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NARRATIVA

SERGIO GALINDO

EL BORDO

Prólogo: Víctor Hugo Vázquez Rentería

FICCIÓN

Prólogo

Postales para un tráiler

De estirpe romántica y telúrica, El bordo de Sergio Galindo nos enfrenta a personajes que –dominados por el rencor y la memoria, disminuidos por sus miedos, sostenidos por la esperanza– en ocasiones son incapaces de distinguir la felicidad asequible, cotidiana, y se entregan desbocados a la persecución siempre incesante, a veces fallida, de eso otro –inasible, inexpresable– que les dé paz y contento.

*

1. Gabriel, erguido, con las manos en la cintura contempló: la cochina corrió al extremo más distante y empezó a emitir gruñidos amenazadores. Cristóbal tomó los dos cadáveres. En el otro extremo, bajo un pequeño techo de lámina de asbesto, los hermanos de los muertos –indiferentes al crimen y al peligro– dormían.

La acción ocurre en un chiquero, en el rancho de los Coviella, en Las Vigas, Veracruz. Lo que inicialmente puede ser visto como parte de la vida en dicho entorno ofrece también la posibilidad de tender un puente con una de las situaciones que se vive. Doña Joaquina Coviella viuda de Larragoitia, tía de Gabriel y de su hermano Hugo, ejerce de autoridad suprema merced al poder que le confiere su condición de dueña de las propiedades así como de administradora del patrimonio de la familia.

Doña Joaquina no mata a sus sobrinos, no en sentido estricto. “Hay tantas y tan complicadas y sutiles maneras de matar”, dirá en algún momento Lorenza. Pero sí gobierna con rigor y encono, poniendo diques a alegrías y anhelos, incapaz de brindar afecto. “No he sido mansa, no he sido bondadosa”, declara Joaquina, pues lo identifica con la debilidad.

Además de la analogía con el mito de Cronos, la escena del animal que ha dado muerte a dos de sus crías devorándolas parcialmente –tremendismo atenuado por la naturalidad con que se narra– puede funcionar como presagio, sumándose a los varios que aparecen en distintos momentos y de diversas maneras en el libro, sin que necesariamente todos se cumplan, si bien cada uno alerta al lector.

Como sucede en este otro caso

2. Volvió a cerrar los ojos y volvió a abrirlos. Súbitamente se puso helada.

Mira lo que hay allí.

Su corazón empezó a brincar con un ritmo especial que parecía decirle algo.

Hugo buscó. No veía nada. La habitación estaba en penumbra. Prendió rápidamente la luz de arriba y corrió hacia su buró buscando.

¿Qué?

La pistola. Allí.

Sí, déjala. ¡No la toques! ¿Quién la puso allí?

Es la mía. Cada uno tiene una en su cuarto. Vivimos en el campo…

La conclusión de la velada familiar –atemperada la tensión habitual por el sabor dulce, amaderado del cognac– lleva a Hugo y Esther a su recámara. La atmósfera idílica que se vivía en la sala se repite en la habitación de los jóvenes recién casados.

La magia desaparece ante la alarma de Esther. Y ésta a su vez es soslayada por su marido. Momento de logrados contrapuntos que cierra con la explicación breve, apenas necesaria, acerca del sentido del arma.

De este modo, el dictum chejoviano que reza: no se debe introducir un rifle cargado en un escenario si no se tiene intención de usarlo dispara –a partir de entonces– no la pistola, sí la anécdota, tensándola.

3. Casi todo el año la niebla cubre el pueblo de Las Vigas –una niebla húmeda y espesa que elimina la distancia del cielo y lo hace descender hasta tocar el escaso empedrado de las calles. Los alrededores –el bosque y los huertos– están habitualmente sumidos en densas tinieblas. Hay ocasiones, aun en primavera, en que el pueblo parece haber desaparecido, totalmente oculto a la vista de los automovilistas que viajan por la carretera de Jalapa a Perote.

Por imperio de la tradición literaria, pero también de la geografía, el paisaje, sus condiciones, se imponen, se (des)velan.

Así, de la bondad inherente que Emerson y Thoreau le atribuyeron, pasando por la sensualidad con la cual Whitman la cantó y celebró, hasta llegar a la crueldad desafiante que le confiere Melville, la naturaleza –en la ficción– mantiene vigentes sus dominios.

Y El bordo es de ésos.

