El cisne de Vilamorta

Emilia Pardo Bazán


Al ver la luz mi penúltima novela, que lleva por título La Tribuna, no faltó quien atribuyese sus crudezas y sus francas descripciones de la vida popular, a empeño mío de escribir una obra rigurosamente ajustada a los cánones del naturalismo. Acaso hoy se me dirigirá la acusación opuesta, afirmando que El Cisne de Vilamorta, paga disimulado tributo al espíritu informante de la escuela romántica.

Yo sé decir que un autor, rara vez produce adrede libros muy crudos o muy poéticos; lo cierto es, en mi opinión, que la rica variedad de la vida ofrece tanta libertad al arte, y brinda al artista asuntos tan diversos, cuanto son diferentes entre sí los rostros de las personas: y así como en un espectáculo público, en un paseo, en la iglesia, vemos semblantes feos e innobles al lado de otros resplandecientes de hermosura, en el mudable espectáculo de la naturaleza y de la humana sociedad andan mezcladas la prosa y la poesía, siendo entrambas reales y entrambas materia artística de lícito empleo.

¡Parece que no necesita refutación el error de los que parten en dos mitades la realidad sensible e inteligible, con la misma frescura que si partiesen una naranja, y ponen en la una mitad todo lo grosero, obsceno y sucio, escribiendo encima naturalismo, y en la otra y bajo el título de idealismo, agrupan lo delicado, suave y poético. Pues tan errónea idea pertenece al número de las insidiosas vulgaridades que podemos calificar de telarañas del juicio, que no hay escoba que consiga barrerlas bien, ni nunca se destierran por completo. Es probable que hasta el fin del mundo dure esta telaraña espesa y artificiosa, y se juzgue muy idealista la descripción de una noche de luna y muy naturalista la de una fábrica, muy idealista el estudio de la agonía de un ser humano (sobre todo si muere de tisis como La dama de las Camelias), y ¡muy naturalista el del nacimiento del mismo ser!

No es alarde de impenitencia, sino confesión sincerísima. Al escribir La Tribuna, me guiaban iguales propósitos que al trazar las páginas del Cisne: estudiar y retratar en forma artística gentes y tierras que conozco, procurando huir del estrecho provincialismo, para que el libro sea algo más que pintura de usanzas regionales y aspire al honroso dictado de novela. A la misma luz que me alumbró por los rincones de la Fábrica de Tabacos de Marineda, he tratado de ver la curiosa fisonomía de Vilamorta. Si la Fábrica se diferencia en todo de la villita, no consiste en que yo las mire con distintos ojos, pero en que forzosamente ha de diferenciarse el puerto comercial y fabril de la comarca enclavada tierra adentro, que aún conserva, o conservaba cuando la pisé por vez última, pronunciadísimo sabor tradicional, y elementos poéticos muy en armonía con el carácter del paisaje.

Respecto a lo que en El Cisne llamará alguien levadura romántica, quiero decir algo, muy sucintamente, a los buenos entendedores. El romanticismo, como época literaria, ha pasado, siendo casi nula ya su influencia en las costumbres. Mas como fenómeno aislado, como enfermedad, pasión o anhelo del espíritu, no pasará tal vez nunca. En una o en otra forma, habrá de presentarse cuando las circunstancias y lo que se conoce por medio ambiente faciliten su desarrollo, ayudando a desenvolver facultades ya existentes en el individuo. Sucédele lo que a la vocación monástica: menos casos se dan hoy de tales vocaciones que se daban, por ejemplo, allá en tiempos de San Francisco o San Ignacio; con todo, algunas he visto yo muy ardientes, probadas e irresistibles. No hay estado del alma que no se produzca en el hombre, no hay cuerda que no vibre, no hay carácter verdaderamente humano que no se encuentre queriéndolo buscar; y en nuestras pensadoras y concentradas razas del Noroeste, el espíritu romántico alienta más de lo que parece a primera vista.


