portada

CIELO SANGRIENTO

La Ciencia
para Todos

En 1984 el Fondo de Cultura Económica concibió el proyecto editorial La Ciencia desde México con el propósito de divulgar el conocimiento científico en español a través de libros breves, con carácter introductorio y un lenguaje claro, accesible y ameno; el objetivo era despertar el interés en la ciencia en un público amplio y, en especial, entre los jóvenes.

Los primeros títulos aparecieron en 1986 y, si en un principio la colección se conformó por obras que daban a conocer los trabajos de investigación de científicos radicados en México, diez años más tarde la convocatoria se amplió a todos los países hispanoamericanos y cambió su nombre por el de La Ciencia para Todos.

Con el desarrollo de la colección, el Fondo de Cultura Económica estableció dos certámenes: el concurso de lectoescritura “Leamos La Ciencia para Todos”, que busca promover la lectura de la colección y el surgimiento de vocaciones entre los estudiantes de educación media, y el Premio Internacional de Divulgación de la Ciencia Ruy Pérez Tamayo, cuyo propósito es incentivar la producción de textos de científicos, periodistas, divulgadores y escritores en general cuyos títulos puedan incorporarse al catálogo de la colección.

Hoy, La Ciencia para Todos y los dos concursos bienales se mantienen y aun buscan crecer, renovarse y actualizarse, con un objetivo aún más ambicioso: hacer de la ciencia parte fundamental de la cultura general de los pueblos hispanoamericanos.

Comité de selección de obras

Dr. Antonio Alonso
Dr. Francisco Bolívar Zapata
Dr. Javier Bracho
Dr. Juan Luis Cifuentes
Dra. Rosalinda Contreras
Dra. Julieta Fierro
Dr. Jorge Flores Valdés
Dr. Juan Ramón de la Fuente
Dr. Leopoldo García-Colín Scherer (†)
Dr. Adolfo Guzmán Arenas
Dr. Gonzalo Halffter
Dr. Jaime Martuscelli
Dra. Isaura Meza
Dr. José Luis Morán López
Dr. Héctor Nava Jaimes
Dr. Manuel Peimbert
Dr. José Antonio de la Peña
Dr. Ruy Pérez Tamayo
Dr. Julio Rubio Oca
Dr. José Sarukhán
Dr. Guillermo Soberón
Dr. Elías Trabulse

Sergio de Régules


CIELO SANGRIENTO

Los impactos de meteoritos,
de Chicxulub a Cheliábinsk

Fondo de Cultura Económica

La Ciencia para Todos / 242

Primera edición, 2016
Primera edición electrónica, 2017

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

contraportada

ÍNDICE

Agradecimientos

Portentos y horribles monstruos

I.

Cheliábinsk es una urbe rusa…

II.

Estoy hojeando un libro…

III.

Sin que lo supiera Max Walker…

IV.

Antes de instalarse en su hotel…

V.

La hipótesis del impacto…

VI.

¿Le gustan las sorpresas?…

VII.

Pese a las evidencias…

Injusticia cósmica

Bibliografía

Índice analítico

AGRADECIMIENTOS

Escribí buena parte de este libro en Italia, como escritor residente en el castillo de Civitella Ranieri, en un entorno de paz, belleza y comodidad, y en compañía de un grupo de artistas residentes talentosos e interesantes. Las seis semanas que pasé en el castillo con estas personas maravillosas han sido uno de los periodos más memorables y productivos de mi vida.

Por la oportunidad de trabajar en este ambiente tan fértil agradezco a la Fundación Civitella Ranieri de Nueva York y a su directora ejecutiva, Dana Prescott, reconocida artista visual y excelente anfitriona. Dana es una maestra consumada de la conversación, capaz de pasar sin pestañear de la obra de Piero della Francesca y Fra Angelico a la vida sexual de los delfines, al tiempo que reparte por toda la mesa copitas de digestivos deliciosos para avivar la camaradería. Agradezco también a Diego Mencaroni, escritor y músico que coordina el programa de Civitella, por resolver problemas con una mano en la cintura, pero sobre todo por las conversaciones de sobremesa durante las salidas a cenar. A los becarios Hope Campbell Gustafson —quien nos llevó de un lado a otro por la región gestionando con eficacia boletos de tren, reservaciones y mil detalles de logística— y Francesco Candelori, por su simpatía y su disposición para ayudarnos a resolver problemas cotidianos. A la chef Romana Ciubini y a sus asistentes Patrizia Caini y Patrizia

Corsici, por sorprendernos todos los días con platillos deliciosos y variados, y al resto del personal del castillo: Paola Serpolini, Alem Araya, Francesca Cacioppo, Maurizio Bastianoni y Ennio Santini.

