MALDITO SÍNDROME DE ESTOCOLMO


V.1: octubre, 2018


© Carmen Sereno, 2018

© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2018

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17333-32-4

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

MALDITO SÍNDROME DE ESTOCOLMO

Carmen Sereno


Principal Chic

1





A Salva, mi bendito síndrome



«Desde el principio, casi podría decir que desde el primer momento en que le conocí, sus modales, que me impresionaron de tal manera que me convencieron de su soberbia, de su vanidad, y de su desdén egoísta de los sentimientos de otros, fundamentaron la falta de aprobación que sentía por usted; y los sucesos que han ocurrido posteriormente no han hecho más que confirmar esa aversión hasta hacerla inamovible. Apenas había pasado un mes desde que le conocí, y ya sentía que sería usted el último hombre que podría convencerme para que me casara con él».


Orgullo y prejuicio, Jane Austen


Sobre la autora

3


Carmen Sereno (Barcelona, 1982) es periodista y ha trabajado en diversos medios de comunicación y grandes corporaciones. Un día se dio cuenta de que había demasiadas historias por ahí que debían ser contadas y lo dejó todo para cumplir su gran sueño de ser escritora. Viajar es lo segundo que más le gusta después de escribir. Fotografiarlo todo, lo tercero. Habla varios idiomas y le apasionan los países nórdicos, sobre todo Suecia. De hecho, lleva la palabra «Estocolmo» tatuada en el brazo, aunque, cuando le preguntan, suele decir que es simbólico para hacerse la interesante. Está casada y tiene un hijo que, curiosamente, fue concebido en esa ciudad. Maldito síndrome de Estocolmo es su primera novela.

MALDITO SÍNDROME DE ESTOCOLMO


«¿Quién eres realmente, Eric Grau, y qué ocultas bajo esa piel tan fría?»


Ana empieza a trabajar en Laboratorios Grau, una multinacional farmacéutica. Su jefe, Eric Grau, un hombre alto y atractivo al que todo el mundo llama Iceman, tiene fama de ser arrogante y despiadado, además de un auténtico depredador sexual. Al principio, la relación entre ambos es muy tensa, pero, poco a poco, la joven descubrirá que su implacable jefe no es el hombre de hielo que todos creen.

¿Podrá Ana resistirse al síndrome de Estocolmo que Eric despierta en ella?


Obra ganadora del I Premio Chic de novela romántica


Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrutes de la lectura.

Queremos invitarte a que te suscribas a la newsletter de Principal de los Libros. Recibirás información sobre ofertas, promociones exlcusivas y serás el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tienes que clicar en este botón.

boton_newsletter



Gracias por comprar este ebook. Esperamos que hayas disfrutado de la lectura.

Queremos invitarte a que te suscribas a la newsletter de Principal de los Libros. Recibirás información sobre ofertas, promociones exlcusivas y serás el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tienes que clicar en este botón.

boton_newsletter

CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria

Nota


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54


Glosario

Agradecimientos

Sobre la autora

Capítulo 54


Dicen que las personas tenemos muchas lealtades diferentes. Está la obvia, la que mantenemos con la ley. También hay una para con la pareja, los amigos y la familia, y otra para con el trabajo. Pero, además, existe la lealtad que nos debemos a nosotros mismos. Si algo he aprendido últimamente es que la mayoría de las veces todas esas lealtades colisionan entre sí. Y por eso me estoy devanando los sesos ahora mismo, porque digamos que mis lealtades han sufrido un choque de lo más aparatoso y tengo que decidir a cuál de ellas rescato antes.

Solo se me ocurre un motivo por el que Salvador Grau podría haber pedido verme con urgencia un viernes a primera hora de la mañana: sabe lo mío con su hijo. Puede que Eric se lo haya contado, aunque me inclino a pensar que, si hubiera dado un paso tan importante, me lo habría dicho. Hemos hablado por Skype durante horas todas las noches de esta semana y en ningún momento ha mencionado nada al respecto. Así que no, no ha podido ser él. Tal vez ha sido Johan. Lo más probable es que Lidia le haya contado lo que pasó en la reunión del lunes y haya acabado cumpliendo la amenaza de desacreditar a su hermano frente a su padre. Pero supongo que, a estas alturas, Eric ya lo sabría y me habría prevenido. Aunque, en realidad, el señor Grau podría haberse enterado por cualquiera, porque estoy convencida de que ya no queda ni una sola alma en esta empresa que no esté al tanto de lo nuestro. Ya se sabe que los rumores viajan a la velocidad de la luz.

En cualquier caso, creo que, cuando me pregunte, lo más sensato sería mentir por la lealtad que se supone que le debo a mi trabajo.


Opción A: «Todos los rumores que apuntan a una relación entre su hijo y yo son completamente falsos, señor Grau».

Sí. Definitivamente, negarlo todo y seguir pasando desapercibida sería lo más sensato. Lo que ocurre es que, a diferencia del común de los mortales, a mí no se me da demasiado bien fingir. Nunca he tenido una habilidad especial para ser condescendiente y, desde luego, no me considero ninguna hipócrita. Tampoco creo que decir la verdad vaya a suponer, ni mucho menos, una catástrofe para el futuro de Laboratorios Grau. Seamos serios, una empresa no se va a pique solo porque el hijo del dueño se enrolle con una empleada.


Opción B: «Todos los rumores que apuntan a una relación entre su hijo y yo son completamente ciertos, señor Grau».

Pero una cosa es que el hijo del dueño se enrolle con una empleada, y otra muy diferente, que se enamore de ella y quiera ascenderla de la noche a la mañana. Supongo que lo primero es excusable. Poco profesional, sí, pero excusable. En cuanto a lo segundo, dudo mucho que a Salvador Grau, un hombre tan recto y preocupado por el estatus social, pudiera parecerle aceptable. ¿Estoy realmente preparada para enfrentarme a su reacción? Es evidente que no. ¿Quiero mentir sobre algo tan importante como mi relación con su hijo? Pues tampoco. Así que creo que lo más inteligente es que no diga nada. Además, Eric fue bastante explícito cuando dijo que quería contárselo.


