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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Natasha Oakley

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Directo al corazón, n.º 109 - julio 2014

Título original: Wanted: White Wedding

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Este título fue publicado originalmente en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4596-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

FREYA se mordió la lengua para no soltar un improperio y volvió a preguntar si había alguien allí mientras sus ojos recorrían las filas de viejos sofás y cómodas. Siguió sin recibir respuesta. No se oía nada en el edificio, salvo el taconeo de sus zapatos en el suelo de hormigón.

–¿Señor Ramsey? ¿Hay alguien? –se detuvo y examinó la sala de subastas. Contuvo la respiración y volvió a mirar la larga fila de armarios llenos de cachivaches. ¿Dónde estaban todos? El lugar parecía desierto.

Se metió las manos en los bolsillos de la cazadora y comenzó a dar patadas en el suelo para que se le calentaran los pies. Aquella forma de hacer negocios era una locura. Tenía que haber alguien encargado de hablar con los posibles clientes, un portero era lo habitual.

No esperaba que en un sitio como Fellingham hubiera algo similar a Sotheby’s o Christie’s, pero aquello era ridículo. Puesto que nadie la recibía, saldría de allí y echaría un vistazo a la guía, donde, sin duda, encontraría alternativas más prometedoras.

Si no fuera porque... Frunció el ceño. Si no fuera porque Daniel Ramsey había conseguido convencer a su abuela de lo maravilloso que era.

Doce años de dura experiencia la habían convencido de que cualquiera que pareciera «demasiado bueno para ser verdad» era justamente eso. El problema era que se necesitaría una nueva guerra mundial para que la anciana cambiara de opinión sobre él. Se sacó una mano del bolsillo y miró el reloj. ¿Dónde estaba Daniel? Quería verlo a solas, juzgar qué clase de hombre era sin que su abuela estuviera presente.

Dio un paso atrás y chocó con una caja que había en el suelo. Maldijo en voz baja y se inclinó para sacudirse el polvo de los pantalones. ¿Qué negocio era aquel? Fuera cual fuera, Daniel Ramsey no era un hombre de negocios. La sala de subastas estaba llena de objetos sin valor.

Frunció la nariz ante el olor a humedad. El señor Ramsey a duras penas se ganaría la vida con aquello. Por eso había hecho lo imposible por congraciarse con su abuela. En cuanto tenía un rato libre, iba a charlar con ella y a tomar la tarta de limón que preparaba.

Era indudable que la había engatusado. Según su abuela, sus habilidades iban de exterminar ratones a cambiar una bombilla. Y, por supuesto, era un experto en antigüedades: lo sabía todo sobre ellas. A juzgar por las muestras que había a su alrededor, ella lo dudaba. En su opinión, el don que tenía Daniel era el de interpretar correctamente a una anciana que quería deshacerse de una serie de objetos que no apreciaba, pero que a él le supondrían una elevada comisión.

Se fijó en una puerta pintada de verde donde se leía Oficina. Volvió a mirar el reloj. Estaba perdiendo el tiempo de forma estúpida. Si la oficina no estaba cerrada, le dejaría una nota diciéndole que la llamara por la tarde.

No era lo que había esperado, pero era mejor que nada. Y siempre cabía la posibilidad de que se estuviera preocupando sin motivo. Tal vez a Daniel Ramsey le gustaba de verdad hacer compañía a su abuela y carecía de segundas intenciones. Solo que su escepticismo habitual le indicaba que era poco probable. Llamó a la puerta con los nudillos y la empujó.

Se detuvo a la vista de la alfombra gastada y el desorden que allí reinaba. No había otra manera de definir la mezcla de muebles y cuadros, que estarían mejor en un contenedor que en una sala de subastas. ¿Qué era aquello? ¿Una especie de oficina de objetos perdidos, una trapería? Se abrió paso entre los muebles y se detuvo ante un escritorio de roble. Se preguntó cómo podía alguien trabajar en medio de aquel desorden y si Daniel Ramsey sería capaz de encontrar una nota entre todos aquellos trastos.

Freya dejó el bolso en el escritorio. El sonido del teléfono la sobresaltó. Como estaba acostumbrada a contestar todas las llamadas que recibía en cuestión de segundos, se puso nerviosa al dejarlo sonar. Estaba a punto de agarrar un bolígrafo del escritorio cuando la puerta de la oficina se abrió de golpe.

