9786077605836.jpg

ARENA EN TUS PIES

JAVIER SUNDERLAND GUERRERO

Agradecimientos

Agradezco al dueño de los dones y de las palabras por haberme provisto de los necesarios para lograr este libro. A Connie, a mis hijos, a mis padres y a mi familia extendida, por su amor y paciencia. Al dulce matriarcado tumultuoso impuesto por mis amigas escritoras del Taller Monte Tauro: Adriana Abdó, Ana Díaz, Beatriz Rivas, Bertha Balestra, Erma Cárdenas, Rebeca Orozco, Sandra Frid y María Teresa Gerard. A José Manuel Guillemot, Paola Martín Moreno, May Samra, Susana Castro, Maries Ayala y Martha Guerrero, por sus ideas luminosas. A los doctores Virginia Hewitt y Barry

Cook, curadores del Museo Británico, por sus aportaciones numismáticas. A Arnulfo Inesa Ortega de la Hemeroteca Nacional.

Agradezco asimismo a la Universidad Veracruzana, en particular a su rector, Raúl Arias Lovillo, y a su Director General Edi­torial, Agustín del Moral. A los organizadores de la Feria In­ter­­nacional del Libro Universitario 2009 y del Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo. A los distinguidos miembros del jurado, Fabienne Bradu, Ignacio Padilla y Federico Patán, quienes encontraron algún mérito en mi escritura.

Javier Sunderland

Prefacio

Húmeda, la suave arena besa mis pies con veneración. Una mar apacible hace el amor a la playa adormecida, aún envuelta en bruma, desierta, salvo por una concha solitaria. Me acerco y trato en vano de sostenerla en la palma de la mano: pesa lo indecible. De la espiral ascendente del caracol emergen peldaños y cada escalón es un precioso relicario de madreperla y a veces de mármol. Sigo subiendo entre la nube de incienso que se confunde con la niebla y el infinito polvo de Carrara que, al descender como un rocío, se acumula en la marina, donde los obispos hacen sus abluciones. Sigilosos, sacan de sus delicados cofres un rapé blanco como el alabastro, que aspiran lentamente, juegan malabares con sus cabezas, y de aquellos extraen también huesos pequeños, entre los que reconozco sin sombra de duda el escafoides de Santa Úrsula y la rótula de Santa Rita quien, desde luego, se irrita de que le desarmen el calcio, por cierto, lo único que le resta, además de una osteoporosis galopante; pero mira tú, el colmo de una reliquia es sufrir en adición reumas, y que la catafixien como si fuese estampita. Algunos prelados se desvelan, convencidos de que al reunir las doscientas seis piezas de la sagrada osamenta llegará a Papa: regirá los ombligos y los destinos de toda la cristiandad. A mí no me dejan regir ni jugar: no tengo huesitos que intercambiar y los propios no les interesan en absoluto, sólo porque según ellos no obran milagros, por más que les grito que sí. Oigo sus carcajadas metálicas y pesadas, definitivas como sentencias inapelables, y les pregunto si falta mucho. Nomás acabe la Santa Misa, me contestan. Cómo que ni pasos dejo ni pasos doy, menuda paradoja, pues se ha de estar bien quietecito, me decía yo, mientras me formo para comulgar, de nuevo con apenas siete inviernos, y me pregunto si Cristo no estará demasiado incómodo acurrucado en esa minúscula luna llena que es la Hostia; si vale la pena el esfuerzo. Hombre de poca fe, pienso, claro que cabe, lo que ignoro entonces es cuánto Le dolerá la Espalda, azotada hasta la náusea y lacerada por la cruz y por mi culpa, doblada bajo el peso de pecados que aún no he cometido, pero que fatalmente llegarán y lo único que puedo hacer para aliviarla es pasarme rápido ese astro ácimo de pan delgadito y crujiente, que de todas formas no ha de crujir puesto que no se mastica, nomás se engulle pero sin hacer muecas, eso sí, lo bueno es que ahora disfruta de algo de espacio, mas vuelvo a preguntarme una vez que ya no tiene remedio: cómo va a hacer Dios para desentumirse si yo soy sólo un niño con un corazón que no puede ofrecer tanto espacio y pues total no lo hace, aunque bien podría porque Él todo lo puede, pero en vez de ello, dentro de mi cabeza hace retumbar Su voz y me ordena como un trueno ¡Escribe! Por supuesto me rebelo y pienso: quién soy yo para escribir, que escriban las vacas sagradas, que a mi nadie me ha de leer, y Él revira implacable –tan transparente 
y legible me encuentra, que hasta mi propia mente puede ojear–, y me contesta una obviedad, primero, que las vacas no saben escribir y segundo ya no me acuerdo, pero Su voz omnisonora e imperativa se reitera ya no sólo dentro de mí, gratuito recipiente de su transustanciación, sino me desborda para impregnar todo lo creado y yo –pobre mortal– quien por si fuera poco ahora siento el acecho de tus ojos lectores subir por mi espalda, obedezco febril al punto de llagarme los dedos y luego, cuando la tinta no me es suficiente, incluso con mis lágrimas y sangre escribo; alcanzo la redención al cumplir Su mandato y sólo así me satisface mi caligrafía y su contenido. Esta sí es letra de mi sangre: lo escrito y yo somos uno.

