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Madrugada…

Ella en cuerpo y alma está ahí. Él la huele, aspira la emanación de la humedad del vello púbico, llega en oleadas pequeñas, suaves, son las huellas del deseo satisfecho…

Él percibe en la oscuridad la acompasada respiración del cuerpo, un cuerpo abandonado en el sueño, su presencia lo relaja, lo invita a refugiarse en sus pensamientos: ve retazos oscuros y pesados, trozos humosos, son las sombras; piensa, lleva el mal, el mal poseyendo su voluntad, acepta su cobijo, intuye cómo su cuerpo se va ennegreciendo, a cada tanto de cada acción límite… Duerme…

¡Se espanta! Tiembla. Tiene frío. Se inquieta. Lucha. Sufre. El asco lo invade. Quiere olvidar. Se ahogan. La figura de su padre lo enfrenta: “pórtate bien hijo, respeta la ley, tarde que temprano termina por protegernos, nada ganas con ser malo, eso quieren para que no te asombres si los otros no la respetan”. Tú ves al niño que fuiste, ocho años, morro, escuincle, piel blanca, pelo lacio, castaño, ojos color miel, a punto de ser verdes, rostro infantil enrojecido, has tomado una naranja del puesto, la escondes en tu mano, nervioso juegas con ella. Tu papá te descubre: “ve a dejarla de donde la tomaste”. Observas la fruta con antojo, obediente, caminas al puesto de frutas y la regresas. De pronto, recibes un manazo en la cabeza, y esta recriminación: “pinche escuincle ratero”. El que recrimina es el dueño de las naranjas. El papá enfrenta al dueño, éste pide ayuda a un policía. El papá le explica al policía la situación. El dueño no cree, acusa al papá de explotar al niño. El policía se lleva al papá. En el camino, el policía le pide dinero para no llevarlo a la delegación de policía. El papá se niega. El papá está ocho meses en la cárcel. Cuando sale enfrenta al niño: “es la corrupción, hijo, no dejes que te contagie, aunque te pasen cosas así”. Pero para el niño la lección práctica es así: con dinero baila la ley y si no la haces bailar te vas a ladrar a la cárcel.

Tú, esta noche, tienes ganas de llorar por el recuerdo de tu padre, te acercas al otro cuerpo, el de tu mujer, lo hueles, es el dulce aroma de “lo tuyo”, lo único tuyo, no es la posesión, es la creencia que da el sentimiento de querer y ser querido.

“Los cuerpos se huelen antes de tocarse”, en eso profundizas: en el oler y oler a los otros vas desarrollando tu sentido del olfato: oler, aspirar, distinguir: el olor del miedo del olor de la ansiedad; el ligero aroma de la ternura del denso aroma del odio: “oliendo y oliéndolos sé quién es quién…”, lo murmuras como si fuera una gota de sabiduría.

Tú lo aprendiste en la calle, saber andar a las vivas, flotar en la oscuridad, moverte ligerito, suavecito. Al llegue; respirar al otro, sin la deformación de los olores ambientales, conoces el neto olor del hombre, por eso: siempre oler, no confiar en las miradas, ni en las palabras: ¡esas son puras fintas!

En cambio los olores no engañan, delatan, aun envueltos en perfumes o lociones, siempre en la espesura prevalece el olor natural: el hediondo olor de la existencia.

A tus casi 30 años de edad sabes medir al sujeto: ni más hediondo ni menos puro, es lo que es su olor, no hay de otra.

En esto de vivir y contar los días, uno a uno, lo único que tienes claro es tu instinto, y lo dices: ¡cuates, sólo los güevos, y nunca se tocan! Te los tocas, uno un poco más grande que el otro; y cada quien ocupa su espacio, nada de engaños: juntos pero no revueltos, ¿iguales?, ¡mis güevos!

La oscuridad es absoluta en el cuarto, ni una hebra de luz asoma por la ventana, tajante lo impiden los cortinajes pesados, comunes, en los cuartos de hotel de paso, miras hacia donde crees está la puerta, y sólo recorres el mundo de lo oscuro; da lo mismo tener los ojos cerrados o abiertos, siempre se encuentra a la oscura soledad.

