Los hombres que hicieron la historia de las marcas deportivas

Índice

 

 

 

Cubierta

Portadilla

Dedicatoria

 

Introducción

 

1. Adidas vs. Puma: la guerra de los Dassler

De Herzogenaurach para el mundo

Una familia muy normal

Un cambio de régimen

El mundo va a la guerra; los Dassler, también

La ruptura

Los comienzos de Adidas y Puma

Hacete amigo del Sepp: el milagro de Berna

Notas

 

2. Adidas vs. Puma: la nueva generación

Los primos Dassler en los Juegos Olímpicos

Día de la independencia

Puma sale de Alemania

México 68: los Juegos del escándalo

Grandes clásicos de Puma y final de una era

 

3. Adidas vs. Adidas: el imperio oculto de Horst Dassler. Arena, Le Coq Sportif, Pony y más

Adidas o Adidas: ésa es la cuestión

Adidas-Schwahn, indumentaria deportiva a dúo

Arena, la primera marca “clandestina” de Horst

En el fútbol ya no quedan ingenuos

Horst prepara su ataque

A la conquista de la FIFA

Breve historia de Le Coq Sportif

Guerra comercial entre Adidas y Le Coq Sportif

André Guelfi y Horst Dassler, el nuevo dúo dinámico

Adidas lleva a Le Coq Sportif a la cumbre

Horst cabalga en Pony

Después de la FIFA, el COI

Poder infinito y paranoia

El otoño del patriarca

Sólo la verdad

 

4. Onitsuka Tiger, antecedente directo de Asics

De Sakaguchi a Onitsuka

Un proyecto personal para la reconstrucción del país

Los modestos comienzos de la Corporación Onitsuka

La marca del Tigre

Una prueba de fuego para Onitsuka

La educación en los valores de la Corporación Onitsuka

Onitsuka Tiger llega a los Juegos Olímpicos

Dolores de crecimiento

 

5. Blue Ribbon Sports, la prehistoria de Nike

La empresa que nació de un trabajo práctico

Mil dólares y un apretón de manos

El primer cruzado de la causa

Primer round contra Adidas

Blue Ribbon Sports y la Corporación Onitsuka: Lost in Translation

 

6. Nike vs. Tiger: Día de la Independencia

El Swoosh, Nike y los botines mexicanos: el logo, la marca y el producto

El juego de las máscaras

Un waffle para Pre

Batalla judicial: el Swoosh contra el Tigre

Nike: made in the USA

Los comienzos de Nike en la NBA

Avances y tropiezos en la expansión de Nike

El boom del running

De Tiger a Asics

De Blue Ribbon Sports a Nike, Inc.

Básquet, fútbol americano, tenis y Hollywood

Nike Air: una invención para el futuro

Indumentaria Nike e identidad corporativa

Nada es imposible: Nike llega al número uno en Estados Unidos

 

7. El desembarco: Nike y Reebok arrasan a Adidas y Puma

Millonarios de la noche a la mañana

Primeros síntomas de desgaste e incomodidad

Reebok: de Bolton a Boston

Reebok se hace la América

De la crisis al contraataque: el fenómeno Air Jordan

“Revolution” Air Max

Just Fuck It / Just Do It

 

8. La debacle de Adidas y Puma

La Puma de Armin Dassler: héroe de la clase trabajadora

Boris Becker y la burbuja bursátil de Puma

Drama en Adidas: el abrupto final de Horst Dassler

Hacia una Adidas sin ningún Dassler

Bernard Tapie: otro aventurero francés para Adidas

Equipment: la dupla creativa de Nike reinventa Adidas

Más turbulencias: las ambiciones políticas de Tapie

El primo de Elaine, ¿nuevo salvador de Adidas?

La difícil reconstrucción de Adidas

 

9. Los años 90 y la hegemonía de Nike

Un nuevo fenómeno global

El particular e indiscutible liderazgo de Phil Knight

Comerciales de TV: la clave del branding de Nike

Apropiaciones de la cultura pop y de discursos críticos

Metacomunicación: guiños y complicidad

Todas las estrellas son de Nike

Pobreza, discriminación y ghettos: anuncios con conciencia social

El turno de las mujeres

Sangre, sudor y lágrimas: Niké (Victoria)

Si Nike es la cultura…

Notas

 

10. El renacimiento alemán: las nuevas Adidas y Puma

La reconquista de América

Nada es imposible: Adidas absorbe a Reebok

Jochen Zeitz: perfil del salvador de Puma

Volver a empezar

Puma en Hollywood: la tierra prometida

Deporte, moda y diseño de vanguardia

Fútbol ofensivo: Puma se pelea con la FIFA

Notas

 

Epílogo

Agradecimientos

Bibliografía

 

Sobre el autor

Créditos

Otros títulos de Blatt & Ríos

 

 

 

 

 

A Carlos, mi papá

A Genaro, mi hijo

Introducción

 

 

 

 

En la mañana del 1 de mayo de 1945, un hombre de unos cincuenta años llega a pie a la casa de su familia en el pueblecito bávaro de Herzogenaurach. Está exhausto y tiene una historia terrible para contar, aunque difícilmente logre conmover a alguien más que a sus familiares más cercanos. Después de todo, en los tiempos que corren el horror más profundo ya es parte de la vida cotidiana de todos los alemanes.

Hace apenas un día que Adolf Hitler acaba de ponerle fin a su materializada pesadilla de muerte, odio y destrucción. Agobiado por el irrefrenable avance de las fuerzas aliadas por el frente occidental, y de los soviéticos por el oriental, se suicida en su bunker de Berlín. Su heredero formal, el no menos siniestro Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del Reich hasta ese día, toma la misma determinación apenas unas horas más tarde. Quizás –quién sabe– justo en el mismo momento en que nuestro hombre golpea la puerta de su casa.

