Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Trish Wylie. Todos los derechos reservados.

UN REBELDE EN NUEVA YORK, N.º 2493 - diciembre 2012

Título original: New York’s Finest Rebel

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1235-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

«Todas las chicas saben que hay días de tacón alto y días de zapato plano. Bien pensado, podría ser una metáfora de la vida. Hagamos que hoy sea un día de tacón alto, ¿vale?».

DE COLOR rojo sirena y peligrosamente altos, eran los zapatos de tacón más sensuales que Daniel Brannigan había visto en su vida. Los vio desaparecer escaleras arriba maldiciendo en silencio la cantidad de tiempo que tardaban en cerrarse las puertas del ascensor.

Quería conocer a la mujer que llevaba los zapatos.

Pulsó el botón hasta que se produjo una sacudida hacia arriba e intentó jugar al pilla–pilla en el ascensor más lento jamás inventado. Después del primero de sus tres viajes interminablemente lentos, había decidido que las escaleras serían su principal modo de subir en el futuro. Pero antes tenía que llevar todas sus pertenencias al quinto piso.

Vio una mancha roja por el rabillo del ojo y miró con más atención para valorar cada detalle. Unas estrechas correas rodeaban unos tobillos finos y el ángulo de los pequeños pies daba forma suficiente a las pantorrillas como para recordarle que necesitaba unas vacaciones. Si ella vivía en el mismo bloque de apartamentos al que se mudaba él, sería una complicación no deseada. Pero a juzgar por el efecto que producían los zapatos en su libido, suponía que valía la pena. Por algo se había ganado el apodo de Danny Peligros.

El ascensor se detuvo inesperadamente y una mujer mayor con un perrito en los brazos hizo una mueca al ver las cajas amontonadas alrededor de él.

–¿Baja?

–Subo –respondió Daniel cortante. Se echó hacia delante y pulsó el botón con el codo.

«No desaparezcas, muñeca».

La subida de adrenalina que producía la persecución siempre le había gustado… y también el tipo de mujer que podía llevar una falda tan corta que le hacía reprimir un gemido al verla. La falda de estilo animadora le abrazaba las curvas de las caderas y se perdía en una cintura estrecha. Daniel miró la mano de huesos finos que sostenía las asas de bolsas que llevaban impresos nombres que no le decían nada y sonrió al no ver nada en el dedo anular. En el piso anterior al suyo, ella se detuvo a hablar con alguien en el pasillo. Para su frustración, eso implicaba que no pudo verle la cara cuando pasó el ascensor. En lugar de ello, se quedó con una imagen de un largo pelo moreno y rizado y el sonido de una cristalina risa femenina.

Cuando se detuvo de nuevo el ascensor, hizo lo que había hecho en sus viajes anteriores y empujó una caja con el pie hacia la apertura. Al momento siguiente sonaron pasos en la escalera. Daniel se volvió y alzó la vista hasta mirar unos grandes ojos oscuros. Los ojos se achicaron y él dejó de sonreír.

–Jorja –dijo con sequedad.

–Daniel –repuso ella. Inclinó la cabeza a un lado y enarcó una ceja–. ¿No se te ha ocurrido pensar que quizá alguien más quiera usar el ascensor hoy?

–Las escaleras son un buen ejercicio cardiovascular.

–Supongo que eso es un «no».

–¿Te estás ofreciendo a ayudarme a mudarme? Es muy amable por tu parte –él le pasó la caja que llevaba en los brazos y la soltó antes de que ella tuviera ocasión de rehusar.

La caja cayó al suelo entre los dos y se oyó un ruido de cristales rotos.

–¡Vaya! –ella parpadeó.

Daniel la miró con rabia. Que hubiera hecho cambios interesantes en su guardarropa mientras él estaba en ultramar no la hacía menos irritante de lo que lo había sido los últimos cinco años y medio.

–¿No hay una pancarta de bienvenido a casa? –preguntó.

–¿Eso no sugeriría que me alegro de que estés aquí?

–Si tienes algún problema con que esté aquí, deberías haberlo dicho cuando presenté mi solicitud al Comité de Residentes del bloque.