Tú, consciente del movimiento de tus ojos, de su parpadeo, sólo ves oscuridad: oscuros variados, humosos, densos, pétreos, oxigenados: abajo, arriba, a los lados, en medio, nada cambia, es bruma sin colores; no quieres encender la lámpara del buró, sabes que la luz te hiere, mucho más que el dolor de la herida. Ay, el dolor del alma, mi buen.

Así, libre, puedes flotar, desnudarte, extender tus brazos, tus piernas, cerrar tus ojos y verte, tal cual, ¡nada puede pasarte! ¡Eres Aquiles en el barrio! ¡Ulises en el arrecife de la esquina! ¡Cacama entre los macehuales!

Te sabes poderoso, descendiente de dioses.

Tú tienes el poder de decidir si enciendes o no la lámpara, ¡y te das cuenta, no deseas encender la veladora del San Juditas Tadeo, la de tu mujer!

El cuarto es tu pozo, tu foso, quieres mover tu mano derecha, la tienes sobre tus güevos, siempre lo haces cuando te acurrucas, ahora prefieres no moverte: no deseas emanar el olor que contiene tu cuerpo, lástima, bien lo sabes, es el olor del miedo refundido, el vil y culero miedo que te hace ligerito, ansioso, movido, despierto… ¿dormitas, cabrón, papá…?

El sube y baja lento, acompasado, de tu respiración, aleja tu angustia, te incita a moverte, la necesidad de la acción, una vez sí y otra también. No hay más.

En lugar de sentirte aquel, el de temer, te dejas hundir en un oscuro remolino; no quieres tocarte la herida; sabes, sientes te escurre un hilillo de sangre, cálido, dulce… te querían ensartar.

Te ha pasado antes: una vez tuviste una herida cerca del hombro, otra en la pierna, profunda; imaginas en la oscuridad dibujando con tus dedos la ruta del picahielo, recuerdas; una línea breve, en un costado, el derecho, la herida es de entrada por salida, te has puesto un trapo, no quieres oprimirte, es un piquete de los que arden cuando entran sin escarbar y salen igual.

Arde, piensas, el ardor lo provocó el frío del metal, lo sabes por experiencia propia: no más dolor, sólo el piquete inocuo; quieres seguir acurrucado del lado izquierdo, mueves la mano de tus güevos, la pones en medio de tus rodillas, piensas: “lo hecho: hecho está”, no hay remordimientos, alguien lo mandó, pero topó con fierro, es otro el sentimiento, el mismo que se ausenta y regresa: el miedo puro, insolente, recorriéndote, no temes a algo en particular, es el miedo que te habita desde niño, esa cosa oscura que pigmenta tu piel.

Recuerdas, como desde muchachito, a poco a poquito lo oscuro ha ido invandiendo tu cuello, inexorable, lento, va cubriendo tu cuerpo, tu pelo castaño, ahora es oscuro; antes cuando platicabas del antiguo color blanco de tu piel, la Negra se reía, te besaba y susurraba: “Amor, desde que te conozco tienes la piel prieta”.

Ahora, la Negra, lo sabe: hay días en que tienes la piel casi negra y otras muy blanca. Lo dice preocupada, achaca esos cambios de tonalidad de tu piel al nervio, el estrés, pero sonríes y contestas irónico: “sí, porque soy como el Señor del Veneno…”

La Negra bien sabe a qué te refieres; cuando andan en la calle y tienen calor se refugían en la penumbra catedralicia de muros frescos y le cuentas lo que te contó tu papá sobre el Cristo Negro:

“Dice la leyenda que hubo un fiel Caballero devoto de un hermoso Cristo, hijo, que está en la Catedral Metropolitana; todas las mañanas llegaba a la Catedral a rezarle, al terminar invariablemente besaba los pies de la estatua. Pero un día un hombre que guardaba un rencor asesino hacia el Caballero esparce sobre los pies del Cristo un polvo venenoso, así, cuando el fervoroso Caballero besara los pies del Cristo se envenenaría. Pero, cosas de no creerse, el Cristo para evitar que su fiel creyente tocara con sus labios el veneno, lo absorbe y salva al Caballero, pero al paso de los días el cuerpo del Cristo que era blanco va oscureciendo hasta ser negro como ahora, por eso es que a este Cristo Negro se le llama: el Señor del Veneno…”. Ríes de acordarte, tu papá sabía mucho de todas estas cosas, la gente que lo recuerda dice que era muy inteligente y muy leído.

