VIVIR Y OTRAS EXPERIENCIAS CERCANAS A LA MUERTE



V.1: Febrero, 2018


Título original: Life and Other Near-Death Experiences

© Camille Pagán, 2015

© de la traducción, Cristina Mora, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018

Todos los derechos reservados.


Esta edición se ha hecho posible gracias a un acuerdo con Amazon Publishing, www.apub.com, en colaboración con Sandra Bruna Agencia Literaria.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Cubierta inspirada en el diseño original de David Drummond

Corrección: Sandra Soriano y Saúl Chaza


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17333-09-6

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

VIVIR Y OTRAS

EXPERIENCIAS

CERCANAS

A LA MUERTE

Camille Pagán


Traducción de Cristina Mora para
Principal Chic

5

Sobre la autora

2


Camille Pagán es escritora, periodista y editora especializada en temas de salud. Su obra se ha publicado en docenas de revistas y páginas web, entre ellas Forbes, Glamour, Men’s Health, Parada, O: The Oprah Magazine, Real Simple, WebMD, Time y Women’s Health.

Se graduó en la Universidad de Michigan, donde estudió Inglés y Literatura Nativa Americana y colaboró como asistente en el Departamento de Cardiología del sistema de salud de la institución.

Cuando no está escribiendo, le gusta pasar tiempo con su familia y su mascota o viajar.

CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Epílogo


Nota de la autora

Agradecimientos

Sobre la autora

VIVIR Y OTRAS EXPERIENCIAS CERCANAS A LA MUERTE


La ignorancia es felicidad… hasta que pone tu mundo patas arriba


Libby siempre ha sido una mujer optimista.

Al menos, hasta el día en que recibe las dos peores noticias de su vida:

le diagnostican un cáncer muy raro y su marido confiesa que es gay.

Ante esa situación, Libby lo abandonará todo para irse al Caribe

en busca de una última oportunidad para vivir y amar.


Una aventura divertidísima y optimista que te enseñará a vivir la vida al máximo


«Una novela imprevisible y deliciosa hasta decir basta. Libby es una heroína a la que todas las mujeres adorarán.»

Bustle


«Este libro te hará reír, llorar sin parar y que quieras aprovechar todos los momentos que te brinda la vida.»

HelloGiggles


Para Laurel



Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrutes de la lectura.


Queremos invitarte a que te suscribas a la newsletter de Principal de los Libros. Recibirás información sobre ofertas, promociones exclusivas y serás el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tienes que clicar en este botón.

boton_newsletter


Gracias por comprar este ebook. Esperamos que hayas disfrutado de la lectura.


Queremos invitarte a que te suscribas a la newsletter de Principal de los Libros. Recibirás información sobre ofertas, promociones exclusivas y serás el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tienes que clicar en este botón.

boton_newsletter


Agradecimientos

Un millón de gracias a mi intrépida agente, Elisabeth Weed, por creer en mí y defender esta novela.

A Danielle Marshall y su equipo, gracias por vuestro entusiasmo y apoyo; trabajar con vosotros ha sido un soplo de aire fresco. Tiffany Yates Martin, esta historia te debe tanto. Gracias por tu sabia e ingeniosa orientación editorial.

Mi infinita gratitud a Shannon Callahan por leer varias primeras versiones de Vivir, y por animarme en cada paso del camino. Igualmente, Sara Reistad-Long, Pam Sullivan, Janette Sunadhar y Darci Swisher, vuestro apoyo lo significa todo para mí.

Gracias a las familias Lizarribar, Masini y Pagán por compartir Puerto Rico conmigo.

JP, Indira y Xavier Pagán, vosotros sois la razón por la que escribo.

Y a mi hermana Laurel Lambert: eres lo que más quiero, pero no te sientas mal, porque no habría podido escribir esta novela sin ti.

Capítulo uno

Se suponía que todo iba a ser muy Come, reza, muere, pero prometo que no os estropeo nada si os digo que no salió exactamente así. Como, por ejemplo, mi diagnóstico; ni siquiera el doctor Sanders era capaz de pronunciar la palabra.

—Me temo que es maligno —dijo, sentado frente a su mesa.

—¿Maligno? —pregunté, impasible.

Había sido un día muy largo y me había costado mucho convencer a mi jefa para que me dejara salir del trabajo un poco antes, a pesar de que la enfermera que me llamó dijo que era imprescindible que me dirigiera a la consulta del doctor Sanders cuanto antes.

—Canceroso —dijo. Tenía los labios tan finos que parecía que iban a desaparecer en cualquier momento.

—No me estará diciendo que tengo cáncer, ¿verdad? —pregunté, para darle la oportunidad de aclarar la situación. Seguramente no se refería a eso.

Al fin y al cabo, justo antes de sacarme un bulto del tamaño de una pelota de golf del estómago, me había dicho que estaba seguro de que se trataba de un tumor graso. La intervención solo había sido una precaución.

—Mmm, me temo que sí.

Miró con prudencia el papel que tenía entre las manos, como si su trabajo no consistiera en dar malas noticias.

—No lo entiendo —contesté.