Opción C: «Solo responderé a sus preguntas en presencia de mi abogado, señor Grau».

Me detengo frente a la puerta de la sala de juntas y mi cuerpo se tensa como si se estuviera preparando para una batalla. Las manos me sudan y tengo la desagradable sensación de que podría vomitar en cualquier momento. Trago saliva e inspiro con fuerza, tratando de contener los espasmos de mi estómago. «Por favor, que sea rápido, que no duela», me digo. Llamo un par de veces con los nudillos y espero a que alguien abra. Y, si algo me queda claro enseguida es que, sea lo que sea esto, ni va a ser rápido, ni indoloro. Barro el lugar con la mirada y no puedo evitar sentir una extraña presión en el pecho. La sala está repleta de gente con caras de preocupación. O tal vez de cabreo, no sabría decirlo. El señor Grau preside la mesa en una punta, con Angus y Johan a los lados. También están Lidia Fortuny; Antonio Kerrigan, del Departamento de IT; la directora de Comunicación, Elena Tarrés; dos tipos con pinta de picapleitos que no había visto en mi vida y Alberto. Algo va mal, me digo. Muy pero que muy mal. Aquí hay demasiada gente como para que esto sea por una relación amorosa. No sé qué ha pasado, pero esto es un consejo de guerra en toda regla.

—Tome asiento, por favor —me indica el señor Grau con voz rotunda—. No tardaremos en empezar.

Me siento junto a Alberto en una de las dos sillas que quedan vacías, tratando de pasar por alto el intimidante escrutinio al que me veo sometida.

—¿De qué va todo esto? —le susurro con disimulo.

—Ni puta idea, Ana. Yo sé lo mismo que tú.

Unos pocos minutos después y en medio de un silencio tan intenso que resulta perturbador, la puerta vuelve a abrirse.

—A ver, ¿qué es eso tan urgente que no puede esperar? —pregunta alguien, sin mayor ceremonia.

«Eric. Vale, esto empieza a ser preocupante».

Me giro sobresaltada por un creciente instinto de peligro y me encuentro directamente con su mirada de estupefacción.

—¿Qué haces aquí?

—¿Y tú? Creía que llegabas mañana.

—He tenido que adelantar la vuelta.

El señor Grau carraspea con impaciencia.

—¿Podemos empezar?

Eric se desabrocha la americana y se sienta a mi lado.

—Soy todo oídos —responde tamborileando con los dedos sobre la mesa.

—Johan, por favor, expón los hechos.

—Claro, papá, con mucho gusto —dice esbozando una sonrisa maliciosa. Una sonrisa que solo puede inspirar los peores vaticinios—. Aunque, mucho me temo que el motivo de esta reunión extraordinaria no es nada agradable.

—Ve al grano, ¿quieres? —ataja Eric de mala gana—. No he cogido un avión a las cinco de la mañana para escucharte decir vaguedades.

—El mundo no gira en torno a ti, hermanito.

—¿Queréis hacer el favor de dejar vuestros numeritos y comportaros como dos personas adultas? —los interrumpe el señor Grau—. Hijo, tenemos un problema serio —continúa, mirando a Eric de forma sostenida—. Los incentivos de la fuerza de ventas se han hecho públicos.

Eric se revuelve en su silla y yo siento una especie de latigazo en la espalda.

—¿Qué? ¿Cómo que los incentivos se han hecho públicos? ¿De qué hablas?

«Sí, ¿de qué está hablando?».

—Aunque hemos intentado todo lo humanamente posible —prosigue Johan—, ha sido imposible detener la filtración. A estas horas, todos los datos circulan por Internet. Con nombres y apellidos.

—Señores, esto es muy grave —apostilla uno de los dos picapleitos—. Van a llovernos las demandas por vulneración de la Ley Orgánica de Protección de Datos.

—Justo lo que nos hacía falta ahora, con la prensa acechando por el asunto de las patentes —añade Lidia.

—¡Y en pleno lanzamiento de Gabarol! Esto va a afectar a las ventas, Eric —sugiere Angus con rictus de preocupación.

—Desde luego, se nos viene encima una crisis de reputación de las gordas —dice Tarrés—. No sé cómo vamos a gestionarla, con todos esos ciberactivistas poniéndonos a parir en sus blogs. ¿Sabéis cuántos tweets lleva ya el hashtag #Elincentivodelavergüenza? —Coge su iPad y lo muestra ante la sala—. ¡Treinta mil! Y no son ni las diez de la mañana. Esto ya no hay quien lo pare.

«Incentivos… Filtración… Demandas… Confidencialidad… Crisis… Ventas… Ciberactivistas…»

Las palabras percuten en mi cabeza haciendo mucho ruido. Tanto ruido que necesito sostenerme las sienes con los pulgares por miedo a que me estalle el cerebro. Luego, no sé cómo, consigo aislarme unos segundos y no escuchar nada. Es como si el bullicio de la sala hubiera desaparecido de pronto, engullido por una especie de silencio al vacío. A veces, cuando una situación alcanza límites insoportables, es necesario saltar de una dimensión a otra.

—¡Callaos! —exclama Eric devolviéndome a la realidad—. ¡Callaos ya! —Se sujeta el puente de la nariz con los dedos y resopla con los ojos cerrados—. Si habláis todos a la vez, no voy a conseguir entender qué está pasando.

—Ya te lo hemos dicho —interviene Johan—. Ha habido una fuga de información y ahora toda la puñetera red está al corriente de los incentivos que pagamos a los visitadores médicos. ¿Lo has entendido ya o te hago un esquema?

«Qué gilipollas».

Eric chasquea la lengua y resopla, pero ignora a su hermano y desliza una mirada rápida hacia Kerrigan.

—¿Cómo es posible que haya pasado algo así? ¿Una intrusión externa, tal vez?

Johan deja ir un antipático resuello de burla.

—Más bien interna. Pregúntale a tu «fichaje estrella».

Lo suelta de forma brusca, casi rayando el sarcasmo. Y luego me dedica una caída de párpados cargada de malas intenciones.