Nadie sabía qué había sido de él desde el último 5 de abril, cuando había sido arrestado por la temible Gestapo, la policía secreta del régimen. Se lo acusaba de desertor, una falta gravísima. Luego de su arresto –les cuenta el hombre a sus familiares– estuvo detenido durante dos semanas cerca de Núremberg junto a otros veinticinco prisioneros. El hombre no lo sabía, pero, en el ínterin, fuerzas del ejército estadounidense habían ocupado ya Herzogenaurach. Luego, en medio del desbande y la confusión reinantes en las fuerzas alemanas, alguien ordenó que los prisioneros fueran trasladados al campo de concentración de Dachau, no muy lejos de Múnich. Los prisioneros deberían hacer el trayecto de más de 150 kilómetros a pie y encadenados de dos en dos. Su destino final era fácil de imaginar.

Sin embargo, nunca llegaron allí. Nuestro hombre cuenta que, en el trayecto, un oficial de las Waffen SS le ordenó a quien conducía al grupo de prisioneros, un tal Ludwig Müller, que fusilara inmediatamente a los acusados. El conductor se dispuso a acatar la orden, pero al rato se toparon con una providencial patrulla del ejército americano y todos los prisioneros fueron liberados unos kilómetros más al sur, cerca de la ciudad de Pappenheim. Desde allí el hombre había caminado más de cien kilómetros hasta llegar a su pueblo natal, aquella mañana del 1 de mayo.

Ahora que –cree el muy ingenuo– ha pasado lo peor, el hombre viene dispuesto a arreglar cuentas con su hermano. En las últimas dos décadas, juntos han dirigido la fábrica de los mejores zapatos deportivos de Europa y –quizás– del mundo entero, pero hace ya varios años que no se soportan. Nuestro hombre culpa a su hermano por absolutamente todas las desdichas de su vida. Sin dudas, las angustiosas e interminables horas en la cárcel han llevado su propensión a la paranoia hasta límites intolerables. Está totalmente convencido de que su perverso hermano y la bruja de su cuñada se pasaron los últimos años buscando aprovechar las contingencias de la guerra para dejarlo afuera del negocio familiar. Ciego de furia, prefiere mil veces que el diablo se lleve la fábrica al mismísimo infierno antes que perderla a manos de ellos.

En la mañana del 1 de mayo de 1945, nuestro hombre todavía no sabe que, en apenas un par de años, la brutal enemistad con su hermano derivará en una separación perfectamente salomónica. Cada uno de ellos se quedará con una fábrica y creará su propia marca de calzado deportivo, aunque nuestro hombre ni siquiera se imagina que durante las siguientes tres décadas estas marcas reinarán en todo el mundo prácticamente sin oposición. Tampoco puede saber este hombre que, pese a su éxito, su torturado carácter difícilmente encuentre algo de paz hasta el día de su muerte. Nuestro hombre se llama Rudolf. Rudolf Dassler. De chico, lo apodaban el Puma.

 

***

 

Algunos días más tarde, el 15 de agosto de 1945, otro de nuestros hombres escucha incrédulo el comunicado oficial que difunde la radio: el Japón, su país, el mismo por el que había jurado solemnemente combatir hasta la muerte, acaba de reconocer oficialmente la derrota.

¿Cómo puede ser? Nuestro segundo hombre cree alucinar. Al momento de la rendición él es un suboficial instructor del Ejército del Imperio Japonés. Por distintas circunstancias no le ha tocado nunca pelear en el frente, pero sabe –o intuye– que todos sus camaradas de estudios de la Academia Militar, así como también la enorme mayoría de los jóvenes a quienes debió instruir en los últimos años, han muerto en combate.

Nuestro segundo hombre mira a su alrededor y sólo puede contemplar el terrible espectáculo de un país y un pueblo arrasados. En unos pocos minutos los primeros dos ataques nucleares de la historia han reducido buena parte de las ciudades de Hiroshima y Nagasaki a escombros. En su interior nuestro soldado se siente igualmente devastado. Deambula de aquí para allá y no tiene la menor idea de cómo pudo pasar lo que pasó. Poco le importan, en caso de que esté al tanto de ellas, las atrocidades cometidas por su propio país y por sus aliados en el transcurso de la guerra. En todo caso, él es un simple militar japonés, orgulloso de su patria como el que más, y una derrota de su emperador le resultaba simplemente inimaginable. Ahora ni siquiera sabe si debe seguir vistiendo su uniforme. No por miedo a la inminente ocupación del país, sino por una cuestión de honor.

Este, nuestro segundo hombre, tiene ahora 27 años. No tiene ni la menor idea de qué hará con su vida, dónde vivirá, de qué trabajará, con quién se casará. Desesperado y agobiado, trata sin embargo de recomponerse. Se pasa varios días reflexionando, hasta que toma una decisión y se hace a sí mismo un juramento. Ya que él ha tenido la fortuna de sobrevivir a la derrota militar, la nueva misión de su vida será llevar adelante un proyecto que lo haga sentirse orgulloso de sí mismo. Que ayude a la reconstrucción de un país arruinado física y moralmente. Que contribuya a formar a las futuras generaciones de japoneses. Y, lo más importante, que pueda tranquilizar su conciencia sabiendo que la muerte de sus amigos y compañeros de armas no ha sido en vano.

Nuestro segundo hombre ha nacido con el nombre de Kihachiro Sakaguchi. Todavía ni sabe que muy pronto se convertirá en un fabricante de calzado deportivo. Tampoco puede saber que sus zapatillas serán las más populares del Japón, ni mucho menos puede imaginar que, dentro de unos cuantos años, un americano rubio e inexpresivo se presentará en sus oficinas y le ofrecerá llevar sus productos a los Estados Unidos. Desde luego que ni puede sospechar que este mismo americano terminará –según lo entenderá él más tarde– traicionándolo. El rubio creará su propia marca de zapatillas y le entablará un juicio millonario en los tribunales de ambos países.

Lo cierto es que, el 15 de agosto de 1945, nuestro segundo hombre apenas sospecha que muy pronto ni siquiera conservará su nombre. Sakaguchi, el apellido de su progenitor, será reemplazado por el de su familia adoptiva, los Onitsuka. Y el mundo sabrá acerca de la corporación fundada por Kihachiro Onitsuka y de sus zapatos deportivos. Estos llevarán el nombre del animal salvaje más poderoso y más admirado por los japoneses: el tigre.