—Elizabeth —dijo. Alargó la mano y me agarró la mía.

La retiré bruscamente. No me gusta que la gente invada mi espacio personal, por no mencionar que prácticamente me había insinuado con su lenguaje corporal que estaba en las últimas.

—Tienes un linfoma T subcutáneo similar a la paniculitis. Es un tipo de cáncer muy poco habitual, pero cuando aparece, a menudo lo hace en personas de entre treinta y cuarenta años, como tú. La verdad es que tiende a ser agresivo. Tendrás que…

Llegados a este punto, ya había dejado de escuchar y empezaba a experimentar una versión rápida del duelo según el modelo de Kübler-Ross. Negación: Nadie me llama Elizabeth; mi nombre es Libby. Seguro que el doctor Sanders se refiere a otra persona. Ira: ¡Dijo que el bulto no era nada! Voy a darle razones para que se alegre de estar dejándose una fortuna en el seguro de mala praxis. Negociación: Si corro un maratón para recaudar fondos para los huérfanos de cáncer, no solo sobreviviré, sino que además cosecharé tanto éxito que la mismísima Oprah promocionará mis memorias. Empezaré un movimiento, y organizaré carreras para financiar las investigaciones para la cura y repartiré pulseras de goma de color turquesa para hacer visible la causa, y se convertirá en el color nacional de… ¿cómo narices se llamaba mi cáncer? Depresión: no puedo participar en una carrera porque no corro. Ni siquiera hago ejercicio, y seguramente por eso tengo el cuerpo tan contaminado de esporas enfermas. Voy a palmarla antes de los cuarenta. Aceptación.

Desgraciadamente, la fase de aceptación era, esencialmente, idéntica a la de depresión.

Iba a morirme. Como mi madre.

El doctor Sanders seguía hablando sin darse cuenta de que no le prestaba atención.

—Así que, quimio. Me gustaría que…

—No —contesté.

—¿A qué te refieres? Elizabeth, tu mejor opción para sobrevivir es luchar contra esto lo más rápido y fuerte posible. Estoy seguro de que has visto los peores casos de la quimio, pero, hoy en día, y en especial para los linfomas, el tratamiento es tolerable. Y, si me lo permites, la dificultad del tratamiento es preferible a… bueno, a no recibirlo.

—No voy a hacerlo —dije—. No quiero quimio ni radiación, ni nada parecido. ¿Cuánto tiempo me queda?

—¿Cómo?

—Acaba de sentenciarme a muerte. ¿Cuánto me queda sin tratamiento?

Parecía perplejo.

—Me gustaría hacerte un tac cerebral para ver si el cáncer se ha extendido a otras zonas, pero dada la actividad celular del tumor… bueno, el pronóstico puede variar de seis meses a… Es difícil de decir. Aunque, desde luego, ha habido algunos casos de éxito…

—Pues vale —dije y agarré el bolso del respaldo de la silla—. Seguiremos en contacto.

—¡Elizabeth! Me gustaría que asistieras a terapia…

Me fui de allí antes de que acabara la frase. Tenía un sabor metálico en la boca, como si hubiera consentido la quimio y ya estuvieran inyectándome veneno líquido en las venas. Oncólogos, enfermeras, radiólogos, especialistas en curas paliativas: estaba muy familiarizada con la rutina del cáncer, y no me interesaba. Ni pizca.

Mi hermano gemelo, Paul, me dijo una vez que existe una negación saludable, y luego está el mundo de Libby. Su teoría es que, para seguir con sus rutinas, la mayoría de personas tienen que ignorar la realidad, o al menos una gran parte. De otro modo, las cosas horribles de la vida —esclavitud infantil, actos de guerra, pesticidas que invaden cada bocado de comida que nos llevamos a la boca, saber que cada día estás más cerca de la muerte cuando abres los ojos por la mañana— les resultarían tan insoportables que nadie saldría nunca de la cama.

«Pero para ti, Libby —dijo Paul—, el mundo entero está lleno de gatitos, arcoíris y finales felices. Es un concepto muy bonito y seguro que te ayuda a conciliar el sueño cada noche. Pero, simplemente, a veces me preocupas».

Me habría sentido insultada si no se tratara de Paul, que me conocía mejor que nadie. Más incluso que Tom, mi marido; y probablemente más que yo a mí misma. Y yo conocía a Paul mejor que nadie, incluido el hecho de que no le gustaba su propensión a la catástrofe, aunque eso lo convirtiera en un humano triple A altamente funcional con una inquietante habilidad para predecir las crisis económicas y otros desastres. Nos complementábamos muy bien.

Por eso iba a ser una lástima decirle que, mientras observaba cómo mis gatitos defecaban por todo el arcoíris, había tomado el desvío equivocado y me había quedado atrapada en una calle sin salida.


***


Salí prácticamente corriendo de la consulta del doctor Sanders y me dirigí hacia el ascensor. De repente, me sorprendí pensando en funerales, como hace una cuando se entera de que ya no le queda mucho tiempo en este mundo. Solo había ido a un funeral en toda mi vida y, cuando volví, juré que nunca iría a ninguno más.

Porque fue el funeral de mi madre.