—¿Qué? —exclamo desconcertada—. ¿Está sugiriendo que yo…?

—No lo estoy sugiriendo.

Eric se gira hacia mí con los ojos resplandecientes, las fosas de la nariz dilatadas y el gesto contraído en una mueca que oscila entre la incredulidad y el horror. Y su mirada encierra algo que no me gusta. Algo mucho más molesto que el saberme observada por todas las personas que hay ahora mismo en esta sala. Algo tan decepcionante e injusto como la desconfianza.

Y duele. Ya lo creo que duele.

—No me mires así. No he sido yo. Yo no he hecho nada.

—Ya, pues nosotros tenemos pruebas que indican lo contrario, ¿verdad, Kerrigan? —insiste Johan con cierto sadismo en su tono de voz.

—Así es. Los ficheros que contienen las cifras de los incentivos y los datos personales de sus beneficiarios han sido enviados desde la cuenta de correo ana.luna-external@laboratoriosgrau.com y el ordenador registrado al mismo nombre a una plataforma de filtraciones anónimas llamada Revealit.org.

—¡Venga ya! ¡Eso es imposible! ¡Yo no he enviado nada a nadie!

—Además, en su historial de navegación figuran numerosas visitas a una de las páginas web que tenemos clasificadas como potencialmente de riesgo, así como un correo de contenido incendiario de un tal… —Hace una pausa para consultar los papeles que tiene sobre la mesa—. Oliver León. Otro subcontratado de IT Professional Solutions, por lo visto. Compruébalo tú mismo, Eric. Está todo aquí —dice acercándole los papeles.

Al principio, dudo durante unas milésimas de segundo. Pero enseguida me viene a la cabeza el día que Oliver me envió por escrito la url de La verdad incómoda. ¡Joder, por escrito! También me acuerdo de la bronca monumental que me echó Eric la noche que cenamos en el restaurante sueco, cuando le conté que había estado leyendo el blog. En ese momento pensé que exageraba, que no era para tanto, pero ahora me doy cuenta de que he subestimado la magnitud de mis actos. Van a utilizar todo esto en mi contra. Van a utilizarlo para reforzar mi supuesta culpabilidad. Esta gente es peor que la Gestapo.

Dios. Nada de esto tiene cabida en el guion de lo coherente.

—No me puedo creer que hayáis registrado mi historial.

—Entonces, no lo niegas —replica Johan.

—No, pero…

—¿Qué has hecho, Luna? —me increpa Eric. Y esa vena que se le marca cuando se altera hace acto de presencia y le parte en dos la frente—. ¿Qué coño has hecho?

—¡Ya te he dicho que yo no he hecho nada! ¿Cómo puedes dudar de mí?

—¿Entonces cómo explicas esto? —Me tira los papeles con furia y grita—: ¿Cómo explicas que los archivos salieran de tu correo?

Quiero preguntarle en qué momento ha dejado de confiar en mí. Qué ha pasado para que mi palabra de repente no valga nada. Dónde está el Eric de Roma que me prometió que nadie volvería a hacerme daño. Quiero preguntarle todo eso y mucho más, pero no soy capaz. Las palabras se han convertido en una bola que me atora la garganta y no soy capaz. Supongo que este es uno de esos muchos momentos de la vida en los que no tengo lo que hay que tener para defenderme.

—Me has decepcionado, Luna. No te imaginas cuánto —sentencia. Y sus palabras reverberan en mi oído como el atronador sonido de un disparo a quemarropa.

—¿Puedo decir algo? —intercede Alberto—. Conozco muy bien a Ana. Y sé que tú también, Eric. Una cosa es que haya leído un blog y otra muy distinta es que haya filtrado información confidencial deliberadamente.

—No te ofendas, Alberto —apunta Johan esbozando una sonrisa cínica—, pero hasta un ciego vería que nada de eso —Señala los papeles que Eric me ha lanzado antes— es inocente ni aleatorio. —Alza los pómulos con arrogancia y posa su mirada venenosa sobre mí—. La gente como tú desprecia todo lo que nosotros representamos.

—No…

—Por eso lo has hecho.

—Yo no he hecho nada… Juro que no…

Alberto me pone la mano sobre el antebrazo, supongo que para impedir que continúe hablando, y dice:

—No puede ser, tiene que tratarse de un error.

Eric se levanta de la silla en un arrebato de cólera y lo señala con el dedo índice.

—¡El único error aquí es tu criterio para seleccionar personal!

Johan deja ir una carcajada siniestra y sobrecogedora.

—¿Ahora resulta que la culpa es del pobre Alberto? ¡No me hagas reír, hombre! Has sido tú quien ha metido al enemigo en casa. Tú la llevaste a la convención y tú le ofreciste un puesto interno en la empresa.

—Y no te olvides de todas las veces que me has humillado para defenderla —añade Lidia tocándose la melena con dignidad.

—Asume de una puñetera vez que todo esto es culpa tuya, Eric.

—Pues me he equivocado, ¿vale? —exclama haciendo aspavientos—. ¿Estás contento, Johan? ¿Estáis todos contentos?

Entonces le da una violenta patada a su silla y la tira al suelo.

—Maldita sea… —masculla apretando los dientes. Y hay una rabia tan real y tan profunda en las arrugas que distorsionan la belleza salvaje de sus ojos que, durante un instante, prefiero no mirar.

De pronto, el señor Grau deja caer el puño sobre la mesa con estruendo.

—Haz el favor de calmarte, que pareces un loco —le ordena sin elevar el tono de voz—. No, no estamos contentos. Y sí, te has equivocado. Y tu equivocación va a costarle muy caro a esta empresa. Te avisé, hijo. Así que no pienses ni por un momento que voy a pasar esto por alto.

—Deberías suspenderlo de empleo y sueldo hasta nueva orden —dice Johan, haciendo leña del árbol caído.