Mi amiga, la poeta Alicia García Bergua, merece un agradecimiento especial por postularme para la residencia en Civitella. Sin Alicia esto nunca habría sucedido. Y tampoco habría sucedido sin la solidaridad y amistad de mis amigas y colegas de la revista ¿Cómo ves?: Estrella Burgos, Isabelle Marmasse, Gloria Valek, Atenayhs Castro, Gina Reyes, Lupita Fragoso, Gaby García Cisneros y Mónica Genis, que me dejaron ausentarme y aumentar su carga de trabajo sin protestar mucho. Tampoco habría podido ausentarme sin la autorización de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde trabajo.

Andrés Castillo Arce y Maia Fernández Miret leyeron el manuscrito con lupa y me hicieron sugerencias que mejoraron mucho el producto final. Me felicito de contar con lectores y amigos tan minuciosos, críticos e inteligentes.

Eso sí: el mayor de los agradecimientos va para Magali Melgar y Ana de Régules. Este libro está dedicado a ellas y a mi papá, que me enseñó a fijarme en los estratos geológicos desde que era niño.

Ciudad de México, noviembre de 2014

Y vendría un día que sería el último.

SUSAN STEINBERG

Lea el que quiera las maravillas que ocurrieron

en años idos y compare con nuestros días.

He aquí, se han visto portentos y horribles monstruos,

llamas, coronas, rayos que refulgen en el cielo,

estrellas diurnas, antorchas, terremotos y abismos en la tierra,

y proyectiles, huracanes, un cielo sangriento.

SEBASTIAN BRANT

Como científicos, conversamos con la naturaleza. Le hacemos preguntas por medio de observaciones o experimentos y la naturaleza contesta en los resultados de la observación o el experimento. Parece fácil, pero en la práctica es muy difícil. El joven científico novato no se puede imaginar qué difícil es entender el verdadero significado de la respuesta de la naturaleza, ni cuántas maneras hay de equivocarse o engañarse.

WALTER ALVAREZ

Portentos y horribles monstruos

Tengo entre mis libros algunos volúmenes que provienen de la biblioteca de mi abuelo, que trabajó toda su vida en Petróleos Mexicanos. En la colección abundan los libros sobre rocas y fósiles, conocimientos que el geólogo y el ingeniero petrolero aplican en la búsqueda de petróleo. Algunos de estos libros, por ejemplo un Textbook of Paleontology, de Karl A. Zittel, llevan el nombre y la firma de mi abuelo en tinta morada cada tantas páginas, señal de que, si no los usó, por lo menos los hojeó. Otros no tienen nombre, pero sí notas a lápiz en inglés, de donde deduzco que no eran originalmente de mi abuelo. ¿De dónde salieron?

La clave del origen de estos libros está en unos cuantos ejemplares de la colección. En la primera página de estos volúmenes se ve un sello en relieve que dice “Henry Brosius, apartado 35, Puerto México, Ver., México”. Esto me hace sospechar que provienen de los estantes de petroleros británicos y estadunidenses que los dejaron abandonados cuando Lázaro Cárdenas nacionalizó la industria del petróleo en 1938 y los petroleros extranjeros regresaron a su casa.

Henry Brosius es un misterio. Busqué en Google su nombre, relacionado con la industria petrolera de México, pero nada. No era un personaje importante, pero se ve que sus intereses iban más allá del utilitarismo petrolero. Gracias a su amplitud de miras hoy tengo en mis libreros algunas joyas de la divulgación científica del pasado; por ejemplo, el libro Astronomy for Everybody, del astrónomo canadoestadunidense Simon Newcomb, publicado en 1902. Las páginas del libro son de un tono tostado muy parejo y no tienen desportilladuras, pero las pastas están muy carcomidas por los hongos. El libro pasó muchas décadas en Puerto México, Veracruz (hoy Coatzacoalcos), y luego en la casa de mi abuelo, en Tampico, lugares ambos de mucho calor y humedad. Lo abro y veo con satisfacción que Newcomb dedica algunas páginas a un tema que me interesa para escribir este libro: los asteroides, objetos celestes pequeños y numerosos, el primero y más grande de los cuales fue descubierto por el astrónomo italiano Giuseppe Piazzi el 1° de enero de 1801. Dice Newcomb en 1902:

Recientemente se han encontrado unos diez o doce de estos cuerpos al año. Por supuesto, los que quedan por conocer son más pequeños y al paso del tiempo van siendo más difíciles de encontrar. Pero aún no hay señales de que su número tenga límite. La mayoría de los recientes son diminutos, pero mientras más pequeños son, más numerosos [p. 193].