–¿Quiere hacer el favor de contestar? El teléfono. Apunte el mensaje –gritó una voz masculina–. Tardaré un minuto.

–Yo...

–¡El teléfono! ¡Conteste!

Freya se encogió de hombros. ¿Qué más daba? Al menos dejaría de hacer aquel ruido infernal.

–Subastas Ramsey –dijo con la vista fija en la puerta cerrada.

–¿Eres tú, Daniel?

Obviamente, no. Se frotó los ojos al darse cuenta de lo cómico de la situación.

–Lo siento, el señor Ramsey no se puede poner en este momento. ¿Quiere que le diga algo?

–Dile que le ha llamado Tom Hamber, guapa.

Freya enarcó una ceja mientras agarraba un papel para apuntar. En otras circunstancias le habría dicho a Tom Hamber que no la llamara «guapa», incluso que, aunque podía transmitir su mensaje, no estaba segura de querer hacerlo.

–¿Lo has apuntado? ¿No se te olvidará?

–Ha llamado Tom Hamber –respondió ella en tono seco–. Creo que me acordaré.

–Tengo que hablar con él antes del mediodía.

–Le dejaré una nota –si la encontraba o no, era su problema.

–Nada más, guapa.

Freya colgó. De una cosa estaba segura: no iba a consentir de ninguna manera que su abuela vendiera nada de valor por medio de aquella empresa de locos. Miró el desorden reinante en el escritorio y puso la nota al lado del teléfono.

–Gracias.

Freya se dio la vuelta y tuvo que alzar mucho la vista para encontrar unos ojos castaños que la miraban. Dado lo alta que era, más con tacones, no era habitual que tuviera que hacerlo.

¿Por qué se sentía tan bien haciéndolo? Probablemente habría algún argumento freudiano para explicarlo. Aquel hombre debía de medir casi dos metros. Y aquellos ojos... Oscuros, de color castaño oscuro e increíblemente atractivos.

–Estaba sosteniendo el extremo de una mesa y no podía soltarlo.

–Ya –dijo Freya apartando la mirada.

–¿Ha anotado el mensaje?

–Sí. Era Tom Hamber. Quiere hablar con Daniel Ramsey antes del mediodía.

–No hay problema.

A Freya la invadió la más terrible de las sospechas.

–Soy Daniel Ramsey –dijo el hombre sonriendo.

Freya se quedó sin suelo bajo los pies. Aquel no podía ser Daniel Ramsey. Se había hecho una imagen de él muy distinta a partir de lo que le había dicho su abuela. Mucho más provinciano. Más...

Bueno... menos, para ser sinceros. Mucho menos atractivo. Daniel Ramsey era un hombre a cuyo lado no le importaría despertarse un domingo por la mañana.

–Ha llegado un poco tarde –dijo él, y volvió a sonreír mientras se limpiaba las manos en la parte trasera de los vaqueros–. No se preocupe. Llego sobre las ocho y media, pero le dije a la agencia que a las nueve y media estaría bien.

Extendió la mano y ella hizo lo propio de manera automática. Su anillo de casado lanzó un destello. Era evidente que un hombre con aquel aspecto no podía estar libre. Nunca lo estaban, aunque lo fingieran.

Una conocida sensación de insatisfacción se apoderó de ella. Era sorprendente la cantidad de hombres que decían que estaban separados cuando lo único que los separaba de su pareja era una distancia geográfica y temporal.

Estaba harta de aquello, harta de jueguecitos.

Daniel se inclinó y abrió el cajón inferior del escritorio.

–La llave de la otra oficina esta aquí. Voy a enseñarle dónde está todo. Luego tengo que irme a la granja Penry-James.

–No...

–¿Qué es lo que no ha entendido? –preguntó él mientras se erguía.

–Lo he entendido perfectamente, pero no pertenezco a ninguna agencia. Soy una posible cliente.

–¡Vaya! Lo siento mucho. Creí que...

–Que era otra persona –no había que tener la agilidad mental de Einstein para darse cuenta.

Los ojos de él se iluminaron, risueños, y ella tuvo que luchar contra la atracción que experimentaba en su interior.

–Será mejor que volvamos a empezar.

