Concierto barroco

Alejo Carpentier

Obra prologada por Gonzalo Celorio

Editorial Lectorum

Edición Digital

 

© Lilia Carpentier, 2003

D.R. © Editorial Lectorum, S.A. de C.V., 2003

L.D. Books

Edición Smashword 2012

Primera edición en Lectorum: agosto de 2003

ISBN edición impresa: 9789707320383

ISBN edición electrónica: 9781939048295

D.R. © Prólogo: Gonzalo Celorio

D.R. © Portada: Raúl Chávez Cacho, a partir de Tocador de laúd, de Bernardo Strozzi (1581-1644).

Prólogo y características tipográficas aseguradas conforme a la ley. Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización escrita del editor.


Índice:

Prólogo

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Nota

Gonzalo Celorio

Dos son, a mi manera de ver, las contribuciones principales de Alejo Carpentier (La Habana, 1904–París, 1980) a la configuración de la novela latinoamericana del siglo XX: la tesis de “lo real maravilloso americano”, expuesta, a manera de prólogo, en su novela El reino de este mundo (1949) y ampliada con posterioridad en el ensayo que cierra su libro Tientos y diferencias (1964), y la consideración del barroco como paradigma de la cultura de la América nuestra, planteada en diversos textos, particularmente en el que lleva por título “Problemática de la actual novela latinoamericana”, que abre el libro de ensayos mencionado. Tales presupuestos no sólo son tema de sus reflexiones teóricas a propósito de nuestra cultura sino que también se vuelcan en la práctica narrativa del autor y en buena medida definen su propia obra novelística.

En el temprano año de 1927, Carpentier escribe su primera novela, a la que pone por título ¡EcuéYamba-Ó!, voz lucumí que significa “¡Alabado sea Dios!”. La redacta en el breve lapso de nueve días en una prisión de La Habana, donde fue encarcelado durante siete meses por firmar un manifiesto del Grupo Minorista —al que pertenecía— en contra de la dictadura de Gerardo Machado. Si bien esa novela intentaba ser moderna, merced, sobre todo, a la utilización de algunas imágenes futuristas en el discurso narrativo, resultó, como lo reconoce el propio autor, “un intento fallido por el abuso de metáforas, de símiles mecánicos [...] y por esa falsa concepción de lo nacional que teníamos entonces los hombres de mi generación”. En efecto, esta obra primeriza no difiere significativamente de la tradición realista de la novela latinoamericana imperante en aquellos años, que a pesar de su franca intención denunciatoria —la explotación infligida por el neocolonialismo en las minas, los yacimientos petrolíferos, las compañías bananeras de nuestro continente— pocas veces llega a tocar el fondo de los problemas sociales y con mucha frecuencia se queda en lo meramente vernacular, cuando no en lo folclórico o en lo pintoresco. Una vez liberado, Carpentier se avecina en París en 1928, de donde no regresará a vivir en Cuba hasta 1939, cuando estalla la Segunda Guerra Mundial. En la capital francesa, entra en comunicación directa con las vanguardias europeas de entreguerras. Traba amistad con los poetas y los pintores del surrealismo —Louis Aragon, Tristan Tzara, Paul Eluard, Georges Sadoul, Benjamin Péret, Chirico, Tanguy, Picasso—, a quienes, en su conjunto, considera “la generación más extraordinaria que había surgido en Francia después del romanticismo”, e incluso es invitado por el propio André Breton a colaborar en Révolution Surréaliste, la revista del movimiento que él encabezaba.

Imbuido de las teorías freudianas a propósito de la interpretación de los sueños, el surrealismo, en concordancia con los manifiestos teóricos que le dan sustento, se empeña en incorporar a la creación artística el mundo onírico y las que Breton llamó “potencias oscuras del alma”, a través de la escritura automática y el irracionalismo. Seguramente a la luz de este movimiento, que tiene un sentido más amplio de la realidad que el santificado por la novela realista y más aún por la naturalista del siglo XIX, Carpentier, que sigue pensando obsesivamente en América a pesar de su deslumbramiento ante las vanguardias europeas, se propone reescribir su primera novela durante largos meses de 1933. El resultado al parecer no satisface sus aspiraciones, y su autor acaba por abjurar de ella, así sea parcialmente.