A los diez años, Paul y yo éramos demasiado tímidos como para agarrarnos de la mano delante de los demás, así que nos acurrucamos juntos en un rincón del tanatorio. Él se agarraba a la parte de detrás de mi vestido, y yo me sujetaba al borde de su traje. Contemplábamos a mi padre saludar a una persona y luego ponerse a recordar con otra. De vez en cuando, alguien se acercaba a nosotros y nos daba un golpecito en la espalda en señal de pésame, y rápidamente seguía adelante, satisfecho de haber cumplido con su deber. El ambiente olía a productos químicos y era sofocante. Pasó una eternidad, y después otra. Por fin, alguien nos guio con suavidad hacia la parte delantera de la habitación donde descansaba el cuerpo de mi madre.

El tanatorio estaba decorado como si fuera una pequeña capilla. Nos habían dicho que nos sentáramos en el banco delantero, al lado de nuestro padre y demasiado cerca del ataúd para mi gusto. Recuerdo pensar que no sentía los pies; me hormigueaban las manos y la cara; y me ardían las orejas, porque era consciente de que todo el mundo que estaba sentado detrás de nosotros intentaba, sin éxito, no mirar los restos de nuestra familia.

Nuestro pastor ocupó su lugar habitual en el estrado, rezó y le pidió a Dios que diera la bienvenida a «la esposa de Philip, y madre de Paul y Elizabeth» en su casa celestial. Yo tenía una petición diferente para el cabeza de la Santísima Trinidad: recé para que el hormigueo fuera un signo de que estaba enferma de verdad y pudiera reunirme con mi madre dentro de poco. Rogué a Dios que me llevara con ella —la de antes del cáncer, la de la sonrisa libre de dolor, la que me tomaba de la mano— porque el único lugar donde quería estar desde ese día era donde fuera que ella estuviera.

Mi padre dijo unas palabras. Otras personas también hablaron; no recuerdo quiénes eran o qué dijeron. Después, la estancia quedó vacía. Paul me estiraba del vestido, ahora más fuerte, y me decía que era hora de irse.

El ataúd estaba parcialmente abierto, como si la mitad del cuerpo de mi madre, la que finalmente la había matado, no fuera apta para que la gente la viera. Me dije a mí misma que si no la miraba directamente, nada de esto sería real; que esta terrible experiencia estaba ocurriéndole a otra persona.

Pero tenía que mirarla, porque sería la última vez que vería su cara.

Tenía la piel cubierta de maquillaje y las mejillas demasiado coloreadas y hundidas, a pesar de que unos días antes, en el hospital, las tenía hinchadas y estiradas. Aunque ahora estaba muerta, seguía siendo la mujer que me había secado las lágrimas cuando había necesitado consuelo, que me había cortado los sándwiches en cuadrados pequeños como a mí me gustaba y que me había dicho que me amaría por los siglos de los siglos, e incluso más.

Era encantadora. Y supe, cuando la toqué suavemente una última vez, que cualquier cosa que pasara a partir de ese momento no podría ser tan insoportable como ese adiós.

Esperaba que mi padre me riñera por haberla tocado; pero, por primera vez aquel día, se había desmoronado y estaba de rodillas llorando, sin prestar atención a sus hijos.

Paul lloraba a mi lado. Me agarró de la mano y me la estrechó tan fuerte que me hizo daño. No le dije que me soltara. Empezábamos a darnos cuenta de que éramos niños huérfanos de madre, y que éramos lo único que quedaba de nuestra familia.

Para cuando mi padre, Paul y yo llegamos al coche y nos dirigimos hacia el lugar del entierro, había decidido que no quería volver a asistir a ningún otro funeral en mi vida. Fue un propósito que casi mantuve: cuando familiares lejanos, el progenitor de algún amigo o un colega fallecían, mandaba ramos enormes de flores y les daba excusas vagas para justificar mi ausencia.

Pero cuando las puertas del ascensor del despacho del doctor Sanders se abrieron y entré en la caja metálica que me llevaría al recibidor del hospital, asumí que no podría mantener la promesa que me había hecho a mí misma hacía veinticuatro años.

Tendría que asistir a un funeral más, después de todo. Y resulta que sería el mío.

Capítulo dos

Entonces, ocurrió esto:

—¿Tom? ¿Tom? 

Lloraba con tanta fuerza que se me habían saltado las lentillas y no conseguía distinguir si el bulto que flotaba por la cocina era mi marido.

El torrente de lágrimas empezó en cuanto abandoné la consulta del doctor Sanders. Fue un milagro que consiguiera salir de ese edificio, más parecido a una prisión que a un hospital, en Lake Shore Drive, llegara hasta Michigan Avenue y parara un taxi sin ser arrollada por un autobús. Eran alrededor de las cinco de la tarde de un lunes y tardamos casi media hora en llegar hasta nuestro piso en Bucktown. Me iba inquietando más con cada kilómetro que recorríamos. Cuando pensaba en mi vida —como si fuera una película— la historia no acababa así. Todavía tenía que aprender español, dejar mi trabajo e ir a ver mundo y, a lo mejor, adoptar un niño o dos (no conseguía quedarme embarazada, por razones que mi ginecólogo aún no había identificado). Se suponía que las partículas de cenizas que descansarían en una urna sobre nuestra chimenea, que pronto se convertiría en la chimenea de Tom, deberían ser cenizas de setenta años, no treinta y cuatro. 

