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ARTE Y ARTIFICIO DE UN SEDUCTOR

Quizá uno de los textos más apasionantes y poco comprendidos que se hayan escrito es el que ahora tiene usted en sus manos. Pocas obras, y ciertamente ninguna otra escrita por Kierkegaard, han sido tan leídas y debatidas como este Diario de un seductor (Forfererens Dagbog), y las razones para ello son varias. Primero podríamos decir que lo que Maquiavelo es para la política, el autor de este diario lo es para el arte de la seducción. En sus páginas Kierkegaard abre ante nuestra mirada atónita las puertas que custodian los secretos del proceso de una seducción sin escrúpulos, más allá —o más acá— de toda ética posible, cuyo único objetivo es atrapar a la víctima elegida. Sí: a la víctima elegida en forma deliberada como tal. Pero para comprender a fondo este texto al interior del sistema kierkegaardiano, es por demás necesario ubicarlo en su contexto.

Søren Kierkegaard nació en Copenhague, Dinamarca, el 5 de mayo de 1813. Antes de cumplir los diez años de edad, ya había perdido a dos de sus hermanos: Michael, quien murió a los doce años en 1819, y Maren, muerta a los veinticuatro años en 1822. Durante los siguientes diez años vería morir a su madre, a otros tres hermanos —Nicoline, Niel Andreas y Severina Petra— y en 1838, finalmente, a su padre, quien lo había educado e inculcado ideas que influirían en su vida y en su pensamiento por siempre.

La muerte, pues, fue una constante compañera de infancia y juventud. Fue poco después del deceso del padre cuando la vida de Kierkegaard se tornó una verdadera avalancha de acontecimientos significativos, que decidieron su futuro. A los veintisiete años de edad, en 1840, Kierkegaard presenta un sobresaliente examen de teología; poco después se compromete de manera formal con Regine Olsen, y casi de inmediato comienza a dar discursos religiosos. Sin embargo, antes de cumplirse un año de su compromiso con Regine, rompe con ella y consigue el grado de Magister Artium en la Facultad de Filosofía. A partir de ese momento, encontramos a un Kierkegaard dedicado por completo a trabajar en sus escritos, cursos y publicaciones.

Parece inevitable, a la luz de su vida y de su obra, preguntarnos si acaso Kierkegaard llevó a cabo una elección entre dos tipos de vida que le parecían incompatibles: la del placer del amor por una mujer, y la del compromiso ético con ideales trascendentes. Pero para comprender por qué planteo la posibilidad de esta disyuntiva, será mejor asomarnos a la manera en que se gestó el Diario de un seductor, porque en la explicación de esta obra podemos encontrar más de una respuesta kierkegaardiana para la vida, el placer, el compromiso y el amor.

Si bien Diario de un seductor puede leerse como un texto aislado, la realidad es que no lo es; este diario es parte de una obra mayor, cuyos artificios son, en sí mismos, una historia fascinante. Escuchemos esa breve historia que, a su modo, es también una historia de seducción, antes de entrar en la materia del libro. Al texto en el cual aparece esta historia se le conoce como O/o*1 Como el título hace elocuente, esta obra pretende proponernos una disyuntiva: se trata de la alternativa entre dos distintas posiciones ante la vida: la ética y la estética; el compromiso o el placer. Pero para comprender el significado de esta disyuntiva, conviene recordar la hermosa historia que Kierkegaard emplea a manera de artificio para ofrecer al público su O/o.

Relata el filósofo en el prólogo a O/o cómo llegaron a sus manos los papeles que conforman este libro; esto es: los presenta como documentos que no fueron escritos por él. Mediante este recurso el autor toma distancia de sí mismo, y atribuye sus escritos a otros personajes para dejar para sí sólo el papel de editor de los documentos. Con ello muestra dos formas distintas de vida de facto: busca presentar al lector de O/o a dos individuos profundamente convencidos de sus propias formas de vida y de sus principios; para el uno serán de índole ética, para el otro, de índole estética. Kierkegaard cuenta así esta historia fascinante para explicar el origen del Diario de un seductor.