I

Un tenaz golpeteo en la ventana acabó con mis cavilaciones. Aparté mi atención de los papeles acumulados sobre el escritorio: actas, contratos y prospectos que parecían reproducirse obscenamente por las noches. Tac… tac… tac… Afuera, sentado en un ínfimo trozo de tabla, y confiando su precaria existencia a la pericia y a dos mecates de los que pendía, un joven de overol azul indefinido, ostentando el inadmisible logo de “Vitrokling”, hacía malabares para aplicar jabón, tallar y retirar a un tiempo el polvo adherido a los cristales, que ya reflejaban la fatigada luz del sol poniente. Tac. Fascinaba su precisa coreografía pendular a setenta y cinco metros de altura. Como en otras ocasiones, me sentí identificado con el desamparo ontológico que sugería la imagen del muchacho de las escalofriantes piruetas, pero por motivos completamente diversos. Creo que todos nos hemos preguntado cuánta penuria tiene que padecer alguien para soportar un trabajo como ese, pero hasta que no se vive en carne propia la experiencia de ser torero o limpiavidrios o forense o prostituta o casabolsero, no se tiene clara esa respuesta. A quien lo ha probado y, a pesar de todos los pesares, decide permanecer, nadie viene a reprocharle luego lo que en el fondo siempre se sospecha: que en mayor o menor medida tiene cierto gustito adquirido. Eres lo que eres porque te place. Además alguien tiene que hacer el trabajo sucio, ¿no?; por ello esas profesiones tienden a ser vistas con recelo por las buenas conciencias, esas que juran por la memoria de su madre que jamás se atreverían a hacer algo así, sin olvidar, claro está, que la vida da vueltas y en una de esas acabas, con todo y tu inmaculada conciencia, ejerciendo alguno –o varios– de esos quehaceres, por la borda abolengo y apellidos. La ventana, de tan sólo media pulgada de espesor, me imponía compartir con él la misma ilusoria sensación de seguridad que podía proporcionar el improvisado andamio en que se encontraban mi trabajo y mi vida. Preferí dejar de mirar a ese desconocido –que pese a ser otro, al fin era yo mismo–, como si por ello una maldición que evitaba constatar hiciera que se precipitara al vacío, o peor aún, le hiciera intercambiar conmigo la aérea y confortable libertad de su columpio por la depredatoria hostilidad de mi mullido feudo de doce metros cuadrados. Vine a caer en cuenta de que esa temeridad cotidiana, aderezada con un toque de locura o de osadía, era nuestra verdadera coincidencia; y que así, de puntitas, la misma adicción a la adrenalina y al cambio, que él debiese sufrir, se había colado como el frío artificialmente controlado de mi oficina, impregnaba muros y papeles y se apoltronaba con descaro sobre la negra piel de mi silla; las cajas de Losec y de Espavén eran un adorno más al lado de la computadora, y prácticamente un símbolo de status. Esa fijación no me permitía ya percatarme de todos los espectros que había sembrado a lo largo de mi carrera; entes que parecían desdibujarse de las paredes como siluetas de humo tras un ataque nuclear y cuya presencia prefería ignorar, tal como el nuevo cadáver de celular esparcido por el piso de mi oficina –rest in pieces, pensé resignado– todavía caliente por la fallida negociación que había acelerado su tránsito. Ese imperativo categórico me había empujado a vivir un involuntario y eterno presente, como si fuese posible tener en mis manos el control remoto para cambiar con rapidez compulsiva los canales de mi existencia. El pasado empezó a dejar de tener importancia y el futuro se transmutó en un juego de posibilidades cada vez menos vinculadas al ahora. No tardé en caer en cuenta de los adversos efectos que ello provocaba en mi salud y al final reconocí que esa rutina no era la más sana y, tras años de posponerlo, le solicité una cita a Gabriel Martell, amigo y médico de cabecera, poco requerido en lo uno y menos aún en lo otro.

