jerez en el escritorio. Tuve una tremenda sensación de soledad. Era la primera vez, en once meses, que me veía solo, fuera del sueño, sin una tarea que cumplir de inmediato, sin tener que correr hacia la calle con el temor de llegar tarde a algún lugar. Estaba lejos del aturdimiento y la confusión de los estudios en un silencio que no era roto por músicas mecánicas ni voces agigantadas. Nada me apuraba y, por lo mismo, me sentía el objeto de una vaga amenaza. En este cuarto desertado por la persona de perfumes todavía presentes, me hallaba como desconcertado por la posibilidad de dialogar conmigo mismo. Me sorprendía hablándome a media voz. Nuevamente acostado, mirando al cielo raso, me representaba los últimos años transcurridos, y los veía correr de otoños a pascuas, de cierzos a asfaltos blandos, sin tener el tiempo de vivirlos —sabiendo, de pronto, por los ofrecimientos de un restaurante nocturno, del regreso de los patos salvajes, el fin de la veda de ostras, o la reaparición de las castañas. A veces, también debíase mi información sobre el paso de las estaciones a las campanas de papel rojo que se abrían en las vitrinas de las tiendas, o a la llegada de camiones cargados de pinos cuyo perfume dejaba la calle como transfigurada durante unos segundos. Había grandes lagunas de semanas y semanas en la crónica de mi propio existir; temporadas que no me dejaban un recuerdo válido, la huella de una sensación excepcional, una emoción duradera, días en que todo gesto me producía la obsesionante impresión de haberlo hecho antes en circunstancias idénticas —de haberme sentado en el mismo rincón, de haber contado la misma historia, mirando al velero preso en el cristal de un pisapapel.

Cuando se festejaba mi cumpleaños en medio de las mismas caras, en los mismos lugares, con la misma canción repetida en coro, me asaltaba invariablemente la idea de que esto sólo difería del cumpleaños anterior en la aparición de una vela más sobre un pastel cuyo sabor era idéntico al de la vez pasada. Subiendo y bajando la cuesta de los días, con la misma piedra en el hombro, me sostenía por obra de un impulso adquirido a fuerza de paroxismos —impulso que cedería tarde o temprano, en una fecha que acaso figuraba en el calendario del año en curso. Pero evadirse de esto, en el mundo que me hubiera tocado en suerte, era tan imposible como tratar de revivir, en estos tiempos, ciertas gestas de heroísmo o de santidad. Habíamos caído en la era del Hombre-Avispa, del Hombre-Niguno, en que las almas no se vendían al Diablo, sino al Contable o al Cómitre. Por entender que era vano rebelarse, luego de un desarraigo que me hiciera vivir dos adolescencias —la que quedaba del otro lado del mar y la que aquí se había cerrado— no veía donde hallar alguna libertad fuera del desorden de mis noches, en que todo era buen pretexto para entregarme a los más reiterados excesos.

Mi alma diurna estaba vendida al Contable —pensaba en burla de mí mismo—; pero el Contable ignoraba que, de noche, yo emprendía raros viajes por los meandros de una ciudad invisible para él, ciudad dentro de la ciudad, con moradas para olvidar el día, como el Venusberg y la Casa de las Constelaciones, cuando un vicioso antojo, encendido por el licor, no me llevaba a los apartamientos secretos, donde se pierde el apellido al entrar.

Atado a mi técnica entre relojes, cronógrafos, metrónomos, dentro de salas sin ventanas revestidas de fieltros y materias aislantes, siempre en lugar artificial, buscaba, por instinto, al hallarme cada tarde en la calle ya anochecida, los placeres que me hacían olvidar el paso de las horas. Bebía y me holgaba de espalda a los relojes, hasta que lo bebido y holgado me derribara al pie de un despertador, con un sueño que yo trataba de espesar poniendo sobre mis ojos un antifaz negro que debía darme, dormido, un aire de Fantomas al descanso... La chusca imagen me puso de buen humor. Apuré un gran vaso de Jerez, resuelto a aturdir al que demasiado reflexionaba dentro de mi cráneo, y habiendo despertado los calores del alcohol de la víspera con el vino presente, me asomé a la ventana del cuarto de Ruth, cuyos perfumes comenzaban a retroceder ante un persistente olor de acetona. Tras de las grisallas entrevistas al despertar, había llegado el verano, escoltado por sirenas de barco que se respondían de río a río por encima de los edificios. Arriba, entre las evanescencias de una bruma tibia, eran las cumbres de la ciudad: las agujas sin pátina de los templos cristianos, la cúpula de la iglesia ortodoxa, las grandes clínicas donde oficiaban Eminencias Blancas, bajo los entablamentos clásicos, demasiado escorados por la altura de aquellos arquitectos que, a comienzos del siglo, hubieran perdido el tino ante una dilatación de la verticalidad.