Más adelante, en un capítulo sobre meteoritos, escribe:

Todo lector de este libro debe haber visto con frecuencia lo que se llama coloquialmente “estrellas fugaces”: objetos como estrellas que surcan el cielo a toda velocidad en trayectorias más o menos largas y luego desaparecen […] Tienen brillos muy variados, pero las más brillantes son las menos comunes. Quien salga mucho de noche no pasará un año sin ver alguna bola de fuego de gran brillo. Una o dos veces en su vida verá una que ilumina todo el cielo con su luz [p. 277].

Estas bolas de fuego que encienden todo el cielo y que se ven una o dos veces en la vida no se llaman estrellas fugaces, empero, sino bólidos, y cuando sus fragmentos llegan a tierra se llaman meteoritos. En la descripción de Simon Newcomb parecen bellas e inofensivas, pero hay relatos inquietantes que sugieren que no siempre pasan sin secuela. En noviembre de 1492 cayó un meteorito cerca de la ciudad de Ensisheim. Al poco tiempo circulaba por Europa una descripción poética del acontecimiento compuesta por un escritor alemán llamado Sebastian Brant, quien menciona “portentos y horribles monstruos” y luego “estrellas diurnas, antorchas, terremotos y abismos en la tierra, y proyectiles, huracanes, un cielo sangriento”… estamos muy lejos del fulgor que de pronto ilumina la plácida noche sin mayores consecuencias.

El libro que tienen ustedes en las manos trata de tres portentos y horribles monstruos, aunque discutiremos más de tres, con todo y estrellas diurnas, abismos en la tierra, proyectiles, huracanes, cielos sangrientos y cosas peores. De esos portentos se puede decir que uno ocurrió en México y los otros dos en Rusia. El primer portento sucedió hace tanto tiempo que su rastro ya no está en la faz de la Tierra: está debajo, a cientos de metros de profundidad, y encontrarlo requirió tiempo, ingenio y una buena dosis de suerte. También nos ocuparemos de las investigaciones que han permitido entender los efectos de ese impacto, pese a que ocurrió hace millones de años. El panorama de horrores que pintan esas investigaciones hace palidecer la descripción de Sebastian Brant. Una consecuencia indirecta de aquel impacto añejo es la aparición de nuestra propia especie, pero me estoy adelantando.

El segundo portento acaeció hace poco más de un siglo, en 1908. Aún quedan misterios acerca de este suceso. El impacto no dejó cráter y muy pocos lo vieron porque ocurrió en una región casi desierta de Rusia.

El tercer portento sobrevino el 15 de febrero de 2013 y ése sí lo presenció mucha gente. De cierta manera se puede decir que lo presenció todo el mundo. Para saber por qué, sigan leyendo.

I

Cheliábinsk es una urbe rusa de un millón de habitantes, situada 1 500 kilómetros al este de Moscú, cerca de la frontera con Kazajistán. Aunque la Unión Soviética se desintegró hace más de veinte años, Cheliábinsk —como muchas ciudades rusas— aún guarda vestigios de la era del comunismo: en el centro de la ciudad hay una Avenida Lenin que fluye junto a la Plaza de la Revolución, donde una imponente estatua del padre de esa revolución contempla el tráfico desde su pedestal.

Frente a la plaza, del otro lado de la calle, se encuentra el número 54 de la Avenida Lenin, un pesado edificio más ancho que alto cuyo frente ocupa la cuadra completa y que parece una fortaleza, con sus torreones en las esquinas y su portón de triple altura. Hoy la planta baja del edificio está ocupada por tiendas de ropa fina y los pisos altos por departamentos elegantes, pero en los años sesenta el inmueble debió de haber tenido otra función, porque en una foto de esa época se le ve coronado por un letrero que dice “Glorioso Partido Comunista de la Unión Soviética”.