No es el de Galindo un telurismo monolítico, aunque sí determinante –como en Doña Bárbara, La vorágine o Don Segundo Sombra–; presenta matices en su manifestación y sus consecuencias: del embozo (Casi todo el año la niebla cubre el pueblo) a la intensificación (sumidos en densas tinieblas) y de ésta a una forma del exterminio (el pueblo parece haber desaparecido). “Afuera está muy opaco, muy oscuro, parece que el mundo entero hubiera dejado de existir”, señala en algún momento doña Teresa.

4. Se puso a tocar a Debussy con una serenidad diametralmente opuesta a lo que sentía en ese instante. Entre nota y nota se escuchó un disparo.

La convivencia genera desgaste.

Las constantes desavenencias entre Joaquina y Hugo permean la vida de la familia. El autoritarismo de la tía y la rebeldía del sobrino libran cotidianamente un enfrentamiento que deja al resto de los parientes a merced del fuego cruzado, inhabilitados para poder siquiera comer en calma o degustar en la sobremesa un jerez, mientras se escucha el Claro de luna.

Sobresaltos, enojo, angustia serán las reacciones que provoque la egoísta confrontación. Y al parecer no habrá cura para tan persistente mal, si bien la templanza o la resignación procurarán el alivio.

Lo cierto es que cada nueva inquietud es el grano de arena que puede colmar el reloj.

5. En el barco Luis se dedicó a darle lecciones: cómo sentarse, qué comer, en qué forma vestir. Aprendió a tratar a la gente y a no decir ninguna palabra en bable. Pasaron seis meses en Nueva York y cuando llegó a México hablaba más correctamente que su hermano Eusebio. Hasta tenía ya porte de gran dama, pensó sonriente con el recuerdo en los ojos (súbitamente vivos) de las ropas que le había comprado su esposo en Nueva York.

Se desprenden del viaje, así como de la transformación que ocurre durante éste, dos de las preocupaciones esenciales en la novela: la importancia de la holgura económica y la distinción.

Asuntos que permiten atisbar los abrevaderos que sugiere El Bordo, alguna parábola bíblica, el melodrama decimonónico, pasando por la novela de caballería o el teatro isabelino.

Universalidad, le llaman algunos.

Vertida ésta, en la novela de Galindo, en una construcción que acude a los hallazgos que disociaron, recombinando, tiempos, anécdotas, espacios, a fin de dar cuenta de la simultaneidad de eventos, del flujo y la hondura del pensamiento, de sus más caros intereses.

Uno de los cuales –junto con la honra, Dios y el poder político– constituye un asunto de axial importancia, pues determina el rumbo de las familias en las estructuras sociales de los géneros referidos: el poderío económico.

Esa condición donde el fasto, la abundancia y los privilegios son las fehacientes pruebas del bienestar imperante que, a su vez, otorga lustre a causa del natural encumbramiento:

Los Landero, hija mía, ¿qué te cuento? Eran algo muy especial, no hay a la fecha familias así –y la tía Amelia encendía un cigarro para continuar la apología–. Sencillamente como nadie. Ricos, inmensamente ricos. Mi abuela –tu bisabuela– un día se pasó de copas y se puso a arrojar monedas de oro por la ventana de la sala. Dicen que fue un espectáculo… Era preciosa, encantadora.

En tanto que la pobreza material repercutirá honda, negativamente, condenando en ocasiones al hambre; a veces, al mezquino trato de los pudientes y –en el más amargo de los casos– al rencor o la infelicidad:

—No –dijo Lorenza con un largo suspiro–. No salí a ningún viaje. Mamá no tuvo dinero para comprarme el vestido y yo no podía confesarlo. Me inventé un paseo.

Y después de la confesión, como si ella hubiera hecho renacer a esa niña de doce años, soltó a llorar en los brazos de su marido.

—No, hijita, no llores…

—Ocho días me estuve encerrada en la casa con mamá, llora y llora.

—Mi muñeca… Ya… No… No.

No por contarla la mentira ha dejado de serlo, pensó ella. Ya no era tan desgraciada, tan hiriente, pero permanecía en su memoria como un hecho irrefutable. Como un estigma. Su triste condición de pobre de abolengo.

6. De cimas y precipicios. Pronto, cuando leo por primera vez la novela El bordo de Sergio Galindo, ésta me recuerda a Cumbres borrascosas de Emily Brontë.

Inicialmente, la asociación la provoca el paisaje. Frío, agreste, vasto.

