Primera edición: marzo de 2018
© del texto y fotos: Ricardo Fité
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Colección VIAJEROS
No le digas a la mama que me he ido a Mongolia en moto
A Oriol y Lúa
Sube a la cima,
cruza el desierto,
descubre las selvas,
pisa los polos,
nada los siete mares…
Y vuelve a casa
mil veces para
compartirlo.
Hermano,
te quiero y
te admiro.
Menna Fité
En los veranos de los años 70 y 80, muchas familias españolas emprendían un largo viaje desde la ciudad donde vivían y trabajaban hasta su localidad natal. La gente iba de vacaciones al pueblo para ver a los abuelos y a los primos, y lo hacía en coches de baja cilindrada, de ruedas pequeñas e inestables, sin reposacabezas, ni aire acondicionado o dirección asistida y, ni mucho menos, GPS. Era la época de los Seat 600, 850, 124, 131; de los Renault 4, 8, 12; del Simca 1000 o 1200, y un largo etcétera.
Mi familia también era así. Aquellos viajes con pocos recursos a menudo se convertían en auténticas aventuras para nosotros, los niños que viajábamos en el asiento de atrás. Todo era fascinante y nuestro padre-conductor, un auténtico aventurero capaz de enfrentarse a largas distancias, sin miedo y sin más ayuda que la asistencia del copiloto que era nuestra madre.
La mamá-copiloto tenía diversas funciones: la principal era la de preparar los clásicos bocadillos envueltos en papel de aluminio y tener siempre a punto y a buena temperatura botellas de refresco, así como disponer de una batería de remedios contra el mareo, tales como paños con agua o colonia fresca, que con esmero iba pasando por el cuello y la cara del piloto. Al mismo tiempo, trataba de mantener distraídos a los ocupantes del asiento de atrás para que no alterasen el fuerte temperamento del capitán de aquella odisea. Cuando las cosas se ponían feas en la carretera, su intervención se reducía a una frase, un simple e inocente: «¡Ay!, no sé ¿Y por qué no preguntamos?» Eso sí, formulando la pregunta con cuidado para que el papá-conductor no sintiera en ningún momento que se ponía en duda su capacidad resolutiva.
En aquella época, en las localidades costeras más modernas empezábamos a ver las motos de los extranjeros, que era como nosotros los llamábamos, el término «guiri» llegaría mucho más tarde. Era gente diferente, hablaban tan raro, tenían unas motos tan bonitas y les acompañaban unas chicas tan interesantes, que era difícil no mirarles con fascinación. Si nuestros padres eran aventureros, aquellos tipos parecían más especiales aún, eran verdaderos héroes. Lucían tatuajes y melenas, eran altos, fumaban Camel, bebían mucha cerveza y dormían en pequeñas tiendas con sus atractivas novias. No era difícil que algunos de aquellos niños pasáramos del «yo de mayor quiero ser como papá» al «yo de mayor quiero hacer lo que hace ese tío».
Ese sueño quedó olvidado con los años y, conforme iba creciendo, mis inquietudes se centraron en el deporte. Me interesé mucho por el judo y, aunque sólo fui un competidor de lo más mediocre, aprendí algunas cosas sobre el porqué de los retos personales. No se trataba únicamente de ganar sino de conseguir una nueva relación con uno mismo y con los compañeros. Poco a poco, esa constancia ayudó a mejorar mi tolerancia al cansancio y a fortalecer mi capacidad de sufrimiento, así como mi espíritu de sacrificio. Podía sentirme vencedor porque había aceptado un reto y me había enfrentado a él sin rendirme fácilmente. Todo aquello me sirvió para entender después la necesidad de complicarme la existencia con una nueva aventura: viajar en moto.