 

***

 

Un par de meses más tarde, en octubre de 1945, un tercer hombre vuelve a los Estados Unidos después de algunos meses de campaña militar. Ha combatido en las montañas del norte de Italia contra los soldados alemanes en retirada, y lo ha hecho bien. Este hombre se ha desempeñado con el grado de mayor en el Primer Batallón del 86° Regimiento de Infantería de Montaña, y por sus acciones ha sido condecorado con cuatro Estrellas de Bronce, una Medalla a la Buena Conducta y una Estrella de Plata. Pese a los honores, nuestro tercer hombre suele decir, más bien despreocupado y con la acidez que lo caracteriza, que, a la luz de los acuerdos firmados en la Conferencia de Yalta, a él le ha tocado ir a la guerra para hacer del mundo un lugar más seguro para… el comunismo.

Nuestro tercer hombre es un tipo chapado a la antigua. Se considera a sí mismo un “Hombre de Oregon”, y esas solas palabras deberían bastar para definirlo. Sus antepasados fueron de los primeros colonos de este rincón de las montañas Rocosas, con sus agrestes y bellas costas, sus añosos bosques y el verde valle del río Willamette, la zona de sus principales ciudades. Podríamos imaginarnos a nuestro hombre como a un John Wayne trasladado al frío y lluvioso clima de Oregon. O como al duro Walt Kowalski de la película Gran Torino, interpretado por Clint Eastwood. Aunque nuestro hombre, a diferencia del Kowalski de ficción, está ahora en la plenitud de sus fuerzas.

Nuestro tercer hombre es una persona de razonamientos sencillos y convicciones inalterables. Orgulloso de su país, pero mucho más de su región. Republicano clásico, es muy probable que se refiera al gobierno federal como “los burócratas de Washington”. Como buen oregoniano, detesta a California y todo lo que ella implica: el sol, las playas, la frivolidad, el descontrol. Es religioso y suele citar de memoria pasajes de la Biblia, aunque casi nunca va a la iglesia. Es capaz de contar los chistes más obscenos, pero se sonroja si una mujer lo escucha decir palabrotas.

Pero el tipo no es ningún bruto, a no confundirse. Ha cursado estudios en la Universidad de Oregon y también ha dado clases de biología en colegios secundarios, aunque el trabajo que más le gusta y mejor le sale es el de entrenador. Por el momento, de fútbol americano en esos mismos colegios, pero muy pronto volverá a “su” Universidad de Oregon. Esta vez, con el cargo de entrenador de su emblemático equipo de atletismo, el orgullo del estado.

Allí se dedicará simplemente a formar a los mejores corredores del país, sin más vueltas. Será duro, exigente, hasta despótico y brutal, pero sus dirigidos no sólo lo respetarán y admirarán, sino que lo verán casi como un segundo padre. Sus equipos serán varias veces campeones nacionales, y él hasta llegará a entrenar al equipo olímpico de pista de su país. Sin embargo, nunca dejará de orinar en la ducha a sus corredores novatos como parte de su rito de iniciación, y el modernísimo concepto de igualdad de géneros le resultará, cuando menos, curioso. Siempre pragmático, él preferirá recurrir a su escopeta de perdigones cada vez que crea conveniente alejar a las chicas que se atrevan a merodear a sus atletas en los entrenamientos.

Nuestro tercer hombre todavía no lo sabe, pero pronto se obsesionará con el calzado de sus corredores, un instrumento muy poco desarrollado pero esencial para el rendimiento en la pista. Cuando lo que haya disponible en el mercado no lo satisfaga, entonces intentará diseñar y fabricar sus propias zapatillas. De a poco irá aprendiendo, aunque los resultados obtenidos nunca lo conformarán del todo. Hasta que un día recibirá la visita de un viejo discípulo, el mismo muchacho rubio e inexpresivo al que mencionamos más arriba. El rubio le mostrará los prototipos de una nueva marca de zapatos deportivos japoneses, y le ofrecerá trabajar juntos para importarlos y venderlos. Nuestro tercer hombre no está en condiciones de sospechar siquiera que, andando el tiempo, la empresita que fundarán con el rubio dejará de importar zapatillas japonesas y sacará una marca nueva al mercado que se convertirá en una gigantesca corporación multinacional. Ni en sus sueños más afiebrados podría aventurar él que esa nueva marca llevará el nombre de la Victoria Alada de Samotracia. En griego, Níke tes Samothrákes.

 

***

 

Algunos meses después, el 13 de julio de 1946, el cuarto hombre que nos ocupa en esta introducción, no casualmente el hermano menor y socio del primero, siente que un escalofrío recorre su cuerpo. El Comité de Desnazificación de Herzogenaurach, controlado por las fuerzas americanas estacionadas en el pueblo, le acaba de comunicar oficialmente que lo ha declarado un “Belastete”, es decir, un miembro activo del régimen nacionalsocialista, alguien que militó o contribuyó activamente a las actividades del partido o de otras organizaciones paraestatales nazis. También, alguien que hasta podría haberse beneficiado económicamente de estas actividades.

La acusación es gravísima. Además de la obligación de pagar una abultada multa, significa que el hombre podría perder el control de su fábrica de zapatos deportivos (la mejor de Alemania y de toda Europa, quizás del mundo…), la misma fábrica por la que está enfrentado desde hace años con su hermano Rudolf. Nuestro hombre no entiende cómo el Comité pudo haber llegado a la conclusión de que él era alguien importante dentro del régimen. ¿Sería que había sido denunciado, calumniado por gente del pueblo? ¿Tendría él enemigos capaces de algo así? ¿Habría sido su propio hermano?