Emilia Pardo Bazán

La Coruña, septiembre de 1884

Capítulo 1

 

Allá detrás del pinar, el sol poniente extendía una zona de fuego, sobre la cual se destacaban, semejantes a columnas de bronce, los troncos de los pinos. El sendero era barrancoso, dando señales de haber sido devastado por las arroyadas del invierno; a trechos lo hacían menos practicable piedras sueltas, que parecían muelas fuera de sus alveolos. La tristeza del crepúsculo comenzaba a velar el paisaje: poco a poco fue apagándose la incandescencia del ocaso, y la luna, blanca y redonda, ascendió por el cielo, donde ya el lucero resplandecía. Se oyó distintamente el melancólico diptongo del sapo, un soplo de aire fresco estremeció las hierbas agostadas y los polvorientos zarzales que crecían al borde del camino; los troncos del pinar se ennegrecieron más, resaltando a manera de barras de tinta sobre la claridad verdosa del horizonte.

Un hombre bajaba por la senda, muy despacio, como proponiéndose gozar la poesía y recogimiento del sitio y hora. Se apoyaba en un bastón recio, y según permitía ver la poca luz difusa, era joven y no mal parecido. A cada paso se detenía, mirando a derecha e izquierda, lo mismo que si buscase y pretendiese localizar un punto fijado de antemano. Al fin se paró, orientándose. Atrás dejaba un monte poblado de castaños; a su izquierda tenía el pinar; a su derecha una iglesia baja, con mísero campanario; enfrente, las primeras casuchas del pueblo. Retrogradó diez pasos, se colocó cara al atrio de la iglesia, mirando a sus tapias, y seguro ya de la posición, elevó las manos a la altura de la boca para formar un embudo fónico, y gritó con voz plateada y juvenil:

-Eco, hablemos.

Del ángulo de las murallas brotó al punto otra voz, más honda e inarticulada, misteriosamente sonora y grave, que repitió con énfasis, engarzando la respuesta en la pregunta y dilatando la última sílaba:

-¡Hablemoooós!

-¿Estás contento?

-¡Contentoooó! -repuso el eco.

-¿Quién soy yo?

-¡Soy yoooó!

A estas interrogaciones, calculadas para que la contestación del eco formase sentido con ellas, siguieron frases lanzadas sin más objeto que el de oírlas repercutirse con extraña intensidad en el muro. -«¡Hermosa noche! -La luna brilla. -Se ha puesto el sol. -Eco, ¿me entiendes tú? -Eco, ¿sueñas algo? -¡Gloria! ¡Ambición! ¡Amor!». El nocturno viandante, embelesado, insistía, variaba las palabras, las combinaba; y en los intervalos de silencio, mientras discurría períodos cortos, escuchábase el rumor tenue de los pinos, acariciados por el vientecillo manso de la noche, y el plañidero concertarte de los sapos. Las nubes, antes de rosa y grana, eran ya cenicientas, y pugnaban por subir al ancho trozo de firmamento en que la luna llena campeaba sin el más mínimo tul que la encubriese. Las madreselvas y saúcos en flor, desde la linde del pinar, embalsamaban el aire con fragancia sutil y deleitosa. Y el interlocutor del eco, dócil al influjo de la poesía ambiente, cesó de vocear preguntas y exclamaciones, y con lenta canturia empezó a recitar versos de Bécquer, sin atender ya a la voz de la muralla que, en su precipitación de repetirlos, se los devolvía truncados y confusos.

Absorto en la faena, poseído de lo que estaba haciendo, recreado con la cadencia de las estrofas, no vio subir por el camino tres hombres de grotesca y rara catadura, con enormes sombreros de fieltro, de anchas alas. Uno de los hombres llevaba del diestro una mula, cargada con redondo cuero, henchido sin duda de zumo de vid; y como todos andaban despacio, y el terreno craso y arcilloso apagaba el ruido de las pisadas, pudieron llegar sin ser sentidos hasta cerca del mancebo. Algo cuchichearon en voz baja. -¿Quién es, hom… ? -Segundo. -¿El del abogado? -El mismo. -¿Qué hace? ¿Habla solo? -No, habla con la pared de Santa Margarita. -Pues nosotros no somos menos. -Empieza tú… -A la una… allá va…

Salió de aquellas bocas pecadoras, interrumpiendo las Oscuras golondrinas, que a la sazón recitaba de muy expresiva manera el joven, un diluvio de frases soeces, de groserías y cochinadas palurdas, que cayeron en medio del gentil y armónico silencio nocturno como repique de almireces y cacerolas en un trozo de música alemana. Lo más suave que se oía era por este estilo: -¡Re… (aquí un terno) viva el vino del Borde! ¡Viva el vino tinto, que da pecho al hombre! Re… (aquí lo que puede el lector suponer, si considera que los interruptores del soñador becqueriano eran tres desaforados arrieros, que conducían a buen recaudo un pellejo de sangre de parra).