Con veinte y pico años, y en plena depresión de mal de amores, como es frecuente a esa edad, alternaba los estudios con trabajos puntuales de ayudante de carpintero. Dumont, además de jefe, era mi amigo. Por suerte para él, su negocio no dependía ni de mi destreza, ni mucho menos de mi interés por el apasionante mundo de la madera. Un día volviendo en furgoneta de vaciar un piso que posteriormente había que reformar, me hizo un comentario como otro cualquiera, de esos que no suenan trascendentes pero que aquella vez iba a ser diferente, con unas consecuencias inimaginables en ese momento para mí.
—Pues en casa tengo un montón de revistas antiguas de motos y estoy pensando en tirarlas de una vez a la basura —dejó caer sin darle mayor importancia.
—¿Y eso por qué? —pregunté con curiosidad.
Para mí la simple idea de tirar algo viejo choca frontalmente con mi principio de guardarlo todo, por si acaso un día hace falta. Reconozco que soy de ese tipo de personas que cuando ven algún objeto interesante en un contenedor no se lo piensa dos veces, lo recoge y lo adopta al momento. No es de extrañar pues que aquella frase inocente me activara de golpe.
—¿Para qué quiero yo todo eso? No conviene guardar cosas viejas.
—¿Por qué no me las das a mí? —no me pude aguantar. La idea de tener en casa otra estantería llena de revistas antiguas para hojear me encantaba.
—Claro, hombre, te gustarán. Hay ensayos de motos que en su época eran modernas de última tecnología, aunque claro ahora… pues ya no lo son. Además, en esas revistas hay una sección que se llama «La gran aventura», son artículos que escribieron algunos moteros sobre sus experiencias viajando por todo el mundo.
—Ah, ¿sí? —dije abriendo los ojos como platos—. Viajeros con pocos recursos y con medios de lo más cutre… ¡Alucinante!
Hacía poco que me había comprado una Yamaha SR 250 c. c. Special, que me costó ciento cincuenta mil pesetas, una moto custom de aspecto entre clásico y rebelde (para algunos su primera Harley) y de bajo mantenimiento, así que sonreí imaginándome por primera vez cómo sería viajar con ella. Si la mera idea de recoger revistas antiguas ya me seducía por sí misma, debido a mi afición a heredar cosas de los demás, el contenido de las mismas me resultaba más atractivo aún si cabe. Leer los viajes de los moteros narrados por ellos mismos me pareció algo fascinante.
—Recuerdo los artículos de un gaditano que hizo grandes viajes —me explicaba Dumont—. En uno de ellos se fue hasta Tokio en una vieja Honda de 125 c. c. Apenas tenía recursos y tardó unos cuatro meses. Me parece que también dio la vuelta al mundo. Te va a gustar leerlo. La verdad es que redactaba muy bien. Me parecían tan interesantes aquellas historias, que durante una época sólo compraba la revista por sus artículos. Se llama Bernardino Rosendo.
Sin yo sospecharlo, el concepto «aventura en moto» llamaba a mi puerta, así que recogí aquellas revistas que olían a polvo y humedad, y al llegar a casa busqué rápidamente la sección «La Gran Aventura». Leí los viajes de Bernardino y los de otros aventureros. Era increíble lo que aquellos moteros eran capaces de hacer sin apenas presupuesto, recursos, ni experiencia. No llevaban grandes motos, ni buenos cascos, ni tan siquiera dormían en hoteles… sus historias eran mucho más que eso. Con viejas motos de baja cilindrada, sin equipo y alojándose en campings o en las casas de los lugareños, llegaban a sitios que hasta entonces resultaban impensables de conocer para mí, si no era viajando en avión y con un gran presupuesto. No sólo se movían por Europa, sino también por África, Asia y América.