Prima, entre verdes oscuros de tan intensos, la opaca hermandad del cielo plomizo con el blanco desvaído de la niebla que página a página encubre pinos, casas, parajes. Viene entonces la tormenta de nieve en la cual el señor Lockwood, inquilino del señor Heathcliff, se pierde en su segunda visita a Cumbres borrascosas, esto apenas al inicio de la única novela de la autora inglesa.

Poco después, al familiarizarme con Joaquina, Hugo, Lorenza –sus afanes– se afianza el parentesco: la reciedumbre de la primera, su odio manifiesto al pasado –la esencia de éste y quienes lo habitan, sobre todo un padre alcohólico y tiránico–; el halo fatalista que rodea al segundo, su vehemente necesidad de afecto; la obsesión de la última, nostálgica del esplendor que vivieron los abuelos.

La asociación trae también el momento en que Everardo, personaje de El hombre de los hongos –novela corta de Galindo–, lleva a casa a Gaspar, quien ni siquiera por obra de la fantasía con que se refiere su supuesto origen y consiguiente hallazgo, puede ocultar su bastardía. Escena que recuerda la llegada a casa, en la novela de Brontë, del señor Earnshaw, proveniente de Liverpool, trayendo consigo a un niño moreno que dice haber encontrado perdido en las calles.

El tren de imágenes permite acudir nuevamente a la tozudez del gitano, su orfandad, la condición estoica con que asume las calamidades a fin de procurar su venganza, una que no conoce dimensión, ejecutada con la rabia de un poderoso dios pagano; las veleidades de Catherine –primero Earnshaw, luego Linton–, materialista y sentimental, inconstancia que allana el sendero donde se trenzan infortunio, degradación y estima.

Hay, además, un sentimiento y un evento que no sólo emparentan sino que además confrontan sustancialmente las novelas de Brontë y Galindo: el afecto y el matrimonio. En Cumbres borrascosas la relación entre Cathy y Heathcliff se inscribe en las filas del tortuoso amor pasión, uno constante, más allá de la muerte. Acá, los matrimonios obedecen a la conmiseración o al provecho económico de alguna de las partes. En tanto, en El bordo éstos –aun si fueron breves o, inicialmente, por intereses ajenos al cariño– conocen, en algún momento, la correspondencia y el contentamiento, si bien la plenitud elude a la mayoría de las parejas.

Más adelante, los conflictos –extremos, definitorios– evidencian que la similitud entre una y otra novelas estriba en la esencia de la condición humana.

7. …durante años –en ese mismo sofá– él (Gabriel) había esperado el regreso de su hermano hasta que se levantaba a buscarlo, casi siempre con la convicción, en los últimos momentos, de que esta vez sí le había sucedido algo… Y siempre las esperas creaban esa atmósfera de descontento y tirantez que los iba dominando hasta empezar a discutir entre ellos mismos. De golpe se convertía la espera en la oportunidad de insultarse y recriminarse.

A diferencia del arcángel del cual toma su nombre, el hermano mayor de los Coviella no hace anunciación alguna.

La espera. La teme.

Hereda, eso sí, la condición de protector de niños, al procurar desde temprana edad el bienestar de Hugo quien, más que sustituirle en la tarea de entregar el fatídico mensaje, encarna la inminencia de lo funesto, pues a causa de sus arrebatos la familia vive en el desasosiego permanente.

Sin embargo, cual hijo pródigo, Hugo al regresar es “aceptado sin reproches, casi mudamente”, aunque Gabriel admite que sólo aplaza “aquella tremenda escena final anunciada con platillos de ira y odio…”, estableciendo una analogía entre lo que podría ocurrir a ese mundo íntimo y lo que las Sagradas Escrituras le auguran a la humanidad.

8. Joaquina observaba cada mañana esa lluvia menuda tan lenta en su caer que parecía detenerse en el aire. Recordaba los inviernos en las montañas de Asturias; un paseo a Villaverde a casa de un pariente; recordaba el interminable y alegre ascenso por la montaña mientras la nieve caía, lenta, muy lenta, como esta lluvia de invierno que año tras año los obligaba a encerrarse. Pasaban casi todo el tiempo en la sala, saltando a cada rato sobre los imaginarios trenes de leños con que jugaba Eusebio.

Un presente de cosas sencillas, gratas, sin prisas. De promesas y hallazgos.