—¿Problemas matrimoniales? —me preguntó el taxista, y me ofreció un pañuelo. 

La pregunta me hizo llorar aún más, porque pronto le tendría que decir a mi querido Tom que estaba a punto de convertirse en viudo. ¡Tom! Tan adorable, tan valiente. No me dejaría que lo viera llorar, pero imaginaba que me despertaría en mitad de la noche y me lo encontraría llorando silenciosamente frente a su ordenador (padecía insomnio y a menudo se quedaba despierto hasta las dos o las tres de la madrugada). Me sentí peor por él más que por nadie más, excepto por mi padre y Paul, porque ellos ya habían pasado por la muerte de mi madre. Incluso a día de hoy, su ausencia era tan palpable como si hubiésemos perdido a mi madre recientemente. Aunque hubieran pasado tantos años, ninguno de los tres había aprendido a sobrellevar o a ignorar el fantasma del dolor. 

—¿Libby? ¿Estás bien? —Tom corrió hacia mí y me agarró por los hombros. 

Gracias a Dios que estaba en casa. Tom trabajaba en un pequeño despacho de arquitectura y planificación urbanística que no seguía un horario estricto de oficina, así que a menudo salía a pasear a las tres o a las cuatro de la tarde y el trabajo que tenía pendiente lo acababa en casa por la noche.

—¡Tom! —gemí—. ¿Cómo ha podido ocurrir esto?

—Libby… —dijo cautelosamente, y me soltó. 

Eso me sorprendió. ¿No se suponía que debería acariciarme el pelo y consolarme?

—¿Lo sabes, no?

—¡Claro que lo sé! —La cabeza me daba vueltas. 

Yo lo sabía, pero ¿cómo iba a saberlo Tom? ¿No existían leyes que especificaban que no se podía compartir el historial médico de una persona sin su consentimiento? Aunque, de hecho, tuve que dejar sus datos de contacto en la hoja de confidencialidad que rellené antes de la intervención. Quizá el doctor Sanders, preocupado por el estado en el que había salido de su consulta, había llamado a Tom para ponerlo al corriente.

—Oh, vaya —dijo—. No quería que te enteraras de esta forma. ¿O’Reilly ha descubierto el pastel? —preguntó. Se refería a su mejor amigo, al que siempre llamaba por su apellido.

¿Cómo podía saber O’Reilly que me estaba muriendo de cáncer? Eso era muy confuso. Me sequé los ojos con la manga de la chaqueta y luego busqué a tientas en el cajón que hay debajo de la isla de la cocina, donde guardaba un par de gafas de repuesto. Después de pincharme con unas tijeras, localicé las gafas y me las puse. Le faltaba una de las patillas, con lo que me quedaban un poco torcidas, y la graduación ya no era exactamente la actual, pero eran lo suficientemente efectivas para ver la expresión ligeramente horrorizada de la cara de Tom. El corazón me dio una vuelco: quizá Tom no era tan valiente como había imaginado. 

«Sé fuerte, Libby —me dije a mí misma—. Tom te necesita».

—Es que he estado acudiendo a un nuevo terapeuta… —dijo.

¿En serio? Bueno. No pensaba que Tom fuera el tipo de hombre que visitara al psiquiatra, pero al menos eso le ayudaría a gestionar mi muerte.

—Libby, ¿me has oído? —preguntó, y me miró fijamente a los ojos.

Parpadeé. 

—¿Qué? No. ¿Qué has dicho?

—Creo que puede que sea… gay.

Sentí una especie de mareo y me golpeé la columna el borde frío del mármol de la encimera. 

—Madre mía —dije, y extendí el brazo para agarrarme a Tom.

—Libby —dijo y tiró de mí para acercarme a él—, lo siento muchísimo. ¿Estás bien?

—Estoy… estoy bien —respondí, porque siempre decía lo mismo cuando alguien me hacía esa pregunta. 

Tom me miró. Tenía los ojos húmedos, llenos de lágrimas. 

—Gracias —dijo con voz trémula—. Gracias por decir eso. Lo sabías desde hace tiempo, ¿verdad? En el fondo, al menos.

Hasta ese momento, todo lo que Tom me había dicho había sido como si me hubieran dado una somanta de palos que mi cuerpo no había asimilado. Pero, de repente, todo cobró sentido. ¿Se había vuelto rematadamente loco? Yo sabía que el calentamiento global estaba matando a los osos polares, que la población china había pasado de los mil millones hacía unos cuantos años, que rythms es la palabra más larga en inglés sin una vocal. Pero no sabía que mi amor de juventud, el hombre al que había amado durante casi veinte años (¡veinte años!), se sentía atraído sexualmente por los hombres. 