A aquellos aventureros les pasaban todo tipo de peripecias. Se quedaban sin agua y sin gasolina en mitad de la nada, pasaban frío, hambre, sed. Aprendían a reparar sus motos sobre la marcha, buscaban hospedaje donde fuera y si no lo conseguían al llegar la noche no pasaba nada, se tumbaban sobre una manta y, cual vaqueros del viejo Oeste, dormían al raso. Todo eso con una buena dosis de humor e ilusión, requisito indispensable para sortear estas situaciones, disfrutando al máximo de la aventura y con un optimismo a prueba de bomba. Daba la sensación de que no había adversidad capaz de amargarles el viaje. Con el tiempo, he aprendido que esa filosofía de vida es imprescindible para salir airoso de los momentos más complicados.
No había duda de que me estaba contagiando del espíritu de aquella gente que perseguía sus sueños y luchaba por nuevos retos difíciles de conseguir. Enseguida empecé a preguntarme si yo también sería capaz de hacerlo igual que ellos. Soñaba despierto tratando de imaginar si sabría arreglármelas yo solo, con una moto y en un lugar inhóspito, lejos de la comodidad del hogar. Necesitaba poner a prueba mi capacidad resolutiva frente a cualquier adversidad y empecé a ilusionarme con la idea de cumplir aquel mismo sueño de viajar en moto.
Así lo hice, y ese mismo año salí al Pirineo con mi vieja Yamaha. La experiencia me fascinó tanto que los veranos que conseguía presupuesto aprovechaba la menor ocasión para viajar en moto, cada vez más lejos y con más recursos, pues me preocupaba durante el invierno de no gastar el dinero en cosas absurdas o innecesarias. Empecé viajando por España haciendo recorridos cada vez más aceptables, pero con el tiempo la Yamaha se quedó muy corta, así que me compré una Honda CB 750 de segunda mano y la cosa cambió. Cada año escogía un país diferente: primero Francia, Marruecos, Turquía, e incluso llegué hasta el Cabo Norte en Noruega.
En aquellas primeras salidas pude comprobar que el verdadero reto no era hacer el viaje en sí, sino disfrutarlo manteniendo siempre el buen humor. A veces lo que encontraba al llegar al lugar elegido no estaba a la altura del sacrificio realizado, pero había aprendido a saborear la ruta y la superación de las dificultades. Me llevaba libros de narrativa de montaña, de esos que cuentan lo mal que lo pasan las expediciones de escaladores para conseguir sus propósitos. Entendí que por muy cansado que estuviera, o por mucho frío que sufriera, ni de lejos llegaría al límite de los alpinistas. Lo peor que me podía suceder era que tuviera que pasarme alguna noche sentado en un banco mirando la moto por no haber encontrado dónde dormir, lo cual no me parecía tan dramático.
Me gustaba comparar a los viajeros en moto con los alpinistas. Estos últimos viven grandes aventuras, quieren alcanzar los retos más difíciles, aunque para ello tengan que apostar muy fuerte. Su obsesión por llegar a la cima no tiene límite. Hacen cumbre en un día totalmente nublado y con escasa visibilidad dejan la bandera, se abrazan y, emocionados, se hacen una foto para después volver a bajar exhaustos. A pesar del riesgo que conlleva la subida y la bajada, no han dejado de atacar las montañas más altas e inhóspitas. Parece algo tan absurdo como llegar en moto a un sitio lejano, pasando también múltiples incomodidades o jugándose el pellejo para hacerse la foto deseada y volver.
Alguien puede pensar: «¿Ya está? ¿Sólo es eso?» No, es mucho más. Es preparar el viaje, llenar la mente de recuerdos, alojarte en casas de gente de otros países, convivir con ellos y tener que contar con su ayuda. Te pones al límite de tus fuerzas, conduces hasta no poder más, vuelves tan cansado que son necesarios varios días para recuperarte físicamente. Y luego tienes que sobreponerte a una especie de depresión que te invade al acabar cada aventura, y recobrar la energía suficiente para planificar un nuevo reto.