Como la historia que inician Hugo y Esther a la llegada de la joven a Las Vigas; una donde privan la mesura y el afecto. Una historia inacabable y cierta que finca en el anhelo de tener descendencia la consolidación de la familia.

Un tiempo cuyo ritmo calmo se vuelve añoranza, pues la emoción del momento pronto encuentra cobijo en la memoria.

Esa patria que a Lorenza el imaginario de Los Landero ha obligado a adoptar como propia relatándole una lejana épica familiar de parientes protagonistas de la Historia del país, aristocráticos y ricos; Arcadia que la joven considera podrá revivir si recupera la vieja, enorme y costosa casona donde éstos vivieron.

Y ese recuerdo vivo, fluye imperceptible, vuelto nuevamente presente, contaminándolo, contaminándose.

9. Había en el ambiente, en su quietud, algo capaz de borrar los odios, las limitaciones, las miserias. Confusamente ella sintió allí que algo primordialmente y como salvación, ofrecía la posibilidad y aceptación del misterio religioso. Se sintió capaz de creer de nuevo en todo lo que por rehuir o negar había olvidado.

El peso de la geografía, su influencia –enseña la literatura– también sublima.

Ya si se trata de una joven introvertida, Esther, que viene del despojo y el ostracismo a que la condenaron un padrastro mezquino, ambicioso, y una madre cómplice; ya si se trata de una joven orgullosa, Lorenza, que padece la aniquilación del abolengo a causa de la pobreza y de su condición de mujer, “A ti te pusieron Lorenza en recuerdo de tu tía. Y si te soy franca a ninguno de nosotros nos pareció que fueras mujer, tus padres y yo deseamos que fueras varón. Otro Landero, alguien que pudiera recuperar algún día lo perdido”.

A una le servirá para darse a una posibilidad de la dicha, creer, por fin, en ella, “La niebla, esa caricia de niebla que es tibia a quien la quiere, vino hacia ella en mil besos de Hugo. No deseaba dejar de vivir allí: era su hogar. El buscado imaginado sueño de tener un día un hogar en alguna parte”; a otra, para esconderse, aliviar el orgullo herido, alimentar la idea de grandeza, desplegar la estrategia para recuperarla.

El paisaje conforta: “Era una tarde de agosto, el viento perfumado de manzanas impregnaba la atmósfera de algo dulce y limpio, una luz dorada anegaba los pastos, el paisaje era de una sencillez incontaminable”; trae consigo la epifanía: “Vivir era –a ratos– una revelación infinita de plenitud, capaz de borrar por momentos la pequeñez de las continuas e innumerables preocupaciones y disgustos”, revelando su riqueza, “lo amorfo, lo no comprendido, lo vago, lo divino, lo bello.”

10. Pero desde la primera noche que pasamos entre estas paredes jamás he sentido miedo; y decían que aquí había fantasmas y que habían matado a no sé cuántos.

—Desgraciadamente los fantasmas son privilegio de Europa –dijo Lorenza–, a mí me gustaría ver alguno, una vez… Tal vez en mi casa –se detuvo, enrojeció y sus ojos encontraron los de Joaquina–. En fin, me gusta creer en esas cosas.

—¡Qué gustos, hija! A mí no me hables de fantasmas… Es el demonio, la maldad…

Un monstruoso paisaje sin límites: la oscuridad amuralla la casa, el relámpago ilumina el jardín, el continuo aullar de un viento helado, tulipanes danzando como fantasmas en un rito de bienvenida a la noche.

Pródiga en manifestaciones del gótico –romanticismo oscuro, lo llamaron en el xix– que suele propiciar el paisaje, la novela de Galindo se muestra también generosa al contribuir a dicho ambiente con el flujo de las atormentadas conciencias de una familia proclive a la angustia.

Si bien las primeras enmarcan, son las cajas de resonancia de las segundas, tornando pesadilla el sueño, realidad el delirio, locura la ausencia; es la condición humana –impelida ya por un disgusto, el alcohol o la memoria– la que subvierte el entorno.

Y aunque lo preternatural, inicialmente, convide al terror, pronto encontramos cierta simpatía por los muertos: recordarlos, hablarles, invocarlos.

Cierta mórbida resignación de Teresa y Lorenza al admitir que al caer la noche se cree en fantasmas, que la constante mención a sus nombres los hará aparecer.

Cierta involuntaria ironía: doña Teresa con su atuendo oscuro, rezando sigilosa, deambula espectral por la casa, semejante a un cadáver enlutado.

