Allá detrás del
pinar, el sol poniente extendía una zona de fuego, sobre la cual se
destacaban, semejantes a columnas de bronce, los troncos de los
pinos. El sendero era barrancoso, dando señales de haber sido
devastado por las arroyadas del invierno; a trechos lo hacían menos
practicable piedras sueltas, que parecían muelas fuera de sus
alveolos. La tristeza del crepúsculo comenzaba a velar el paisaje:
poco a poco fue apagándose la incandescencia del ocaso, y la luna,
blanca y redonda, ascendió por el cielo, donde ya el lucero
resplandecía. Se oyó distintamente el melancólico diptongo del
sapo, un soplo de aire fresco estremeció las hierbas agostadas y
los polvorientos zarzales que crecían al borde del camino; los
troncos del pinar se ennegrecieron más, resaltando a manera de
barras de tinta sobre la claridad verdosa del horizonte.
Un hombre bajaba por la senda, muy despacio, como proponiéndose
gozar la poesía y recogimiento del sitio y hora. Se apoyaba en un
bastón recio, y según permitía ver la poca luz difusa, era joven y
no mal parecido. A cada paso se detenía, mirando a derecha e
izquierda, lo mismo que si buscase y pretendiese localizar un punto
fijado de antemano. Al fin se paró, orientándose. Atrás dejaba un
monte poblado de castaños; a su izquierda tenía el pinar; a su
derecha una iglesia baja, con mísero campanario; enfrente, las
primeras casuchas del pueblo. Retrogradó diez pasos, se colocó cara
al atrio de la iglesia, mirando a sus tapias, y seguro ya de la
posición, elevó las manos a la altura de la boca para formar un
embudo fónico, y gritó con voz plateada y juvenil:
-Eco, hablemos.
Del ángulo de las murallas brotó al punto otra voz, más honda e
inarticulada, misteriosamente sonora y grave, que repitió con
énfasis, engarzando la respuesta en la pregunta y dilatando la
última sílaba:
-¡Hablemoooós!
-¿Estás contento?
-¡Contentoooó! -repuso el eco.
-¿Quién soy yo?
-¡Soy yoooó!
A estas interrogaciones, calculadas para que la contestación del
eco formase sentido con ellas, siguieron frases lanzadas sin más
objeto que el de oírlas repercutirse con extraña intensidad en el
muro. -«¡Hermosa noche! -La luna brilla. -Se ha puesto el sol.
-Eco, ¿me entiendes tú? -Eco, ¿sueñas algo? -¡Gloria! ¡Ambición!
¡Amor!». El nocturno viandante, embelesado, insistía, variaba las
palabras, las combinaba; y en los intervalos de silencio, mientras
discurría períodos cortos, escuchábase el rumor tenue de los pinos,
acariciados por el vientecillo manso de la noche, y el plañidero
concertarte de los sapos. Las nubes, antes de rosa y grana, eran ya
cenicientas, y pugnaban por subir al ancho trozo de firmamento en
que la luna llena campeaba sin el más mínimo tul que la encubriese.
Las madreselvas y saúcos en flor, desde la linde del pinar,
embalsamaban el aire con fragancia sutil y deleitosa. Y el
interlocutor del eco, dócil al influjo de la poesía ambiente, cesó
de vocear preguntas y exclamaciones, y con lenta canturia empezó a
recitar versos de Bécquer, sin atender ya a la voz de la muralla
que, en su precipitación de repetirlos, se los devolvía truncados y
confusos.