Freya experimentó una sensación de extrañeza inexplicable cuando, por segunda vez, se estrecharon la mano. Se dio cuenta de que tenía las manos bonitas, fuertes y con las uñas bien cortadas. Y su voz era como sumergirse en un tonel de chocolate.

«Pero no está libre», le recordó la parte lógica de su cerebro. Y, además, si en realidad no estaba tratando de explotar a su abuela, iba a aprovechar al máximo la oportunidad que se le presentaba.

–Debe de haber creído que estaba loco. ¿Le ha dicho Tom lo que quería?

–No.

–Entonces, si no es de la agencia, ¿qué desea? –su sonrisa se hizo más ancha, y ella no pudo evitar que se le contrajera el estómago.

–No se trata de mí, sino de mi abuela –respondió ella en tono innecesariamente cortante mientras trataba de recuperar el control. Inspiró profundamente y dejó escapar el aire, que se transformó en vaho–. ¿Hace aquí siempre tanto frío?

–En verano, no –se apartó y encendió una estufa–. El calor puede llegar a resultar muy desagradable.

–¡Este frío es lo que es muy desagradable!

–Porque la ventana de esta habitación no se abre –continuó él como si Freya no hubiera hablado–. Se ha pintado demasiadas veces.

Ella no dijo que conseguir que una ventana se abriera era muy fácil de solucionar; en cualquier negocio normal, claro.

–Supongo que debería hacer algo al respecto –añadió él.

–Yo lo haría.

Él se echó a reír. Freya lo miró sobresaltada. Hacía mucho tiempo que nadie se atrevía a reírse de ella. Observó los reflejos de ámbar en sus ojos risueños y tragó saliva.

Era una persona imprevisible. Se había hecho una imagen de él y se había aferrado a ella con tanta fuerza que le resultaba difícil cambiarla ante el ser real.

–¿En qué puedo ayudar a su abuela?

–Tiene algunos objetos que quiere vender, y me gustaría que un profesional los tasara.

–¿Puede traérmelos?

–No es fácil. Son muebles grandes.

–Entonces iré a por ellos –sorteó los montones de cajas apiladas y se sentó a su escritorio. Tomó un bolígrafo.

–Hoy, si es posible.

–¿Cómo se llama usted? –preguntó asintiendo.

Freya vaciló. Aún no estaba dispuesta a decírselo. Llevaba tres días en Fellingham y ya estaba más que harta de la reacción de la gente cuando oía su nombre. Por la forma en que enarcaban las cejas, no le quedaba más remedio que suponer que en el folclore local encarnaba la depravación.

No debería importarle; de hecho, no le importaba. Pero la ira que le producía seguía en su interior y no dejaba de importunarla a pesar de los éxitos que había logrado.

–Mi abuela es Margaret Anthony.

Daniel entrecerró ligeramente sus atractivos ojos. Si ella no hubiera aprendido a reconocer las reacciones de la gente, probablemente no se habría dado cuenta, ni tampoco del instante de silencio que se produjo después.

–Entonces usted es Freya Anthony.

–Así es.

Él abrió una gran agenda negra y apuntó el nombre de su abuela al final de una larga lista.

–Tendrá que ser alrededor de las cinco. Hoy tengo mucho trabajo.

–Está bien.

Él alzó la vista, pero sus ojos ya no sonreían. Algo se marchitó dentro de Freya. A pesar de no conocerla, aquel hombre ya se había formado una mala opinión de ella. Por descontado. ¿En qué estaba pensando? La red de cotilleo de Fellingham funcionaba a toda máquina, y no hacía falta ser muy imaginativo para adivinar lo que el señor Ramsey habría oído decir de ella.

–¿Su abuela todavía quiere vender los jarrones?

–Sí.

–¿Y?

–Quiero asegurarme de que le ofrezcan el máximo posible por ellos –dijo Freya mientras le sostenía la mirada con la intención de intimidarlo–. Creo que una pareja intacta es muy valiosa.

–Puede serlo. Lo único que se necesita son dos coleccionistas que tengan muchas ganas de poseerlos. Creo que pueden ofrecerle mil libras.

–¿Y en Londres?

–Posiblemente más –contestó él encogiéndose de hombros. No se inmutaba ante sus preguntas–. Pero la diferencia se está reduciendo debido a Internet. Los buenos coleccionistas buscan en la Red.