Hace aproximadamente siete años, en una tienda de segunda mano del pueblo, descubrí un pequeño escritorio. Atrapó mi atención desde el momento en que lo vi; no se trataba de un trabajo de ebanistería muy moderno, más bien el mueble se veía bastante usado, y aun así me cautivó. No puedo explicar la razón de ello, pero mucha gente ha tenido una experiencia similar. Mi camino diario me hacía pasar frente a la tienda y su pequeño escritorio, y nunca transcurrió un día en que no me fijara en él al pasar. Gradualmente, el escritorio adquirió una historia para mí; verlo se convirtió en una necesidad, y por lo mismo nunca salía de mi camino cotidiano aun si tenía que cambiar de ruta. Mientras más lo veía, más deseaba poseerlo. Estaba consciente de que se trataba de un deseo extraño, ya que no podía darle uso alguno al mueble; era una mera extravagancia de mi parte. Pero el deseo —como todos sabemos— es algo sofisticado. Un día encontré un pretexto para entrar a la tienda, pregunté por otras cosas, y ya de salida y de manera casual, hice una oferta por el escritorio. Pensé que el vendedor tal vez aceptaría. Y entonces el escritorio habría caído en mis manos por una oportunidad de la suerte. Ciertamente no me comporté así por razones monetarias, sino por razones de conciencia. Pero el plan falló. El vendedor era exageradamente firme en sus precios. Por un tiempo regresé diariamente a lanzarle miradas amorosas al escritorio. “Debes decidirte —pensé—, porque imagina que se vendiera, sería ya demasiado tarde. Aun si consiguieras recuperarlo, nunca te sentirías igual respecto de él.” El corazón me latía con fuerza al entrar a la tienda. El escritorio fue comprado y pagado. “Ésta tiene que ser la última vez que seas tan extravagante —pensé—: sí, de hecho fue una suerte haberlo comprado, porque ahora cada vez que lo mires, pensarás en lo extravagante que fuiste. Con el escritorio debe comenzar un nuevo periodo de tu vida.” ¡Sin embargo el deseo es muy elocuente y las buenas resoluciones siempre están a la mano!

Así, el escritorio fue colocado en mi departamento, y así como en el primer periodo de mi enamoramiento mi placer era verlo desde la calle, ahora caminaba junto a él en casa. Gradualmente me familiaricé con su riqueza, con sus múltiples cajones y entrepaños, y me sentía complacido con mi escritorio. Pero todo estaba a punto de cambiar. En el verano de 1836 mis ocupaciones me permitieron tomarme una semana en el campo. El carruaje pasaría a recogerme a las cinco de la mañana en punto. Mi equipaje había quedado listo la tarde anterior. Todo estaba en su punto. Me desperté a las cuatro, pero la imagen del bello lugar que pronto visitaría tuvo un efecto tan intoxicante en mí, que me volví a quedar dormido o al menos soñando. Parece que mi sirviente pensó que debería dormir tanto como pudiera, porque no fue sino hasta las cinco y media que me llamó. El carruaje hacía sonar su corneta, y aunque no me inclino a seguir órdenes de otros, hice una excepción con el carruaje. Me vistieron con rapidez. Ya estaba yo en la puerta cuando se me ocurrió: “¿Llevas suficiente dinero en la cartera?”. No, no llevaba suficiente. Abrí el escritorio para sacar de mi cajón lo necesario, pero ¿qué pasó? El cajón no se movía. Todos mis intentos fueron en vano. Todo era sumamente infortunado. ¡El carruaje seguía tocando, y yo con estas dificultades! Se me subió la sangre a la cabeza y me indigné. Como Jerjes al golpear el mar, decidí vengarme. Tomé una pequeña hacha y con ella le di al escritorio un tremendo golpe. No sé si en mi ira fallé, o si el cajón era tan obstinado como yo, pero el efecto no fue el deseado. El cajón estaba cerrado, y seguía cerrado. Pero algo más pasó. No sé si el hacha cayó justo en el punto indicado, o si el golpazo lo causó; lo que sí es que de repente se abrió una pequeña puerta secreta que no había descubierto. Ésta incluía un entrepaño que naturalmente tampoco había descubierto. Aquí, para mi sorpresa, encontré muchos papeles, los que forman el contenido de este trabajo.