—Cállate. No estoy hablando contigo —le espeta su padre con frialdad—. En cuanto a usted —dice, dedicándome una mirada gélida—, queda despedida con efecto inmediato. Un guardia de seguridad la acompañará a su sitio. Tiene un máximo de veinte minutos para recoger sus cosas y marcharse. Confío en que no tendré que volver a verla nunca más, ¿me ha entendido?

—Pero señor Grau, yo… —musito en un agónico último intento.

—¿Me ha entendido sí o no?

Y, por primera vez, su voz es más elevada de lo normal.

Así que, asumiendo por la fuerza que el horizonte ya no ofrece ninguna posibilidad, asiento con un vago cabeceo y me incorporo casi tambaleándome. Y luego, no sé por qué, recojo del suelo la silla que Eric ha tirado, quién sabe si como un acto inconsciente para recomponer los trozos de algo que se ha roto. Y me digo que la vida es demasiado caprichosa.

Demasiado ruin.

—Y tienes suerte de que no te denunciemos.

Las últimas palabras de Johan encienden algo dentro de mí. Noto un incómodo cosquilleo en los ojos y el amargo sabor de la traición en el paladar. Miro a Eric, que sigue de pie, con la espalda apoyada en la pared, las manos en los bolsillos y la vista concentrada en sus zapatos y, después de soltar todo el aire de los pulmones, le digo:

—Ni siquiera me has concedido el beneficio de la duda.

No me mira. Esperaba que lo hiciera, pero no lo hace. Se limita a pasarse las manos por el pelo y a exhalar como si ya no pudiera más.

—¿Y por qué debería mi hijo concederle el beneficio de la duda, si las pruebas contra usted son irrefutables?

—¡Pregúnteselo a él! —le grito con toda la rabia de la que soy capaz—. Pregúntele qué lugar ocupo en su vida.

—Lo que faltaba, una escenita melodramática —refunfuña Johan.

—Vamos a ver, Eric… —El señor Grau se frota las sienes con los ojos cerrados componiendo un gesto que me recuerda demasiado a su hijo—. Sé que este no es el momento ni el lugar, pero ¿puedes explicarme qué hay entre esta chica y tú?

Y al otro lado de su silencio solo hay un hombre grande que, de repente, me parece muy pequeño.

—Eric…

Él sigue sin contestar a la pregunta y se muerde el labio inferior obviando que todas las miradas están puestas sobre él. Y sobre mí.

—¡Eric Grau Hansson!

—¡Nada, papá! No hay nada entre ella y yo, ¿de acuerdo? —Y, después, en un susurro que solo percibo yo, le oigo decir—: Ya no.

Todas las fibras de mi corazón saltan como si fueran resortes y me desmorono por dentro como un castillo de arena en la orilla del mar. El cuerpo me empieza a doler como si se me estuviera rompiendo en miles de cristales diminutos. Y mientras me voy rompiendo, me da por pensar que ojalá la felicidad se manifestara con la misma intensidad que el dolor. Y también pienso en Estocolmo y en cuánto me gustaría estar allí ahora mismo, no sé por qué. Después, Eric me mira con el brillo melancólico de las últimas veces y los labios crispados en una mueca de sufrimiento contenido y nos quedamos así un momento, suspendidos sobre algo que había existido pero que ahora se desvanece.

Las lágrimas me inundan los ojos. Son lágrimas de rabia, de impotencia, de agotamiento, de dolor, de pérdida.

Y de soledad. Sobre todo, de soledad.

—Dijiste que nada podría separarnos —le reprocho arrastrando la voz exhausta.

Él aprieta los párpados con fuerza.

—Por favor, Luna. No hagas esto más complicado y vete —me suplica en voz muy baja.

Inspiro despacio el aire viciado de la sala y, antes de salir, lo miro por última vez. Y me digo que, si hubiera sabido que todo iba a acabarse tan rápido, lo habría amado aún más intensamente. Luego, me doy la vuelta y me voy dando un portazo. Y entonces tengo la certeza de que ese ruido sordo me va a acompañar a todas partes, a todas horas, durante el resto de mi vida.



Continuará…

Nota

Al final de este ebook hay un glosario con la traducción de términos en inglés, sueco e italiano empleados en el texto. (N. de la E.)


Agradecimientos


Hace poco leí una entrevista a un conocido novelista irlandés en la que contaba que había aconsejado a sus alumnos de escritura creativa que se dedicaran a otra cosa. «Dejadlo. Os espera una vida de soledad. Os juzgarán, se burlarán de vosotros, haréis daño a vuestras familias, los avergonzaréis», les advirtió. No digo que me vea plenamente reflejada en los terribles vaticinios de este autor, pero sí tengo que reconocer que en sus palabras hay al menos una que define a la perfección el proceso creativo: soledad. Y es que, cuando uno se pone a escribir un libro, acaba sumergiéndose en las profundidades de un mundo propio, y el otro, el de verdad, a menudo deja de existir. Sin embargo, al poner el punto y final al viaje y echar la vista atrás, se da cuenta de que no estaba tan solo como creía; por fortuna, al autor siempre hay alguien que lo acompaña.

Estas son las personas a las que debo agradecerles que me hayan acompañado en este viaje:

En primer lugar, cómo no, a Principal de los Libros y en particular a Elena y a Cristina, mis editoras y artífices de todo esto. Gracias por haberme brindado la oportunidad de hacer realidad el sueño de mi vida y por la confianza que habéis demostrado en todo momento en una autora novel. Sin vosotras, este maldito síndrome no habría sido posible.

A Salva, mi marido y lector cero, por la paciencia infinita, las críticas constructivas y las interminables sesiones de brainstorming. Gracias por ayudarme a mantener los pies en la tierra cuando a mí me da por volar. Siempre he dicho que detrás de todo escritor, hay un cónyuge muy valiente, y tú eres el mejor ejemplo de ello.

A mi familia, por el apoyo incondicional y la comprensión, a pesar de que, a veces, en la vida, se toman ciertas decisiones que no son fáciles de asimilar para el resto.

A Julio, porque sin haberlo pretendido, me dio una de las mejores ideas posibles para esta historia.