La cama del cuarto de hotel lo ata al mundo.

Los ruidos de allá afuera reptan hasta su nido… Son los gritos de asombro de los hombres de la calle: meseros y borrachos violentan tu estar. La inquietud de tu mujer la percibes, la hueles. ¿Ella sueña? Te preguntas.

Captas las risas de la calle: imaginas a los meseros que quieren calmar a los ebrios, imaginas la escena: los hombres de camisa blanca y corbata de moño roja quieren apaciguar el miedo de los clientes. Ellos, los clientes, miran y son arrinconados, son morbo y miedo, algunos hombres se quedan mudos y otros regresan al cabaret, al abrir la puerta dejan escapar la música de la orquesta, viejas canciones de amor ultrajado…

Tú sonríes en la oscuridad, no te justificas, siempre tiene un pequeño hueco para ese dejo de fatalidad: “ya le tocaba al mono ese; si no estaría vivo”.

Te sobresaltas, te despabilas, por las escaleras del pasillo se escucha un taconeo, llega hasta a ti una risita de hombre; la sirena de la patrulla arriba al primer plano de tu atención, imaginas los fulgores de las torretas luego… la calle, te parece, recobra el silencio, aguzas tu oído, escuchas el mecanismo del semáforo de la esquina cuando se produce el cambio de luces, el ronroneo te seduce, tu vigilia se deshace como una forma en las sombras: escuchas extraños sonidos familiares: la risa de tu mamá, la risa está en todas partes, como si te dilataras, vas a gatas, eres un niño, flotas. Sabes que estás dormido, te dejas llevar por las imágenes para interpretar el oráculo.

De pronto, escuchas el ¡pla! como un choque de bolas de billar haciendo carambola. Te espanta el ruido, quieres recular. La risa del portero del cabaret te saca de ese mundo de imágenes, del cuarto de hotel y te lleva a la calle del antro, te arroja al olor del carrito del vendedor de hot-dogs, tienes hambre…

¿Y tu mujer?, la hueles, está a tu lado, una inmensa ternura brota de ti, ella se mueve con trabajos, lentamente, tu nariz husmea su espalda, te gusta recorrer su cuello, hundir tu nariz en el nacimiento de su cabellera, una cabellera abundante, ondulada, larga, entonces aspiras la mostaza y la mayonesa y la catsup y los chiles en vinagre y el aguacate y el jitomate y te ríes travieso…

–¿De qué te ríe’, loco…? —pregunta la mujer entre sueños. La abrazas con amor y le contestas al oído:

–De nada, tengo un chingo de hambre…

Ella se voltea, te besa y susurra:

–Yo tambié’ pero mejó’ no’ aguantamo’ hasta mañanita…

–Te quiero mucho… —le dices y la besas, ella se ríe agudo, contenida y tú le confiesas:

–Eres mía, Negra…

Los abrazos y los besos son intensos, juntan sus cuerpos desnudos.

De la calle reaparecen voces inquietas, se escuchan hasta el cuarto:

–¿Quién fue?

–Sabe Dios.

Aunque todos lo saben.

Ellos, tú y ella, se siguen besando, incansables; escuchan las voces que se agolpan:

–¿Y el ese mono de dónde era?

–Del norte, botudo y sombrerudo, como dijo el Oscuro…

Ella y tú se tocan, se aman, son el uno para el otro, por supuesto, ellos saben de quiénes son esas voces:

–El mono llegó desde tempranito al cabaret, sabía lo que buscaba… Y lo encontró.

–Le ganaron limpio, iba a ensartar y lo ensartaron…

El sonido de las sirenas de la ambulancia y las patrullas inundan tu cuarto, ustedes sin decirse nada, piensan: “llegaron por el difuntito”.