Es así que Kierkegaard relata cómo llegaron a sus manos los textos que conforman O/o. Luego cuenta cómo fue que se llevó estos documentos a su viaje de descanso y los estudió, para terminar descubriendo con base en la letra, los temas y el estilo, que dichos papeles pertenecían a dos autores diferentes. Cada uno afirmaba visiones contrapuestas de la vida. Por cuestiones prácticas los llama “papeles A” y “papeles B”. Los escritos de A son una serie de tratados estéticos, mientras que los papeles de B tratan cuestiones éticas. Diario de un seductor aparecía de entrada como el último escrito de A,esto es, como un texto estético. Pero —y aquí las cosas se ponen más interesantes para el lector de este diario— un estudio más detallado —nos dice Kierkegaard— reveló que esto no era así. Los papeles de B eran en realidad una respuesta ética, una confrontación ante las posiciones estéticas de A. El “o/o” del título de la obra pide pues, al lector, tomar una decisión: ¿quién lo convence? ¿A o B? ¿La posición ética de la vida o la posición estética?

Pero de entre todos esos papeles “encontrados” por Kierkegaard, el último legajo, Diario de un seductor, parece no pertenecer a ninguno de los dos autores. Nuestro filósofo dice al respecto lo siguiente: “La última parte de los papeles de A es una historia que se titula Diario de un seductor. Aquí aumentaron mis dificultades, ya que A no reconoce ser el escritor de este diario, sino sólo su editor”. Esto es: lo lógico es que A fuera el autor, por el contenido del material, y sin embargo Kierkegaard decide introducir un tercer personaje como autor de esta obra. Esto —dice el filósofo— complicó las cosas al brindar la impresión de que había de armarse un rompecabezas chino, en el cual un autor ocultaba a otro. Pero Kierkegaard se desnuda ante el lector cuando nos dice: “Sólo quiero notar que el estilo dominante en el prefacio de A traiciona a su propio autor. Realmente es como si al mismo A le hubiera dado miedo su propio escrito, como en una pesadilla que sigue dando miedo cuando se está platicando de ella”. Esto es: para Kierkegaard, un autor se esconde detrás de un seudónimo cuando su propia obra le da miedo, cuando no es capaz de reconocerse en ella, cuando, al leerla, le parece estar ante algo que no es parte de su vida consciente, sino de su inconsciente: como en una pesadilla. Pero considere el lector lo que esto implica si tomamos en cuenta el hecho de que Kierkegaard dobla los seudónimos, o, mejor dicho, los falsos autores, sólo para el caso de Diario de un seductor. O/o se presenta como un escrito del cual Kierkegaard no es el autor, pero a Diario de un seductor lo presenta uno de esos autores —A— como un texto de alguien más. A escribe todos los demás papeles estéticos, pero el autor del diario es un desconocido autor lejano. Un poco más adelante, en el mismo prefacio, Kierkegaard insiste: yo no tengo nada que ver con esta historia que me horroriza tanto como al mismo A. Aclara, pues, que se encuentra a una doble distancia de su autor, y aun así, confiesa su profunda incomodidad en el momento de ordenar los papeles para su edición:

Es como si el seductor se moviera como una sombra por el suelo y echara un vistazo a sus papeles para lanzarme una mirada diabólica y decirme: ¡Así que piensas publicar mis papeles!… Causarás mucha ansiedad a la pobre gente. Y a cambio, por supuesto, crees que me desarmarás a mí y a los míos. Te equivocas. Simplemente cambiaré mi método y quedaré en una posición aún mejor. Qué cantidad de jovencitas caerán directo en mis brazos cuando escuchen ese seductor nombre: “un seductor”. Dame medio año y te daré una historia más interesante que cualquiera que haya experimentado hasta ahora. Me imagino a una joven vigorosa que logre un incisivo giro en su forma de pensar, con la idea de vengar a su sexo conmigo. Pensará que puede vencerme, darme una probada de lo que es un amor no correspondido. Ése es mi tipo de mujer. Y si ella no hace bien el trabajo por sí misma, yo le ayudaré. Me retorceré como anguila. Y al llegar a ese momento, ella será mía.

Se trata, pues, de una mente calculadamente diabólica, a la que poco importan los principios o motivos éticos; el único fin de todo es la seducción.

Partamos entonces del hecho de que el libro del cual forma parte este Diario ofrece dos alternativas, y que de la misma manera podemos hablar, según Kierkegaard, de dos estadios del amor.*2 Los papeles de A nos hablan del amor como se entiende desde el estadio estético, y a ellos pertenece Diario de un seductor. Mientras tanto, los papeles de B son la respuesta de alguien que se encuentra en el estadio ético. Todo esto es algo más que una historia curiosa; Kierkegaard demanda de sus lectores lo siguiente:

Si alguien comienza por decir “O esto…” y no oculta a quien lo escucha que la primera opción es larga, quien escucha debe o bien pedirle que no comience, o bien escuchar la otra parte de la oración, su “o esto otro”.

Diario de un seductor expone, pues, la postura de quien ya ha tomado como opción una vida estética. Kierkegaard nos pediría a cambio de leer este libro, que escucháramos también los papeles de B: la posición ética de la vida.

Para aquel que vive la vida envuelto en el velo de la estética, el amor es el amor sensual. A Kierkegaard le fascinaba el mundo del amor sensual, en el que el deseo surge de la belleza y hace vibrar al individuo, aunque sus objetos sean fugaces. Poco importa, desde esta perspectiva, que esos objetos del amor sensual desaparezcan tan rápidamente como aparecieron, ya que a cada aparición de un objeto del amor sensual, la precede un instante de goce. La figura que encarna la plenitud del amor sensual es Don Juan, para quien el erotismo es la seducción, y la energía de ésta proviene fortificada sólo del deseo sensual. El poder demoniaco de la sensualidad de Don Juan se expresa en su capacidad de seducir.

En contraste, el amor entendido desde el estadio ético implica una decisión amorosa, que otorga firmeza y permanencia al amor. Su destino es el compromiso con la fidelidad en el amor, lo cual es completamente ajeno al amor de un seductor. Se trata de elegir entre el placer y la belleza frente al compromiso y la permanencia. Diario de un seductor muestra una seducción cuya mira es el placer; si decimos que el seductor que aquí aparece no tiene ética alguna, no estamos haciendo una crítica, sino una mera descripción de la forma de vida estética, que rechaza la ética para situarse en el ámbito de la belleza y el placer.

Tenemos así dos versiones que nos hablan de dos Kierkegaards vivos:

[…] era necesario [llegó a decir el mismo Kierkegaard] alguien que fuera capaz de adentrarse en las profundidades de todo el mundo de la meditación, de la mediocridad y la falta de espiritualidad para cimentar ahí, a la vista de todos, un explosivo O/o: “o esto/o aquello”.