Como si fuera un eco lejano de aquella época obsesionada con el control y la vigilancia, en lo alto del 54 de la Avenida Lenin está instalada una cámara web que transmite en vivo, por internet, una panorámica de lo que pasa en la Plaza de la Revolución a todas horas del día. En primer plano se ve el tráfico de la avenida, luego la explanada de la plaza con la estatua de Lenin en el centro y cuatro altos faroles en fila a lo largo de la calle. Detrás del prócer se extiende un parque de pinos con un ancho paseo central que remata, al fondo, con el edificio circular del Teatro Nahum Orlov, ápice de una hermosa composición piramidal. La imagen de la cámara de la Plaza de la Revolución tiene las cualidades estéticas de una pintura del Renacimiento.

El tiempo se divide en tres capas en el video continuo que se transmite al mundo desde el 54 de la Avenida Lenin. La capa del tiempo humano es frenética: coches, camiones, autobuses y trolebuses que circulan en dos sentidos por la avenida; gente que va apretando el paso por la plaza y niños que juegan a deslizarse por unas rampas de hielo. La capa temporal de la naturaleza, en cambio, está marcada por la lenta marcha de las sombras. Cuando el sol naciente supera los edificios que flanquean la plaza, los cuatro faroles empiezan a proyectar sombras. En invierno éstas son largas y apuntan a la derecha. Al paso de las horas se van desplazando hacia la izquierda con el sosiego de la manecilla horaria de un reloj, y desaparecen cuando se encienden los reflectores verdes que iluminan la fachada del teatro y las luces de colores que alegran las esculturas de hielo de la plaza.

La tercera capa temporal, encarnada por el ojo estático de la cámara, es la mirada fija de la eternidad.

Igual que la fortaleza que vigila la Plaza de la Revolución, los coches que pasan por la Avenida Lenin también tienen cámaras de video. No se debe a un gusto generalizado por el cine ni a una adicción nacional a registrar en video todo lo que uno hace para compartirlo en Facebook y en YouTube, sino a la corrupción, ésa sí generalizada y nacional. La cámara, o dashcam (porque va montada en el dashboard: tablero de mandos del coche, en inglés), es una salvaguardia para el conductor contra la arbitrariedad y violencia de la policía rusa, pero también es garantía para las compañías de seguros, que ya no sabían cómo precaverse contra la corrupción de los propios automovilistas. Era común en Rusia montar accidentes falsos para reclamar la suma del seguro, presentar como recién accidentados automóviles de añejas abolladuras y sobornar testigos en los accidentes para que le echaran la culpa al otro conductor. Había peatones que se lanzaban sobre los coches y luego exigían indemnización. Mentir en el tribunal era de rigueur.

Cuando no se puede confiar en nadie la vida es más difícil y más costosa para todos. La desconfianza disparó las primas de las aseguradoras hasta precios inalcanzables y en los tribunales devaluó hasta cero los testimonios de los automovilistas. Por si fuera poco, cada vez era más común que un conductor enfurecido se bajara de su vehículo para agredir a otro por la menor desavenencia. Proliferaron las cámaras de video para coches con su fiel y desapasionado ojo electrónico, y la corrupción y la violencia disminuyeron un poco.

Lo que aumentó de manera desmedida fue el número de videos de acontecimientos en las carreteras de Rusia y países vecinos, que se pueden ver en YouTube: montones de accidentes, desde tontos y chuscos hasta extraños y atroces; asaltos, peleas, psicópatas que la emprenden a patadas contra el automóvil de la cámara, un Boeing 747 de carga que pierde sustentación y se desploma sobre el asfalto. Los videos rusos se volvieron un género por derecho propio. Hurgando en ese truculento catálogo de lo insólito, uno puede ver en unos minutos muchos acontecimientos que sólo se verían una vez en la vida, la mayoría profundamente inquietantes.

Nadie se imaginaba que esta manía de instalar cámaras en los coches y poner en internet los incidentes notables o inesperados iba a traer beneficios científicos, e incluso a contribuir a proteger a la humanidad de un peligro poco conocido. Pero eso es lo que sucedió el 15 de febrero de 2013 cuando, a muchos kilómetros de altura sobre la región de Cheliábinsk, ocurrió el más inesperado y notable de los incidentes.

Son las 9:20 de la mañana pero en esta región, a 55 grados de latitud norte, apenas está saliendo el sol. Con todo, a esa hora la jornada de trabajo ya empezó, como en el resto del mundo, y mucha gente ya está al abrigo del frío en sus oficinas, fábricas y escuelas. Por la Avenida Lenin circulan los últimos coches de la hora pico de la mañana cuando algo empieza a mezclar las capas temporales de la plaza.