*

La palabra escrita sólo arde al ser leída. Si el escritor convoca el fuego, Sergio Galindo, con El bordo, ha oficiado ya. Toca a los lectores cumplir su parte: hacerlo arder.

Víctor Hugo Vásquez Rentería

El Bordo

Para Ángela

1

–Sí, un día espléndido –dijo Lorenza y le compuso a su suegra el prendedor de perlas cultivadas que se había puesto casi al borde del cuello de su vestido de lana negra. El adorno era algo que no entraba en las costumbres de doña Teresa desde hacía siete años. Lorenza prosiguió–: Me alegro por ella; yo tuve una impresión triste el primer día, no se veía a un metro de distancia por la neblina.

—Así fue también cuando me trajo mi marido –estiró el cuello y se observó en el espejo.

—¿Lindo?

—No, con neblina. Mucha neblina –respondió doña Teresa.

Lorenza examinó la sala. Todo estaba limpio y en orden. Cuando ellas callaban había una inmovilidad tan grande en la enorme estancia que parecían dejar de existir. Lorenza descubrió que era el reloj; se había detenido a las ocho de la noche anterior, poco antes que ella y su marido fueran a dormir. Miró su reloj pulsera y dio cuerda al otro. El tic–tac se inició con pereza, contra su deseo, hasta adquirir su ritmo acostumbrado y reintegrar a la vida todo lo que había allí dentro.

—Menos mal que tú y yo estábamos acostumbradas a la niebla –dijo doña Teresa aludiendo al hecho de que las dos habían nacido en Jalapa. Se alisó las canas. Continuó–: Pero esa pobre chica está acostumbrada al sol, al calor… Qué bonitas flores. ¿Dónde las compraste?

—En el pueblo. Uno de los hombres fue por ellas.

—La iglesia estaba llena de alcatraces hoy… Pedí mucho por ellos, porque Dios los traiga con bien y los haga felices. He prometido hacer otra vez los “primeros viernes”.

—No hubiera usted prometido nada. Luego se descompone el tiempo y no puede ir.

—Iré, hija, iré.

Una vez más Lorenza se asomó a la ventana a observar el camino que iba al pueblo. Era extraño verlo así de luminoso porque durante casi todo el año la niebla cubre el pueblo de Las Vigas –una niebla húmeda y espesa que elimina la distancia del cielo y lo hace descender hasta tocar el escaso empedrado de las calles. Los alrededores –el bosque y los huertos– están habitualmente sumidos en densas tinieblas. Hay ocasiones, aun en primavera, en que el pueblo parece haber desaparecido, totalmente oculto a la vista de los automovilistas que viajan por la carretera de Jalapa a Perote. Eran raros los días luminosos en que se podía apreciar el aspecto de la villa enclavada en la montaña, y el cerco de cerros poblados de pinos.

Un abrir y cerrar de puertas quitó a Lorenza de su punto de observación.

—¿Y Gabriel? –preguntó Joaquina.

—Se está bañando −dijo Lorenza−. Estuvo en los chiqueros, dos cochinas parieron anoche, hay quince cochinitos más.

—Quince críos –repitió Joaquina haciendo rápidamente cálculos–, no está mal. Dile que los hombres no han llevado el alimento a los corrales. Que los riña, para holgazanes basta con nosotras.

Salió aprisa con rumbo a los chiqueros sin importarle su nuevo vestido de seda negra. Lorenza percibió un olor: era raro, Joaquina se había puesto perfume. Miró a su suegra, que se había sentado con las manos cruzadas. No había nada que hacer, sólo esperar, y se sentó a su lado.

—A la salida le conté al padre que Hugo regresaba hoy. ¡Le dio tanto gusto! Mañana que vaya a misa lo invitaré a comer el próximo domingo –dijo doña Teresa a su nuera.

Lorenza pensó en su hijo: ¿Dónde estará?… Lo había visto ir con una de las criadas. No tenía por qué preocuparse, era un chico dócil y tranquilo. Tenía prohibido ir al arroyo y obedecía; muchas veces había observado desde la ventana de su recámara cómo dudaba en bajar los escalones y correr a la orilla del agua, pero generalmente, al llegar al segundo escalón, regresaba, la buscaba y le pedía que lo llevara. Entonces ella aceptaba complacida y hacían juntos una larga caminata a lo largo del riachuelo, luego −jugando a escalar montañas− trepaba con él a unas piedras y ascendían a la colina por el lado más difícil. Iban al establo y a los chiqueros y descendían por el lado opuesto para salir al frente de la casa. Allí, en vez de entrar corrían a la puerta trasera para hacer primero una exploración en los gallineros. Cuando terminaban el paseo estaban helados y felices. El final era siempre frente a la chimenea, que Gabriel corría a encenderles. Ahora otra mujer iba a entrar en ese círculo familiar en que ya todo parecía exacto y completo.