Pero ¿qué motiva a plantear en términos completamente excluyentes estas dos opciones? Esto es: ¿se trata de una disyuntiva inevitable; hemos de elegir entre una u otra? ¿Es ésta una disyuntiva de la vida real o sólo es tal al interior de la filosofía de Kierkegaard? ¿O acaso fue una disyuntiva para el Kierkegaard vivo, que rompió el compromiso amoroso para dedicarse a la fe? Tal vez fue el mismo pensador el que no logró conciliar la ética y el placer…

En efecto, resulta difícil considerar la decisión que apenas había tomado cuando escribió este libro: la de romper su compromiso con Regine Olsen. El 11 de octubre de 1841 Kierkegaard renunció a su relación con ella, y poco después viajó a Berlín. Ahí escuchó lecciones de filosofía de Schelling durante casi cuatro meses, para después regresar a Copenhague. Ahora bien: de acuerdo con el mismo filósofo, redactó O/o en once meses. Escribió durante su estancia en Berlín la parte dos, y la primera, en cambio, a su regreso a Copenhague, en marzo de 1842.

Todo lo anterior nos hace pensar si acaso este O/o, que para nuestro filósofo fue una disyuntiva podría no ser visto de otra manera; si la belleza y la sensualidad nos pueden conducir también a algo más que al puro amor sensual. Tal vez incluso resta considerar si acaso el amor sensual puede llevarnos a un estadio superior en la vida. Pero para Kierkegaard, como hemos dicho, esos estadios de la vida implican una elección absoluta, y no existe manera alguna de flanquear los abismos que separan a uno de otro. El mismo Kierkegaard, en su propia vida, tomó una elección, y no pudo lograr nunca que esos caminos —el ético y el estético, el compromiso y el placer— fueran compatibles.

Ahora bien, por la forma en que se presenta este Diario, y por las fechas en que fue escrito y editado, podemos considerar que el Kierkegaard editor —si bien no el Kierkegaard escritor— es el Kierkegaard cristiano que conocemos, forjador de una serie de términos filosóficos que influirían en el pensamiento de todo el siglo XX, tales como la angustia, la desesperación, el absurdo, la paradoja, el salto, la situación y el instante. El Kierkegaard editor es ya pues el filósofo que reflexiona en torno a la música y a la existencia, algunos de los temas que llevarían a hacerlo acreedor al título de padre del existencialismo del siglo XX. Y por lo mismo podemos decir que O/o nos habla de dos posiciones que el propio filósofo llegó a sostener e incluso quizá a vivir en diferentes etapas de su vida. Ello explica que sea tan vivo el relato de este Diario—, por eso no es falso y es tan audaz y provocador: es el propio Kierkegaard sumido en el amor sensual, en el placer de la belleza, el que habla en este libro. Quien lo lee se abisma en la fuerza erótica del amor sensual, que siempre, al menos en su impulso inmediato, posee una intensidad que se encuentra más allá de toda ética. O/o enfrenta la fugacidad frente a la permanencia, el placer frente al compromiso y la satisfacción personal frente a la entrega comprometida. El Diario expone únicamente el amor fugaz, que busca en el placer la satisfacción personal, pero es un “o…”; le falta el otro “…o…”.

Pero ¿cómo puede concebirse el amor que no permanece, que no se compromete y busca sólo la satisfacción personal? Es un amor que se comprende como una batalla interesada, ante la cual ha de emplearse una cierta logística. Primero una guerra de liberación, luego una guerra de conquista, de vida o muerte. El seductor concibe el amor como una guerra en la que alguien por necesidad termina vencido y alguien más resulta siempre vencedor. Al tratarse de una batalla, es un amor inevitablemente cruel: existe una víctima y un victimario. La mujer es vista así como objeto de amor y odio, como aquello que se desea y a la vez aquello contra lo que se combate: no es extraño, pues, encontrar misoginia y devoción vividas en el mismo instante. Y ese instante lo es todo: es la elección del instante que implica el olvido de las consecuencias y, por lo mismo, el olvido de la ética: o una cosa o la otra. La seducción es así una especie de sacrificio en el cual la víctima es la mujer seducida, que después de haber caído en la trampa se goza y se olvida.