A Amanda M. Mansten, del Institut Nòrdic, por enseñarme casi todo lo que sé de la lengua y la cultura sueca. El amor por Suecia ya lo traía yo de fábrica.

A Francesc, por su inestimable ayuda cuando todo esto no era más que un proyecto embrionario. Evil is in the details.

A Miriam B. V., por la gran cantidad de horas que hemos pasado hablando de literatura y compartiendo intensidad. Horas de luz, naturalmente. Eres muy grande, pequeña.

A Carol y a Mateo, la prueba de que no todo lo que tiene que ver con el mercado laboral es malo. Gracias por haber permanecido siempre al pie del cañón, aunque la vida y el currículum nos haya acabado llevando por caminos diferentes.

A mi pequeño Eric, por haber llegado a este mundo con un pan bajo el brazo. Al final vas a tener razón, mama.

Y, por supuesto, a ti, querido lector, que estás sujetando este libro entre tus manos. Eres parte fundamental de la historia. Gracias por elegirme. De corazón, muchas gracias.

Capítulo 1


El ascensor me escupe en el vestíbulo de la décima planta y el pulso se me acelera. Confieso que estoy bastante nerviosa, pero es que no todos los días se tiene el privilegio de entrar en un edificio tan imponente como este. Tomo aliento y me ajusto la coleta. «Que empiece el rock ‘n’ roll», me digo en cuanto la robusta puerta metálica de acordeón se cierra a mi espalda. 

El espacio es amplio y diáfano, y enseguida sé que trabajar aquí me gustará. La luz natural de la calle entra a raudales a través de las paredes acristaladas y se derrama con calidez por toda la planta. El barullo de teléfonos e impresoras se mezcla de forma desordenada con el runrún de las conversaciones a media voz, lo cual me resulta sorprendentemente agradable. Sobre los escritorios, agrupados en armoniosas islas de cuatro, hay cestas de fruta variada y reluciente, como en un anuncio de la tele, algunas botellas de agua Evian y una increíble colección de ordenadores portátiles MacBook Pro de última generación. «Este sitio es como el paraíso. Qué suerte tengo», pienso. Luego, me doy cuenta de que en esta parte de la planta solo hay chicas y ya no sé qué pensar. Guapísimas, sonrientes, muy jóvenes —diría que ninguna pasa de los veinticinco años— y se parecen mucho entre sí. Todas están cortadas por el mismo patrón: tienen una melena lisa y larga, la falda inversamente proporcional, tacones infinitos, piernas de alambre y llevan brillo de labios rosado. Me pregunto si, en vez de una entrevista de trabajo, habrán tenido que pasar un casting para estar aquí. 

Me dirijo a una de ellas, la que está sentada en la mesa más cercana. En cuanto se percata de mi presencia, baja la pantalla de su MacBook con suavidad y me dedica una mirada hierática.

—¿Puedo ayudarte? 

La verdad, no puedo evitar sentirme en inferioridad de condiciones. Lleva uno de esos bonitos shorts de moda, tan minúsculo que parece salida de un desfile de Victoria’s Secret. En cambio, yo, con este pantalón pitillo oscuro, mis inseparables zapatillas Converse rojas y una camisa de cuadros del mismo color, tengo más pinta de haberme vestido para darlo todo en el Primavera Sound. 

Joder, tendría que haber hecho caso a Dani.

—Estoy buscando a Lidia Fortuny. Hoy es mi primer día y me han dicho que pregunte por ella.

—Su office está al final de la planta —dice, y lo pronuncia como si acabara de llegar de un curso intensivo de inglés en la Universidad de Stanford.

—Vale, gracias.

—No hay de qué. Suerte con Lidia. Y bienvenida a Ventas y Finanzas —añade con una resplandeciente sonrisa que me parece de todo menos sincera.

Una placa en la puerta del despacho la identifica como la subdirectora del departamento. Carraspeo para aclararme la garganta y llamo sutilmente con los nudillos. Una voz femenina me invita a pasar.

—Buenos días, soy…

La mujer, que está hablando por teléfono, levanta un dedo para darme a entender que espere hasta que termine su conversación. Rondará los cuarenta y cinco años y, aunque no me parece nada del otro mundo, es elegante y tiene pinta de disponer de una cantidad indecente de dinero en su cuenta bancaria. No hay más que verle el pelo. No me la imagino yendo a hacerse esas estupendas mechas californianas a la peluquería de señoras de barrio en la que trabaja Dani. Seguro que ella va a un salon de beauté de la zona alta donde los peluqueros, que a menudo tienen un nombre como René o Remi, se hacen llamar estilistas y los ejemplares manoseados de las revistas del corazón son sustituidos por un vaso de zumo detox decorado con unas ramitas de apio. Además, está bastante bronceada para esta época del año.

—Perdona —dice cuando cuelga el teléfono. Su mirada de párpados pesados resbala sobre mí sin verme—, ¿quién eres?

—Soy Ana Luna. Hoy es mi primer día y me han dicho que viniera a hablar con usted.

Ella chasquea la lengua irritada, se levanta de su silla ergonómica y se coloca frente a mí con los brazos en jarra.

—Primero, no me hables de usted. Creo que llevo bastante bótox en la cara como para permitirme el lujo de disimular mi edad. Y, segundo, si no me dices de qué consultora vienes, yo no puedo adivinarlo. 

—Claro, sí. Qué tonta. De IT Professional Solutions.

—Ya veo. Lo que ocurre… ¿Cómo has dicho que te llamas?

—Ana. 

—Ah, sí. Lo que ocurre, Ana, es que esta no es tu planta. Y, francamente, no entiendo para qué te envían a mi despacho, con lo ocupada que estoy. Tienes que ir a la menos uno.

—¿A la menos uno? —repito con las cejas arqueadas.

—Sí, eso he dicho. Ahí es donde está el personal externo. Y, por cierto —añade mientras me da un repaso de arriba abajo con una clara mirada desdeñosa—, en esta empresa tenemos códigos de vestimenta muy estrictos. Procura no venir tan informal mañana.

Definitivamente, tendría que haber hecho caso a Dani.