Absorto en la faena, poseído de lo que estaba haciendo, recreado
con la cadencia de las estrofas, no vio subir por el camino tres
hombres de grotesca y rara catadura, con enormes sombreros de
fieltro, de anchas alas. Uno de los hombres llevaba del diestro una
mula, cargada con redondo cuero, henchido sin duda de zumo de vid;
y como todos andaban despacio, y el terreno craso y arcilloso
apagaba el ruido de las pisadas, pudieron llegar sin ser sentidos
hasta cerca del mancebo. Algo cuchichearon en voz baja. -¿Quién es,
hom… ? -Segundo. -¿El del abogado? -El mismo. -¿Qué hace? ¿Habla
solo? -No, habla con la pared de Santa Margarita. -Pues nosotros no
somos menos. -Empieza tú… -A la una… allá va…
Salió de aquellas bocas pecadoras, interrumpiendo las Oscuras
golondrinas, que a la sazón recitaba de muy expresiva manera el
joven, un diluvio de frases soeces, de groserías y cochinadas
palurdas, que cayeron en medio del gentil y armónico silencio
nocturno como repique de almireces y cacerolas en un trozo de
música alemana. Lo más suave que se oía era por este estilo: -¡Re…
(aquí un terno) viva el vino del Borde! ¡Viva el vino tinto, que da
pecho al hombre! Re… (aquí lo que puede el lector suponer, si
considera que los interruptores del soñador becqueriano eran tres
desaforados arrieros, que conducían a buen recaudo un pellejo de
sangre de parra).
La ninfa domiciliada en el muro no opuso resistencia a la
profanación, y repitió los tacos redondos tan fielmente como las
estrofas del poeta. Al oír las vociferaciones y carcajadas opacas
que la pared devolvía irónicas, Segundo, el del abogado, se volvió
furioso, comprendiendo que los muy salvajes se burlaban de su
entretenimiento sentimental. Corrido y humillado, apretó el bastón,
con deseo de romperlo en las costillas de alguien; y mascullando
entre dientes -cafres-brutos-recua- y otros improperios, torció a
la izquierda, saltó al pinar, y tomó hacia el pueblo, evitando la
senda por huir del profano grupo.
El pueblo estaba, como quien dice, a la vuelta. Blanqueaban, a
la luz de la luna, las paredes de sus primeras casas, y los
sillares de algunas en construcción, tapias, huertecillos, cuadros
de legumbre, llenaban el espacio vacante entre el pueblo y el
pinar. Ensanchábase la senda, desembocando en el camino real, a
cuyas orillas, copudos castaños proyectaban manchones de sombra.
Dormía el pueblo sin duda, pues ni se divisaban luces ni se oían
los rumores y zumbidos que revelan la proximidad de las colmenas
humanas. Realmente, Vilamorta es una colmena en miniatura, una
villita modesta, cabeza de partido. No obstante, bañada por el
resplandor del romántico satélite, no le falta a Vilamorta cierta
grandiosidad como de población importante, debida a los nuevos
edificios que, con arreglo al orden arquitectónico peculiar de las
grilleras, levanta a toda prisa un americano gallego, recién venido
con provisión de centenes.
Segundo se enhebró por una calle extraviada, -si las hay en
pueblos así-. Sólo estaban embaldosadas las aceras; el arroyo lo
era de verdad; había en él pozas de lodo, y montones de inmundicias
y residuos culinarios, volcados allí sin escrúpulo por los vecinos.
Evitaba Segundo dos cosas: pisar el arroyo y que le diese la
claridad lunar. Un hombre pasó rozándole, embozado, a pesar del
calor, en amplio montecristo, y con enorme paraguas abierto, aunque
no amenazaba lluvia: sin duda era un agüista, un convaleciente que
respiraba el aire grato de la noche con precauciones higiénicas;
Segundo, al verle, se pegó a las casas, volviendo el rostro,
temeroso de ser conocido. No con menor recato atravesó la plaza del
Consistorio, orgullo de Vilamorta, y en vez de unirse a los grupos
de gente que gozaba el fresco sentada en los bancos de piedra
próximos a la fuente pública, se escabulló por un callejón lateral,
y cruzando retirada plazoletilla, que sombreaba un álamo
gigantesco, se dirigió hacia una casita medio oculta por el árbol.