¿O esto o aquello? Nos preguntábamos si esta elección es necesaria en la vida, o si más bien fue necesaria en la vida de Kierkegaard. Diario de un seductor no puede ofrecer una respuesta a esta pregunta, pues muestra tan sólo la faceta extrema de la vida estética, la cual es imposible de acompasar con la vida ética. Esperamos sea el lector quien juzgue por sí mismo, y, sobre todo, esperamos que este libro le invite a conocer la otra propuesta, la otra “o” del “o/o”: la dimensión ética.

Paulina Rivero Weber


*1 En inglés, por ejemplo, se traduce el título por Either/Or. En español se le conoce tanto como O/o como con el título más sugerente: O esto o aquello.

*2 De hecho, Kierkegaard hablará de tres estadios de la vida: el estético, el ético y el religioso. Se trata de tres fases que se contraponen, entre las cuales no se pasa de una a otra por algún tipo de continuidad, como podría ser la propuesta hegeliana. Sólo se pasa de una a otra mediante un salto, ya que entre ellas existe un abismo infranqueable, y cada individuo vive su vida en uno de estos tres estadios.


Sua passion predominante e la giovin principiante.

WOLFGANG AMADEUS MOZART,
Don Giovanni

 


INTROITO

Me cuesta dominar la ansiedad que me acomete en este instante en que me resuelvo a transcribir, con el mayor cuidado, la copia que entonces hice con precipitación y con el corazón alterado. Pero incluso hoy, no obstante, siento idéntica inquietud y me hago idénticos reproches.

Contrariamente a su costumbre, no había cerrado la mesa escritorio y todo se encontraba a mi disposición. Había un cajón abierto. En él, sobre algunos papeles sueltos, se hallaba un volumen en cuarto, encuadernado con óptimo gusto. Sobre la portada había pegado un pequeño recuadro de papel blanco en el que había escrito de su puño y letra el título: Commentarius perpetuas num. 4.

En vano trato de serenarme, diciéndome que de no estar visible la portada y de no haber sido tan sugestivo el título, no me hubiese vencido la tentación con tanta facilidad.

El título resultaba bastante extraño, más que por sí mismo, por el lugar en el que se encontraba. Al examinar brevemente los papeles sueltos, comprendí de qué se trataba, es decir, episodios amorosos, consejos varios, alguna alusión a aventuras personales y también borradores de cartas, cuyo estilo descuidado, pero intencional y artísticamente riguroso, pude más tarde apreciar.

Ahora, cuando he podido dirigir la mirada por dentro al corazón tenebroso de aquel ser corrompido, cuando con el pensamiento vuelvo al instante en que estuve ante aquel cajón abierto, siento una sensación similar a la del policía que, mientras registra la habitación de un falsificador, descubre una cantidad de papeles sueltos que sirvieron para ensayar dibujos y escritura: en uno hay dibujado un follaje, en otro una rúbrica, en otro más una línea de escritura al revés, que le indican que está sobre la pista; en esos momentos, a la satisfacción del descubrimiento se mezcla un gran asombro por todo el trabajo y el estudio realizados.

Pero a mí la cuestión se me presentaba bajo otro aspecto, ya que, careciendo de función policial, mi actitud me colocaba en un camino al margen de la ley. En mi confusión, me sentía tan vacío de ideas como de palabras.

Con frecuencia, nos dejamos dominar por una impresión, hasta que nos liberamos al reflexionar, y esta meditación, rápida y mutable en su agilidad, penetra en el íntimo misterio de lo desconocido.

Cuanto más desarrollada está la facultad de reflexión, con mayor rapidez vuelve a asumir el predominio, lo mismo que el funcionario que extiende los pasaportes y, por la fuerza de la costumbre, puede mirar con fijeza y sin desorientarse, las más extrañas caras de los aventureros. Pero, aunque mi ejercicio reflexivo está vigorosamente desarrollado, en el primer instante me dominó un profundo estupor; recuerdo con claridad que me sentí palidecer y que poco faltó para que me desvaneciera. ¡Qué sensación de angustia experimenté en aquellos momentos! ¡Si él hubiese regresado a su casa y me hubiera hallado sin sentido ante su escritorio abierto! La mala conciencia, no obstante, puede hacer interesante la existencia…

El título del libro no me llamó demasiado la atención: imaginé que se trataba de una recopilación de fragmentos y párrafos sacados de diferentes obras, hipótesis que creí lógica, pues sabía que estudiaba asiduamente. Sin embargo, el contenido era distinto por completo: un diario personal, redactado con toda minuciosidad.