—No, no, no —dije y bajé la cabeza de tal modo que parecía que me había desaparecido el cuello, un fenómeno del que era consciente porque mi jefa, Jackie, siempre me lo recordaba después de hacerme alguna de sus peticiones excesivas: «Libby, compra una manta de alpaca de color crema con puntos marrones en tu inexistente hora de la comida, y, por favor, deja de hacer esa cosa con el cuello, que pareces una tortuga, ¿vale?».

—No digo que esto suponga el fin de nuestro matrimonio —dijo Tom, y me abrazó fuerte—. Te quiero mucho, ya lo sabes. Es solo que… bueno, estoy intentando descubrir quién soy. Es una lucha interna que he estado librando durante años, y estoy… ¿Libby? Libby, ¿qué haces?

No sabía cómo responder a esa pregunta. Me había alejado de él y había empezado a rebuscar en otro cajón, donde guardábamos la cubertería de plata, que relucía tanto como el día en que la recibimos como regalo de bodas, hacía ocho años. Agarré un tenedor y lo sostuve ante mis ojos para admirarlo. Brilló bajo la luz de la lámpara del comedor —perdón, de la escultura de luz— que le había costado una fortuna a Tom, a pesar de que aún estábamos pagando el préstamo que pedimos para su posgrado.

—Es solo que… —dije, y luego le clavé el tenedor en la mano que tenía apoyada en el mármol de la isla. 

—¡Ay! ¿Por qué has hecho eso? —gritó. El tenedor se había caído al suelo, así que no podía habérselo clavado tanto, pero Tom daba saltitos y sacudía el brazo arriba y abajo como si se hubiera quemado o, bueno, como si le hubieran apuñalado—. Me sincero contigo, ¿y tú me trinchas como si fuera un trozo de carne? ¿Qué te pasa, Libby?

—¿Que qué me pasa? —Lo miré fijamente con los ojos tan abiertos que parecía que se me iban a salir de las órbitas. Me sentí un poquito salvaje—. ¿Que qué me pasa?

Lo que me pasaba empezaba a convertirse en una lista muy larga, formada en un periodo de tiempo muy corto. En ocasiones anteriores, mis problemas eran tener un pelo rizado indomable, un trasero demasiado grande como para que me entraran unos pantalones estrechos y saber que, aunque era muy buena en mi trabajo, no disfrutaba de él desde que Bush hijo fue presidente. Ahora estaba muriéndome de cáncer y quería matar a mi marido, que, aparentemente, se sentía atraído por un tipo de composición cromosómica claramente distinta a la mía.

—Siempre haces lo mismo —le dije.

Seguía sujetándose la mano. Retrocedió un paso. 

—¿A qué te refieres?

Sentí que la locura se apoderaba de mí otra vez.

—¡Eclipsarme!

Era consciente de que, justo ahora, el hecho de que me quitara protagonismo no era exactamente el gran dilema, pero no podía evitarlo. Era como si el espíritu de Jackie, la jefa de los estridentes arrebatos, me hubiera poseído.

—¡Siempre, Tom! —chillé mientras él me miraba con horror—. ¡Siempre!

En el instituto, Tom recibió unas críticas fantásticas por su conmovedora interpretación de Curly, en Oklahoma! A mí, en cambio, me relegaron a suplente de Laurey, un papel que nunca llegué a interpretar mientras observaba a Tom desde los coros. Su traje a medida para nuestra boda era mucho más bonito que el mío, y todo el mundo habló de eso durante la ceremonia. Si alguien podía robarme el protagonismo del diagnóstico de mi cáncer, ese era Tom.

Lo sé, lo sé. ¿Musicales? ¿Trajes de diseño? Libby, ¿estás segura de que no sabías que quizá tu marido no era tan hetero como creías? Paul salió del armario en cuanto emergió del saco amniótico. Lo sabía porque me lo habían contado otros hombres gays. O, al menos, creía que lo sabía.

—Voy a morir —dije—. Voy. A. Morir. 

—Libby, por favor, no seas dramática —replicó él—. Entiendo que estés molesta. Yo también lo estoy. Pero no podemos avanzar si me gritas. 

—Tom —insistí, y eché un vistazo a los cuchillos recién afilados que colgaban de la tira magnética, justo encima del fregadero—, no te lo tomes mal, pero creo que sería mejor que te marcharas antes de que haga algo de lo que podamos arrepentirnos. 

Retrocedió. 

—Libby, ¿es que no tienes compasión? ¿Sabes lo difícil que ha sido? Llevo meses esforzándome para decírtelo.

Qué bonito. Mientras mi tumor crecía, de guisante a aceituna y luego a lima, debajo de mi piel, no muy lejos de la zona donde el bebé que deseaba debería haber completado las mismas fases de crecimiento, Tom había estado perfeccionando su breve presentación de proyecto titulado: Voy a acabar con nuestro matrimonio.

—Tom, Tom, Tom —repetí, y pasé el dedo por la parte de arriba de la hilera de cuchillos, que estaba polvorienta; ya la limpiaría después—. Hace unos tres minutos que has perdido tu derecho a pedir compasión. Ahora, vete de casa antes de que te apuñale de nuevo.