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Mañana…

El sol de invierno, a las doce del día, quema a los leones de cantera, se asoman en las cornisas de los edificios viejos; las virgencitas se resguardan en los nichos de las esquina, ángeles esculpidos, cacarizos (por la caca de las palomas), revolotean alrededor denunciando el paso del tiempo, la cantera gris da forma a pendones y heráldicas; en los zaguanes los portones de madera arrojan al paso de los enamorados sus retablos labrados; ellos, los enamorados, gozan caminar bajo la sombra de los edificios.

Los puestos tubulares del comercio callejero levantados sobre las guarniciones de las banquetas se asoman al paso lento de los coches; ellos, él y la Negra, pasan por atrás, pegados al tezontle y la cantera; se abrazan, ríen, no llevan prisa.

Él lleva una camiseta oscura sin mangas, encima una camisola de piel, desabotonada, suelta, por fuera, pantalones amplios, de mezclilla cruda, azul fuerte, tenis de piel, ligeros, gorra de los Pumas, el equipo de futbol de la Universidad; es alto, en su cuello ostenta una medalla de oro con la Virgen de Guadalupe, la cadena es gruesa; va a cumplir los treinta.

Él se sabe un Dios.

A él le gusta aspirar el olor de la piedra de tezontle, su porosidad lo atrae, huele a viejo y frío, piensa y aspira esas piedras rasposas de tonalidades sangrientas, costrosas: le recuerda su herida, por instinto quiere tocarse, se contiene, aprieta con más fuerza la mano de ella, la Negra, su vieja.

Ella a sus 27 años, un poco alta, espigada, de formas bien marcadas, viste pantalón a la cadera, arete en el ombligo, camiseta ajustada, vientre no plano sino con ligera curva sensual, senos agresivos, los hombros los tiene pecosos, gusta de usar zapatos gruesos, altos, para levantar el porte al caminar; en el nacimiento de su delgada espalda muestra un bello tatuaje, es una serpiente multicolor, se asoma sobre sus nalgas un poco planas, son un engaño porque desnudas tienen forma; su larga cabellera negra es abundante, ensortijada, aunque a veces la alisa; a su paso llama la atención de los hombres; sus ojos negros, como capulines, grandes, árabes, van vigilantes, tienen un dejo de nostalgia; su rostro es moreno por el sol, las líneas de sus facciones armonizan perfecto, es hermosa.

Ella siente un apretoncito en su mano, sonríe, busca la mirada de él; la encuentra, se miran, apuran el paso, bajan al arroyo de la calle, con habilidad enfrentan un mar de sudores embravecido:

Miles de rostros perlados, como lágrimas de la Virgen del Sagrado Corazón de Jesús, gritan, venden, compran, a ras del suelo; es lucha desesperada por mitigar el hambre y conservar la vida.

Los autos avanzan a vuelta de rueda, por largos minutos, forman una procesión, la gente en su desmesura rebasa los autos, los esquiva o los sepulta como hormigas trepando al hormiguero.

A él, el olor de la calle le devuelve la frialdad gris de la cantera, la viveza y la conexión con el nervio. Es el olor que envuelve todos los olores: un olor seco, polvoso, huele a ceniza de carbón con elotes asados en bracero, es diestro en separar un olor de otro, percibe el olor de la ceniza primero y encima el del elote, su memoria sabe de ello, son los olores de su adolescencia:

Él se ve asimismo chavito, muchachito, apenas viéndole el rostro a la vida; está en la esquina oliendo el vapor de los granos de maíz hervido con rajas y salecita en el bote de lámina, la señora los sirve en vasos de unicel: ¡son los esquites espolvoreados con chile piquín y bañados con jugo de limón!, junto a esos olores llegan las imágenes de la señora enrebozada y la de su jefe: su papito querido.