–¿Y qué te hace pensar que no lo hice?

–Creo que fueron las palabras «decisión unánime» –él se encogió de hombros–. ¿Qué quieres que te diga? A la gente le gusta que viva un policía en su edificio; hace que se sienta segura.

Ella sonrió con dulzura.

–La mujer mayor a la que has mosqueado dos pisos más abajo es la presidenta del Comité de Residentes. Te doy una semana antes de que empiece a hacer circular una petición para expulsarte.

Daniel respiró hondo. Nunca había conocido a otra mujer que produjera el mismo efecto en sus nervios que unas uñas arañando una pizarra.

–¿Sabes cuál es tu mayor problema, muñeca?

–No me llames muñeca.

–Que subestimas mi habilidad para ser adorable cuando me lo propongo. Puedo conseguir que la señora del caniche me haga galletas de chocolate antes de cuarenta y ocho horas.

–Bichon.

–¿Qué?

–El perro. Es un bichon frise.

–¿Tiene nombre?

–Gershwin –ella alzó los ojos al cielo al darse cuenta de lo que hacía–. Y me temo que ya he cubierto mi cuota de ayuda para todo el día.

Él se inclinó, alzó la caja y la sacudió.

–Me debes media docena de vasos.

–Demándame –contestó ella.

Se volvió y él la siguió con la vista pasillo abajo hasta que se recordó a quién estaba mirando. Se trataba de Jorja Dawson. Y si fuera la última mujer que quedara en el estado de Nueva York, él haría voto de castidad antes que enrollarse con ella. Hasta tenía una lista de razones para no hacerlo.

Ella metió la mano en el bolso y se volvió a mirarlo en la puerta de su apartamento.

–Supongo que no piensas aparecer el domingo a comer, ¿verdad? Tu madre te lo agradecería.

Esa, la relación de ella con su familia, era la número seis en la lista de razones de él. La miró a los ojos.

–¿Estarás tú allí?

–No falto nunca.

–Pues salúdalos de mi parte.

–¿Estás diciendo que no vas porque estoy yo?

–No te des tanta importancia –él se acomodó la caja en un brazo y buscó la llave en el bolsillo con la otra mano–. Si organizara mi vida pensando en ti, no me mudaría a un apartamento enfrente del tuyo. Pero quiero que sepas una cosa –hizo una pausa efectista–. Te mudarás tú antes que yo.

–Tú nunca has estado más de seis meses en el mismo sitio –repuso ella–. Y ese tiempo solo porque te había enviado el ejército.

–La Marina –corrigió él–. Y si hay algo que no debes olvidar de los marines, es que nunca cedemos terreno.

–Yo llevo más de cuatro años viviendo aquí. No iré a ninguna parte.

–Entonces supongo que nos vamos a ver mucho.

Aquello era algo sin lo que él habría preferido vivir. Aunque no pensaba decírselo, ella era la razón principal por la que había dudado si tomar aquel apartamento. Ella era una espía que podía informar al resto del clan Brannigan en las conversaciones semanales mientras tomaban el asado o la tarta de queso. Y por lo que a Daniel respectaba, si su familia quería saber cómo le iba, podía preguntárselo a él. Cuando lo hicieran, les daría la misma respuesta que les había dado en los últimos ocho años. Con algún añadido más reciente para despistar.

«Estoy bien, gracias. Claro, es un placer volver a casa. No, no he tenido ningún problema volviendo a mi unidad. Sí, si me llamaran de nuevo en la reserva, volvería a ir».

No necesitaban saber nada más.

–¿Sabes cuál es tu problema, Daniel? –preguntó ella–. Crees que me molesta que estés aquí cuando la verdad es que me importa un bledo dónde estés, lo que hagas ni con quién lo hagas.

–¿De verdad?

–Sí. No soy una de esas mujeres a las que puedes hacer babear con una sonrisa. Espero que tu ego pueda soportarlo.

–Cuidado, Jo, podría tomarme eso como un desafío.

Ella soltó una carcajada.

–No sabía que tenías sentido del humor –comentó.