Capítulo tres

¿Habría tocado fondo si todo el lío con Tom no hubiera sucedido así? Es difícil de saber. Tom habría salido del armario en algún momento, aunque sospecho que, si hubiera tenido la oportunidad de darle mis «muy malas noticias» antes de que él me hubiera contado las suyas, seguramente se habría guardado el secreto hasta que yo hubiese muerto. Podía imaginármelo diciéndole a la gente: «Quería tanto a mi mujer que, después de su tan inoportuna muerte, ya no he vuelto a sentir lo mismo por ninguna otra. Así que ahora salgo con hombres». 

Pero, como el destino es caprichoso, Tom no pudo esperar a abrir su caja de los truenos y las noticias que salieron disparadas fueron tan horribles que apenas podía respirar, y menos aún contarle lo de la granada que tenía en el intestino. 

No sabría decir exactamente qué pasó después de que Tom se marchara, aunque recuerdo que me tumbé en el suelo, delante de la puerta del apartamento, con la mejilla apoyada contra la fría madera. Deseaba desaparecer, quizá de forma permanente. La confesión de Tom me había sacudido como una explosión sónica: 

¿Mi marido es gay?

«Estoy intentando descubrir quién soy».

Aunque, por lo que parece, le gustan los hombres, me quiere tanto que no importa… ¿no? 

«No digo que esto suponga el fin de nuestro matrimonio».

Quizá puedo hacer como que no le he oído.

«Hace tiempo que lo sabías, ¿verdad?».

A lo mejor podemos olvidar que todo esto ha ocurrido y seguir como si nada, al menos hasta que me muera.

«¿Qué te pasa, Libby?».

En cualquier caso, yo era lo bastante irracional como para decidir no llamar a Paul, y me dije que, probablemente, iba de camino al Yale Club o al Barney Greengrass o quién sabe dónde para beber y cenar con algún inversor del fondo de cobertura que gestionaba. (Además, me gustaba jugar a ese jueguecito que consistía en esperar a que él recibiera las señales de angustia que le mandaba por telepatía de gemelos, aunque siempre me hubiera mostrado escéptica ante la posibilidad de su existencia.) Cuando por fin conseguí levantarme del suelo, localicé los somníferos de Tom en el botiquín. Tomé uno, y después otro y, excepto por algunos sollozos y el consumo frenético de un paquete entero de galletas de chocolate, no sé muy bien lo que pasó después. 

La mañana siguiente desperté en una piscina de babas. Mi móvil, que tardé en localizar, porque se había quedado enterrado bajo los cojines del sofá, sonó de un modo estridente.

—Buenos días, Paul —murmuré. 

Fuera todavía estaba oscuro. Paul era uno de esos tipos psicóticos que no necesita más de seis horas de sueño y que, desde que había descubierto que el médico podía recetarle anfetaminas, dormía unas cuatro o cinco horas.

—¿Qué pasa? —preguntó como si hubiera sido yo quien le había llamado. (Quizá sí que existía el fenómeno de clarividencia entre gemelos, pero no pensaba admitirlo en voz alta.)

Consideré preguntarle si quería oír lo malo o lo muy malo, pero aunque todavía me duraba el efecto de los somníferos, se me ocurrió que no podía contarle lo del cáncer, todavía no. Oía de fondo a sus hijos gemelos, Toby y Max, jugando, y Paul, a su manera, sonaba bastante alegre. Que un tumor fatal iba a reducir nuestro núcleo familiar a solo dos personas… Bueno, era una noticia que debía darse en persona.

—Tom es gay —dije.

Paul silbó. 

—¡Charlie, despierta! —le dijo a su pareja, que no era una persona muy madrugadora y que seguramente estaba dormitando cerca—. ¡No te lo vas a creer!

—¿Esa es tu primera reacción? —pregunté. Estaba a punto de romper a llorar.

—Libs, perdona, no pretendía que sonara así. Estoy… bueno, estoy atónito. ¿Cómo ha podido hacerte esto? ¿Estás bien?

—No —admití—. No estoy en un buen lugar ahora mismo.

—Oh, Libs —contestó—, yo también odio Chicago. ¿Te mudarás a la Costa Este, preferiblemente a la República Unida de Manhattan? Aquí serías mucho más feliz.

—Paul.

—¿Brooklyn?

—Paul.

—Lo siento, Libs. Bromeo porque estoy preocupado. Ya sabes cómo me pongo. ¿De verdad te ha dicho eso? ¿Cuáles fueron sus palabras exactas? ¿Y tú que le dijiste?

—Sí, me lo ha dicho —respondí miserablemente—. Casi lo apuñalo con un tenedor.

—Libs la Loca, ¡me encanta! Aunque…

—Aunque, ¿qué? —pregunté bruscamente.

Paul dudó. 

—¿Tom está bien? Deber de ser algo horrible para él.

—¿Tom? —pregunté—. ¡Jolines! ¿Me preguntas si Tom está bien? —Una de las cosas que recuerdo de mi madre es que odiaba decir palabrotas, así que creo que lo menos que puedo hacer en honor a su memoria es hacerle una limpieza a mi vocabulario.