El padre está con un brazo sobre los hombros de su hijo. Y él, el muchacho, sonriendo, sintiéndose protegido por el papá. Su jefecito lo mira orgulloso, vienen del examen que hizo para entrar a la Escuela Preparatoria, está seguro que tú lo pasaste, de ahí el orgullo, porque sabe que si entras a la Universidad, sales de la calle, no quiere verte ahí, burlando a la ley para sobrevivir; también sabe que de sastre, como él, terminarás vendiendo pantalones chinos en la calle o vendiendo droga, por eso no se cansa de ir a la delegación de policía y denunciar las cosas; pero tú, lo sabes, eso no sirve, y ese día un poco más tarde fue cuando te enteraste, él te está sonriendo con cariño. Es esa sonrisa fatal que no se borra en tu mente: el descuido de tu jefe por estarte viendo, ya se los habían advertido y andaban a las vivas, pero la de malas, el destino fatal se cumple, sientes que fue por tu culpa, por tu grandísima culpa, por ver al pinche escuincle que era su hijo, su chiquillo, carajo, la de malas, chingao, por querer conectar su mirada con la de su hijo, ¡que la rechingada!, no escuchó al otro, decir: ¡te chingaste, no quisiste el billete pues ten tus balas!, fue un susurro, apenas si pudiste entenderlo, tu papá sólo contestó: ¿cómo? ¡Y de pronto: pum pum…!

¡Tu viejo se dobla sobre él mismo! Ves la cabeza de tu jefe que se cuelga y lento va deslizándose al suelo.

¡Chinguen a su madre, ay, Dios Santo!

Tu padre, el cuerpo de tu padre, está a tus pies, cabrón, qué mal pedo. A los pies del chavito. Tú en la inmensa soledad de tu ser, no sabes si llorar o qué pedo.

Aciertas a inclinarte en medio de un remolino de sombras.

Dos balazos ves en la cabeza.

Dos orificios profundos en la nuca.

Observas cómo empiezan a brotar hilillos de sangre detrás de la oreja.

No lloras. ¡Ni madre! No lloras. Un mundo de gente te rodea.

Como ahora, la gente, la gente como oleadas presurosas que se alzan, se alargan, se acortan. Tú por instinto observas a tu alrededor, te detienen, proteges a la Negra, tu vieja, la tuya:

–Espérate, déjame descansar…

Le dices, recargas tu espalda en las piedras rojas, te gusta sentirlas, olerlas, añejas, secas. Te sientas sobre una cabeza humana esculpida en piedra, está empotrada en la base del edificio antiguo…

–¿Te siente’ ma’?

Ella pregunta con un acento parecido al de los jarochos, al de los del puerto de Veracruz, aunque ese acento sólo aparece cuando se pone cachonda. Ella aunque es salvadoreña se hace pasar por veracruzana, está ilegal en el país.

Tú le contestas a la Negra negando con tu cabeza.

Ella sabe adaptarse fácil a la situación, te mira con amor desmedido, te abraza, te da besos en el cuello, tú en medio de la pasión tratas de ver entre los vendedores, te dejas querer, no pierdes de vista el movimiento de la gente, es tu costumbre, tu rutina: revisar al paso sin dejar de hacer otras cosas, la gente intensa ejerce el comercio informal en estas calles viejas de los aztecas.

Detenidos en la esquina, ella te adora, te construye un altarcito a cada abrazo, como los nichos religiosos de los viejos edificios novohispanos y te pregunta:

–¿Te lastimo?

Tú, como Pedro, vuelves a negar el dolor, con tu cabeza, observas, te cercioras de lo que ya sabes: ¡los miran!, a los dos, te gusta darte cuenta que la gente piense que se quieren, entonces hueles, te llega un olor, lo hueles con fruición, es una oleada breve, como una brisa ácida, tu memoria ordena:

–Vámonos, estamos muy a la vista de cualquier hijo de la chingada…

Se escurren como si se prolongaran en la pared de rojo y gris… Ella inquisidora mira a la gente, te comparte sus dudas:

–Nadie dice nada…

Siguen su camino semejantes a la pared, al llegar a la contraesquina de Palacio Nacional, un mar de brazos y piernas los devuelve al medio del cauce, se dejan guiar entre los gritos y los empujones, van como en una tormenta en alta mar: los atraviesan, los abandonan y al ratito las olas regresan más altas y los vuelven a avasallar, no luchan, dejan que la gente los cobije, a pesar de eso, tú nunca pierdes el sentido de la ubicación, se pegan al costado de una camioneta pick-up cargada de rollos de telas, la camioneta no puede avanzar, se detiene, los ríos de gente sumergen al vehículo.