La ninfa domiciliada en el muro no opuso resistencia a la profanación, y repitió los tacos redondos tan fielmente como las estrofas del poeta. Al oír las vociferaciones y carcajadas opacas que la pared devolvía irónicas, Segundo, el del abogado, se volvió furioso, comprendiendo que los muy salvajes se burlaban de su entretenimiento sentimental. Corrido y humillado, apretó el bastón, con deseo de romperlo en las costillas de alguien; y mascullando entre dientes -cafres-brutos-recua- y otros improperios, torció a la izquierda, saltó al pinar, y tomó hacia el pueblo, evitando la senda por huir del profano grupo.

El pueblo estaba, como quien dice, a la vuelta. Blanqueaban, a la luz de la luna, las paredes de sus primeras casas, y los sillares de algunas en construcción, tapias, huertecillos, cuadros de legumbre, llenaban el espacio vacante entre el pueblo y el pinar. Ensanchábase la senda, desembocando en el camino real, a cuyas orillas, copudos castaños proyectaban manchones de sombra. Dormía el pueblo sin duda, pues ni se divisaban luces ni se oían los rumores y zumbidos que revelan la proximidad de las colmenas humanas. Realmente, Vilamorta es una colmena en miniatura, una villita modesta, cabeza de partido. No obstante, bañada por el resplandor del romántico satélite, no le falta a Vilamorta cierta grandiosidad como de población importante, debida a los nuevos edificios que, con arreglo al orden arquitectónico peculiar de las grilleras, levanta a toda prisa un americano gallego, recién venido con provisión de centenes.

Segundo se enhebró por una calle extraviada, -si las hay en pueblos así-. Sólo estaban embaldosadas las aceras; el arroyo lo era de verdad; había en él pozas de lodo, y montones de inmundicias y residuos culinarios, volcados allí sin escrúpulo por los vecinos. Evitaba Segundo dos cosas: pisar el arroyo y que le diese la claridad lunar. Un hombre pasó rozándole, embozado, a pesar del calor, en amplio montecristo, y con enorme paraguas abierto, aunque no amenazaba lluvia: sin duda era un agüista, un convaleciente que respiraba el aire grato de la noche con precauciones higiénicas; Segundo, al verle, se pegó a las casas, volviendo el rostro, temeroso de ser conocido. No con menor recato atravesó la plaza del Consistorio, orgullo de Vilamorta, y en vez de unirse a los grupos de gente que gozaba el fresco sentada en los bancos de piedra próximos a la fuente pública, se escabulló por un callejón lateral, y cruzando retirada plazoletilla, que sombreaba un álamo gigantesco, se dirigió hacia una casita medio oculta por el árbol. Entre la casita y Segundo se interponía un desvencijado armatoste: era un coche de línea, un cajón con ruedas, desenganchado, lanza en ristre, como para embestir. Rodeó Segundo el obstáculo, y al dar la vuelta distraído, dos animalazos, dos cochinos monstruosamente gordos, salieron disparados por la entreabierta cancilla de un corral, y con un trotecillo que columpiaba sus vastos lomos y sacudía sus orejas cortas, vinieron ciegos y estúpidos a enredarse en las piernas del lector de Bécquer. No llegó este a medir el suelo por favor especial de la Providencia; pero apurado ya el sufrimiento, soltó a cada marrano un par de iracundos puntapiés, que les arrancaron gruñidos entrecortados y feroces, mientras el mancebo renegaba en voz alta casi: -¡Qué pueblo este, señor!… ¡Atropellarle a uno en la calle hasta estos bichos! ¡Ah, qué miseria! ¡Ah… mejor debe ser el infierno!…

Al llegar a la puerta de la casita, algo se sosegó. Era la casa chiquita, linda, flamante; al balcón le faltaba el barandado de hierro; no tenía sino la repisa de piedra, cargada de tiestos y cajones de plantas; detrás de las vidrieras se columbraba una luz, tamizada por visillos de muselina, y la fachada, silenciosa, ofrecía algo de pacífico y agradable, que convidaba a entrar. Segundo empujó la cancilla, y casi al mismo tiempo oyose en el tenebroso portal crujir de enaguas; unos brazos de mujer se abrieron, y el lector de Bécquer se dejó caer en ellos, conducir, arrastrar, y casi subir en vilo la escalera, hasta una Balita, donde un velador cubierto con blanco tapete de crochet, sustentaba un quinqué divinamente despabilado. Allí mismo, en el sofá, tomaron asiento el galán y la dama.