Se abre una ventana en el cielo. Un resplandor clandestino pone un crescendo inesperado en medio del gris insípido de la mañana. Afloran las sombras de los faroles. Los pesados edificios de la era soviética y los pinos del parque flotan sobre sus sombras como en charcos de tinta. Como si al sol le hubiera entrado prisa por llegar al ocaso, las sombras hacen su recorrido diurno en unos cuantos segundos pavorosos: es el pavor de los portentos que trastocan el orden natural, como los terremotos o la caída de las torres gemelas: el horrible movimiento de lo que no debería moverse.

El resplandor supera la brillantez del mediodía. La cámara web trata de ajustarse a este súbito cambio de brillo y color, que empieza con un albor amarillento y culmina con un blanco enceguecedor de explosión nuclear. La imagen de la cámara titubea, se pone negra y por fin se estabiliza al apagarse el brillo que durante 20 segundos ha convertido la Plaza de la Revolución de Cheliábinsk en un cuadro surrealista de Giorgio de Chirico. En la plaza se levanta un revuelo de palomas.

Unos 150 kilómetros al norte de Cheliábinsk, en Kamensk Uralsky, apenas es el alba. Alexander Ivanov conduce su coche entre bancos de nieve hasta el cruce de la Avenida Pobedy y la Calle Lenin mientras su dashcam registra el trayecto, por si acaso. Se detiene en el semáforo, a la vista de la capilla de Alexander Nevski, una torre blanca coronada por un domo dorado que apenas se perfila contra la primera luz del día. Situada en el centro de una espaciosa plaza, la capilla es lo único que destaca por encima del tráfico y el entramado de cables de trolebús.

Exactamente a las 9:20:21, según el reloj de la dashcam de Ivanov, un punto brillante entra por la parte izquierda de la imagen. Parece la estela de un avión, iluminada desde abajo por el sol naciente, pero las estelas de avión no aumentan de brillo. Es una bola de fuego que va dejando un rastro de luz y de humo. La luz pasa del rojo al amarillo, se atenúa, vuelve a aumentar, culmina en un paroxismo blanco que se refleja en el pavimento húmedo de nieve pisoteada. Luego parpadea, parece que se rompe, y un trozo más pequeño reluce brevemente antes de apagarse con un chisporroteo y desaparecer tras la capilla de Alexander Nevski. Han pasado 16 segundos. Sobre el horizonte queda una espesa nube blanca alargada. Alexander Ivanov vira a la derecha y prosigue su camino. Ya tiene algo que contar y un video para nutrir la colección rusa en YouTube.

En una zona de las afueras de Cheliábinsk Alexander Gubarev graba con una cámara de video la estela doble de borlas de humo que dejó el bólido. La cámara se pasea de un lado a otro de la estela mientras Gubarev comenta algo con otras personas. Más de dos minutos después del paso del objeto, un violentísimo estruendo hace trastabillar a Gubarev. La cámara se sacude; se oyen otras explosiones como disparos de artillería a lo lejos. Se rompen las ventanas de una construcción cercana y las alarmas de los coches se ponen a aullar.

En una solitaria callejuela del mercado de la ciudad de Korkino, 30 kilómetros al sur de Cheliábinsk, una cámara de vigilancia contempla las casuchas cubiertas de nieve. En esa cámara el bólido se ve pasar casi sobre la vertical, seguido por sus fieles rémoras, las sombras. Apenas unos segundos después la imagen se sacude y de los aleros de las casas cae una microscópica avalancha de nieve acumulada.

Ese día miles de rusos de la región de Cheliábinsk publicaron en YouTube y otras redes los archivos de sus dashcams, así como películas hechas con celulares y cámaras de video. Otros videos del 15 de febrero de 2013 provienen de cámaras de seguridad como la de la Avenida Lenin y la del mercado de Korkino. En unos se ven cristales romperse, así como puertas y ventanas hundirse por el golpe de la onda de choque. El repentino cambio de presión succiona techos de plafón que se desbaratan. Un hombre asomado a la ventana para ver qué pasa sale proyectado hacia atrás. La primera explosión es la más violenta, pero se siguen oyendo truenos lejanos durante otros 30 segundos.

Gracias a las cámaras de los coches, a las de vigilancia, a los celulares y a YouTube tenemos vistas de todos los ángulos posibles del paso del bólido por la atmósfera y de la estela de humo que dejó, así como registros de la llegada de las ondas de choque unos minutos después: una abundancia de datos científicos que iban a servir en los días y meses que siguieron para que varios grupos de científicos de muchos países reconstruyeran laboriosamente los detalles de lo que sucedió cuando, a las 9:20 de la mañana del 15 de febrero de 2013, el planeta Tierra le salió al paso a una roca que llevaba millones de años vagando por el espacio.