II

Un muro de brisa salada en la espesura de la niebla, formado por una llovizna casi horizontal, me hizo presentir que algo se acercaba, terrible y sigiloso como el aleteo de un dragón. De inmediato, con el inconfundible estrépito de la quilla de roble al deshacerse en pedazos tras la embestida de otro navío, fui arrojado ­violentamente por la cubierta. Escucho el eco distante de los gemidos de mis compañeros que cayeron al mar, ahogándose ante el cantar de los hierros y el creciente griterío de quienes nos abordaban. Repuesto apenas de la sorpresa, y aún aturdido, vi acercarse a un descomunal pelirrojo, a quien una cicatriz le surcaba la mejilla derecha, sonriéndome como si se alegrara de verme. Sin embargo, no cabía confusión pues su diestra blandía un hacha que hacía girar en curiosas evoluciones, en tanto bramaba frases incoherentes, pero sin duda espantosas. El pagano arremetió convencido de su propia inmortalidad, pese a no portar armadura alguna, cual si la piel –y el amargo olor– de verraco que lo cubría, bastara para desviar las saetas de nuestros arqueros. Mi reacción fue tan poco elegante como afortunada: dando traspiés desenvainé, al tiempo que mi adversario soltaba un golpe formidable, esquivándole apenas. Al desembarazar éste su filo herrumbroso y volver a levantarlo, ya le había ensartado como un rayo un palmo de mi hoja en su costado. Entonces ratifiqué, por desgracia, que jamás esos afanes concluyen tan fácil: en su caída, aullando, el nórdico me sujetó ferozmente por el manto, de manera que su peso y la creciente escora del barco me arrastraban con él, sin remedio, al mar enfurecido. Le escuché jurar en su lengua de ladridos que se llevaría mi pellejo al Walhalla por trofeo.

Tampoco él consideró mis motivos, ni mi determinación, adquirida de las olas al romper en los blancos acantilados durante las noches de tormenta. Tantas batallas superadas con la fuerza de mi brazo o por gracia del Todopoderoso, ahora carecían de sentido. Sólo importaba este encuentro definitivo con los demonios que invocaba mi enemigo. Desesperado, me revolví en golpes y mordidas sin mayor resultado que la sorna de su risa, semejante al mugido de un uro a la distancia. Sólo logré zafarme de su abrazo al hundir hasta la empuñadura mi daga en la órbita de su ojo izquierdo.

Justo antes de que las heladas agujas del Mar del Norte traspasaran mi piel, me prometí regresar. Abrazado a uno de los largos remos que flotaban a la deriva, recordé de pronto la moneda que guardaba en la bota: lo único que sobró de mis ahorros, después de cubrir con ellos su rescate, en lugar de liquidar de una vez la interminable deuda que mi padre me heredó. Casi sin pensar, hacía tan sólo un par de días había dado cuanto tenía por redimir esos ojos inevitables y a la mujer que los portaba, sin ser incluso un hombre libre... y ni siquiera la conocía. Bastó verla en el mercado para desear su compañía hasta la vejez. Ahora, seguramente, no tendría esa oportunidad, máxime si le permitía al pánico asfixiarme, al hielo apoderarse de mi sangre. Como un ancla, el peso de mi cota de malla me conducía hacia las gélidas veredas que dejan las ballenas.

A lo lejos, entre la bruma, alcancé a divisar la costa y las acogedoras luces de la abadía de Monkswearmouth. Sólo me quedaba la sensación de esa pequeña pieza de bronce en la bota, para aferrarme con ella a la existencia, reaccionar cual si se clavase en mi carne al rojo vivo y obligarme a respirar, aunque ahora cada bocanada ardiera lo indecible; para emerger con mis miembros ateridos y así, contra toda posibilidad, de la mano de Dios, encontrar el camino de regreso.

Pensé en sus ojos.

III

Manejaba mi auto como de costumbre, a una velocidad mayor a la promedio y una prudencia inferior a la que mi madre preferiría. Me pasaba, como sucede a cierta edad, que el primer auto que uno adquiere sin ayuda refleja tanto lo que se es como lo que se aspira a ser, y éste indicaba más sobriedad que juventud o poder. En cambio, los CDs que en él escuchaba iban desde Palestrina a Haggard, pasando por Miguel Bosé: reflejos auditivos esquizoides que, a decir de mis amigos, en mi persona eran totalmente explicables; de un modo extraño no sólo se po­dían amalgamar sin discordancias, sino que en conjunto resumían las abstractas posibilidades de mi propia psique, nunca satisfecha y abierta siempre a nuevas búsquedas.

En el semáforo, a un par de calles de mi trabajo, la jovencita que religiosamente vende el Reforma me prodigó, como cada mañana, sin la menor provocación, comprase o no, una de sus enormes sonrisas, plagadas de inocencia y dientes chuequísimos. Bendije la eterna sonrisa y a su sincera portadora, a quien íntimamente considero mi Sensei. No tenía idea de cuál sería su secreto, pero para predicarlo sólo le bastaba estar ahí, muy por encima del cliché de lágrimas destiladas en las películas de Ismael Rodríguez, de fusionar los irreconciliables extremos de ser a un tiempo humilde y feliz, tan lejos de las marcas registradas y de la verdadera miseria que se oculta tras las vacías ambiciones del wa­nnabe. Símbolo de permanencia, voluntad y seguridad, era en suma, mi madrugadora, prueba en tenis de la existencia de Dios.