La verdad ante todo. Frisa la dama en los treinta y seis o treinta y siete, y aún es peor, que nunca debió ser bonita, ni mucho menos. De su basto cutis, hizo la viruela algo curtido y agujereado, como la piel de una criba: sus ojuelos negros y chicos, análogos a dos pulgas, emparejan bien con la nariz gruesa, mal amasada, parecida a las que los chocolateros ponen a los monigotes de chocolate; cierto que la boca, frescachona y perruna, luce buenos dientes; pero el resto de la persona, el atavío, los modales, el acento, la poquísima gracia del conjunto, más son para curar tentaciones, que para infundirlas. Alumbrando el quinqué tan bien como alumbra, es preferible contemplar al galán. Este tiene, en su mediana estatura, elegantes proporciones, y en su juvenil cabeza no sé qué atractivo que hace mirar otra vez. La frente, cuyo declive es un poco alarmante, la encubre y adorna el pelo copioso, algo más largo de lo que permiten nuestras severas modas actuales. La faz, descarnada, fina y cenceña, arroja a la caleada pared una silueta toda de ángulos agudos. El bigote nace y se riza sobre los labios delgados, sin llegar a cubrir el superior, con esa gracia especial del bigote nuevo, compañera de la ondulación de los cabellos femeninos. La barba no se atreve a espesar, ni los músculos del cuello a señalarse, ni la nuez a sobresalir con descaro. La tez es trigueña, descolorida, un tanto biliosa.

Al ver tan guapo chico recostado en el pecho de aquella jamona de apacible y franca fealdad, era lógico tomarles por hijo y madre: pero el que incurriese en semejante error después de observarles un minuto, denotaría escasa penetración, por que en las manifestaciones del amor materno, por apasionadas y extremosas que sean, hay no sé que majestuosa quietud del espíritu que falta en las del otro amor.

Sin duda experimentaba Segundo la nostalgia de la luna, porque apenas se detuvo en el sofá: fuese al balcón, y le siguió su compañera. Abrieron las vidrieras de par en par, y se sentaron muy próximos en dos sillas bajas, al nivel de las plantas y tiestos. Una mata de claveles de a onza subía a la altura conveniente para regalar las narices con incitantes perfumes; la luna plateaba el follaje del álamo, cuya dilatada sombra en volvía la plazoleta; Segundo abrió el diálogo, en esta guisa:

-¿Me hiciste cigarros?

-Toma -contestó ella, metiendo la mano en la faltriquera y sacando un puñado de cigarrillos-. Docena y media por junto pude amañarte. Ya te completaré las dos esta noche antes de irme a la cama.

Se oyó el ¡risssch! del fósforo, y con la voz atascada por la primer bocanada de humo, volvió Segundo a preguntar:

-¿Pues qué, ha sucedido algo nuevo?

-Nuevo… no. Las chiquillas… arreglar la casa… luego Minguitos… Me levantó dolor de cabeza a quejarse… ¡a quejarse toda la tarde de Dios! Decía que le dolían los huesos. ¿Y tú?, ¿por ahí muy ocupado?, ¿matándote a leer?, ¿discurriendo?, ¿escribiendo, eh? ¡De seguro!

-No… Di un paseo muy hermoso. Fui a Penas-albas y volví por Santa Margarita… Una tarde de las pocas.

-Vaya, que harías algún verso.

-No, mujer… Los que hice, los hice anoche, después de retirarme.

-¡Ay!, ¡y no me los decías! Anda, por las ánimas… anda, recita, que los has de saber de memoria. Anda, niño Jesús.

A la súplica vehemente siguió arrebatada caricia, que se perdió entre pelo y sienes del poeta. Este alzó los ojos, se hizo un poco atrás, dejó el cigarro entre los dedos, sacudiendo antes con la uña la ceniza, y recitó.

Era una becqueriana el parto de su ingenio. El auditorio, después de escucharla con religiosa atención, púsola por cima de cuantas produjo la musa del gran Gustavo. Y se pidió otra, y otra, y algún pedacito de Espronceda, y qué sé yo qué fragmentos de Zorrilla. Ya no ardía el cigarro: tiró el poeta la colilla, y encendió uno nuevo. Reanudaron la plática.