Cuando lo conocí, no supuse que su vida necesitaba un comentario, pero, después de lo que había podido ver, era imposible negar que el título fue elegido a conciencia por un hombre capaz de mirar por encima de sí mismo y de la situación con verdadera superioridad estética y objetividad.

El título armonizaba perfectamente con el contenido.

El fin de su existencia era vivir de manera poética y en la vida había sabido encontrar, con un sentido muy agudo, lo que hay de interesante, y describir sus sensaciones lo mismo que si se tratara de una obra de imaginación poética. Por tanto, este diario suyo no está rigurosamente de acuerdo con la verdad y no es una narración; podríamos decir que no se halla en el modo indicativo sino en el subjuntivo. Aunque, claro, anotó en él los detalles después de haberlos vivido —a veces, quizá, bastante tiempo después—, el relato posee una eficacia tan viva y dramática que hace revivir ante los ojos de nuestra mente el huidizo instante.

No cabe la menor duda de que el diario tuvo como único propósito un interés particular del autor. Si consideramos el plan general de la obra, lo mismo que sus pormenores, no puede suponerse que haya sido escrito con finalidad literaria o con destino a la imprenta..

Y no es que temiera la mirada indiscreta de los profanos; a todos los apellidos se les ha dado una apariencia demasiado extraña para que puedan ser auténticos. Sin embargo, creo sinceramente que ha conservado los nombres propios, de modo que más adelante pudiera identificarlos, pero que los demás se hubieran engañado ante los apellidos. Esta apreciación mía es exacta, por lo menos, en lo que se refiere al nombre de la muchacha en torno a la que se centra el interés principal, y a la que conocí en persona: Cordelia… En efecto, se llamaba Cordelia, pero su apellido no era Wahl.

¿A qué se debe, por tanto, que este diario posea todas las características de una creación poética?

La respuesta no es difícil.

Quien lo escribió tenía naturaleza de poeta, es decir, un temperamento que, por así decirlo, no es ni tan rico ni tan pobre como para poder separar a la perfección la realidad de la poesía. El espíritu poético era el signo más que él añadía a la realidad; ese signo más consistía en lo poético de que él gozaba en la situación poética de esa realidad; cuando de nuevo la evocaba como fantasía de poeta, sacaba partido del placer. Ése era el segundo goce; toda su vida tenía como objetivo el placer. En el primer caso, gozaba de ser el objetivo estético; en el segundo, gozaba estéticamente de su propio ser.

Es interesante señalar que, en el primer caso, en su fuero interno se deleitaba de un modo egoísta de cuanto la vida le concedía y, en parte, de aquellas mismas cosas con las que impregnaba la realidad; de ésta, en el primer aspecto, se servía como un medio, en el segundo, elevaba la realidad a una concepción poética.

Por eso mismo, un resultado del primer aspecto es la condición anímica en la que se vino formando el diario, como fruto del segundo, hasta que maduró; pero no debe despreciarse la observación de que en este caso, las palabras deben entenderse en un sentido algo diferente del otro. Y de este modo pudo percibir siempre la poesía en la doble forma en que su vida transcurrió y a través de esta misma forma.