Después de todo, ¿qué había hecho él, una persona a lo que sólo le interesaban los deportes y el calzado deportivo, para merecer esta acusación? Sí, claro, se había afiliado al Partido Nacional Socialista en 1933, pero ¿acaso no lo habían hecho también sus hermanos mayores y todo su círculo de amigos? ¿No lo habían hecho otros miles, más, millones de alemanes comunes y corrientes? Es cierto, también se había asociado al Cuerpo Motorizado Nacional Socialista y, desde 1935, había sido entrenador de fútbol de las Juventudes Hitlerianas. Pero aquello, ¿qué probaba? Lo primero lo había hecho porque le gustaban las motos, todo el mundo lo sabía. Lo segundo, porque –otra vez– él era más que un apasionado, era un enfermo de los deportes. Corría, saltaba, esquiaba, jugaba al fútbol, lanzaba la jabalina. Y era el fabricante de los mejores zapatos para la práctica de todas estas disciplinas, y para otras más también.

Y quién si no él se ocupaba de diseñar y mejorar todos los modelos; quién otro más que él empezó prácticamente de la nada cosiendo zapatos con desechos de la Primera Guerra, usando muchas veces una máquina de coser accionada por los pedales de una bicicleta cuando la energía eléctrica se cortaba; quién si no él había completado el curso de maestro zapatero no en dos años, como era lo usual, sino en apenas uno, para volcar todo lo aprendido allí al desarrollo de nuevos productos para su fábrica; quién si no él –y únicamente él– había recorrido los clubes y federaciones deportivas de toda Alemania y hasta de algunos países vecinos para dar a conocer sus incomparables zapatos de cuero. ¿Quién, su hermano? A ese sólo le gustaba hacerse el empresario, discutir de negocios y darse la gran vida.

Y ahora resultaba que él era un nazi, uno de los peores. ¿Acaso no habían trabajado en su fábrica prisioneros de guerra rusos provistos por el régimen? Claro, pero tampoco eran esclavos, se les había pagado el mismo sueldo que a los demás obreros. Pero ¿cómo? ¿No era que sólo le interesaba fabricar calzado deportivo? ¿Por qué entonces de las líneas de montaje de su planta habían salido componentes para el ensamblado de bazucas y otras armas de guerra? Bueno, no había sido elección de él, aquello fue una imposición de las autoridades cuando el régimen movilizó al país a la “Guerra Total”. Ajá, muy bonito, siempre una respuesta para todo, pero ¿podía él negar acaso que había asistido a la boda de su amigo Josef Waitzer, el entrenador del equipo alemán de pista, vistiendo el uniforme del partido? Desde luego, si hasta había fotos del acontecimiento, pero ¿no era obligatorio acaso usar ese uniforme en una ocasión semejante? ¿Lo era? ¿Por qué entonces el novio aparece en esas mismas fotos con el brazalete con la esvástica? Por supuesto, qué duda cabía, después del Führer, ahí pegadito, venía él…

Pero no se iba a quedar cruzado de brazos. Nuestro cuarto hombre tenía amigos, gente notable de la ciudad que podía atestiguar por él. Valentin Fröhlich, por ejemplo, el viejo alcalde de Herzogenaurach, repuesto ahora en su cargo por los americanos. Él sí que podría asegurar que siempre se había mantenido al margen de toda actividad política, que había tenido empleados y proveedores judíos, que en su vida había discriminado a nadie. También podría recurrir a Hans Wormser, el alcalde del vecino pueblo de Weisendorf, que para mejor era medio judío. Su amigo Hans podría confirmar que él mismo le había avisado que agentes de la Gestapo lo buscaban para detenerlo, y que además lo había escondido por un tiempo en su fábrica. Otros de sus empleados también podrían respaldarlo: alguno había caído en desgracia ante algún funcionario del régimen y, pese a ello, no había sido despedido, otro era un conocido militante antifascista, hasta había uno comunista. Y él nunca los había denunciado…

Mientras suma papeles, documentos y testimonios a su defensa, nuestro cuarto hombre confía en que su reputación se mantendrá intacta, que no será despojado de sus bienes. Pero al que más teme, pese a todo, es a su hermano. Él sabe que Rudolf es hasta capaz de testificar en su contra ante el Comité, sabe que no va a parar hasta dejarlo afuera del negocio familiar. Sin embargo, lo que no sabe todavía es que dentro de pocos meses su hermano y él separarán meticulosamente los bienes de su empresa y empezarán a trabajar cada uno por su lado. Tampoco sabe que muy pronto su negocio prosperará mucho más rápidamente que el de su hermano. Ni siquiera está en condiciones de imaginar que el día en que el seleccionado de Alemania gane el Mundial de Fútbol de 1954 su vida y su empresa cambiarán para siempre. Y ni en sus más afiebrados sueños puede alucinar con que, con los años, su empresa dejará de producir únicamente zapatos y se transformará en una gran corporación internacional. El nombre de este hombre es Adolf. Adolf Dassler. Puesto en la obligación de elegir un nombre para su nueva marca, optará por contraer el suyo y le pondrá addas. Así, todo en minúsculas. Aunque puede que ésa no sea la denominación definitiva…

1. Adidas vs. Puma: la guerra de los Dassler

 

 

 

 

De Herzogenaurach para el mundo

 

Todos los que en la actualidad visitan el pueblo de Herzogenaurach y se topan con las despampanantes sedes centrales de Adidas y Puma1 suelen sorprenderse. ¿Por qué será que estas dos grandes corporaciones multinacionales, con miles de puntos de venta, oficinas, filiales y contratistas desparramados por todo el mundo eligieron a esta esta pacífica y conservadora localidad de Bavaria, al sur de Alemania y cerca de la ciudad de Núremberg? ¿Qué tiene de especial este pueblo medieval, cuya primera mención encontrada en un documento escrito se remonta al año 1002, para tener el privilegio de alojar en su acotado perímetro a dos compañías rivales de semejante magnitud?

A poco de arribar, los desprevenidos visitantes seguramente serán puestos al corriente por alguno de los escasos 23.000 habitantes de Herzogenaurach. Escucharán las más curiosas y pintorescas historias acerca de una familia, los Dassler, quienes transformaron a su modestísimo taller de calzado de los años 20 en la mejor fábrica de zapatos deportivos de Alemania (y de Europa, y del mundo…). Se enterarán de las furibundas peleas suscitadas entre los dos hermanos que manejaban la fábrica, de cómo la Segunda Guerra dejó al pueblo prácticamente intacto pero terminó para siempre con la sociedad de los Dassler, de cómo dividieron luego su negocio sin saber que, al mismo tiempo, dividirían también a la propia ciudad en dos bandos irreconciliables, cada uno a un lado del Aurach, el río que la cruza de este a oeste.