-¿Cenamos pronto?

-Enseguidita… ¿Sabes qué tengo para darte? Discurre.

-¿Qué sé yo, mujer?…

-Piensa tú lo que te gusta más. Lo que te gusta más, más.

-¡Bah!… Ya sabes que yo… Con tal que no me des nada ahumado, ni grasiento…

-¡Tortilla a la francesa! ¿No acertabas, eh? Mira, encontré la receta en un libro… Como te había oído que era cosa buena, estuve de ensayo… Las tortillas las hacía yo siempre a estilo de por acá, espesitas, que se puedan tirar contra la pared y no se deshagan… Pero esta… me parece que ha de estar a tu gusto. Lo que es a mí, poco me sabe… prefiero las antiguas. Se la enseñé a Flores… ¿Qué tenía dentro la que comiste en la fonda de Orense? ¿Perejil picado, eh?

-No, jamón. ¿Pero qué más da?

-¡Voy corriendo a sacarlo de la alacena!, yo creía… ¡El libro dice perejil! Aguarda, aguarda.

Volcó su silla baja por andar más aprisa, y se oyó a lo lejos el repique de sus llaves y el batir de algunas puertas; una voz cascada gruñó en la cocina no sé qué. A los dos minutos regresaba.

-¿Mira, y esos versos, no se imprimen? ¿No los he de ver en letras de molde?

-Sí -respondió el poeta, volviendo lentamente la cabeza y soltando una bocanada de humo-. Allá van camino de Vigo, a Roberto Blánquez para que los inserte en el Amanecer.

-¡Me alegro! ¡Tendrás tú más fama, corazón salado! ¿Cuántos periódicos hablan de ti?

Segundo se rio irónicamente, encogiéndose de hombros.

-Pocos… -Y, un tanto cabizbajo, dejó vagar la mirada por las macetas y por la copa del álamo, que se mecía con agradable susurro de hojas. Estrechaba maquinalmente el poeta la mano de su interlocutora, y esta correspondió a la presión con ardorosa energía.

-Y claro, ¿cómo quieres que hablen de ti, si al fin no firmas los versos? -interrogó ella-. No saben de quién son. Andarán discurriendo…

-Qué más da… Lo mismo que de Segundo García, pueden hablar del seudónimo que he adoptado. ¡Bonito nombre el mío para andar en papeles! ¡Segundo García! El poco público que se moleste en leer lo que escribo me llamará el CISNE DE VILAMORTA.

Capítulo 2

 

Segundo García, el del abogado y Leocadia Otero, la maestra de escuela de Vilamorta, se conocieron en primavera, en una romería. Leocadia asistió a ella con varías chicas a quienes había enseñado el a, b, c y el pespunte. Ante aquel coro de ninfas, Segundo recitó poesías más de dos horas, en un robledal, lejos del estrépito del bombo y gaita, donde sólo llegaban leves rumores de la fiesta y del gentío. Estúvose el auditorio como en misa, si bien ciertos pasajes, almibarados o fogosos, produjeron entre las chiquillas codazos, pellizquitos, risas reprimidas instantáneamente; pero de los negros ojos de la maestra, a lo largo de sus mejillas, picadas de viruela y pálidas de emoción, resbalaron dos lagrimones tibios y gruesos, y otros después, tantos y tan juntos, que hubo de sacar el pañuelo y limpiárselos. Luego, al regresar, cuando lucían en el cielo las estrellas, por los senderos del monte donde se alzaba el santuario, vereditas agrestes, entapizadas de grama y orladas de brezos y uces, el grupo descendió en esta forma: delante las chiquillas, correteando, saltando, empujándose para caer sobre los brezos y celebrarlo con una explosión de carcajadas; Leocadia y Segundo detrás, de bracero, parándose a veces y hablándose entonces más bajito, casi al oído.