Por supuesto que antes de iniciar el viaje te siguen acechando ciertos temores difíciles de sobrellevar. Vencer los propios miedos no es fácil, aunque un buen truco puede ser mirarse al espejo y preguntarse: «A ver, di la verdad, ¿si no tuvieras esos miedos lo harías?». El problema es que no sólo se han de vencer las propias limitaciones y dudas del tipo: «¿Cómo conseguir el dinero?», «¿puede ser realmente peligroso?», «¿por qué hacer todo esto?», sino que a menudo da la sensación de que también hay que defender el proyecto y ponerlo a debate frente al tribunal social que forma nuestro entorno: la familia, la pareja, los amigos y conocidos.
Mi respuesta a todo ello es que cuando cumples tus sueños, te reafirmas como ser humano. No eres una persona insatisfecha, sino más bien alguien inquieto que busca cosas más divertidas en esta vida que el día a día convencional de trabajar para pagar las facturas.
Al principio, me invadía una intensa mezcla de sentimientos. Por un lado, según me iba alejando del hogar, durante días tenía la sensación de que estaba haciendo algo grande y en parte era así: me estaba enfrentando a lo desconocido subido a una moto. Estaba descubriendo un país nuevo en primerísima fila y, a medida que pasaban los kilómetros, tenía la sensación de que cada vez era mejor aventurero, mejor persona y estaba aprendiendo algo, aunque no sabía muy bien el qué. Hasta entonces no sabía que yo también era capaz de hacer todo eso.
Por otro lado surgían multitud de inseguridades, pero aprendí a convivir con ellas. Acepté que los miedos ayudan a estar más alerta, más concentrado conduciendo, más precavido en la toma de decisiones y más prudente al cuidar de la propia salud. Me recordaban que hacerme el valiente o actuar de forma imprudente podía dar al traste con todo. Esa idea se convirtió en una fiel compañera de viaje, un mecanismo de defensa porque comprendí que lo mejor era tranquilizarme si no quería acabar amargándome la aventura.
Hay que ser consciente de que en el momento en que se empieza a tener una motivación por la que luchar, si ésta es difícil de conseguir, debes trabajar muy duro para alcanzarla. No se trata sólo de tiempo y dinero, es mucho más, es no abandonar tu sueño a pesar de los contratiempos que puedan surgir. Tampoco es fácil que tu entorno entienda fácilmente esa obsesión. Normalmente la asocian con algo negativo, pero lo que está claro es que cuanto más importante es la aventura, más energía debes poner, porque si no es muy difícil llevarla a cabo. Aparecen múltiples y difíciles decisiones, desde renunciar a buenas oportunidades de trabajo, hasta arriesgar relaciones de pareja o invertir tus ahorros. Realmente pones a prueba tu pasión por algo tan fascinante como el viajar en moto pero, al final del trayecto, todo merece la pena.
Por otro lado, están las obligaciones laborales, familiares y, por supuesto, el dinero. ¿Quién puede permitirse algo así? Hoy en día, los más hábiles trabajan desde cualquier lugar gracias a Internet, otros más afortunados provienen de familias con recursos suficientes como para financiarse este hobby, y los más valientes venden todo su patrimonio para embarcarse en la aventura. Sólo ellos pueden iniciar el viaje con cierta seguridad, los demás estamos condenados a trabajar duro, a no caer en caprichos urbanos durante una larga temporada, buscar algún patrocinador que crea en nosotros y viajar hasta que se termine el presupuesto para, finalmente, quedarnos en la más absoluta de las ruinas económicas y volver a empezar.
Así empezó esta aventura: con mucha ilusión, poco dinero y menos experiencia. Fueron diez meses de mucho trabajo previo que fructificó gracias al apoyo de mucha gente, más los dos meses que aproximadamente duró el viaje a Mongolia. Tal vez sea éste el mejor momento para rendirles el merecido reconocimiento a tod@s ell@s, y qué mejor manera que dejarlo por escrito para siempre.
Una vez más, muchas gracias a:
Bernardino Rosendo, por servirme de fuente de inspiración.