—Libs, ya sabes a qué me refiero.

—No me llames Libs. —Me sorbí la nariz y pensé en cómo Tom había soltado la noticia porque pensó que yo ya lo sabía—. Y sí, está bien.

—Lo siento —repitió Paul y, por el modo en que lo dijo, sabía que pronto volveríamos a hablar del tema—. ¿Qué vas a hacer ahora?

Buena pregunta. Me coloqué bien las gafas sobre la nariz y miré el reloj. Dentro de aproximadamente una hora tenía que estar en la oficina. Siempre podía llamar y excusarme, lo que significaría que me pasaría el día llorando en la casa que compartía con el hombre que me había arrancado el corazón del pecho. Ya era lo bastante malo haberme enterado de que mi cuerpo estaba contaminado de pies a cabeza; como para que el hecho de que mi marido hubiera salido del armario fuese lo que me hiciese perder la partida. 

—Me voy a la ducha. Después me vestiré. Y luego iré a trabajar.

—¡Ni de coña! Dile a Jackie que espabile. Que tu marido te haya confesado que es gay requiere como mínimo de una semana libre; si me apuras, un mes.

Hice un repaso mental de mi jornada, lo que en realidad significaba supervisar la jornada de mi jefa. Jackie, que era la directora del departamento de publicidad de un gran grupo de comunicación con intereses en la industria de la radio, televisión y publicaciones por encargo por todos los Estados Unidos, tenía una reunión de trabajo con uno de los editores de la compañía a las nueve menos cuarto; llamadas por conferencia, que yo le facilitaba, con varios jefes de ventas a las diez, a las diez y media y a las once; después, había quedado para almorzar con el director en el Ritz, lo que me proporcionaría una hora libre, aunque tendría que ir a recogerle un vestido para el evento de Joffrey de esta noche o, al menos, encontrar un mensajero lo bastante competente como para que el vestido no se enganchara en la bicicleta mientras jugaba a los coches de choque en LaSalle. 

«Tengo cáncer», me di cuenta de nuevo, como si fuera la primera vez. Me toqué el estómago y esbocé una mueca de dolor cuando palpé la herida que aún tenía vendada a la izquierda de mi ombligo. Si me habían extirpado el tumor, pero seguía teniendo cáncer, ¿significaba eso que había células malignas que aún permanecían en aquella zona? ¿O ya se me habían esparcido por todo el cuerpo, como microscópicos aparejadores en busca de un sitio para construir su siguiente sucursal?

No importaba dónde estaba el cáncer. Lo único importante era que me estaba muriendo. Si se lo contaba a Paul, diría que todos morimos cada día que seguimos vivos. Pero como ya he mencionado, no estaba preparada para soltarle semejante bomba aún; por razones no solo vinculadas a su bienestar, sino también al mío. Necesitaba unos días para evaluar el desierto desolado en el que se había convertido mi mente antes de empezar a contárselo a la gente.

«Si al menos pudiera decírselo a Tom», pensé mientras las lágrimas me resbalaban por las mejillas. A diferencia de Paul, él no se pondría a pensar en un plan de acción ni me ofrecería consejos que no quería escuchar. Me abrazaría hasta que hubiera dejado de llorar y, después, me preguntaría qué quería hacer ahora; una pregunta que, solo cuando él la hacía, siempre me ayudaba a encontrar la dirección correcta. Pero, a todos los efectos, Tom ya no estaba.

Aun así, Paul tenía razón: debería tomarme algún tiempo libre. Pero lo haría a mi manera.

Sin ser consciente de que gran parte de mi angustia se debía a algo peor que mi desbaratado matrimonio, Paul seguía pensando en Tom: 

—Si te sirve de algo, siempre tuve mis dudas.

—¿Sospechabas que era gay? —espeté—. ¿Por qué no me lo habías dicho?

—Libby, querida, si lo hubiera sospechado, habrías sido la primera en saberlo. Créeme, esto me sorprende tanto como a ti. En aquel entonces solo pensaba que podías encontrar algo mejor.

Eso, al menos, no era nuevo. Una semana antes de mi boda, Paul me rogó que la cancelara. 

«Eres tan joven, Libby. Sal con otros chicos, descubre si realmente quieres conformarte con Tom».

«No me estoy conformando —le dije—. He tenido diez años para pensármelo, Paul, y sé que un amor como este solo llega una vez en la vida». 

—Libby, eso es como decir que Long John Silver prepara el mejor pescado del mundo cuando nunca has probado la langosta de Maine.

—La langosta es un crustáceo y tú estás celoso —le dije; aunque los dos sabíamos que el último comentario no era, ni por asomo, cierto. La noche antes de la ceremonia Paul me preguntó de nuevo si estaba segura de verdad y se quedó a mi lado como si hubiera sido mi dama de honor.

Entonces, estaba segura. Ahora, no tanto. Siempre me había sentido muy orgullosa de que Tom no se le fueran los ojos detrás de cualquier mujer despampanante con mallas que pasara por su lado; pero está claro me había fijado en las señales equivocadas. ¿Qué más había pasado por alto mientras me felicitaba por haber encontrado a un marido perfecto?