Muchas de estas historias han llegado incluso a los medios masivos, especialmente en ocasión de la Copa Mundial de Fútbol de Alemania, en 2006. Los periodistas que se acercaron hasta la concentración del seleccionado argentino, alojado precisamente en el predio de Adidas, tuvieron la oportunidad de pintar a Herzogenaurach como el pueblo en donde todo el mundo mira hacia abajo: lo primero que hay que saber acerca de una persona es la marca de calzado que lleva en sus pies. O bien lleva zapatos de Adidas, o bien de Puma. Si lleva de otra marca, los lugareños sabrán con toda seguridad que están frente a un extranjero. O un extraterrestre.

Ser “de Puma” o “de Adidas” suele resultar determinante para los habitantes de Herzogenaurach. Significa, desde luego, que en algún momento de sus vidas se han relacionado directa o indirectamente con una de las marcas. De eso depende, dicen los más exagerados, no sólo la marca de ropa y calzado que deberán llevar, sino también en qué almacén harán las compras, a qué club irán a practicar deporte, a qué bar irán a tomar una cerveza y hasta a qué lugar irán a bailar. En el peor de los casos, hasta de qué lado del río será más conveniente vivir para estar seguro de no ubicarse en terreno enemigo. Y si bien hace ya muchos años que tanto Puma como Adidas han dejado de pertenecer a las correspondientes ramas de la familia fundadora, que ninguna de las dos empresas haya cedido a la tentación de relocalizarse habla no sólo de una orgullosa defensa de sus orígenes alemanes y de los valores de los antiguos “patriarcas”, sino además –y más concretamente– de una terca lucha por un espacio físico que trasciende cualquier otra cuestión.

Es perfectamente comprensible, por otra parte, que dos corporaciones tan exitosas como Adidas y Puma pongan tanto cuidado en recordar, exaltar y hasta proteger la figura de Adolf y Rudolf Dassler, los enemistados hermanos que las fundaron. Ambas debieron aprender –y vaya si les costó hacerlo– que el secreto para sobrevivir, reinventarse y prosperar en el capitalismo posindustrial del siglo XXI no tenía nada que ver con diseñar, fabricar y vender los mejores productos deportivos, sino con vender un concepto, un estilo de vida, un conjunto algo indeterminado de sensaciones y asociaciones generadas en algún profundo rincón de las mentes de los consumidores globales. Y que, de este lado del mostrador, no hay forma de competir con la ferocidad que las condiciones actuales del mercado exigen si quienes están a cargo de esta responsabilidad, desde la cúspide de la organización hasta sus niveles más bajos, no se perciben a sí mismos como parte de una gran historia, herederos de un legado. Continuadores, en fin, de antiguas batallas iniciadas por otros, y de las que no se puede regresar sino victorioso. Y eso a pesar de que se sepa absolutamente todo acerca de cada batalla, incluso de aquellas que están por venir, pero nada del final de la guerra. Que probablemente nunca termine.

Así es que, puertas adentro, Adolf y Rudolf Dassler cumplen concienzudamente con su rol de padres fundadores, de reserva moral y de guías espirituales. Y hasta sirven, de tanto en tanto, como imágenes rectoras susceptibles de ser comunicadas a los consumidores para que ellos también puedan sentir que “eso” que llevan en los pies es algo mucho más interesante que un utilitario par de zapatillas. Casi sin proponérselo, los hermanos más famosos de Herzogenaurach siguen siendo parte de la construcción de la imagen de las marcas que fundaron hace ya tantas décadas. Pero claro, la historia suele ser infinitamente más compleja y apasionante de lo que las publicaciones corporativas nos pueden llegar a hacer creer. Podríamos quedarnos con las versiones más asépticas que nos cuentan de un conflicto que se resolvió con la división de una empresa familiar en dos nuevas firmas competidoras, las cuales a su turno dominaron el mercado a nivel mundial por muchos años, pero claro, nos estaríamos perdiendo la mejor parte de la historia. Una historia fascinante, con todos los condimentos de las grandes sagas. Una historia que conviene empezar a contar por el principio.

 

 

Una familia muy normal

 

Al igual que muchos de sus antepasados, Christoph Dassler se ganaba la vida como tejedor itinerante en varias de las tantas viejas hilanderías de la región de Franconia, al norte del estado de Baviera, cuando a fines del siglo XIX su oficio se volvió definitivamente obsoleto por los últimos avances de la Revolución Industrial. Christoph se vio obligado entonces a regresar a su pueblo natal de Herzogenaurach y emplearse como costurero en otra de las tradicionales industrias del sur de Alemania: la del calzado. Como el magro salario ganado en la fábrica de zapatos Berneis apenas si alcanzaba para mantener el hogar familiar ubicado en la calle Hirtengraben (al norte del río Aurach, cerca de las actuales oficinas de Puma), su esposa Pauline instaló un precario lavadero en el fondo de su casa para poder criar a sus cuatro hijos sin tantas estrecheces. Maria, la mayor, había nacido en 1886. Diez años después llegó Fritz, el primer hijo varón. Poco tiempo después, el 29 de abril de 1898, nació Rudolf. La familia se completó con Adolf, nacido el 3 de noviembre de 1900.

Muy pronto, en cuanto empezaron la escuela primaria, los tres hermanitos Dassler se pusieron a trabajar haciendo los repartos del lavadero de su mamá. Todo el mundo en Herzogenaurach los conocía como los “chicos del lavadero”, y ellos estaban felices de colaborar con sus esforzados padres. En definitiva, una postal familiar típica de la clase trabajadora de su época y de su región.