Manuel Salvador, por su comprensión, apoyo moral y, sobretodo, logístico. Se pasó doce horas en la cocina preparando cuscús y sándwiches para la fiesta en la que recaudé fondos.
Mis padres y a toda mi familia, por su apoyo desde el primer momento ocultando su angustia cuando yo estaba delante.
Mi hermano Menna, por quererme tanto y ser el director del documental de este viaje.
Isa, Arnau, Marc Sucrana e Isaac, por todas las horas que dedicaron a reparar la moto y a enseñarme cómo hacerlo yo mismo.
Los Papá Neptuno, por el gran concierto de rock que nos ofrecieron la noche de la presentación.
Albert Céntrich, Aleix y todo el equipo del Bar Sarau de Badalona, por ofrecernos el mejor lugar así como y los recursos humanos necesarios para recaudar fondos.
Alberto, por regalarme la moto y creer siempre que se podía hacer.
Albert de Outletmoto, por ayudarme con el vestuario en ésta y en posteriores aventuras.
Mery, Julia y Victor, por su ayuda con la gestión y pago de visados.
Tomás Pujol de Viajeenmoto.com, por ser el único que pagó un parche de 150 euros de manera desinteresada y por creer que esto era posible.
Gestoría CR de Badalona, por encargarse del cambio de nombre.
Uniras Ade, por pagar el seguro de la moto.
Televisió de Badalona y el injustamente desaparecido programa Nines Russes, por ayudar a promover el evento del Bar Sarau.
Neumáticos Zapata, por regalarme un increíble juego de neumáticos con los que no pinché ni una sola vez en todo el viaje.
Dumont, porque gracias a él descubrí esto de viajar en moto y sé que, pase lo que pase, puedo contar con su ayuda.
Francisca, por estar siempre a mi lado y por todas las horas dedicadas a repasar y ayudarme con el libro.
Ainoa y Lúa, por regalarnos el título del libro.
Roser Archs, por enseñarme a ser más respetuoso con los futuros lectores.
Albert Ortiz, Sonia Mckay, Marian Martínez, Irene Muñoz, Noemí Lozano, Iván Ramirez, Sergi García, Isabel Lorenzo, Christian Pérez, Sergi Nogué, Walter, Fernanda, Inés y Laia Navarro, Marcel Sabater, Marcel García, Xabi Borinaga, Gonzalo del Hoyo, Fabio Herrero, Sara Baraldi, Aleksander Kaidannik, Nikolay Petrov y Andrei, Jordi Sánchez, Jacob Piotrowski, Natalia Rastabarova, Joan Porta, Sergio Loza, Gerardo Martínez, Sergio Arcera. Lorena Fernández, Manu Linde, David Suárez, Joan Vallmitjana, Montserrat Xufré, Vicens Sabater, Jordi González, Oriol Sánchez, Adela González y Adela Pérez, Toni Guzmán, Marco Mangone, Enrique Gil, Javier y Juanjo Pérez Uz, Angélica Uz, Javier Pérez Vázquez y Miriam Arriaza, Jordi Piedrabuena, Mercè Calaf, Raúl Jiménez, Christian, Valentín Díaz, Ramsés Prados, Tobias Löffel, Marco Bachmann, Aleksander Kaidannik, Cècile Müller, el Club Yamaha SR250 de Barcelona, Jordi Piedrabuena, María Muñoz, Presentación García, Antonia Navarrete Vargas, Carlos Varela, Mario, Raúl Pons, Tamara, Bar Mar de Copas, todo el grupo de aquagym del Polideportivo de Llefià, Dani Martín de Motorama Barcelona, Bar Mau Mau, Bar Mar de Copas, The Art of Ride Motorcycle Film Festival, David de Cinema Sobre Dues Rodes, Fernando el Búfalo, Roberto Naveiras del programa Viajo en Moto (el primer podcast de los viajes en motocicleta), Daniel Romaní, Alfonso y Aymara Egea y Aurika Paduraru.