Capítulo 2


Si la décima planta me ha parecido el paraíso, este sótano sombrío y húmedo me recuerda más al inframundo. La verdad, cuando Lidia Fortuny me ha dicho que aquí es donde trabajan los externos, no me imaginaba que quisiera decir que aquí es donde se los pone en cuarentena como si fueran portadores de alguna enfermedad altamente contagiosa. Inspecciono el lugar con una desagradable mezcla de decepción y estupor. A través de las puertas de cristal de las docenas de diminutos cubículos que lo conforman, veo personas que parecen cansadas de sobrevivir como pueden de lunes a viernes. No hay ni rastro de los MacBook Pro, ni de la fruta, ni del agua Evian sobre las mesas. Y, por supuesto, las pocas chicas que hay ni sonríen ni parecen modelos de pasarela. Aquí todo es gris: los trajes, las miradas y hasta el aire artificial que sale por los respiraderos. Y ese breve arranque de euforia que he experimentado hace apenas unos minutos desaparece. 

Un chico que lleva unas gafas enormes y pasadas de moda sale de uno de los cubículos y se dirige a mí.

—¿Eres la nueva? Yo soy Sergio, ¿cómo te llamas? ¿Quieres un café de la máquina? Al principio es asqueroso, pero ya te acostumbrarás —dice de forma atropellada.

Demasiadas preguntas. Y no soy capaz de quitar la vista de sus ridículas gafas.

—Ana. Encantada —respondo mientras le tiendo la mano y trato de mirar hacia otro lado—. Oye, ¿esto es temporal? Lo digo porque no parece muy buen sitio para trabajar, sin ventilación ni luz natural.

Sergio me dedica una mirada compasiva.

—Pues más vale que te vayas acostumbrando.

—Ya, como con el café.

—Exacto. Ven, te presento a los demás.

El resto de mis nuevos compañeros, un chico y una chica, están sentados en una pequeña mesa cuadrangular sobre la que se amontonan de cualquier manera cientos de papeles y una maraña de cables amenazadora como una bomba de relojería. En el techo, un molesto fluorescente que parpadea sin tregua le otorga al lugar el aspecto tétrico de un taller de costura clandestino y no puedo evitar preguntarme si será cierto que la diferencia de clases dejó de existir después de la Revolución Industrial o es más bien un mito difundido por algún historiador idealista. El chico, que se llama Oliver y desprende un discreto aire rebelde a pesar de la sobriedad de su traje, despega momentáneamente la vista de su viejo portátil y me saluda con un breve movimiento de barbilla. La chica se llama Marga y no parece muy simpática. Tendrá unos treinta años, aunque muy mal llevados. Su rostro es el espejo de un alma frustrada e insatisfecha y, al mirarla, me da por pensar que a partir de esa edad uno tiene la cara que se merece. Es flacucha, pálida y nada agraciada. Y la ropa que lleva, como si fuera una ejecutiva triste que dejó de ascender hace años, es una auténtica fatalidad. Lo que me hace pensar que, tal vez, el estricto código de vestimenta que ha mencionado Lidia Fortuny no es aplicable a esta parte del edificio. Como intuyo que no lo son otras muchas cosas.

—Así que tú eres la que va a trabajar con Iceman —dice Marga dedicándome una mirada de pocos amigos.

¿Iceman?

—Se refiere a Eric Grau —me aclara Sergio—. Es el director de Ventas y Finanzas de la empresa y el menor de los tres hijos del presidente.

—¿Y por qué lo llamáis así?

Ella deja ir una risa maliciosa.

—Será mejor que lo averigües por ti misma.

—¿Qué tal si dejáis de abrumar a la chica?

La voz me resulta conocida. Cuando me doy la vuelta, me encuentro frente a frente con Alberto: moreno, cara afable, ojos risueños, unos pocos kilos de más… Él me entrevistó días atrás para el puesto. Lo primero que se me pasa por la cabeza es reprocharle que, cuando me dijo que tendría la ventaja de trabajar con el cliente, se le olvidó mencionar desde dónde. Pero seamos realistas: si en las entrevistas de trabajo no se pasaran por alto ciertos detalles, el concepto de empleo tal y como lo conocemos habría dejado de existir hace tiempo. Además, me cae bien; creo que es uno de los pocos entrevistadores honrados que he conocido durante mi penosa trayectoria profesional. 

—Perdona por haber llegado tan tarde, pero para un día que se me ocurre venir en coche, me ha tocado comerme un atasco de dos pares de narices. ¿Qué te parece si te instalas primero y después salimos a tomar un café? Así te pongo al día —me dice.

Capítulo 3


Qué poco me gusta el metro en hora punta. Y qué poco me gusta tener que hacer transbordo de la línea amarilla a la roja. El pasillo, que es interminable, está abarrotado de gente sudorosa que lucha contra el caldeado aire subterráneo y se arrastra hasta el vagón más próximo cargada de maletines, mochilas para el gimnasio o bolsas de comida. Y, cuando han conseguido entrar, intentan hacerse con el mejor hueco a base de golpear con sus molestos bultos a todo el que se les ponga por delante. Es como si no hubieran entendido que después de las siete de la tarde la lógica obliga a dejar de competir.

Me pongo los auriculares y la voz aniñada de Chris Martin me acaricia los oídos con su Every Teardrop is a Waterfall. Trato de ordenar mentalmente todas las cosas que Alberto me ha explicado y me atormentan las dudas: ¿Habré estado a la altura en mi primer día? ¿Seré capaz de enfrentarme al segundo?

—Es normal que ahora mismo estés hecha un lío —me ha dicho para tranquilizarme al término de la conversación—. Es mucha información de golpe y trabajar para una empresa de esta envergadura no es sencillo. 

Yo ni siquiera sabía de la existencia de Laboratorios Grau antes de hoy, pero después de mi extensa charla con Alberto, he descubierto que el colosal edificio de fachada oscura acristalada que ocupa casi toda una manzana del Paseo de Gracia pertenece a una de las multinacionales farmacéuticas más importantes del mundo. 