Entre la casita y Segundo se interponía un desvencijado armatoste:
era un coche de línea, un cajón con ruedas, desenganchado, lanza en
ristre, como para embestir. Rodeó Segundo el obstáculo, y al dar la
vuelta distraído, dos animalazos, dos cochinos monstruosamente
gordos, salieron disparados por la entreabierta cancilla de un
corral, y con un trotecillo que columpiaba sus vastos lomos y
sacudía sus orejas cortas, vinieron ciegos y estúpidos a enredarse
en las piernas del lector de Bécquer. No llegó este a medir el
suelo por favor especial de la Providencia; pero apurado ya el
sufrimiento, soltó a cada marrano un par de iracundos puntapiés,
que les arrancaron gruñidos entrecortados y feroces, mientras el
mancebo renegaba en voz alta casi: -¡Qué pueblo este, señor!…
¡Atropellarle a uno en la calle hasta estos bichos! ¡Ah, qué
miseria! ¡Ah… mejor debe ser el infierno!…
Al llegar a la puerta de la casita, algo se sosegó. Era la casa
chiquita, linda, flamante; al balcón le faltaba el barandado de
hierro; no tenía sino la repisa de piedra, cargada de tiestos y
cajones de plantas; detrás de las vidrieras se columbraba una luz,
tamizada por visillos de muselina, y la fachada, silenciosa,
ofrecía algo de pacífico y agradable, que convidaba a entrar.
Segundo empujó la cancilla, y casi al mismo tiempo oyose en el
tenebroso portal crujir de enaguas; unos brazos de mujer se
abrieron, y el lector de Bécquer se dejó caer en ellos, conducir,
arrastrar, y casi subir en vilo la escalera, hasta una Balita,
donde un velador cubierto con blanco tapete de crochet, sustentaba
un quinqué divinamente despabilado. Allí mismo, en el sofá, tomaron
asiento el galán y la dama.
La verdad ante todo. Frisa la dama en los treinta y seis o
treinta y siete, y aún es peor, que nunca debió ser bonita, ni
mucho menos. De su basto cutis, hizo la viruela algo curtido y
agujereado, como la piel de una criba: sus ojuelos negros y chicos,
análogos a dos pulgas, emparejan bien con la nariz gruesa, mal
amasada, parecida a las que los chocolateros ponen a los monigotes
de chocolate; cierto que la boca, frescachona y perruna, luce
buenos dientes; pero el resto de la persona, el atavío, los
modales, el acento, la poquísima gracia del conjunto, más son para
curar tentaciones, que para infundirlas. Alumbrando el quinqué tan
bien como alumbra, es preferible contemplar al galán. Este tiene,
en su mediana estatura, elegantes proporciones, y en su juvenil
cabeza no sé qué atractivo que hace mirar otra vez. La frente, cuyo
declive es un poco alarmante, la encubre y adorna el pelo copioso,
algo más largo de lo que permiten nuestras severas modas actuales.
La faz, descarnada, fina y cenceña, arroja a la caleada pared una
silueta toda de ángulos agudos. El bigote nace y se riza sobre los
labios delgados, sin llegar a cubrir el superior, con esa gracia
especial del bigote nuevo, compañera de la ondulación de los
cabellos femeninos. La barba no se atreve a espesar, ni los
músculos del cuello a señalarse, ni la nuez a sobresalir con
descaro. La tez es trigueña, descolorida, un tanto biliosa.
Al ver tan guapo chico recostado en el pecho de aquella jamona
de apacible y franca fealdad, era lógico tomarles por hijo y madre:
pero el que incurriese en semejante error después de observarles un
minuto, denotaría escasa penetración, por que en las
manifestaciones del amor materno, por apasionadas y extremosas que
sean, hay no sé que majestuosa quietud del espíritu que falta en
las del otro amor.
Sin duda experimentaba Segundo la nostalgia de la luna, porque
apenas se detuvo en el sofá: fuese al balcón, y le siguió su
compañera. Abrieron las vidrieras de par en par, y se sentaron muy
próximos en dos sillas bajas, al nivel de las plantas y tiestos.
Una mata de claveles de a onza subía a la altura conveniente para
regalar las narices con incitantes perfumes; la luna plateaba el
follaje del álamo, cuya dilatada sombra en volvía la plazoleta;
Segundo abrió el diálogo, en esta guisa:
-¿Me hiciste cigarros?
-Toma -contestó ella, metiendo la mano en la faltriquera y
sacando un puñado de cigarrillos-. Docena y media por junto pude
amañarte. Ya te completaré las dos esta noche antes de irme a la
cama.