–No sabía que tuviera una página web.

–La estamos creando.

–Pero estará en la fase inicial –dijo ella con desdén–. Así que aún no resulta muy útil –se alzó el cuello de la cazadora para darse calor. No le importaba lo que pensara de ella. Lo único que le importaba era su abuela, e iba a hacer todo lo posible para que no la engañaran ni le hicieran daño. Ni él ni nadie–. Le diré a mi abuela que a las cinco entonces.

–Trataré de ser lo más puntual posible.

–Estaremos las dos –le dedicó una rápida sonrisa antes de agarrar el bolso y salir de la oficina.

Capítulo 2

 

AsÍ que aquella era la famosa señorita Anthony. Daniel observó el movimiento de sus caderas mientras salía... porque no pudo evitarlo. Tenía unas piernas muy largas, de las que podían enroscarse dos veces en tu cuerpo. Luego oyó el ridículo taconeo de sus zapatos en el suelo de hormigón hasta que el sonido se alejó. Se metió las manos en los bolsillos.

La chica mala de Fellingham no era exactamente como se la había imaginado. El nombre de Freya le sentaba bien. Alguien que se llamara como la diosa escandinava del amor y la belleza tenía que tener su aspecto.

Jugueteó con la etiqueta de uno de los artículos destinados a la subasta de objetos del siglo XX que tendría lugar aquel mes. La nieta descarriada de Margaret Anthony tenía que ser muy guapa para estar a la altura de una milésima parte de la vida que el cotilleo local le atribuía.

Sin embargo, no esperaba que se apreciara tan claramente en ella la clase que tenía, aunque no entendía por qué, ya que se había enterado de todo lo concerniente a su Audi Roadster unos minutos después de que ella entrara en el pueblo conduciéndolo. No le deberían haber sorprendido su peinado ni la ropa de marca que llevaba.

–Daniel...

Se dio la vuelta.

–Tenemos un problema –el mozo de carga puso la mano en el marco de la puerta–. Esa rubia explosiva quiere que movamos el camión de Pete. No deja salir a su coche. Se ha puesto a gritar.

–Me lo imagino.

–Le he dicho que el conductor está desayunando y que tardará unos veinte minutos en volver, pero le da igual. Dice que, si mi tiempo no vale nada, el suyo es oro. Quiere que lo quitemos ahora mismo.

A Daniel no le resultaba difícil creer que Freya Anthony esperara que las cosas sucedieran cuando y como ella quisiera. No dudaba de que le bastaba chasquear los dedos para que el mundo cayera exactamente donde ella quería.

–Voy a hablar con ella.

–Será lo mejor. Está que trina.

Daniel sonrió. El cuadro que Bob describía era indicativo de lo que suponía que la señorita Anthony haría cuando se le llevaba la contraria.

–Muy bien. Ya me encargo yo –Daniel miró el reloj e hizo una mueca. Aquel día todo le estaba saliendo mal. Parecía que iba retrasado desde el momento de despertarse.

–De todas maneras, es muy guapa, ¿verdad? –dijo el mozo.

Así era... si te gustaban las mujeres que te devoraban y luego escupían tus restos.

Daniel salió al patio y examinó cómo estaba aparcado el coche. Se desvaneció su leve esperanza de que Freya pudiera salir dándole indicaciones. Se dirigió hacia ella.

–Lo siento.

–Muévalo.

–A ver si encuentras a Pete y le pides las llaves –dijo Daniel volviéndose hacia Bob.

–¿No tiene otro juego? –inquirió Freya.

–¿Para qué? El camión no es mío –respondió él con calma al tiempo que veía brillar la ira en los ojos de ella. Se volvió de nuevo hacia Bob–. Creo que estará en Carlo’s.

Bob asintió y se marchó. Freya emitió un sonido gutural de pura irritación.

–No tardará mucho –dijo Daniel–. ¿Quiere esperar dentro?

–¿Qué diferencia hay? Hace tanto frío aquí como allí.

–Puede usar el teléfono si tiene que llamar a alguien –añadió él.

–Tengo un móvil.

Daniel dejó a propósito que el silencio entre ellos se prolongara. Por muy difícil que ella se pusiera, no iba a conseguir que le siguiera el juego. Al cabo de unos instantes, pareció que había tomado la decisión de tranquilizarse, a pesar de que seguía estando muy tensa.