Mi último agradecimiento es para José Ángel, Teresa y todo el equipo de Editorial Diéresis, por haber apostado por la corrección y la publicación de este libro en una versión revisada.
Muchas gracias por todo a tod@s otra vez.
Finalmente, nos gustaría saber tus sensaciones mientras leías el relato de este viaje. Para ello, te invitamos a dejar un comentario en las redes sociales, enviarnos un email a info@noledigasalamama.com o a info@editorialdieresis.com, o simplemente a expresar tu opinión en la web de la librería donde has adquirido con este ejemplar.
En los últimos años los aficionados a la narrativa de viajes en moto hemos podido ver cómo está cambiando el modo de viajar. Hoy en día, las motos han evolucionado tanto que ya no hacen de la ruta un sufrimiento, pues las nuevas suspensiones regulables, los asientos con gel, los motores de demasiados caballos y otras muchas mejoras tecnológicas han convertido la conducción durante largas jornadas en un verdadero placer. Con la equipación pasa lo mismo, pues hemos pasado de vestirnos con pantalones tejanos y chaquetas sin acolchar, a poder hacerlo con ropa térmica para el invierno, monos de cuero microperforados para el verano y protecciones de titanio, así como cascos especialmente diseñados para evitar el ruido y poder disfrutar de nuestra música favorita.
Sin embargo, existen dos diferencias mucho más significativas que han cambiado completamente el concepto de aventura en moto: la incertidumbre y la soledad. La primera ha desaparecido casi por completo gracias al acceso inmediato a la información de cualquier itinerario que nos planteemos. Esto se debe a que, antes de emprender un viaje, podemos reservar alojamientos, trazar rutas, contrastar infinidad de opiniones de otros viajeros en las redes sociales y un largo etcétera que ha acabado casi por completo con la idea de lo incierto. Incluso durante el viaje, si queremos consultar algún dato, no será muy difícil encontrar algún ordenador donde poder hacerlo. Además, si las cosas se ponen muy feas, basta con hacer una llamada para resolver cualquier problema. Tampoco importa si, buscando una dosis extra de aventura, viajamos sin teléfono, ya que a los pocos minutos se nos acercará un autóctono y, con tal de ayudarnos, será él quien empezará a llamar a alguien que sea capaz de solventar la situación.
La segunda diferencia con respecto a la forma de viajar de hace unos años es la soledad. La aparición de Internet, teléfonos móviles y redes sociales han acabado del todo con este concepto. En un bar, un hotel o una casa, lo primero que hacemos es buscar el wifi, conectar nuestro dispositivo y prestar más atención a la pantalla que a la gente que nos está atendiendo. Tal vez sea una buena noticia para los que no soportan sentirse solos o tal vez nos haga perder parte del contacto con la gente y con ello, parte de lo que veníamos buscando.
Por suerte, a pesar de todo, hay algo que no ha cambiado y es la ilusión por viajar en moto. Pues ya sea un fin de semana o una ruta a algún destino muy lejano, las semanas previas, con el ajetreo de los preparativos, todos los viajeros experimentamos una misma sensación: la aventura hace tiempo que ha empezado.
Ricardo Fité
Ricardo Fité Nació en Barcelona en 1974. Es licenciado en Educación Física y cinturón negro de judo. Viaja en moto desde los veinticinco años, pero no fue hasta 2006 cuando después de una primera cabalgada veraniega por Marruecos, se atrevió a iniciar rutas sobre dos ruedas hasta lugares como Turquía o el Cabo Norte. En el verano de 2011 decidió dar el salto a los viajes de larga distancia con el rally a Mongolia. Fue el inicio de un proceso de aprendizaje que aún dura, y que le ha llevado a Siberia, la India, o Irán. Su mayor deseo es que este aprendizaje no acabe nunca.
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