De Leocadia Otero se refería una historia fea y triste. Aunque ella con reticencias calculadas quisiera fingirse viuda, se murmuraba que nunca tuvo marido; que cuando residía en Orense, huérfana y bajo la tutela de un tío paterno, nació aquel pobre vástago, aquel Dominguito contrahecho, raquítico y enfermo siempre. Afirmaban los mejor informados que el malvado del tío fue quien abusó de la doncella, confiada a su custodia, sin poder reparar el delito porque era casado y vivía su mujer, Dios sabe dónde ni cómo. Lo cierto es que el tío murió pronto, dejando a su sobrina unas finquillas y una casa en Vilamorta, y Leocadia, previo el competente examen, obtuvo la escuela y vino a establecerse al pueblo. Sobre trece años llevaba de habitarlo, observando ejemplar conducta, cuidando día y noche a Minguitos, y economizando para reconstruir la ruinosa casa, como lo hizo al fin poco antes de conocer a Segundo. Era Leocadia mujer por todo extremo hacendosa: nunca faltó en sus armarios ropa blanca, en su sala muebles de rejilla y una alfombrita delante del sofá, en su despensa uvas de cuelga, arroz y jamón, en sus balcones claveles y albahaca. Minguitos andaba limpio como el oro; ella lucía, al remangar su hábito de los Dolores, de buen merino, enaguas gordas, tiesas de puro almidonadas, muy bordadas a ojetes. Por lo cual, a pesar de su fealdad y de su historia antigua, no careció la maestra de suspirantes: un rico arriero retirado, con taberna abierta, y Cansín, el tendero de paños. Desairó a los pretendientes y siguió viviendo sola, con Minguitos y Flores, la vieja criada, que ya gozaba en la casa fueros de abuela.

El inicuo estupro sufrido en los primeros años de la juventud había dejado a Leocadia, envuelto en sus amargas memorias, horror profundo a las realidades del matrimonio, base de la familia, y una sed perpetua de cosas ideales y delicadas, rocío que refresca la imaginación y satisface al sentimiento. Poseía la media instrucción de las maestras, rudimentaria, pero bastante para infundir gustos exóticos en Vilamorta, verbigracia, el de las letras, en sus más accesibles formas -novela y verso-. Consagró a la lectura los ocios de su vida monótona y honesta. Leyó con fe, con entusiasmo, sin crítica alguna: leyó creyendo y admitiéndolo todo, unimismándose con las heroínas, oyendo resonar en su corazón los suspiros del vate, los cantos del trovador y los lamentos del bardo. Fue la lectura su vicio secreto, su misteriosa felicidad. Cuando rogaba a sus amigas de Orense que le renovasen la suscripción en la librería, hacían ellas chacota y ponían a Leocadia el apodo de literata. ¡Literata ella! ¡Ojalá! ¡Si pudiese dar cuerpo a lo que sentía, al mundo fantástico que dentro llevaba! Imposible: jamás alcanzaría su caletre, por mucho que lo estrujase, a producir ni una triste seguidilla. Almacenada se quedaba tanta poesía y tanta sensibilidad allá en los senos y circunvoluciones del cerebro, como el calor solar en la hulla. Lo que salía al exterior era prosa neta: gobierno de casa, economía, guisados.

Al tropezar Leocadia con Segundo, la casualidad aplicó encendida mecha al formidable polvorín de sentimientos y ensueños, encerrado en el alma de la maestra. Encontrado había, por fin, empleo condigno a sus facultades amorosas, desahogo para sus afectos. Segundo era la poesía hecha carne; en él se cifraban y compendiaban todas las interesantes y divinas menudencias de los versos: las flores, el aura, el ruiseñor, la luz moribunda del sol, la luna, la umbría selva.

La combustión se produjo con asombrosa rapidez. Ardió y se consumió en incendio súbito, primero la honrada resolución de borrar con intachable conducta el estigma del pasado, después el vigoroso y entrañable cariño maternal. Ni un punto pasó por las mientes a Leocadia la idea de que Segundo pudiese ser su marido: aunque libres ambos, la diferencia de edades, y la superioridad intelectual del joven poeta, pusieron límite infranqueable a las aspiraciones de la maestra. Cayó en el amor como en un abismo, y ni miró atrás ni adelante.

Segundo había tenido en Santiago, durante los años escolares, trapicheos estudiantiles, cosa baladí, y extravíos de esos que no evita ningún hombre entre los quince y los veinticinco, probando también las que en la época romántica se llamaban orgías y hoy se conocen por juergas. Sin embargo, no era vicioso. Hijo de una madre histérica, a quien las repetidas lactancias agotaron, hasta matarla de extenuación, Segundo tenía el espíritu mucho más exigente e insaciable que el cuerpo. Había heredado de su madre la complexión melancólica, y mil preocupaciones, mil repulsiones instintivas, mil supersticiones prácticas. La había querido y guardaba su recuerdo como un culto. Y, más viva aún que la cariñosa memoria de su madre, conservaba una antipatía invencible hacia su padre. No cabía decir que el abogado hubiese sido verdugo de su mujer, y con todo, bien adivinaba Segundo el lento martirio de aquella fina organización nerviosa, y veía siempre, en horas negras, el ataúd mísero en que habían encerrado a la difunta, no sin elegir antes, para amortajarla, la sábana más usada de cuantas encontraron.