En el año de 1943, Carpentier realiza un viaje a Haití, que va a ser decisivo en la conformación de su pensamiento sobre la cultura y la literatura latinoamericanas. Recorre los caminos rojos de la meseta central, visita las ruinas de Sans-Souci; la Ciudadela La Ferriére, que había mandado construir Henri Cristoph, aquel pastelero negro llegado a déspota ilustrado; la Ciudad del Cabo y el palacio habitado antaño por Paulina Bonaparte, y descubre, azorado, que en aquel país de las Antillas lo maravilloso existe en la realidad cotidiana. La fe colectiva que sus habitantes depositaron en su líder Mackandal los llevó, en tiempos napoleónicos, al milagro de su liberación, y esa fe, procedente de arcanas mitologías, no ha perdido su vigencia. Es entonces cuando el escritor se ve llevado a enfrentar la realidad recién vivida, que no vacila en calificar de maravillosa ni en hacerla extensiva a toda América Latina, a las prácticas surrealistas, que si antes lo entusiasmaron, ahora lo defraudan:

Pero es que muchos se olvidan, con disfrazarse de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado límite”. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos.

 

De esta experiencia vital nacen El reino de este mundo y el prólogo que le da sustento teórico, en el que el autor expone la que habrá de ser su poética más persistente: “lo real maravilloso americano”. La idea que subyace en ese prólogo y que Carpentier desarrolla a lo largo de su novela es, en síntesis, la siguiente: en América —la América nuestra, se entiende—, lo maravilloso forma parte de la realidad cotidiana, habida cuenta de la fe de sus habitantes en el milagro, mientras que en Europa, donde los discursos (como afirmará más tarde en Los pasos perdidos) han sustituido a los mitos, lo maravilloso es invocado con trucos de prestidigitador.

Habría       que decir que tal idea tiene sus antecedentes en los remotos tiempos del que se ha dado en llamar “encuentro de culturas” y obedece a la vieja oposición, que, del Gran Almirante a Hegel, pasando por Americo Vespucci, Joseph de Acosta, el padre Las Casas y Rousseau, le atribuye a las Indias Occidentales o al Nuevo Mundo los valores de la inocencia, la virginidad y la abundancia —tierra de la eterna primavera, país del noble salvaje, generosa cornucopia— en tanto que caracteriza al Viejo Mundo por su decadencia y su decrepitud.

Tal concepción se plantea de manera reiterada en la obra ensayística de Carpentier y anima la escritura de las seis novelas que sucedieron a El reino de este mundo, a saber: Los pasos perdidos (1953), El Siglo de las Luces (1962), El recurso del método (1974), Concierto barroco (1974), La Consagración de la Primavera (1978) y El arpa y la sombra (1979). En todas ellas se presenta, aunque con las variaciones propias del caso, la contraposición de una América mítica y promisoria versus una Europa fatigada y exacerbadamente racional. El punto nodal del contraste estriba en las diferentes maneras en que una y otra culturas conciben lo maravilloso. Según la tesis carpenteriana, en América lo maravilloso se suscita de manera objetiva en la propia realidad gracias a la fe de la colectividad en el milagro, mientras que en Europa es el resultado de la inventiva personal del escritor y tiene, por tanto, un carácter fantasioso y necesariamente subjetivo.

Ahora bien, en el prólogo de marras, Carpentier hace derivar lo maravilloso, según lo dice en el pasaje citado líneas arriba, de una alteración inesperada de la realidad, que es percibida por el creyente en el milagro con un espíritu exaltado, lo que pondría en tela de juicio precisamente su presunta objetividad. Cabría preguntarse, así las cosas, si esta condición que Carpentier le adjudica a América es realmente tan objetiva como él mismo sustenta o si, por lo contrario, proviene de una mirada exógena, en este caso europea, que se posa en nuestra realidad, y al advertir que no se ajusta a los paradigmas del Viejo Mundo, la califica de maravillosa, como ocurrió desde los tiempos colombinos. Al parecer, la obra de Carpentier responde a este segundo supuesto: si el autor creyera a ciencia cierta en que lo maravilloso es parte integral de la realidad americana y la viera de manera endógena, no la calificaría de maravillosa sino que la aceptaría simplemente como real y, por consiguiente, no hablaría de “lo real maravilloso” sino sólo de realismo.