Pero era muy evidente que los dos menores de los Dassler tenían otras inquietudes. A Rudolf, por ejemplo, ya a sus 15 años le iba muy bien con las chicas. Quizás no era un carilindo, pero era alto y de buena estampa, cuidaba mucho su aspecto personal, y el jopo de su peinado era su obsesión. Era además muy extrovertido y confianzudo, y las rubias parecían ser su debilidad. Ya por entonces lo empezaron a llamar el Puma. Sin embargo, Rudolf no tuvo mucho tiempo para hacer de las suyas, porque en 1914 estalló la Gran Guerra y con apenas 16 años fue llamado al ejército. Poco antes del final de la contienda, en 1918, pudo volver sano y salvo a su casa. Pero por supuesto que una experiencia semejante lo había cambiado mucho, sin contar con que ya era todo un hombre de 20 años. Aunque antes de la guerra había aprendido los rudimentos del oficio de su padre, prefirió probar suerte en otros negocios. Trabajó primero como administrativo en una fábrica de porcelanas y luego, a los 22 años, se empleó en una empresa mayorista de cueros que funcionaba en la cercana ciudad de Núremberg. Esto le permitió, en cierta forma, seguir sumando experiencia en la industria del calzado.

Por su parte, Adolf demostró desde muy chico su pasión por los deportes y la actividad física. En el escaso tiempo libre que le dejaba su trabajo como aprendiz de panadero (oficio que odiaba por las largas horas de trabajo desde la madrugada), el adolescente Adolf se las ingeniaba para correr carreras pedestres, arrojar rudimentarias jabalinas hechas por él mismo, improvisar combates de box o prenderse en algún partidito de fútbol. Pese a su escasa estatura, Adolf era de complexión fuerte y atlética, y su rendimiento en todas estas disciplinas era más que respetable. También Adolf debió partir a la guerra, aunque por su corta edad fue llamado recién en 1917. Volvió él también sano y salvo dos años después, aunque inmediatamente notó que en Herzogenaurach, al igual que en toda Alemania, la posguerra no resultaría para nada sencilla. Su padre apenas si tenía algo de trabajo en la fábrica de calzado y el lavadero de su madre estaba vacío: en una situación de penuria económica como aquella no quedaba nadie en el pueblo que pudiera darse el lujo de hacer lavar su ropa fuera de casa.

Pese al sombrío panorama, Adolf –a quien ya por entonces todos conocían como Adi– no se amilanó y puso manos a la obra. Decidió adoptar el oficio de su padre y ponerse a fabricar zapatos, sólo que él trabajaría por su cuenta. Para ello se acomodó en el mismo espacio que el lavadero de su madre había dejado vacante. Como el cuero y demás materiales para la fabricación de calzado eran inhallables (y él apenas si tenía dinero para gastar en insumos, de todos modos), Adi salió a recorrer los campos vecinos en busca de cualquier material que los soldados hubiesen abandonado o descartado en sus traslados y después de los combates. Botas, cascos, bolsos y valijas aportaron el precioso cuero. Las mochilas y los restos de paracaídas servían para recuperar algo de tela sintética. Cualquier neumático reventado o plancha de caucho podía ser útil para fabricar suelas. Y para sortear la escasez de energía eléctrica, Adi diseñó una especie de máquina de coser montada sobre el cuadro de una bicicleta y accionada por los pedales de ésta. Tuvo, eso sí, que convencer a varios de sus amigos para que lo ayudaran a darle a los pedales por turnos.

Contra todo pronóstico, la zapatería de Adi no sólo sobrevivió a los cruciales primeros tres años, sino que incluso logró un modesto progreso. Toda una proeza en medio de la devastadora crisis de posguerra que volteaba una tras otra a casi todas las industrias de la región. Los fines de semana, Adi visitaba a su hermano Rudolf en Núremberg y juntos se iban al mercado a vender la producción semanal de zapatos. Hasta que, finalmente, en medio de la pavorosa estampida hiperinflacionaria de 1923 que dejó a millones de alemanes sumidos en la pobreza y el desempleo, los dos menores de los Dassler decidieron junto a su padre jugarse el todo por el todo y convertir el taller de Adolf en una industria profesional. Rudolf renunció a su trabajo en Núremberg y volvió a Herzogenaurach para ayudar a que el emprendimiento familiar despegara. Así, después de un año de operaciones, los Dassler pudieron alcanzar una modesta ganancia de 3.357 Reichmarks, la nueva moneda del país. Fue entonces cuando decidieron implementar una idea que le rondaba a Adolf en la cabeza desde hacía un tiempo: empezar a producir zapatos para la práctica del deporte. Es que era muy evidente que, pese a la aguda crisis económica y la falta de trabajo, o quizás precisamente por ello, cada vez más gente se volcaba a la práctica del ejercicio físico. Y de más está decir que lo hacían sin contar con ningún tipo de calzado especial para ello.

Lo cierto era que a principios de los años 20 el desarrollo de los zapatos deportivos estaba en su prehistoria. Apenas si existían en verdad productos específicos, sino que, la mayoría de las veces, la gente corría, saltaba, boxeaba o jugaba al fútbol con el mismo calzado de todos los días. Un brevísimo repaso de los antecedentes históricos del calzado deportivo nos llevaría a Inglaterra, en donde existían desde 1860 un tipo de zapatillas de lona a las que algunos años más tarde se las empezaría a denominar popularmente como plimsolls. El motivo de este nombre es que la línea coloreada que recorría la unión entre la suela y la capellada de las zapatillas se asemejaba a la línea que los barcos llevan pintada a sus costados para marcar el límite máximo de su carga, una reglamentación promovida por el político y reformador social Samuel Plimsoll. Las plimsolls –un diseño de calzado básico que todavía hoy se usa con variados nombres en cientos de países– eran usadas mayormente para el tiempo libre y la recreación, pero también para jugar al tenis, por ejemplo. Las máquinas de la Revolución Industrial permitieron su producción en masa y así se hicieron populares en otros países europeos. Las plimsolls fueron prácticamente el único calzado que hubo disponible para practicar deportes hasta fines del siglo XIX, y así fue que en los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna –celebrados en Atenas, en1896– la gran mayoría de los atletas compitieron con plimsolls en sus pies.