—La séptima más importante, según Forbes —ha puntualizado. 

Las grandes empresas acostumbran a contratar a consultores externos para tareas muy específicas porque les sale más barato. Y en la jerga de la consultoría, Alberto es lo que se conoce como project leader. Él coordina al equipo externo de IT Professional Solutions para el Departamento de Ventas y Finanzas, es decir, a Sergio, Oliver, Marga y ahora también a mí, y le rinde cuentas al cliente, es decir, a Laboratorios Grau, personificado en la figura de Eric Grau. Eric Grau es, además, mi jefe, pero no el de Alberto, quien, a su vez, también es un poco mi jefe, aunque no tan importante como Eric Grau, ¿no? Menudo lío. La cuestión es que, por lo visto, a pesar de llevar solo un par de años como director de Ventas y Finanzas, el tal Eric Grau se ha encargado de desmantelar la anterior estrategia financiera de la empresa —un auténtico desastre, en palabras del propio Alberto— y ha impuesto una nueva táctica basada en el pago de incentivos.

—A ver si lo he entendido bien. Un visitador médico es una especie de representante comercial de la empresa y tiene la función de convencer a los médicos de que receten sus medicamentos y no los de los otros laboratorios, ¿no?

—Más o menos. Y, cuanto más receten los médicos, mayor será el premio que reciban los visitadores. Sueldo y dietas aparte, claro. Eso es lo que llamamos incentivo.

Y ahí es donde entro yo. Mi trabajo consistirá en asegurarme de que cada mes la fuerza de ventas de Laboratorios Grau recibe el incentivo que le corresponde. Pero la cifra final depende de un montón de variables que el propio Eric Grau tendrá que explicarme personalmente. 

—¿En serio? Pues sí que es importante el asunto.

—Ya lo creo. Los incentivos son la piedra angular de la nueva estrategia económica de Laboratorios Grau. Además, Eric Grau es un fanático de la metodología, de su propia metodología. Y la verdad es que no sabe delegar.

—¿Por eso lo llamáis Iceman?

Alberto me ha dedicado una mirada alarmada.

—No te quiero engañar, Ana. Trabajar con él es un poco complicado. Es un tipo frío, arrogante y nada compasivo. La última persona que ocupó tu puesto duró solo tres semanas. La despidió porque entregó un informe veinticuatro horas después de la fecha límite y si algo detesta Eric Grau es la falta de puntualidad. No te imaginas la bronca que le echó, a la pobre. Iceman tiene un carácter de mierda.

—Y me lo dices ahora.

—La buena noticia es que casi siempre está de viaje, así que no tendrás que tratar mucho con él.

Cuando llego a casa, oigo a Dani canturrear una canción de Fangoria en el cuarto de baño, donde se está acicalando para salir. 

—¿Cómo ha ido? —me pregunta mientras se rocía laca en el tupé.

—La verdad es que es un poco diferente a como me lo esperaba. ¿Es necesario que uses tanta mierda de esa? —le reprendo entre toses—. Joder, que te vas a cargar lo que queda de la capa de ozono tú solito.

—No seas pesada, anda. Y vamos a lo que importa: ¿hay tíos buenos en el curro?

—No sé, ni me he fijado.

Pone los ojos en banco y exhala de indignación.

—A ver, Anita. ¿Cuántas veces tengo que decirte que el radar hay que tenerlo siempre activado? Nunca se sabe dónde puede surgir la oportunidad de comerse un buen pollón.

Me río agradeciendo su frivolidad en un momento tan crítico para mí. Mi compañero de piso y yo no nos parecemos en casi nada. Él lleva una vida de lo más disoluta en la que todo gira en torno al sexo, la fiesta y la moda. Y yo soy una tía más bien introvertida, que le da mil vueltas a todo y que no ha echado un polvo en meses. Seis, para ser exactos. Algo que a Dani le preocupa mucho más que a mí. Pero, a pesar de lo distintos que somos, es lo más parecido que tengo a un hermano y lo adoro. Y creo que, en el fondo, también lo envidio por su estilo de vida despreocupado y diametralmente opuesto al mío. Y es que yo, por desgracia, soy la persona con mayor tendencia a la autoflagelación que he conocido en mis veinticinco años de existencia.

—Hablando de comida, voy a ver qué hay en la nevera, que estoy muerta de hambre. ¿Te preparo algo?

—No. Hoy es lunes, cielo. Hay fiesta Nasty Mondays en Apolo y va a estar lleno de heteros con ganas de experimentar. Seguro que habrá algo por ahí que pueda llevarme a la boca. ¿Cómo estoy? —me pregunta cuando termina de abotonarse hasta arriba la camisa negra ajustada.

—Divino, como siempre. Eso me recuerda que mañana tendrás que echarme un cable con la ropa, que hoy me ha caído la bronca. Así que no vengas tarde.

—Te lo dije, pero no me escuchas. Te empeñas en disfrazarte de hipster en vez de lucir esas curvas que tienes.

—Ya sabes lo que opino de estas curvas —digo para zanjar la conversación. Luego, le doy un beso de despedida en la frente y, tras desearle que se divierta, me dirijo a la cocina. 