Antes de que él pudiera contestar, abrió la puerta de su apartamento y cruzó el umbral. Se volvió y lo miró de arriba abajo, riendo cada vez más fuerte. Luego cerró la puerta.

Daniel movió la cabeza. ¡Cómo le atacaba los nervios aquella mujer!

Aquel hombre la ponía de los nervios.

Jo se apoyó en la puerta, respiró hondo y frunció el ceño al notar que su corazón latía algo más deprisa que de costumbre. Si subir las escaleras con tacones producía ese efecto, tendría que pensar en empezar a ir al gimnasio.

Cierto que una pequeña parte probablemente podría achacarse a su frustración por no ser capaz de mantener una conversación con él sin convertirla en un combate de boxeo verbal. Pero ella no era la única que peleaba; ambos sacaban siempre lo peor del otro.

Cruzó la sala de estar hasta el dormitorio y resistió el impulso de ponerse zapatillas blandas y un pijama. Si él conseguía hacerle ponerse su ropa de comer helado el primer día, no tendría ninguna esperanza de sobrevivir a los siguientes tres meses. Cuando sonó el móvil una hora después, miró el nombre en la pantallita antes de contestar.

–Todavía no puedo creer que me hayas hecho esto.

La voz de Olivia sonó alegre.

–¿Qué parte? ¿Irme de ahí, vestirte de dama de honor o contarle a Danny lo del apartamento?

–Creo que sabes a lo que me refiero –respondió Jo–. Tengo que cambiar de mejor amiga. A ese apartamento podría haber llegado mi hombre ideal si tú no se lo hubieras mencionado a tu hermano.

–¿Desde cuándo buscas tú un hombre ideal? Y además, él no estará ahí mucho tiempo. Es un alquiler temporal, ¿recuerdas?

–Si renueva el contrato, haré un muñeco y le clavaré alfileres –Jo se apartó del espejo donde estaba haciendo un pase de moda personal y se dirigió a la cocina–. Pero que sepas que está decidido a que yo sea la primera en mudarme.

Como todos los que habían vivido alguna vez en Manhattan sabían lo que significaba un apartamento para un neoyorquino, no hacía falta que explicara lo ridículo que era que Danny pensara que ella se iba a ir de allí. El apartamento que había compartido con Olivia y de vez en cuando compartía todavía con Jess era un espacio que podía llamar suyo propio.

No había trabajado tanto para acabar en un lugar en el que había jurado que no volvería a encontrarse nunca.

–¿Ya lo has visto? ¿Hay sangre en el pasillo?

–Aún no. Pero dale unas semanas y solo uno de los dos saldrá intacto de aquí –Jo alzó la cafetera vacía y suspiró al oír la música procedente del otro lado del pasillo–. ¿Oyes eso?

Acercó un momento el teléfono a la pared.

–Mi hermano y el rock clásico van juntos, como…

–¿Satanás y la tortura eterna? –sugirió Jo.

–Probablemente no es el mejor momento para mencionar que ha aceptado venir en el grupo en la boda, ¿verdad?

–No pienso dirigirme hacia el altar con él.

–Puedes ir con Tyler.

Mejor. Tyler Brannigan le encantaba. Era divertido estar con él.

–Creía que estaba decidido a no ponerse un traje de mono. ¿Cómo lo has convencido?

–¿A Danny? Del mismo modo que lo llevamos al cumpleaños de su sobrina el mes pasado. Solo que esta vez me ayudó Blake.

Quería decir que Daniel había perdido una apuesta. Jo sonrió al pensar en el prometido de Olivia confabulándose con los otros hermanos Brannigan contra uno de ellos en su noche de póquer. Echó el café en la cafetera. ¡Bien por Blake!

–¿Qué aspecto tiene?

Jo parpadeó al oír la pregunta.

–El mismo de siempre –contestó–. ¿Por qué?

–Supongo que no has visto las noticias hoy.

–No –Jo entró en la sala de estar y puso la tele con el mando a distancia–. ¿Qué me he perdido?

–Espera.