Uno de los pocos deportes que sí contaba con un calzado pensado especialmente para su práctica era el fútbol. A partir del establecimiento de las reglas definitivas del oficialmente denominado “fútbol asociación” en las Islas Británicas en la década de 1870, con la amplia difusión de este deporte en sectores cada vez más amplios de la sociedad y, especialmente, con su temprana profesionalización en Inglaterra en el año 1885, era perfectamente lógico que se previera un equipamiento obligatorio para la competencia. Fue así que las botas de fútbol fabricadas en Inglaterra se volvieron la norma desde fines del siglo XIX y hasta luego del final de la Segunda Guerra Mundial, aunque no por eso podría afirmarse que fuesen particularmente cómodas. Eran de cuero muy rígido y pesado, por lo que cada zapato podía llegar a pesar medio kilo. Para lograr una mayor estabilidad en el campo de juego se comenzó a clavarles tapones de metal a las suelas de las botas, lo cual las hacía tremendamente incómodas para correr y siempre estaba latente la posibilidad de sufrir heridas en la planta del pie. De caña alta para mejor protección de los tobillos, en ocasiones las botas hasta llevaban refuerzos de acero en la puntera. Si se mojaban, en un día de lluvia y barro, el peso del calzado podía duplicarse, volviéndolo más bien un instrumento de tortura. La popularización del fútbol en otros países de Europa hizo que apareciesen allí también otros fabricantes de botas de fútbol, aunque siempre siguiendo el modelo inglés. Para citar un ejemplo alemán, en 1923 aparecen los primeros productos de la marca Hummel, radicada por entonces en la ciudad de Hamburgo.

Un avance algo más significativo en la industria del calzado deportivo se dio también en Inglaterra, más precisamente en la ciudad de Bolton. Fue la fábrica de J. W. Foster & Sons, fundada a mediados de la década de 1890 y la misma que con los años se transformaría en la marca Reebok, la que desarrolló a comienzos del siglo XX los primeros modelos de spikes, los zapatos para carreras de pista con clavos en la suela. Las spikes de J. W. Foster & Sons fueron muy apreciadas por los atletas de su época, y muchos años después fueron inmortalizadas en la famosa película Carrozas de fuego, una narración un tanto idealizada de la historia del equipo olímpico británico que compitió en los Juegos de París, en 1924. Mientras tanto, del otro lado del Atlántico, el desarrollo del proceso de vulcanización por parte de diversas empresas industriales de Estados Unidos permitió que las clásicas zapatillas de lona para básquetbol del tipo de las Converse All Star llegaran a millones de consumidores, precisamente en aquellos locos años 20.  Marcas como PF Flyers y Keds se hicieron muy conocidas, pero muy pronto el 90% del mercado fue dominado por Converse. Curiosamente, desde entonces y hasta la década del 60, en Estados Unidos apenas si aparecieron otras innovaciones en materia de calzado deportivo, por lo que las Chuck Taylor All Star de Converse dominaron el mercado americano sin ninguna oposición. Y más todavía desde que se volvieron el calzado informal elegido por los jóvenes rebeldes a partir de los años 50.

Frente a este panorama, el objetivo principal que Adi se propuso para su fábrica fue salir al mercado con productos que fuesen diferentes a todo lo conocido, que lograran un salto de calidad. El momento no podía ser mejor: los exitosos Juegos Olímpicos de París 1924 acababan de desatar un enorme interés del público por los deportes. En toda Alemania brotaron de la nada los clubes y sociedades deportivas, mientras que los estadios de fútbol convocaban a multitudes cada vez más numerosas. Todo este fenómeno favorecía el aumento de la hasta entonces escasísima demanda de calzado deportivo de calidad. Con sus pocos años de experiencia como zapatero y otros tantos como deportista aficionado, Adi se propuso conseguir que sus zapatillas fuesen más cómodas y ligeras. Para ello empezó a trabajar con cueros más suaves y flexibles, ideales para fabricar spikes más livianas para los corredores y botines de fútbol con mayor sensibilidad en el pie. Los cueros más gruesos y rígidos se reservaron para las suelas. Al mismo tiempo, Adi se encargó de probar él mismo sus zapatos y alentó a otros deportistas amigos a que se llevaran algunos pares gratis y le comentaran luego cómo los habían sentido, si les habían ayudado a mejorar su rendimiento, qué mejoras se les podían hacer.

Y así fue que el 1 de julio de 1924 quedó formalmente establecida en Herzogenaurach la Gebrüder Dassler Sportschuhfabrik, es decir, la Fábrica de Zapatos Deportivos Hermanos Dassler. Todavía en el viejo lavadero de mamá Pauline, con las mismas precarias herramientas y alguna vieja máquina de escribir por todo equipamiento. Aunque las diferencias de carácter y personalidad entre Adi y Rudolf eran inocultables, también era cierto que sus intereses y habilidades eran complementarios y en un principio ayudaron al rápido crecimiento de la nueva sociedad. Mientras que Rudolf, el mayor, era muy metódico y organizado para manejar el negocio y tenía una evidente capacidad para hacer contactos y relacionarse con gente a cargo de clubes y federaciones deportivas, Adi era el obsesivo que vivía encerrado en el taller buscando crear nuevos modelos de calzado y mejorar los existentes. Con esa aceitada combinación los resultados llegaron muy pronto. En 1925 la empresa contaba ya con doce empleados que fabricaban cincuenta pares de zapatillas por día. Con las ganancias Adi se pudo dar el “lujo” de comprarse una motocicleta con sidecar. En 1927 se mudaron a las instalaciones de una vieja fábrica abandonada que pudieron comprar a muy buen precio, al otro lado del río Aurach. El ejercicio de aquel año cerró con una muy respetable ganancia de 17.287 Reichmarks. La fábrica tenía ahora cincuenta empleados que producían cien pares diarios. En 1928 las ventas totales llegaron a los 8.000 pares de zapatos. El crecimiento no se detuvo ni siquiera en 1930, cuando el mercado debió soportar los efectos adversos de un nuevo desastre económico internacional, esta vez originado por el crack bursátil de Wall Street del año anterior. Pese a un nuevo récord del 70% de desempleo en Herzogenaurach, la Fábrica Dassler alcanzó cifras de venta por un total de 10.500 pares de spikes y 18.500 pares de botines de fútbol. Un año después, en 1931, los hermanos sacaron al mercado su primer modelo de zapatillas de tenis, con el cual apuntaban ya a otro segmento social. La facturación de aquel año superó los 245.000 Reichsmarks y la nómina llegó a los setenta empleados. Para la Fábrica Dassler, la crisis mundial pasaba completamente desapercibida.