Maciza y silenciosa, la funeraria de infinitos corredores parecía una réplica en gris —sinagoga y sala de conciertos por el medio— del inmenso hospital de maternidad, cuya fachada huérfana de todo ornamento, tenía una hilera de ventanas todas iguales, que yo solía contar los domingos, desde la cama de mi esposa, cuando los temas de conversación escaseaban. Del asfalto de las calles se alzaba un bochorno azuloso de gasolina, atravesado por vahos químicos, que demoraba en patios olientes a desperdicios, donde algún perro jadeante remedaba estiramientos de conejo desollado para hallar vetas de frescor en la tibieza del piso. El carillón martillaba una Avemaría. Tuve la insólita curiosidad de saber qué santo honrábase en la fecha de hoy: 4 de junio. San Francisco Carraciolo —decía el tomo de edición vaticana donde yo estudiara antaño los himnos gregorianos.

Absolutamente desconocido para mí. Busqué el libro de vidas de santos, impreso en Madrid, que mucho me hubiera leído mi madre, allá, durante las dichosas enfermedades menores que me libraban del colegio. Nada se decía de Francisco Carraciolo. Pero fui a dar a unas páginas encabezadas por títulos píos: Recibe Rosa visitas del cielo; Rosa pelea con el diablo; El prodigio de la imagen que suda.

Y una orla festoneada en que se enredaban palabras latinas: Sanctae Rosae Limae, Virginis, Patronae principalis totius Americae Latinae. Y esta letrilla de la santa, apasionadamente elevada al Esposo:

¡Ay de mí! ¿A mi querido

quién le suspende?

Tarda y es mediodía,

pero no viene.

Un doloroso amargor se hinchó en mi garganta al evocar, a través del idioma de mi infancia, demasiadas cosas juntas.

Decididamente, estas vacaciones me ablandaban. Tomé lo que quedaba del Jerez y me asomé nuevamente a la ventana. Los niños que jugaban bajo los cuatro abetos polvorientos del parque Modelo dejaban a ratos sus castillos de arena gris para envidiar a los pillos metidos en el agua de una fuente municipal, que nadaban entre jirones de periódicos y colillas de ciga-rros. Esto me sugirió la idea de ir a alguna piscina para hacer ejercicio. No debía quedarme en la casa en compañía de mí mismo. Al buscar el traje de baño, que no aparecía en los armarios, se me ocurrió que fuera más sano tomar un tren y bajarme donde hubiera bosques, para respirar aire puro. Y ya me encami-naba hacia la estación del ferrocarril, cuando me detuve ante el Museo donde se inauguraba una gran exposición de arte abstracto, anunciada por móviles colgados de pértigas, cuyos hongos, estrellas y lazos de madera giraban en un aire oliente a barniz.