La noticia apareció casi al instante en el canal de noticias locales. Como no podía oír lo que decía sin subir mucho el volumen, leyó lo que había en la parte inferior de la pantalla. Hablaba de un agente de los Servicios de Emergencia del que todavía se desconocía el nombre que había desenganchado su arnés de seguridad para rescatar a un hombre en el puente Williamsburg. La cámara intentaba enfocar una mancha situada entre los cables de suspensión en el momento en que otra mancha se acercaba a él. Por un segundo ambos estaban a punto de caer y la multitud que miraba desde el suelo soltaba un gemido colectivo. En el último momento los rodeaban otras manchas y los sacaban de allí.

En la pantalla sonaron aplausos y Jo movió la cabeza.

–No me lo puedo creer.

–Lo sé –Olivia suspiró–. Mamá está que se sube por las paredes. Ya lo pasó bastante mal cuando estaba fuera.

–¿Lo has llamado?

–No contesta.

Jo miró la puerta.

–Te llamo ahora.

En el pasillo, tuvo que golpear varias veces la puerta con el puño antes de que bajaran la música y abrieran.

–Llama a tu madre –dijo ella. Le puso su móvil delante.

–¿Qué pasa?

Ella apretó la tecla de marcado rápido y se llevó el teléfono al oído.

–Eres un imbécil desconsiderado –murmuró.

En cuanto contestó la madre de él, Jo le pasó el teléfono.

–No, soy yo. Estoy bien. Ya te habrían llamado si no fuera así, eso lo sabes –él retrocedió un paso y le cerró la puerta en las narices a Jo.

De vuelta en su apartamento, ella lanzó un juramento. Él tenía su móvil y en él estaba toda su vida. Volvió a la cocina y marcó el número de la hermana de él en el teléfono fijo.

–Ahora está hablando con tu madre.

–¿Qué has hecho? –preguntó Olivia.

–Le he dicho lo que pensaba de él.

–¿En su cara?

Jo siguió con lo que hacía antes y encendió la cafetera.

–Nunca me ha costado mucho decirle lo que pienso en su cara. Ya lo sabes.

Llamaron a la puerta.

–Espera –cuando abrió la puerta y se encontró con los ojos azules de él, tomó su móvil y lo sustituyó por el teléfono que llevaba en la mano–. Tu hermana.

Él se llevó el auricular al oído y cruzó el umbral.

–Hola, hermana, ¿qué hay?

Jo parpadeó. ¿Cómo había terminado en su apartamento? Cerró la puerta y volvió a la cocina. Si él creía que aquello se iba a convertir en habitual, ya podía ir olvidándolo. Ella no deseaba pasar tiempo con él. Miró un instante la habitación, que parecía más pequeña con él allí, y frunció el ceño cuando él la miró por el rabillo del ojo.

La mirada de él recorrió su cuerpo y se detuvo en sus pies más tiempo del necesario. ¿Qué era aquello?

Jo resistió el impulso de bajar la vista para ver lo que llevaba. Su ropa no tenía nada de malo. En todo caso, tapaba más que la que llevaba la última vez que él la había visto. A ella le gustaba el modo en que los pantalones negros de cintura alta hacían que las piernas parecieran más largas, sobre todo si iban acompañados de unos zapatos morados de tacón alto. Con un metro setenta y cinco de estatura, no se podía decir que fuera baja, pero teniendo en cuenta el número de modelos que le sacaban la cabeza en sus horas de trabajo, agradecía todo lo que ofreciera la ilusión de que era más alta. Movió la cabeza. ¿Por qué le importaba lo que pensara él? Lo que sabía él de moda no llenaría ni un dedal. Y para muestra… los vaqueros que llevaba.

A juzgar por lo raídos que estaban en las rodillas y alrededor de los bolsillos de…

Jo apartó la vista con rapidez. Si él la pillaba mirándole el trasero, se reiría de ella.

Aquel hombre ya tenía un ego del tamaño de Texas.

–Es mi trabajo –dijo él con una nota de impaciencia en la voz, paseando por la estancia–. La cuerda no llegaba, no había tiempo… Sabía que había gente cuidando de mí. ¿Has terminado? Porque seguro que tu amiga tiene que hacer tres llamadas más.