Por lo que hace a su segunda aportación a las letras latinoamericanas, Carpentier, en diversos puntos de su obra ensayística y narrativa, se refiere al barroco como un arte definitorio de la cultura de la América nuestra. En su ensayo “Problemática de la actual novela latinoamericana” de Tientos y diferencias dice, de manera categórica, que “nuestro arte siempre fue barroco: desde la espléndida escultura precolombina y el de los códices, hasta la mejor novelística actual de América, pasándose por las catedrales y monasterios coloniales de nuestro continente”. En el mismo ensayo explica que los escritores latinoamericanos, a diferencia de los europeos, tienen que nombrar una realidad que todavía no ha pasado por el tamiz de la palabra, y en el cumplimiento de esa tarea de Adán que pone nombre a las cosas, su prosa, según se infiere, es necesariamente barroca:

[...]nosotros, novelistas latinoamericanos, tenemos que nombrarlo todo —todo lo que nos define, envuelve y circunda: todo lo que opera con energía de contexto— para situarlo en lo universal. Termináronse los tiempos de las novelas con glosarios adicionales para explicar lo que son curiaras, polleras, arepas o cachazas. Termináronse los tiempos de las novelas con llamadas al pie de página para explicarnos que el árbol llamado de tal modo se viste de flores encarnadas en el mes de mayo o de agosto. Nuestra ceiba, nuestros árboles, vestidos o no de flores, se tienen que hacer universales por la operación de palabras cabales, pertenecientes al vocabulario universal. Bien se las arreglaron los románticos alemanes para hacer saber a un latinoamericano lo que era un pino nevado cuando aquel latinoamericano jamás había visto un pino ni tenía noción de cómo era la nieve que lo nevara.

Carpentier llega a considerar barroca aun la naturaleza americana. Hay alusiones en este mismo ensayo a “barroquismos telúricos” y al “amor físico [que] se hace barroco en la encrespada obscenidad del guaco peruano”, y en La ciudad de las columnas, su libro sobre la arquitectura de la ciudad de La Habana, habla de “mulatas barrocas en genio y figura”.

Como puede apreciarse por la diversidad referencial, Carpentier toma aquí y allá el complejo concepto barroco en un sentido sumamente lato, cuando no figurado o metafórico. Esto es que considera sólo algunos de los rasgos formales del estilo barroco, como la exuberancia, la tensión dramática o la sensualidad, y hace caso omiso de los referentes históricos y de los contenidos ideológicos que lo determinan y lo explican. No es éste el lugar para hacer una disquisición a propósito del barroco en América, que fue impuesto por España como arte de Contrarreforma con el propósito de reeducar a los aborígenes en el sistema de valores de la cultura hispánica y de vigilar la ortodoxia católica de los criollos, y que aquí, gracias precisamente a las aportaciones de las culturas indígenas, al mestizaje y al criollismo, cobró una nueva dimensión y una personalidad propia que lo convirtieron, como lo recuerda José Lezama Lima, en arte de contraconquista, punto de partida de nuestra emancipación cultural. Bástenos decir, por ahora, que la estética barroca del siglo XVII, que se prolonga en América durante prácticamente todo el siglo XVIII hasta alternar con el neoclasicismo, ha sido retomada de manera muy señalada, según lo vio Severo Sarduy en su artículo “Barroco y neobarroco”, por la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX y muy particularmente por algunos escritores cubanos como Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, el propio Sarduy y, por supuesto, Alejo Carpentier.

Sin lugar a dudas, una de las novelas que por su temática y por su estilo mejor representan esta literatura neobarroca es, desde su título mismo, Concierto barroco.