Además de la habilidad natural de Rudolf para hacer negocios y de Adi para interactuar con deportistas y desarrollarles los mejores productos a su alcance, los Dassler supieron improvisar ciertos trucos para promocionar su catálogo en una época en la que el marketing apenas se reducía a la publicidad en medios gráficos y vía pública. Algo que hicieron muchas veces fue mandar por correo pares de zapatos a decenas de clubes deportivos de toda Alemania, con una amable carta que invitaba a probar sus productos y a comunicarse luego con ellos para saber sus opiniones. Por otra parte, cuando Adi se permitía salir del taller era solamente para asistir a todo tipo de competencias y torneos. Por supuesto, con una gran bolsa llena de zapatos Dassler para promocionar. De este modo, los productos de la Fábrica Dassler ganaron mucho prestigio entre los deportistas de elite, algo que se hizo evidente el día en que Josef Waitzer, el entrenador del equipo nacional de atletismo de Alemania, estacionó su motocicleta en la puerta de la planta. Quería conocer personalmente a los responsables de llevar al mercado el calzado preferido de sus atletas. Así fue que Waitzer se hizo muy amigo de Adi. Juntos se pasaron muchas horas en el taller, discutiendo sobre posibles mejoras para los distintos modelos de calzado, testeando prototipos o, simplemente, charlando de deportes. Y fue justamente gracias a esta conexión que los Dassler obtuvieron su primer gran éxito a nivel internacional. Fue en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam en 1928, cuando la corredora alemana Lina Radke ganó la medalla de oro en los 800 metros con spikes Dassler en sus pies. Aquella prueba pasó a la historia como un primer hito del deporte femenino, ya que debió soportar las ácidas críticas del barón de Pierre de Coubertin, el gran impulsor del olimpismo moderno, quien consideraba que el espectáculo que ofrecían las atletas, varias de ellas casi desfallecientes al final de la segunda vuelta a la pista, era escandaloso y ofensivo. La elegante y triunfal carrera de Radke, con récord mundial incluido, fue la mejor respuesta posible a los comentarios del barón. Y, por añadidura, la mejor carta de presentación para los zapatos de los hermanos Dassler, quienes inmediatamente multiplicaron las ventas de sus productos en Alemania y hasta empezaron a recibir pedidos de países vecinos como Suiza, Austria y Hungría. El futuro les empezaba a sonreir.

A la par de sus negocios, la vida personal de los hermanos también progresaba. Rudolf se había casado el 6 de mayo de 1928 con Friedl Strasser, una chica muy linda, de pelo oscuro y de apenas 18 años, a quien conoció en uno de los andenes de la estación ferroviaria de Núremberg. Friedl provenía de un rígido y conservador hogar católico, por lo que supo adaptarse perfectamente al rol que se esperaba de ella. Además de ocuparse de la administración del hogar conyugal, el 15 de septiembre de 1929 dio a luz a su primer hijo, quien fue bautizado como Armin Adolf. Por su parte, Adi había comprendido que ya no podría seguir al frente de su fábrica y continuar con sus innovaciones si antes no perfeccionaba los conocimientos de zapatería que había desarrollado como autodidacta. Para ello se trasladó en 1932 a la ciudad de Pirmasens, el principal centro de producción de calzado del sur de Alemania, en donde completó un curso intensivo de dos años en apenas uno. Pero Adi se trajo algo más de Pirmasens: fue allí que conoció a Katarina Käthe Martz, una simpática y decidida muchacha diecisiete años menor que él, con quien se casó el 17 de marzo de 1934.

Para entonces, la gran vivienda familiar que los Dassler habían empezado a construir en el terreno lindero a la nueva planta al sur del río Aurach estaba lista para ser habitada. Mientras que Fritz, el hijo mayor, permaneció en la vieja casita de la calle Hirtengraben al frente de un pequeño taller textil, el resto de la familia ocupó las tres plantas de la nueva construcción que todos en el pueblo comenzarían a llamar indistintamente la Villa o la Torre. El piso superior se les reservó a Christoph y Pauline, los padres, mientras que debajo de ellos se alojaron Rudolf y Friedl y la planta baja quedó para Adi y Käthe. Fue entonces cuando todos empezaron a conocer mejor a Käthe. Quizás por ser notoriamente menor que el resto de su familia política, la flamante esposa de Adi no dudó en mostrar muy pronto su efervescente carácter. Era además mucho más desenvuelta y emprendedora de lo que una sociedad tan conservadora como la de Herzogenaurach estaba dispuesta a tolerar. Si bien Käthe no descuidaba sus deberes como ama de casa, se mostraba además muy interesada en los asuntos de la Fábrica, estaba al tanto de los detalles de toda su operatoria y hasta se tomaba el atrevimiento de dar a conocer sus opiniones y sugerencias en cuanta ocasión se presentara. Todo esto para especial fastidio de su cuñado Rudolf, quien veía cómo su hermano Adi respaldaba siempre las posturas de su esposa y rechazaba las de él. Mientras tanto, Friedl, su propia esposa, se limitaba a trabajar en el departamento contable de la empresa y a observar todo con una evidente mueca de disgusto. Su concuñada era excesivamente moderna y entrometida para su gusto. Así y todo, los conflictos no pasarían a mayores y la paz familiar no se vería esencialmente alterada en los años siguientes. Años que se volverían sin embargo cada vez más agitados por factores externos: la vida política, social y económica de Alemania entraba en una nueva y dramática era que la cambiaría para siempre.

 

 

Un cambio de régimen

 

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