Jo tomó su taza favorita y la dejó en la encimera. Esperaba que Olivia le echara una buena bronca. ¿Qué clase de idiota se quitaba el arnés de seguridad a esa altura? ¿No había oído hablar de la fuerza de la gravedad?

Apoyó la cadera en la encimera y se cruzó de brazos, observándolo caminar. Tenía la mandíbula tensa y su ancho pecho subía y bajaba debajo de una vieja camiseta de un equipo de béisbol. Parecía… ¿nervioso? No, esa no era la palabra correcta. Cansado, quizá, como si no hubiera dormido mucho últimamente. Aunque a ella eso no le importaba nada, pero como Olivia le había preguntado por el aspecto de él, sentía la necesidad de examinarlo más atentamente que de costumbre y después de haber empezado…

Vale, si le inyectaran suero de la verdad, seguramente admitiría que había razones comprensibles por las que las mujeres perdían los papeles cuando él les sonreía. Tenía unos ojos de un azul intenso, pelo rubio oscuro y un asomo de barba en la fuerte mandíbula. Si se añadía a eso un cuerpo alto y musculoso, probablemente no habría una sola chica soltera en Manhattan que no estuviera dispuesta a darle su teléfono.

Aunque ninguna de ellas había conseguido mantener su interés por mucho tiempo.

–Pues ya puedes dejarlo, estoy bien. ¿No tienes que planear tu boda? Dije que lo haría, ¿no? –él miró en dirección a Jo–. Te llamará ella ahora.

Antes de que colgara, Jo había cruzado el apartamento y sostenía la puerta abierta con una sonrisa. Pero en lugar de seguir la indirecta, la mano grande de él cerró la puerta y dejó la palma apoyada en la madera al lado de la cabeza de ella.

–Es obvio que tenemos que hablar –declaró.

Jo apretó los dientes. Perdía rápidamente la paciencia. Contemplaba la posibilidad de clavarle su tacón de aguja en una de las botas cuando él añadió:

–Puede que a otras personas no les importe que metas tu bonita nariz en sus asuntos, pero a mí sí.

–Prueba a contestar el teléfono y no tendré que hacerlo –ella enarcó las cejas–. ¿Tanto te cuesta entender que tu familia pueda pensar que tienes impulsos suicidas?

–No tengo impulsos suicidas.

–¿Y desatar tu arnés es el procedimiento estándar?

–Súbete a la silla.

Ella vaciló.

–¿Qué?

–Ya me has oído.

Jo no se movió y él le rodeó la muñeca con el pulgar y el índice. El golpe de calor que subió rápidamente por el brazo de ella le hizo bajar la barbilla mientras él tiraba de ella por la estancia. ¿Ahora la tocaba? Él no la tocaba nunca. Más bien ella había tenido la sensación de que hubiera una zona de cuarentena a su alrededor.

–¿Qué crees que estás haciendo? –preguntó.

–Montando una demostración.

Ella abrió mucho los ojos cuando él le soltó la muñeca, le puso las manos en la cintura y la subió a un sillón.

–Pero ¿qué haces? ¡No te subas a mis muebles!

Él separó los pies encima de los cojines del sofá y probó los muelles con un par de saltitos antes de decir:

–Salta.

–¿Qué?

–Salta.

Jo ya estaba harta. No tenía ni el más mínimo interés en jugar con él. ¿Acaso creía que tenía cinco años?

Pero cuando intentó bajarse del sillón, un brazo largo le rodeó la cintura y se vio lanzada por el aire. Cuando quiso darse cuenta, chocó contra una pared de calor y dio un respingo. Alzó la barbilla y lo miró a los ojos con las puntas de sus narices casi tocándose. ¿Qué demonios hacía?

–¿Ves? –musitó él–. Es cuestión de equilibrio.

De pronto, la mirada intensa de él observaba su rostro de un modo que sugería que no la había mirado nunca. Pero lo más desconcertante era la sensación… como si no hubiera ninguna parte en la que no se tocaran. La sensación de sus pechos aplastados contra el torso de él hacía que le resultara difícil respirar, pues ese contacto enviaba un ramalazo erótico a través de su abdomen. ¿Cómo podía sentirse atraída por él cuando le caía tan mal?