Gabriel, limpio, sólido, enorme, entró en la sala.

—¿No han llegado?

—No. Dame un cigarro.

—La misa de hoy fue muy solemne. Expusieron al Santísimo.

Un sol indeciso iluminó la llegada de la nueva señora Coviella al pueblo. Hugo disminuyó la velocidad para que el automóvil no golpeara al entrar a la desviación, y Esther tuvo la primera imagen del lugar: a su derecha subían los cerros cubiertos de pasto tierno; hacia la izquierda −en forma súbita y próxima– terminaba la tierra: nacía la niebla.

—Allá donde ves la neblina es El Bordo.

Enfrente el caserío, las torres de dos iglesias, y para llegar dos hileras de casas abrían la brecha. La carretera estaba bordeada de manzanos, cargados de pequeños frutos verdes, y de pinos brillantes. Hugo volvió a acelerar bruscamente y Esther lo observó con inquietud. Ahora, en esos últimos momentos que faltaban para estar en el hogar de los Coviella, hubiera querido detener la marcha del auto. Sentía nacer dentro de ella una zozobra, casi un miedo. Entraron al pueblo. Todas las casas tenían portales en las fachadas. Portales viejos, polvorientos que en lejana época habían sido blancos, pero que a pesar de su desaseo resultaban gratos y cobijadores; había unos cuantos hombres en ellos, parados a las entradas de las tiendas de semillas y abarrotes.

—Ésa es la escuela… Ésa es la panadería… El doctor vive en la próxima esquina, a la vuelta, en la segunda casa… Ésa es la cárcel, y allí al lado el mercado.

No había tiempo para ver dónde quedaba cada cosa y Esther se concretó a asentir mudamente. Llegaron al centro. Vio la iglesia, también blanca, también polvorienta y desaseada, con un pequeño jardín al frente por el que avanzaba un grupo de mujeres enlutadas que dejaron de hablar y caminar para observarlos. Hugo saludó y pronunció cinco o seis nombres que ella no escuchó. En la esquina de la iglesia dieron vuelta, a un costado del parque donde varios campesinos charlaban; más que verlos, Esther conservó el recuerdo de un conjunto de sarapes grises y sombreros. Pensó en el parque de Cuernavaca, en su gran diferencia con este otro. Allá crecían enormes laureles de la India a cuya sombra se protegían del calor los turistas y los nativos. En este parque no había más que un débil ciprés y varios rosales, y los nativos (aquí no había turistas) tendrían que huir de él para protegerse del frío. “¿Llegaré a querer esto?” −se preguntó. Había vivido en México los seis primeros años de su vida, y en Cuernavaca los veinte siguientes, pero no sentía cariño por ninguno de los dos sitios.

—Aquí derecho llegamos al cementerio –explicó Hugo.

—Ahora tú eres el guía –dijo ella pretendiendo, sin conseguirlo, sentir nuevamente la alegría que los había acompañado durante el viaje de bodas–, pero creo que no me interesa…

Unos segundos más y el viaje habría terminado para siempre. ¿Quedaría el recuerdo de esas horas demasiado breves, plenas de dicha y descubrimientos… contactos… sonrisas… pensar lo mismo al mismo tiempo y poder reír de las mismas cosas? ¿O desaparecería como desaparece el hormigueo de la piel una vez acostumbrada a las caricias? Más que temer por el rompimiento de su unión temía el convivir con otras personas, el tener que compartir y dividirse, luchar. “Si pudiera haber una tregua”, se dijo; pero las treguas sólo existen en las batallas verdaderas –en la vida diaria no resultan más que breves subterfugios, negaciones. No puede haber tregua. No hay batalla. Sólo el deseo, el deseo de unirse ciegamente a él.