—Bueno, pues yo no quería algo mejor —sollocé—. Y pensé que era buena en la cama.

—Aunque vomitaré un poco al admitir esto, estoy seguro de que eres buena en la cama, Libs. Ya sabes que esto no tiene nada que ver contigo, ¿verdad? Dime que lo sabes.

Yo había sacado el tema, sí, pero aún no estaba preparada para hablar de ello. 

—Lo sé, te llamo luego, ¿vale? 

—Te quiero. 

—Yo te quiero más.

—No, yo te quiero más —dijo, y colgó antes de que yo pudiera añadir nada.


***


¡Liiiibbbyyy!

Jackie tenía esa peculiar manera de cantar mi nombre a la tirolesa, que, a pesar de que ya llevaba siete años trabajando para ella, seguía poniéndome los pelos de punta. Siguió hablando, aunque todavía no había entrado en su despacho.

—¿Sabías que estoy aquí desde la seis y media? Te esperaba pronto para que compensaras tu desaparición de ayer por la tarde, por no mencionar el día libre de la semana pasada. La ciudad está llena de médicos que trabajan por la noche y los fines de semana, ¿sabes? ¿Verdad que no ves que yo me tome tiempo libre para mis asuntos personales en el transcurso del día? 

De hecho, dos días antes se había ido a las cuatro para hacerse una manicura, y estoy bastante convencida de que su reunión de ayer al mediodía era en realidad un polvo con su juguete argentino; pero ahora no iba a mencionar ninguno de los dos casos.

En su lugar, abrí la puerta y dije:

—¡Buenos días, Jackie! 

Sí, era un poco raro ser amable y estar ligeramente animada ante ese huracán de ser humano, pero después de enfrentarme a tanta convulsión en tan poco tiempo, era fácil, e incluso reconfortante, volver a mi papel de pelota bien pagada. 

Bueno, Libby, se preguntarán algunos, ¿por qué querrías trabajar de asistente de alguien tan horrible? ¿No te tienes un poco de respeto? Lo tengo, pero como alguien que ha visto a su padre quedarse casi en la bancarrota como resultado de las facturas médicas de su madre muerta, también siento respeto por el todopoderoso dólar. Bajo el cuidadoso tutelaje de Paul, había dejado este puesto de trabajo en cuatro ocasiones; y, todas ellas, recursos humanos me había recompensado con más dinero y un título más imaginativo. Y todo porque a Jackie, por muy miserable que fuera, se le daba muy bien atraer a los patrocinadores. Pero se le daba tan mal mantener al equipo necesario para cumplir los contratos con esos patrocinadores, que a la compañía le salía más a cuenta pagar a su ayudante (cuyo currículum, para que conste, dice «Vicepresidenta de gestión de medios») unos buenos 120 000 dólares al año. Jackie actuaba como si mi compensación fuera su regalo personal: «Sabes que es un salario de hombre, ¿no? Te estoy abriendo puertas», decía con su voz de fumadora, poco antes de lanzar su móvil contra la pared, no muy lejos de mi cabeza. Luego yo me pasaría la tarde sustituyendo el teléfono por otro nuevo y reprogramando todos sus datos. A menudo me recordaba a mí misma que trabajar para Jackie era un mal necesario, parecido a una colonoscopia o a un cacheo amigable en el control de seguridad del aeropuerto. 

—¿Sabes que podría contratar a un asistente en Pakistán por ocho dólares la hora? —dijo Jackie mientras leía el periódico.

—Pero ¿te traería esto? —pregunté, y le mostré la magdalena vegana que sujetaba en la mano. 

Seguía operativa gracias al piloto automático, así que me había parado en una tienda, como siempre, para comprarle a Jackie lo habitual y para mí un gran bollo escarchado de canela. Había oído que el azúcar alimenta el cáncer, pero ya era demasiado tarde como para preocuparse. 

—Mmm —respondió Jackie. Dejó el periódico y extendió el brazo hacia la magdalena; aunque ya hubiera desayunado, sentía debilidad por las cosas gratis y los carbohidratos. Se llevó migajas de cartón a la boca mientras dictaba la lista de tareas del día, a la que había que sumar las obligaciones ya adjudicadas: llamar a fulanito, encargar flores para su madre, mandar unos contratos a tal compañía, etc. 

—Jackie —la interrumpí en algún momento—. ¿Podrías darme un minuto para anotar lo último que me has dicho? 

No estaba concentrada, me sentía un poco mareada y era difícil seguirle el ritmo.

—No —espetó. Me ignoró y continuó recitando sus peticiones, hasta que tuve un bloc de notas lleno de tareas que un asistente digital tardaría un mes en completar. 

Cuando hubo acabado, me devolvió el envoltorio de la magdalena lleno de migas para que lo tirara, como buena subordinada que soy, aunque tenía una papelera debajo de su mesa. Entrecerré los ojos y lo miré unos instantes. Suspiré, le arranqué el envoltorio de los dedos, y me dirigí a la papelera que tenía cerca de mi cubículo. Cuando volví, me posé en el borde de la silla transparente de plexiglás que había delante de su mesa.