Iba a subir por la escalinata cuando vi que paraba, muy cerca, el autobús del Planetarium, cuya visita me pareció muy necesaria, de repente, para sugerir ideas a Mouche acerca de la nueva decoración de su estudio. Pero como el autobús tardaba demasiado en salir, acabé por andar tontamente, aturdido por tantas posibilidades, deteniéndome en la primera esquina para seguir los dibujos que sobre la acera trazaba, con tizas de colores, un lisiado con muchas medallas militares en el pecho. Roto el desaforado ritmo de mis días, liberado, por tres semanas, de la empresa nutricia que me había comprado ya varios años de vida, no sabía cómo aprovechar el ocio. Estaba como enfermo de súbito descanso, desorientado en calles conocidas, indeciso ante deseos que no acababan de serlo. Tenía ganas de comprar aquella Odisea, o bien las últimas novelas policíacas, o bien esas Comedias americanas de Lope que se ofrecían en la vitrina de Brentano’s para volverme a encontrar con el idioma que nunca usaba, aunque sólo podía multiplicar en español y sumar con el “llevo tanto”. Pero ahí estaba también el Prometheus Unbound, que me apartó prestamente de los libros, pues su título estaba demasiado ligado al viejo proyecto de una composición que, luego de un preludio rematado por una gran coral de metales, no había pasado, en el recitativo inicial de Prometeo, del soberbio grito de rebeldía: “... regard this Earth —Made multitudinous with thy slaves whom thou —requiest for knee-worship, prayer, and praise, — and toil, and hecatombs of broken heart, —with fear and self —contempt and barren hope”. La verdad era que, al tener tiempo para detenerme ante ellas, al cabo de meses de ignorarlas, las tiendas me hablaban demasiado. Era, aquí, un mapa de islas rodeadas de galeones y Rosas de los Vientos; más adelante, un tratado de organografía; más allá, un retrato de Ruth, luciendo diamantes de prestado, para propaganda de un joyero. El recuerdo de su viaje me produjo una repentina irritación: era ella, realmente, a la que yo estaba persiguiendo ahora; la única persona que deseaba tener a mi lado, en esta tarde sofocante y aneblada, cuyo cielo se ensombrecía tras de la monótona agitación de los primeros anuncios luminosos. Pero otra vez un texto, un escenario, una distancia, se interponía entre nuestros cuerpos, que no volvían a encontrar ya, en la Convivencia del Séptimo Día, la alegría de los acoplamientos primeros. Era temprano para ir a casa de Mouche. Hastiado de tener que elegir caminos entre tanta gente que andaba en sentido contrario, rompiendo papeles plateados o pelando naranjas con los dedos, quise ir hacia donde había árboles. Y me había librado ya de quienes regresaban de los estadios miman-do deportes en la discusión, cuando unas gotas frías rozaron el dorso de mis manos. Al cabo de un tiempo cuya medida escapa, ahora, a mis nociones —por una aparente brevedad de transcurso en un proceso de dilatación y recurrencia que entonces me hubiera sido insospechable—, recuerdo esas gotas cayendo sobre mi piel en deleitosos alfilerazos, como si hubiesen sido la advertencia primera —ininteligible para mí, entonces— del encuentro.

Encuentro trivial, en cierto modo, como son aparentemente todos los encuentros cuyo verdadero significado sólo se revelará más tarde, en el tejido de sus implicaciones... Debemos buscar el comienzo de todo, de seguro, en la nube que reventó en lluvia aquella tarde, con tan inesperada violencia que sus truenos parecían truenos de otra latitud.

II

Había reventado, pues, la nube en lluvia, cuando andaba yo detrás de la gran sala de conciertos, en aquella acera larga que no ofrecía el menor resguardo al transeúnte. Recordé que cierta escalera de hierro conducía a la entrada de los músicos, y como algunos de los que ahora pasaban me eran conocidos, no me fue difícil llegar al escenario, donde los miembros de una coral famosa se estaban agrupando por voces para pasar a las gradas.