Stefan Geens es un trotamundos belga que ha vivido en varios países. Actualmente está radicado en Estocolmo, Suecia. Es tecnólogo de profesión, pero le interesan los mapas, la astronomía y las matemáticas, y es un apasionado de Google Earth, el mapa más famoso, detallado y accesible que jamás se haya visto.

Geens lleva varios años dedicado a escribir sobre el impacto social, científico y geopolítico de este globo terráqueo virtual hecho de imágenes satelitales detalladas que otrora eran coto exclusivo de los gobiernos de países poderosos. Hoy todos podemos atisbar por encima de esa barda cuya puerta no se ha abierto en 40 años y meter la nariz en las propiedades de nuestros vecinos, o de alguna celebridad; pero más allá de la curiosidad morbosa, Google Earth se ha convertido en el mapa de referencia internacional, lo que ocasiona interesantes problemas cuando los administradores de este mundo virtual meten la pata. En 2007 el estado de Arunachal Pradesh, India —territorio disputado por China—, apareció brevemente en Google Earth como parte de ese país, con todo y nombres chinos. Esto ocurrió apenas unas horas antes de iniciarse una reunión de oficiales de las dos naciones encaminada a dirimir precisamente esa cuestión, lo que causó un pequeño escándalo internacional: la India veía en esta pifia un intento deliberado de Google por fortalecer la posición china. Stefan Geens comentó el suceso en su blog Ogle Earth y trató de explicarlo así: Google administra dos bases de datos para sus mapas, una para los usuarios chinos (que se encuentran dentro de un cerco electrónico que no permite pasar datos de fuera sin censura) y otra para el resto del mundo. Los mapas chinos se distribuyen desde servidores que se encuentran en ese país, por lo que están sujetos a sus leyes, y las leyes de China dicen que Arunachal Pradesh pertenece a China. Geens conjetura que las bases de datos deben haberse mezclado por error.

En otra entrada de su blog, Geens trata de localizar en Google Earth el punto de Corea del Norte en el que ese país llevó a cabo pruebas nucleares clandestinas en 2009. Para eso emplea datos publicados por el sistema de verificación de la Organización del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares. Esta organización tiene una red de estaciones sensoras distribuidas por todo el mundo para detectar explosiones nucleares por medio de sus efectos mundiales, que son variados: ondas sísmicas que se propagan por la tierra, partículas radiactivas diseminadas en la atmósfera y ondas infrasónicas (sonidos muy graves) que se transmiten por el aire cuando algo hace explosión (por ejemplo, una bomba nuclear o un asteroide).

Éste es el tipo de cosas que le interesan a Stefan Geens. Por supuesto, cuando supo la noticia de lo que había sucedido en Rusia y encontró los videos en YouTube, quedó fascinado. “No me cansaba de mirarlos”, escribe en la entrada de su blog del 16 de febrero de 2013. “¿Sería posible usar estos videos junto con Google Earth para intentar un primer cálculo de la trayectoria del meteorito? Me encontraba a 2 500 kilómetros de Cheliábinsk haciéndome esta pregunta cuando me topé con este video.” Se refiere al de la Plaza de la Revolución.

Geens seleccionó imágenes de esos instantes surrealistas en los que las sombras de los faroles barren la calle de derecha a izquierda como si el sol hubiera enloquecido. Por medio de Google Earth determinó que la separación entre los faroles es de 32 metros y la altura de unos 12. Para verificar independientemente estas cifras, Geens usó fotografías de la plaza, que descargó de internet. Luego comparó el tamaño de la gente con el de los faroles. Todo cuadraba con suficiente precisión.

De las sombras de los faroles se puede descifrar la dirección de la luz que las proyectó. Stefan Geens analiza las sombras en tres instantes distintos, que abarcan 4.7 segundos del paso del bólido, y determina sus direcciones e inclinaciones. Luego las traslada a Google Earth y las coloca encima de Cheliábinsk, pero no en un mapa plano, sino en una proyección tridimensional: tres líneas rectas que parten de la ciudad hacia el cielo en direcciones divergentes. Las rectas definen un plano, que por fuerza contendrá la trayectoria del bólido. Muy ufano, Geens señala que el plano que obtiene de esta manera pasa por el lago Chebarkul, donde se sabe que cayó un fragmento del objeto.