Al mismo tiempo que observaba que las pequeñas arrugas le desaparecían de la frente, Daniel pensó que estaba muy consentida, que era una mujer que se salía con la suya con demasiada frecuencia y facilidad. Ella dio media vuelta y fue a sentarse en un muro bajo de ladrillo que había detrás de su coche.

Él lanzó una mirada al elegante Audi gris del que tanto había oído hablar.

–Es un coche muy bonito.

–A mí me gusta.

Él sonrió. Era un coche para lucirse, no para ir de un sitio a otro; un coche que no pasaba desapercibido, que causaba envidia, y ella lo sabía. Y seguro que había previsto la reacción que produciría al entrar en el pueblo conduciéndolo.

Se preguntó si todo aquello no sería un juego para Freya Anthony. ¿Le hacía gracia la idea de volver a su lugar de origen y ofrecer a los chismosos material para sus habladurías? Porque hablar, hablaban. Diseccionaban todo lo que hacía y decía, adónde iba...

¿Le importaba?

Observó las ojeras que tenía y el rictus de su boca. Le importaba. No tenía ni idea de por qué estaba tan seguro.

–¿Cuánto tiempo se va a quedar?

–Todavía no lo he decidido.

–Está muy bien poder elegir –Daniel se sentó a su lado, resuelto a hacer que hablara–. ¿Sigue Margaret pensando en trasladarse a una vivienda vigilada para ancianos?

–Posiblemente –contestó ella encogiéndose ligeramente de hombros–. No hay necesidad de que espere aquí conmigo –añadió.

–No me importa.

–Estoy segura de que... Se llama Bob, ¿verdad? Pues estoy segura de que Bob encontrará al conductor de esa cosa –señaló la camioneta blanca– y podré salir antes de la hora de la comida. Vaya a hacer lo que tenga que hacer.

–Pete está en su hora libre, así que seré yo quien mueva la camioneta. A menos que quiera hacerlo usted.

–No tengo ningún problema.

Daniel reprimió las ganas inesperadas de reírse. Estaba seguro de que lo haría. Le gustaría verlo. Era una lástima que Bob fuera a negarse a entregarle las llaves, pero Pete le daría una paliza si veía el más mínimo arañazo en su vehículo.

–Me parece que a Pete no le gustaría. Esa camioneta es su orgullo y su alegría.

–Entonces ¿por qué me lo ha propuesto?

Buena pregunta. Daniel le examinó el rostro durante unos segundos. Porque le gustaba ver cómo elevaba la barbilla ante un desafío, la resolución que expresaba su cara y que, cuando no se la retaba, serviría de modelo para la de una muñeca de porcelana.

Freya Anthony tenía las pestañas más oscuras que había visto en su vida, aunque tal vez se debiera a la blancura de su piel. Tenía los ojos azules y una mirada inteligente, precavida, herida...

Se había dado cuenta porque él también se había sentido así. Siempre se establecía un vínculo sin palabras entre dos personas que sabían lo que era sufrir. Hizo un gesto con la cabeza. Había una afinidad entre dos almas que sabían que la vida no era perfecta ni podía serlo. Y, por algún motivo, sabía que aquella rubia lo entendía, que lo sabía con la misma certeza que él.

–Dado que vamos a estar aquí sentados un rato, ¿quiere que le traiga un café?

–No –se obligó a ser educada y añadió–: Pero eso no impide que vaya usted a prepararse uno si está decidido a hacer de niñera –se puso de pie y dio una patada al suelo.

–No importa. Me quedaré aquí con usted.

–¿Desde cuándo conoce a mi abuela?

La pregunta sorprendió a Daniel. O, mejor dicho, el tono hostil de su interlocutora. Se encogió de hombros.

–Hace años.

–¿Cómo se conocieron?

Daniel la miró a la cara y observó su gesto de disgusto. ¿Qué le pasaba? Algo la sacaba de quicio y parecía que ese algo era él.

¿Era una persona posesiva? Tal vez no le hubiera hecho gracia descubrir que Margaret había llenado el vacío dejado por su familia, si no del todo, al menos en parte.

–Margaret se interesa por los demás –dijo lentamente–. Y la gente se lo agradece –observó que ella asimilaba sus palabras y que emitía un juicio silencioso.