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En la esquina de la Soledad y Correo Mayor, exacto, frente al hermético portón trasero de Palacio Nacional, un hombre asoma su cara, es un rostro duro, 40 años, o un poco más, cacarizo, nariz chata, casi una pelota sobre su boca, sus labios gruesos, las cejas tupidas, su cabello es un manojo de pelo oscuro, grueso, quebrado; los ojos muy juntos dan la sensación de estar concentrados, siguiéndolos, su cuerpo es robusto y su panza prominente, es chaparrón el cabrón.

Tú ves a un coreano parado en su negocio de pants de la NFL observando al Cacarizo.

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Hueles al Cacarizo desde lejos. Percibes al coreano que te observa. Tratas de seguir al Cacarizo con el rabillo de tu ojo izquierdo. Hábil jalas a la Negra para rodear la trompa de la camioneta. Están a la misma altura del que te acecha, en aceras diferentes. Hasta ti llega el olor ácido, penetrante. Te pones delante de ella tratando de ocultarla. Tu corazón se acelera, te agachas un poco tratando de desvanecerte entre la gente. Ella hace lo mismo sin preguntar. Los dos tratan de darse tranquilidad. Ella relaja su cuerpo, sus ojos avispados miden tu tensión. Tú desparramas tu mirada en los alrededores, quieres captar con claridad la presencia del Cacarizo, lo has perdido, lo recobras: está ahí, un poco agachado, en la bocacalle de la Soledad, en la esquina con Academia, en el edificio del nicho de la Virgen de Guadalupe. Elías el Libanés se encuentra a la entrada de su negocio de telas, miras pasar la gente, a un rabino de traje oscuro y barba crecida con biblia debajo del brazo. Tú quieres estar seguro si trae cola el Cacarizo, no te vaya a estar poniendo un cuatro para que otro te cace, con la vista revisas del negocio del Coreano al negocio de Elías… Escuchas.

Un zumbido feroz cruza el aire. Zzzzzz. Pum.

¡El ambiente huele a pólvora y polvo!

Le parece que la bala rebota sobre la piedra de tezontle, no ha sido atrapada por la porosidad. Él reacciona como Bruce Willis en la película Die Hard (la ha visto al menos diez veces), pela los ojos y hace la nariz como el actor, parece que aspira con fuerza, obliga a la Negra a que se arrodille, caminan en cuclillas, rápido…

Él busca al tipo de la esquina, estira el cuello por encima del motor de la pick-up, como un gato sentado en sus patas traseras, la máquina resopla en su cabeza. Los rostros de la muchedumbre pasan como una exhalación, llevan el miedo en los ojos. Los macheteros de la camioneta se hunden entre los rollos de las telas. El chofer se sume en el asiento, se arrastra hacia la puerta contraria para abrirla, quiere bajarse, la abre, las piernas le tiemblan, salta, choca contra la puerta que rebotada se cierra de nuevo.

Él de una patada empuja la puerta desde afuera, no se abre.

Un comerciante gordo, amplio de nalgas, está sentado en un banquito adentro de su puesto, lleva puesta una chamarra de la NFL, ríe nervioso, al verlos se escabulle al fondo para embarrarse contra la pared, tiene un ojo al gato, su negocio —no le fueran a ganar con algunas prendas—, y otro al garabato: los baleados; los mira y les grita de cuates:

–Los están cazando desde la esquina, mi buen…

El Gordo desaparece tras el lienzo de plástico azul, que simula la pared del puesto, de pronto, asoma una mano regordeta, tentalea el aire, hasta tocar un costal de lona azul, es su mercancía, lo jala…

Resuena otro disparo. Pum. Zzzzzz.

Empujas a tu mujer debajo del puesto del Gordo, la obligas a sumirse acostada entre los tubos de la estructura del puesto.