Se oyó el ¡risssch! del fósforo, y con la voz atascada por la
primer bocanada de humo, volvió Segundo a preguntar:
-¿Pues qué, ha sucedido algo nuevo?
-Nuevo… no. Las chiquillas… arreglar la casa… luego Minguitos…
Me levantó dolor de cabeza a quejarse… ¡a quejarse toda la tarde de
Dios! Decía que le dolían los huesos. ¿Y tú?, ¿por ahí muy
ocupado?, ¿matándote a leer?, ¿discurriendo?, ¿escribiendo, eh? ¡De
seguro!
-No… Di un paseo muy hermoso. Fui a Penas-albas y volví por
Santa Margarita… Una tarde de las pocas.
-Vaya, que harías algún verso.
-No, mujer… Los que hice, los hice anoche, después de
retirarme.
-¡Ay!, ¡y no me los decías! Anda, por las ánimas… anda, recita,
que los has de saber de memoria. Anda, niño Jesús.
A la súplica vehemente siguió arrebatada caricia, que se perdió
entre pelo y sienes del poeta. Este alzó los ojos, se hizo un poco
atrás, dejó el cigarro entre los dedos, sacudiendo antes con la uña
la ceniza, y recitó.
Era una becqueriana el parto de su ingenio. El auditorio,
después de escucharla con religiosa atención, púsola por cima de
cuantas produjo la musa del gran Gustavo. Y se pidió otra, y otra,
y algún pedacito de Espronceda, y qué sé yo qué fragmentos de
Zorrilla. Ya no ardía el cigarro: tiró el poeta la colilla, y
encendió uno nuevo. Reanudaron la plática.
-¿Cenamos pronto?
-Enseguidita… ¿Sabes qué tengo para darte? Discurre.
-¿Qué sé yo, mujer?…
-Piensa tú lo que te gusta más. Lo que te gusta más, más.
-¡Bah!… Ya sabes que yo… Con tal que no me des nada ahumado, ni
grasiento…
-¡Tortilla a la francesa! ¿No acertabas, eh? Mira, encontré la
receta en un libro… Como te había oído que era cosa buena, estuve
de ensayo… Las tortillas las hacía yo siempre a estilo de por acá,
espesitas, que se puedan tirar contra la pared y no se deshagan…
Pero esta… me parece que ha de estar a tu gusto. Lo que es a mí,
poco me sabe… prefiero las antiguas. Se la enseñé a Flores… ¿Qué
tenía dentro la que comiste en la fonda de Orense? ¿Perejil picado,
eh?
-No, jamón. ¿Pero qué más da?
-¡Voy corriendo a sacarlo de la alacena!, yo creía… ¡El libro
dice perejil! Aguarda, aguarda.
Volcó su silla baja por andar más aprisa, y se oyó a lo lejos el
repique de sus llaves y el batir de algunas puertas; una voz
cascada gruñó en la cocina no sé qué. A los dos minutos
regresaba.
-¿Mira, y esos versos, no se imprimen? ¿No los he de ver en
letras de molde?
-Sí -respondió el poeta, volviendo lentamente la cabeza y
soltando una bocanada de humo-. Allá van camino de Vigo, a Roberto
Blánquez para que los inserte en el Amanecer.
-¡Me alegro! ¡Tendrás tú más fama, corazón salado! ¿Cuántos
periódicos hablan de ti?
Segundo se rio irónicamente, encogiéndose de hombros.
-Pocos… -Y, un tanto cabizbajo, dejó vagar la mirada por las
macetas y por la copa del álamo, que se mecía con agradable susurro
de hojas. Estrechaba maquinalmente el poeta la mano de su
interlocutora, y esta correspondió a la presión con ardorosa
energía.
-Y claro, ¿cómo quieres que hablen de ti, si al fin no firmas
los versos? -interrogó ella-. No saben de quién son. Andarán
discurriendo…
-Qué más da… Lo mismo que de Segundo García, pueden hablar del
seudónimo que he adoptado. ¡Bonito nombre el mío para andar en
papeles! ¡Segundo García! El poco público que se moleste en leer lo
que escribo me llamará el CISNE DE VILAMORTA.