Un timbalero interrogaba con las falanges sus parches subidos de tono por el calor. Sosteniendo el violín con la barbilla, el concertino hacía sonar el la de un piano, mientras las trompas, los fagotes, los clarinetes, seguían envueltos en el confuso hervor de escalas, trinos y afinaciones, anteriores a la ordenación de las notas. Siempre que yo veía colocarse los instrumentos de una orquesta sinfónica tras de sus atriles, sentía una aguda expectación del instante en que el tiempo dejara de acarrear sonidos incoherentes para verse encuadrado, organizado, sometido a una previa voluntad humana, que hablaba por los gestos del Medidor de su Transcurso. Este último obedecía, a menudo, a disposiciones tomadas un siglo antes. Pero bajo las carátulas de las particellas se estampaban en signos los mandatos de hombres que aun muertos, yacentes bajo mausoleos pomposos o de huesos perdidos en el sórdido desorden de la fosa común, conservaban derechos de propiedad sobre el tiempo, imponiendo lapsos de atención o de fervor a los hombres del futuro. Ocurría a veces —pensaba yo— que esos póstumos poderes sufrieran alguna merma o, por el contrario, se acrecieran en virtud de la mayor demanda de una generación. Así, quien hiciera un balance de ejecuciones, podría llegar a la evidencia de que, este u otro año, el máximo usufructuario del tiempo hubiese sido Bach o Wagner, junto al magro haber de Telemann o Cherubini. Hacía tres años, por lo menos, que yo no asistía a un concierto sinfónico: cuando salía a los estudios estaba tan saturado de mala música o de buena música usada con fines detestables, que me resultaba absurda la idea de sumirme en un tiempo hecho casi objeto por el sometimiento a encuadres de fuga, o de forma sonata. Por lo mismo, hallaba el placer de lo inhabitual al verme traído, casi por sorpresa, al rincón oscuro de las cajas de los contrabajos, desde donde podía observar lo que en el escenario ocurría en esta tarde de lluvia cuyos truenos, aplacados, parecían rodar sobre los charcos de la calle cercana. Y tras del silencio roto por un gesto, fue una leve quinta de trompas, aleteada en tresillos por los segundos violines y violoncellos, sobre la cual pintáronse dos notas en descenso, como caídas de los arcos primeros y de las violas, con un desgano que pronto se hizo angustia, apremio de huida, ante la tremenda acometida de una fuerza de súbito desatada... Me levanté con disgusto. Cuando mejor dispuesto me encontraba para escuchar alguna música, luego de tanto ignorarla, tenía que brotar esto que ahora se hinchaba en crescendo a mis espaldas. Debía suponerlo, al ver entrar a los co-ristas al escenario. Pero también podía haberse tratado de un oratorio clásico. Porque de saber que era la Novena Sinfonía lo que presentaban los atriles, hubiera seguido de largo bajo el turbión. Si no toleraba ciertas músicas unidas al recuerdo de enfermedades de infancia, menos podía soportar el Freude, schöner Götterfunken, Tochter aus Elysium! que había esquivado, desde entonces, como quien aparta los ojos, durante años, de ciertos objetos evocadores de una muerte. Además, como muchos hombres de mi generación, aborrecía cuanto tuviera un aire “sublime”. La Oda de Schiller me era tan opuesta como la Cena de Montsalvat y la Elevación del Graal... Ahora me veo en la calle nuevamente, en busca de un bar. Si tuviera que andar mucho para alcanzar una copa de licor, me vería invadido muy pronto por el estado de depresión que he conocido algunas veces, y me hace sentirme como preso en un ámbito sin salida, exasperado de no poder cambiar nada en mi existencia, regida siempre por voluntades ajenas, que apenas si me dejan la libertad, cada mañana, de elegir la carne o el cereal que prefiero para mi desayuno. Echo a correr porque la lluvia arrecia. Al doblar la esquina doy de cabeza en un paraguas abierto: el viento lo arranca de las manos de su dueño y queda triturado bajo las ruedas de un au-to, de tan cómica manera que largo una carcajada. Y cuando creo que me responderá el insulto, una voz cordial me llama por mi nombre: “Te buscaba —dice—, pero había perdido tus señas.”

Y el Curador, a quien yo no veía desde hacía más de dos años, me dice que tiene un regalo para mí —un extraordinario regalo—en aquella vieja casa de comienzos del siglo, con los cristales muy sucios, cuya platabanda de grava se intercala en este barrio como un anacronismo.

Los resortes de la butaca, disparejamente vencidos, se incrustan ahora en mi carne con rigores de cilicio, imponiéndome una compostura de actitud que no me es habitual. Me veo con la tiesura de un niño llevado a visitas en la luna del conocido espejo que encuadra un espeso marco rococó, cerrado por el escudo de los Esterhazy. Renegando de su asma, apagan-do un cigarrillo de tabaco que lo asfixia para encender uno de estramonio que le hace toser, el Curador del Museo Organográfico anda a pasos cortos por la pequeña estancia atestada de címbalos y panderos asiáticos, preparando las tazas de un té que, por suerte, será acompañado de ron martiniqueño. Entre dos estantes cuelga una quena incaica; sobre la mesa de trabajo, esperando la redacción de una ficha, yace un sacabuche de la Conquista de México, preciosísimo instrumento, cuyo pabellón es una cabeza de tarasca ornada de escamas plateadas y ojos de esmalte, con fauces abiertas que alargan hacia mí, una doble dentadura de cobre. “Fue de Juan de San Pedro, trompeta de cámara de Carlos V y jinete famoso de Hernán Cortés”, me explica el Curador, mientras comprueba el punto de la infusión.