Más allá del mundo en que vivimos, en un fondo alejado, existe todavía otro mundo y ambos se encuentran más o menos en idéntica relación que la escena teatral y la real. A través de un delgadísimo velo, distinguimos otro mundo de velos, más tenue pero también de más intenso carácter estético que el nuestro y de un valor distinto de los valores de las cosas. Muchos seres que aparecen materialmente en el primero, pertenecen tan sólo a éste, pero tienen su auténtico lugar en el otro. Como consecuencia, cuando un ser humano se desvanece de éste y llega casi a desaparecer de él por completo, puede deberse a un estado de dolencia o de salud. Este es el caso de Él, a quien conocí aun sin llegar a conocerlo.

No pertenecía al mundo real, pero tenía con él mucha relación. Penetraba en él muy hondamente; no obstante, cuanto más se hundía en la realidad, quedaba siempre fuera de ella. No es que lo sacara fuera un espíritu del bien, ni tampoco uno del mal; nada puedo afirmar en su contra…

Padecía de una exacerbatio cerebri, por lo que el mundo real no tenía para él suficientes estímulos, excepto en una forma interrumpida. No se alejaba de la realidad por ser demasiado débil para soportarla, sino demasiado fuerte y precisamente en esta fuerza residía su dolencia. En cuanto la realidad perdía su poder de estímulo, se sentía desarmado y en eso consistía el mal que lo aquejaba. De eso, él tenía conciencia en el instante mismo en que lo incitaban y en esa conciencia estaba el mal.

Conocí a la muchacha cuya historia constituye el tema central del libro; ignoro si sedujo a otras, aunque, seguramente, es posible deducirlo de sus papeles. Parece que también en esta forma de proceder se condujo del modo tan particular que lo caracteriza, pues la naturaleza lo había dotado de un espíritu demasiado selecto para que fuese un seductor común. El diario muestra que, con frecuencia aspiraba a algo muy rebuscado; por ejemplo, a un simple saludo, ya que el saludo era lo mejor que la dama en cuestión tenía. Por medio de sus finísimas facultades intelectuales, sabía inducir de forma maravillosa a una muchacha a la tentación, ligarla a su persona incluso sin tomarla, sin desear siquiera poseerla, en el más estricto sentido de la palabra.

Imagino perfectamente cómo sabía conducir a una muchacha hasta sentirse seguro de que ella iba a sacrificarlo todo por él. Y cuando lo había conseguido, cortaba de plano.

Todo esto sin que él, por su parte, hubiese demostrado el menor acercamiento, sin que aludiera al amor en ninguna de sus palabras, sin una declaración y ni siquiera una promesa. Pero, sin embargo, todo había ocurrido; y la desdichada, al darse cuenta de esto, sentía una doble amargura, puesto que nada le podía reclamar, o se veía lanzada, en una loca zarabanda, a los más opuestos estados de ánimo. A veces le dirigía reproches, para otras reprocharse a sí misma, pero, como en realidad nada había existido, debía preguntarse a sí misma si no era todo producto de su imaginación. Tampoco le quedaba el recurso de confiarse a alguien, pues, objetivamente, nada tenía que confiar.

A otras personas se les puede contar un sueño, pero la muchacha en cuestión podía haber contado algo que no era un sueño, sino una amarga realidad, pese a lo cual, cuando deseaba desahogar un poco su angustiado corazón, todo volvía a desaparecer. De eso, las interesadas debían dolerse mucho, pero mejor que nadie hubieran podido formarse una idea clara del caso, aunque sintieran pesar sobre sí mismas su carga apremiante.

Por tal causa, las víctimas que él causaba eran de un tipo muy especial: no pasaban a engrosar el número de desdichadas que la sociedad condena al ostracismo; en ellas no se advertía ningún cambio visible; vivían en la relación habitual de siempre, respetadas en el círculo de los conocidos, como siempre, y, sin embargo, estaban sufriendo un profundo cambio, en una forma que a ellas les resultaba incomprensible y los demás no podían percibir. Su vida no estaba rota, como la de las otras seducidas; tan sólo habían sido doblegadas y vencidas dentro de sí mismas; peédidas para los demás, intentaban inútilmente volver a encontrarse.