–Aguántame, no te muevas.

Ella concede, se rueda más adentro del puesto, su frente topa con los gruesos zapatos del Gordo nervioso, tiemblan.

Tú caminas agachado rodeando la camioneta hacia la acera contraria, corres como conejo, saltas de promontorio en promontorio, eludes con rapidez los bultos, llegas cerca de la esquina, te tiras como perro callejero debajo de otro puesto, en tu mente ubicas tu referencia: ¡el nicho!, asomas la cabeza como un perico por entre los plásticos y los cordeles, hueles, buscas al Cacarizo en la esquina: ¡sus miradas chocan!

El Cacarizo como un tejón te apunta con una pistola, le tiembla la mano, dispara, la bala rebota en el suelo. Tú no te mueves, estás asombrado como un venado: al Cacarizo le tembló la mano. Mmmm. Pas, pas, pas.

Te buscas lo tuyo en la bolsa del pantalón, cuando tienes la pistola en la mano, con habilidad buscas apuntar hacia el Cacarizo, no lo encuentras con la vista, ves el nicho, a la Virgencita, no está, ahora sientes miedo, tu miedo, el que te hace ser, tu corazón brincotea, la boca se te seca, así te gusta sentirte, te das vuelta apuntando, tropiezas con los cordeles del puesto, no ves nada, respiras, hueles: el olor ha desaparecido, te levantas en medio de la soledad de tu miedo, los puestos están vacíos, un perro pequeño, un escuincle cruzado con perro callejero salta al fondo de un puesto, lo rebotan los seres que están escondidos ahí, el perro sale volando, aúlla en los aires. Tú corres con la pistola en la mano a lo profundo de la calle de la Soledad, como si fueras a perseguir al perro, llegas a la esquina de Academia, la revisas, volteas hacia la calle antigua, la de la Machincuepa, hoy de la Soledad, tu mirada va de puerta a puerta, quicio a quicio, accesoria a accesoria, sólo ves una banqueta ancha y ajena, levantas todavía más la vista, en el horizonte descubres al fondo la iglesia de la Soledad y el empedrado moderno de la ciudad antigua, ¡no está! ¡no está, el cabrón! Puf.

Ha huido el Cacarizo como una lombriz. Respiras y hueles, percibes la humedad de su propio sudor. Chin.

La gente sale, como las hormigas del hormiguero, lento, pero de prisa, laboriosas, se reanuda el ajetreo cotidiano, se multiplican los gritos y el olor de la venta y compra.

–Bara bara, morenita…

Tú, en medio de la calle, revisas palmo a palmo lo que la vista alcanza a ver, la gente te rodea, no quieren tocarte, no sabes bien a bien si es por miedo o por admiración, saben de tu leyenda. Te das la media vuelta para regresar con la Negra, le chiflas.

Ella sale rodando debajo del puesto al escuchar el silbido, sin levantarse, en medio de la calle, tendida entre el andar de la gente, alza la cabeza, mira hacia la esquina, te ve venir con la pistola en la mano, te ve detenerte, debajo del nicho de cantera que contiene a la Virgen de Guadalupe, te ve bajar el brazo y pegar la pistola a tu pierna, en un efecto visual le parece que el ángel esculpido, tosco, casi indígena, vuela por encima de la Virgen y piensa que el angelito se está posando no sobre la Virgen sino sobre ti, como si quisiera protegerte, se persigna: “Por la señal de la Santa Cruz…”.

Tú caminas en dirección a ella, tratas de ser discreto, has metido la pistola en la bolsa amplia de tu pantalón. Ella se levanta y corre hacia ti, te abraza, pregunta inquieta:

–¿Quién era?

–¡Tu esposo, el Cacarizo!

–¡Pinche cobarde, sólo por la espalda!

Sonríes. Ella mira hacia arriba donde se encuentra el nicho con la virgencita:

–Gracias…

Caminan de regreso por la calle de Correo Mayor, la gente de la calle los acepta, los envuelve:

–Tengo hambre dice ella.

Amorosos se hunden en el oceano de gente.