Componíase la familia de Segundo del padre, una tía vieja, dos hermanos varones y tres hembras aún impúberes. Gozaba el abogado García fama de rico: nada entre dos platos: fortuna de aldea, reunida ochavo tras ochavo, con préstamos usuarios y sórdidas privaciones. El bufete daba de sí, pero diez bocas, y la carrera de tres hijos, algo tragan. El mayor de los chicos, oficial de infantería, estaba en Filipinas y no remitía un cuarto; gracias que no lo pidiera. Segundo, que lo era en el orden cronológico, acababa de graduarse: un jurisconsulto más en la nación española, donde tanto abunda esta fruta. El pequeño estudiaba en el Instituto de Orense, con propósito de seguir la farmacia. Las niñas se pasaban el día correteando por huertos y maizales, medio descalzas, sin ir siquiera a la escuela de Leocadia por no adecentarse un poquillo. En cuanto a la tía… , misia Gaspara… , era el alma de aquella casa, alma estrecha y sin jugo, senectud acartonada, silenciosa y espectral, ágil a despecho de sus sesenta, y que sin cesar de hacer media con unos dedos rancios como teclas de clavicordio, vendía en la granera el centeno, en la bodega el vino de renta, prestaba un duro al cincuenta por cien a las fruteras y regateras de la plaza, se cobraba en especie, tasaba la comida, la luz y la ropa a sus sobrinos, engordaba con amorosa solicitud un cerdo, y era respetada en Vilamorta por sus aptitudes formicarias.

Aspiraba el abogado a trasmitir su clientela y asuntos a Segundo. Sólo que el muchacho no daba indicios de servir para embrollar pleitos y causas. ¿Cómo había realizado el milagro de salir bien en los exámenes, sin abrir en todo el curso los libros de derecho, y faltando a clase siempre que hacía solo diluviaba? ¡Bah! Con un memorión de primera y un regular despejo: aprendiéndose, cuando era menester, páginas y páginas del texto, y recordándolas y diciéndolas con la propia facilidad que las Doloras de Campoamor, si no con tanto gusto.

Sobre la mesa de Segundo se besaban tomos de Zorrilla y Espronceda, malas traducciones de Heine, obras de poetas regionales, el Lamas Varela, alias Remedia-vagos, y otros volúmenes no menos heterogéneos. No era Segundo un lector incansable; elegía sus lecturas según el capricho del momento, y sólo leía lo que conformaba con sus aficiones, adquiriendo así un barniz de cultura deficiente y varia. Más intuitivo que reflexivo y estudioso, aprendió sólo y a tientas el francés, para leer en el original a Musset, a Lamartine, a Proudhon, a Víctor Hugo. Fue su cerebro como erial inculto donde a trechos se alzaba una flor rara y peregrina, un arbusto de climas remotos; ignoró las ciencias graves y positivas, las lecturas sólidas y serias, nodrizas del vigor mental, la era clásica, la literatura castiza, las severas enseñanzas de la historia; y en cambio, por raro fenómeno de parentesco intelectual, se identificó con el movimiento romántico del segundo tercio del siglo, y en un rincón de Galicia revivió la vida psicológica de generaciones ya difuntas. No de otro modo algún venerable académico, saltando de un brinco los diez y nueve siglos de nuestra era, se alegra ahora con lo que regocijaba a Horacio y vive platónicamente prendado de Lidia.

Rimó Segundo sus primeros versos, desengañados y escépticos en la intención, ingenuos en realidad, cuando apenas contaba diez y siete años. Sus compañeros de cátedra le aplaudieron a rabiar. Adquirió entre ellos cierto prestigio, y cuando estampó en un periódico las primicias de su musa, tuvo, sin salir del estrecho círculo del aula, admiradores y envidiosos. Desde entonces adquirió el derecho de pasear solito, de reír poco, de ocultar sus aventurillas y de no jugar ni achisparse por compañerismo, sino únicamente cuando le daba la gana.