Doblaron hacia la izquierda y avanzaron lentamente sobre una calle sin empedrado donde las casas eran humildes y alegres; en las cercas de alambre que daban al frente una enredadera −en tonos del rosa al rojo− aligeraba de esquina a esquina la miseria de las viviendas. Pasaron después un cruce en el que se unían cinco calzadas −allí los establecimientos eran cantinas− y luego siguieron más de un kilómetro por un camino solitario. Cuando ella iba a preguntar si tardarían mucho en llegar, apareció, protegida por una cerca de pinos, la propiedad de los Coviella.

—Ésa es −dijo Hugo.

Por encima de los pinos Esther vio el humo de una chimenea sobre un cielo ligeramente azul.

—Es la chimenea de la cocina…

El frente de la casa era de un solo piso, pero ya su marido le había explicado que un desnivel del terreno hacía el interior de dos. La fachada estaba cubierta por una madreselva sin flores, casi seca, cuyas ramas se entretejían caprichosamente. Sólo permanecían libres los huecos de cuatro ventanas y la puerta. Los techos descendían en diagonal, cubiertos por tejas verdes de humedad. Arriba había un pequeño mirador.

Al acercarse, los perros empezaron a ladrar.

—¿Cuántos perros tienen?

—Cuatro, si no han parido las perras últimamente.

Le gustaba aquello: el momento, la casa, los pinos, los ladridos. Siempre había soñado con un hogar así, y ser bienvenida por los perros que desde muy lejos reconocen a sus amos. Sintió que a partir de ese instante había terminado con su madre, con el hotel, con el alemán Meyer.

Antes de que Hugo estacionara el automóvil la familia salió a recibirlos. Esther correspondió a la sonrisa general. De las cuatro personas conocía a dos: su suegra y la tía Joaquina. Ellas habían ido a “pedirla” y habían regresado un mes después a la boda. Ambas con largos vestidos de brocado negro y cubiertas con enormes mantillas sevillanas que habían resultado inadecuadas para el insoportable calor que se sentía ese día en Cuernavaca. Su suegra, que tenía el color de la cera, parecía un cirio deshaciéndose. Su fragilidad resultaba más notoria al lado de Joaquina que era alta y fuerte. Las dos habían pasado ya de los cincuenta años, pero Joaquina lucía joven y había sido más bella que su cuñada; conservaba aún la lozanía y el sonrosado color de sus mejillas era casi el mismo que treinta años atrás, recién llegada al país, de una aldea de Asturias. Durante la boda la tía la había mirado fijamente, como si hubiera pretendido descubrir lo que Esther era, sabía, pensaba… Ese día, después de la ceremonia religiosa, se acercó a darle un abrazo y sin que nadie lo advirtiera le entregó un billete de mil pesos. “Por si Hugo se queda sin dinero −le dijo−. Es tuyo.” Esther quedó tan sorprendida que no supo decir que no. Y Joaquina tenía razón, los últimos gastos del viaje se pagaron con aquellos mil pesos que fueron recibidos por Hugo con una gran carcajada.

—A estos dos no los conoces –dijo Hugo y señaló a su hermano y cuñada−. Es Gabriel… Es Lorenza.

Abrazó a todos y saludó con una inclinación de cabeza a las criadas y a unos campesinos que también habían acudido a conocerla. Los perros la olfatearon unos segundos y luego se dedicaron a dar vueltas alrededor de Hugo –cuatro hermosos dálmatas, alegres, bruscos–. Doña Teresa ordenó a un campesino que los encerrara.

—¿No son bravos?

—Sólo en la noche –dijo Joaquina.

—Entra –dijeron al mismo tiempo su suegra y Lorenza.

En la sala, sobre una mesa de caoba tallada, había coñac, jerez y un plato con aceitunas negras. A través de los vidrios de la ventana vio a Hugo hablar con los campesinos. Eran cuatro, macizos, oscuros, y miraban a su marido con afecto. Hugo, al hablarle de ellos, siempre decía: Los hombres. Le tiró el sombrero a uno de ellos y entró a la casa corriendo. Se detuvo en la puerta de la sala.

—¿Y Eusebio?

—Aquí…

Esther vio al dueño de la voz: un niño con el mismo pelo castaño de los Coviella, pero con rasgos muy distintos. Enormes ojos en una carita triste y emotiva. “¡Qué lindo!”, pensó.

—Ven, saluda a tu tía Esther.

—No −respondió el chico y echó a correr perseguido por su tío.

Esther contempló a su concuña.

—Su hijo, tu hijo, es muy bonito.

—Gracias −respondió Lorenza, satisfecha.