Media hora más tarde, estoy sentada en el sofá, con el pantalón desabrochado, las zapatillas tiradas de cualquier manera por el suelo, un sándwich vegetal bien cargado de mayonesa en una mano y el mando de la tele en la otra. Después de haber cambiado unas veinte veces de canal, me quedo en uno de esos de la TDT a los que nunca llego porque están al final de la lista. Están dando un programa que se llama Bienvenid@ a mi empresa. Por lo visto, en cada capítulo un equipo de reporteros visita una compañía distinta y muestra sus entrañas. «Bah». Estoy a punto de cambiar otra vez cuando veo algo que me resulta familiar. La cámara barre de arriba abajo la fachada oscura acristalada de un colosal edificio. Lo conozco. Igual que conozco el sobrio vestíbulo que aparece en el siguiente plano y a la recepcionista que sonríe nerviosa como una chiquilla mientras finge que hace su trabajo. Subo el volumen y observo con interés el tour visual por las distintas plantas. Lo que viene a continuación me deja con la boca abierta. En la pantalla de la tele aparece un hombre impecablemente trajeado, de unos treinta y cinco años, más o menos, al que le preguntan no sé qué acerca del año fiscal anterior. Creo que responde que hubo beneficios. La verdad es que me he quedado tan pasmada al verlo que no puedo asegurar haber entendido al cien por cien lo que ha dicho. Tiene el pelo rubio nórdico, liso, bien cortado y engominado con precisión hacia un lado. En la frente, se le adivina una vena tensa y furiosa. Las cejas finas, rubias, casi imperceptibles. Bajo los ojos, felinos, de un intenso color aguamarina y de pestañas espesas como las de una diva del cine negro, unos profundos surcos denotan las preocupaciones de un hombre exigente y, tal vez, la resignada costumbre a un sueño de escasa calidad. La nariz bien perfilada y los labios, sin ser muy gruesos, resultan jugosos a la vista. Creo que es porque los frunce todo el tiempo formando un dibujo que me recuerda a una fruta carnosa pidiendo a gritos ser mordida. Los dientes blancos y rectos, perfectos. Y, en la barbilla, un hoyuelo muy masculino realza la fiereza de sus facciones. Habla a cámara sin apenas parpadear, conquistándola, conquistándome, con una seguridad meridiana, una voz profunda y, por momentos, áspera y la certeza de que el mundo le pertenece escrita en su mirada.

—Madre mía… Es el tío más impresionante que he visto en mi vida —exclamo con la boca llena. 

Pero lo que realmente consigue que se me caiga el sándwich de las manos es el rótulo que hay debajo de su hermoso rostro y que dice: «Eric Grau, director de Ventas y Finanzas de Laboratorios Grau».

Capítulo 4


—Deberías estudiarte esta documentación, Ana. ¡Ah! Y esta también —dice Alberto.

La montaña de dossieres apilados en mi lado de la mesa empieza a ser preocupantemente alta. Se me acumula el trabajo. Y eso que lo único que he hecho estas dos semanas ha sido leer y leer. Resoplando, echo un vistazo a los últimos títulos de la colección de grandes obras de la literatura empresarial: Modelo de incentivos para mejorar la productividad de Laboratorios Grau, Business intelligence aplicado a la industria farmacéutica y Nuevas metodologías para alcanzar la efectividad de la fuerza de ventas. Fascinante. Y lo mejor de todo es que entre las tres sumarán, como poco, unas cuatrocientas páginas. 

Alberto me ha dejado caer que voy algo retrasada y yo me he tenido que morder la lengua para no decirle que, si no hubiese tenido que perder tanto tiempo con los puñeteros cursos de Seguridad y Protección de Datos, ya me habría leído toda la documentación y estaría preparada para empezar a hacer mi trabajo. Pero es que, de verdad, en esta empresa tienen una obsesión insana con la confidencialidad. Me han hecho firmar una cláusula anexa al contrato según la cual me comprometo a no divulgar ninguna información estrictamente confidencial hasta cinco años después de haber salido de la empresa, so pena de incurrir en un delito contra la Ley de Protección de Datos. ¡Cinco años! ¿Quién sabe dónde estaré yo dentro de cinco años? Además, en ningún apartado del contrato se especifica qué se entiende por estrictamente confidencial. Aunque, a juzgar por las instrucciones que se dan en el curso, del tipo «Nunca te levantes de tu sitio sin dejar el portátil bloqueado», «Cambia las contraseñas cada semana», «Utiliza siempre la destructora de papel cuando un documento impreso ya no te sirva» o «Encripta los correos electrónicos de alto riesgo», me da que aquí es confidencial hasta la receta de la pizza que sirven en la cantina los viernes a mediodía.

—En este tema no se andan con tonterías —me contó Sergio—. Mira si se lo toman en serio que, si te despiden, un segurata te acompaña hasta tu sitio para impedir que robes información. Tampoco te puedes instalar programas como Spotify en el portátil de empresa y la mayoría de las páginas de Internet están capadas por seguridad. Ah, y mucho ojito con poner nada en las redes sociales. A una de Marketing se la cargaron solo porque tuiteó una foto en la que salía cenando con un product manager en Le petit Bergerac. 

—Joder, pues qué dictadores. Y eso que su lema es «Cuidamos de las personas. Cuidamos de ti».

Los ojos me empiezan a picar cuando llevo un rato concentrada en la retahíla de tecnicismos de la documentación. Decido que ha llegado el momento de hacer una pausa, así que dejo a un lado lo que estoy leyendo y, después de desperezarme como un gato, me dirijo a la máquina de café del vestíbulo de la planta. Introduzco una moneda de cincuenta céntimos en la ranura, escojo uno con leche y pulso dos veces sobre la tecla del azúcar. La máquina empieza a hacer un ruido espantoso y escupe un vasito de plástico.

«Bebida en proceso de erogación».

Mientras espero, me descubro inquieta, preguntándome por qué narices no he conocido todavía a Iceman, si tan importante se supone que es la tarea que tengo que desempeñar para él. Y, de repente, no sé ni cómo, me sacude una inmensa ola de deseo de volver a ver a ese ejemplar único de macho alfa y acabo tecleando su nombre en la aplicación de Facebook del móvil.

«Bebida lista para su consumo».

—Yo que tú no lo haría. Ese café está muy malo.

Una voz grave irrumpe de forma repentina a mi espalda y, al darme la vuelta, me encuentro con su imponente figura.

—¡Madre mía, qué alto! —exclamo de forma inconsciente. 

¿Casualidad o karma? El caso es que me pongo tan nerviosa que el móvil se me escurre de las manos y va a parar encima de sus elegantes y, sin duda, caros mocasines granates. Me agacho a toda prisa a recogerlo, pero él se me adelanta.

«Por favor, por favor, por favor, que no mire la pantalla».

—Uno noventa y cuatro, para ser exactos —dice mientras me devuelve el teléfono. Y, al incorporarse, me envuelve una nube de perfume masculino.